lunes, 20 de mayo de 2013

Archeron - Cap: 35


10 de Abril, 9526 AC
Monte Olimpo

Nicholas no sabía por qué había acordado encontrarse con Artemisa. El sólo pensamiento de verla en ese momento era suficiente para ponerlo físicamente enfermo… si él pudiera enfermarse. Durante casi un año había estado limpiando el caos de Apolo. Había infinidad de Apolitas convirtiéndose en Daimons chupa almas a diario.
No es que los culpara realmente. Había sido un grupo pequeño de hombres los que la reina Atlante había enviado para asesinar a su hermana y su sobrino. Celosa por el hecho que Apolo ya no regresara a su cama, la reina Atlante vertió todo su veneno sobre Demi. En medio de la noche, los hombres de la reina habían entrado al dormitorio de Demi, asesinándola mientras estaba alimentando a Apollodorus.

Después que Apolo terminara de matar a Nicholas, el dios se volvió sobre la misma raza que había creado. Como los asesinos habían hecho parecer como si un animal hubiera desgarrado a Demi y Apollodorus, Apolo los maldijo a alimentarse unos de otros. Sólo la sangre Apolita podía sostenerlos ¿Qué es lo que había entre Apolo, Artemisa y la sangre?
Como si no fuera suficiente con la maldición, Apolo los había desterrado del sol, así no podría verlos nunca más ni recordar su traición. Y para no quedarse atrás, había condenado a la raza entera a morir lenta y dolorosamente en su cumpleaños veintisiete, la misma edad que Demi había tenido.

Dada la severidad con que los castigó, Nicholas podría haber pensado que el dios amó a su hermana Demi. Él lo sabía mejor. Apolo no era capaz de amar más de lo que Artemisa lo hacía. No era más que una demostración de poder. Una advertencia a quienes pensaran volverse contra él, decía que había destruidola Atlántidapara vengarse de los Apolitas.
Est/úpido bastardo. Y *beep* la gente por creer en sus mentiras.
Nicholas guardó silencio, no para proteger al dios, sino porque la patética arrogancia de Apolo lo divertía.
Por su propia est/upidez el dios iba a ser deshecho. Incluso ahora la madre de Nicholas estaba sentada en su prisión planeando la muerte del dios… junto con la de Artemisa. Apenas había Apolo condenado a su pueblo, Apollymi había ido con Strykerius, el condenado hijo de Apolo, y le había mostrado cómo eludir la muerte tomando las almas humanas dentro de los cuerpos Apolitas y así prolongar la vida.
Con razón Savitar había rehusado decir el nombre de la diosa contra la que Nicholas debería luchar.
Su propia madre. Ella era la que dirigía el ejército Daimon que se estableció para su propia venganza. Debió haberlo sabido.

Pero entonces su revancha había sido más directa. Él cazó a todos quienes habían asesinado a su hermana y sobrino, aquellos que habían sobrevivido el ataque de su madre, y los había hecho desear nunca haber nacido con terminaciones nerviosas.
Ahora estaba en guerra con su madre.
Nicholas suspiró pesadamente.
—Un día, voy a matar a esos condenados Destinos.
Pero no sería hoy. Hoy se iba a encontrar con Artemisa para ver por qué había estado chillando y amenazando con matarlo todos estos pasados meses. Entre ella y su madre lo abrumaban, esta era la primera vez desde que había muerto que su cabeza estaba libre de su incesante acoso.
Sintió la ondulación de poder bajar por su columna lo que anunciaba su llegada. Se tensó ante la expectación de escuchar su malhumorada voz. Cuando ella no empezó a gritarle, giró su cabeza para encontrarla vacilante.
—¿Por qué estás nerviosa, Artemisa?
—Estás muy diferente ahora.
Él rió ante su agudo sentido de percepción. Él era diferente ahora. No más un sumiso esclavo, sino un enojado dios que sólo quería que lo dejaran en paz.
—No me gusta tu cabello negro.
Él le lanzó una cómica mirada.
—Y a mí no me gusta tú cabeza sobre tus hombros. Supongo que no podemos tener lo que queremos, ¿no? —Estrechó su mirada sobre ella—. No tengo tiempo para esta mie/rda. Si lo que quieres es mirarme tontamente, entonces puedes admirar mi espalda mientras me alejo de ti.
Él dio la vuelta.
—¡Espera!
En contra de su mejor juicio, vaciló.
—¿Para qué?
Ella se acercó a él como si estuviera aterrorizada.
—Por favor no estés furioso conmigo, Nicholas.
Él rió amargamente ante sus palabras.
—Oh, furia, ni siquiera empieza a describir cómo estoy contigo. ¿Cómo te atreves a traerme de regreso?
Ella tomó aire mientras sus facciones se tensaban.
—No tuve opción.
—Todos tenemos opciones.
—No, Nicholas. Nosotros no.
Como si él lo creyera. Ella siempre había sido egoísta y vana y no dudaba que esa fuera la razón por la que había sido traído de vuelta en vez de haber sido dejado muerto.
—¿Es por esto que me has convocado? ¿Quieres disculparte?
Ella sacudió su cabeza.
—No lamento lo que hice. Lo haría de nuevo una y otra vez en una libra de corazón.
—Latido —gruñó él, corrigiéndola.
Ella despidió la palabra con la mano.
—Quiero que haya paz entre nosotros.
¿Paz? ¿Estaba loca? Era afortunada que no la matara en ese momento. Si no fuera por el temor de lo que podría suceder, ya lo habría hecho.
—Nunca habrá paz entre nosotros. Jamás. Hiciste añicos cualquier esperanza de eso cuando observaste a tu hermano asesinarme y rehusaste a hablar en mi nombre.
—Tuve miedo.
—Y fui masacrado y destripado como un animal en sacrificio. Discúlpame si no siento tu dolor. Estoy demasiado ocupado con el mío. —Giró para dejarla cuando ella lo detuvo de nuevo.
Fue entonces que escuchó el gimotear de un bebé. Frunciendo el ceño, vio con horror cómo sacaba un infante de entre los pliegues del peplo.
—Tengo un bebé para ti, Nicholas.
Tiró su brazo lejos de ella mientras la furia quemaba cada parte de él.
—¡Maldita pe/rra! ¿De verdad pensaste que podrías alguna vez reemplazar a mi sobrino a quien dejaste morir? Te odio. Siempre te odiaré. Por una vez en tu vida, haz lo correcto y devuelve eso con su madre.
Entonces ella lo abofeteó con fuerza suficiente como para partirle los labios.
—Ve y púdrete, bastardo sin valor.
Riendo, se limpió la sangre con el dorso de la mano mientras le lanzaba una mirada venenosa.
—Puede que sea un bastardo sin valor, pero mejor que ser una pu/ta frígida que sacrificó al único hombre que alguna vez la amó porque era demasiado egoísta para salvarlo.
La mirada en su cara lo chamuscaba.
—Yo no soy la pu/ta aquí, Nicholas. Lo eres tú. Comprado y vendido a cualquiera que pudiera pagar por tu tarifa. Cómo te atreves a pensar por un minuto que alguna vez fueras digno de una diosa.
El dolor de esas palabras abrasó permanentemente un lugar en su corazón y alma.         
—Tienes razón, mi Señora. No soy digno de ti o de alguien más. Sólo soy un pedazo de mie/rda arrojada desnuda a la calle. Perdóname por haberte ensuciado.
Entonces se desvaneció.
Su relación estaba acabada. No había poder en el universo que lo hiciera volver a hablarle.
Necesitas su sangre.
¿Y qué? Dejar que el mundo muera para lo que a él le importaba. Mejor que todo el mundo pereciera que pasar cinco minutos esclavizado a esa pe/rra. Ya estaba cansado de ser el chivo expiatorio. Por una vez iba a pensar en él y que el resto se jodiera.
—Estoy fuera, Artemisa. Completamente fuera.


Grecia, 7382 AC

Nicholas sintió una presencia detrás de él. Giró en redondo, con el bastón listo para golpear, esperando que fuera otro Daimon atacándolo.
No lo era.
En cambio, encontró a Simi colgando boca abajo de un árbol, sus largas alas de murciélago color burdeos plegadas contra su aniñado cuerpo. Vestía una holgada túnica griega negra que ondeaba suavemente con la brisa de la noche. Sus ojos rojo sangre brillaban de forma misteriosa en la oscuridad, mientras su larga trenza negra se balanceaba desde su cabeza, hasta el suelo.
Nicholas se relajó, y apoyó uno de los bordes de su bastón sobre la húmeda hierba mientras la observaba.
—¿Dónde has estado, Simi?  —preguntó con dureza. Había estado llamando al demonio Caronte durante la última media hora.
—Oh, sólo dando una vuelta, akri, —dijo ella, sonriendo mientras se balanceaba hacia atrás y delante en la rama. —¿Akri me extrañó?
Nicholas suspiró. Amaba a Simi más que a su vida, pero deseó haber tenido un demonio maduro como acompañante. No uno que aún a los cinco mil años de edad, funcionaba al nivel de una niña de cinco años.
Pasarían siglos antes de que Simi madurara completamente.
—¿Entregaste mi mensaje? —preguntó.
—Sí, akri, —dijo ella, usando el término atlante para mi señor y amo. —Lo entregué tal como tú dijiste, akri.
La piel detrás del cuello de Nicholas se erizó. Había algo en su tono que lo inquietaba.
—¿Qué hiciste, Simi?
—La Simi no hizo nada, akri. Pero...
Él esperó mientras ella miraba nerviosamente alrededor.
—¿Pero? —insistió.
—La Simi tuvo hambre en su camino de vuelta.
Él se congeló de terror.
—¿A quién te comiste esta vez?
—No era un quién, akri. Era algo que tenía cuernitos en su cabeza como yo. De hecho, había un montón. Todos tenían cuernitos y hacían un extraño sonido… mu-mu.
Frunció el ceño con su descripción.
—¿Quieres decir vacas? ¿Comiste ganado?
Ella sonrió de oreja a oreja.
—Eso es, akri. Comí ganado.
¿Entonces por qué parecía tan preocupada?
—Eso no es tan malo.
—No, de hecho fue bastante bueno, akri. ¿Por qué no le hablaste ala Simisobre las vacas? Son muy sabrosas cuando están asadas. Ala Simile gustaron mucho. Necesitamos conseguirnos algunas mu-mus. Creo que cabrían en la casa.
Ignoró su último comentario.
—Entonces ¿por qué estás preocupada?
—Porque ese hombre realmente alto con un solo ojo salió de una cueva y le estaba gritando ala Simi.Él dijo quela Simiera malvada por comer las vacas y que tendría que pagar por ellas. ¿Qué significa eso, akri? ¿Pagar?La Simino sabe nada sobre pagar.
Nicholas deseaba poder decir lo mismo.
—Ese hombre realmente grande, ¿era un cíclope?
—¿Qué es un cíclope?
—Un hijo de Poseidón.
—Oh verás, eso fue lo que dijo. Sólo que él no tenía cuernitos. En cambio, tenía una enorme y calva cabeza.
Nicholas no quería discutir sobre la gran cabeza calva del cíclope con su demonio. Lo que necesitaba saber era qué hacer para corregir el voraz apetito de ella.
—Entonces, ¿qué fue lo que te dijo el cíclope?
—Que estaba furioso conla Simipor comerse el ganado. Dijo que las vacas cornudas pertenecían a Poseidón. ¿Quién es Poseidón, akri?
—Un dios griego.
—Oh mira entonces,la Simino está en problemas. Sólo mato al dios griego y todo estará bien.
Tuvo que esconder su sonrisa ante ella.
—No puedes matar a un dios griego, Simi. No está permitido.
—Aquí vas de nuevo, akri, diciendo que no ala Simi. Nocomas eso, Simi. No mates eso, Simi. Quédate aquí, Simi. Ve a Katoteros, Simi, y espera a que te llame. —Ella cruzó los brazos sobre su pecho y le lanzó una severa mirada con el entrecejo fruncido—. No me gusta que me digan no, akri.
Nicholas hizo una mueca ante el dolor que se estaba iniciando detrás de su cráneo. Deseó que se le hubiese dado un loro como mascota en su veintiún cumpleaños. El demonio Caronte iba a ser su muerte... otra vez.
—¿Y por qué estás llamando ala Simi, akri?
—Quería tu ayuda con los Daimons.
Ella se relajó y volvió a mecerse en su rama.
—Tú no pareces necesitar ninguna ayuda, akri.La Simipiensa que te ocupaste bastante bien de ellos por tu cuenta. Me gustó particularmente la manera en que ese Daimon giró en el aire antes de que lo mataras. Muy lindo. No sabía que eran tan coloridos cuando explotaban.
Ella se deslizó de la rama y fue a pararse a su lado.
—¿Adónde vamos ahora, akri? ¿Llevarás a Simi a algún lugar frío otra vez? Me gustó ese último lugar al que fuimos. La montaña era muy bonita.
¿Nicholas?
Él hizo una pausa mientras sentía a Artemisa convocándolo. Dejó salir otro largo y sufrido suspiro.
Durante dos mil años, había estado ignorándola.
Sin embargo insistía en llamarle.
Hubo un tiempo donde lo buscaba en “carne y hueso”, pero él le había bloqueado esa habilidad.
Su telepatía mental con él era el único contacto que no podía romper completamente.
—Ven, Simi, —dijo, comenzando su viaje que lo llevaría de vuelta a Therakos. Los Daimons habían instalado allí una colonia donde estaban cazando a los pobres griegos que vivían en un pequeño pueblo.
Nicholas. Necesito tu ayuda. Mis nuevos Dark-Hunters  necesitan un entrenador.
Se congeló ante las palabras de Artemisa.
¿Nuevos Cazadores Oscuros? ¿Qué infiernos era eso?
—¿Qué has hecho, Artemisa? —su voz susurró al viento, viajando al Olimpo donde ella esperaba en su templo.
Así, me hablas. Él escuchó alivio en su tono. Había empezado a preguntarme si oiría el sonido de tu voz de nuevo.
Nicholas frunció el labio. No tenía tiempo para esto.
¿Nicholas?
La ignoró.
Ella no captó la indirecta.
La amenaza Daimon se está esparciendo más rápido de lo que puedes contenerla. Necesitas ayuda, y te la estoy ofreciendo.
Él se mofó ante la idea de su ayuda. Las diosas griegas nunca habían hecho nada por alguien que no fuese ellas mismas desde los albores del tiempo.
—Déjame tranquilo, Artemisa. Tú y yo, hemos terminado. Tengo trabajo que hacer y no tengo tiempo para que me molestes.
Bien entonces. Los enviaré a enfrentarse a los Daimons sin estar preparados. Si mueren, bueno ¿a quién le importa un humano? Simplemente puedo crear más como ellos para luchar.
Era un truco.
Y aún así en sus entrañas, Nicholas sabía que no lo era. Ella probablemente había hecho más Dark-Hunters, y si realmente lo había hecho, entonces definitivamente lo haría otra vez.
Especialmente si eso lo hacía sentir culpable.
Maldita. Tendría que ir a su templo de nuevo. Personalmente, hubiera preferido ser destripado.
Sus entrañas se apretaron ante la memoria y no agradecieron su broma.
Miró a su demonio.
—Simi, necesito ver a Artemisa ahora. Tú vuelve a Katoteros y no te metas en problemas hasta que yo te llame.
La demonio hizo una mueca.
—Ala Simino le gusta Artemisa, akri. Desearía que hubieses dejado ala Simimatar a esa diosa.La Simiquería tirar de su largo cabello rojo.
Él conocía el sentimiento.
—Lo sé, Simi, es por eso que quiero que te quedes en Katoteros. —Él echó a andar, entonces se dio vuelta para enfrentarla. —Y por mí, por favor, no comas nada hasta que yo regrese. Especialmente no a un humano.
—Pero…
—No, Simi. Nada de comida.
—No, Simi. Nada de comida, —se burló—. Ala Simino le gusta esto, akri. Katoteros es aburrido. No hay nada divertido allí. Sólo vieja gente muerta que quiere volver aquí. ¡Bleh!
—Simi… —dijo, su voz densa con amenaza.
—Escucho y obedezco, akri.La Siminunca dijo que lo haría en silencio.
Él meneó la cabeza ante la incorregible demonio, y se impulsó a sí mismo desde la tierra hasta el templo de Artemisa en el Olimpo.
Nicholas se paró encima del dorado puente que atravesaba un sinuoso río. El sonido del agua hacía eco sobre los escarpados bordes de la montaña que se elevaba a su alrededor.
En los últimos dos mil años, nada había cambiado.
Toda la cumbre de la montaña estaba salpicada de centelleantes puentes y senderos, cubiertos por una niebla de arco iris, que llevaba a los diversos templos de los dioses.
Los vestíbulos del Monte Olimpo eran opulentos y enormes. Perfectos hogares para los egos de los dioses que vivían dentro de ellos.
El de Artemisa estaba hecho de oro, con una cúspide abovedada y blancas columnas de mármol. La vista del cielo y del mundo debajo desde su salón del trono quitaba la respiración.
O eso había pensado en su juventud.
Pero eso había sido antes de que el tiempo y la experiencia hubieran agriado su apreciación. Para él ahora no había nada de espectacular o hermoso aquí. Solamente veía la egoísta vanidad y frialdad de los Olímpicos.
Estos dioses nuevos eran muy diferentes de los dioses con los que Nicholas se había criado desde sus días como humano. Todos menos uno de los dioses Atlantes habían estado llenos de compasión. Amor. Amabilidad. Clemencia.
Su inminente nacimiento había sido la única ocasión en que los Atlantes dejaron que su temor los liderase, esa equivocación les había costado a todos ellos sus vidas inmortales, y permitieron a los dioses Olímpicos reemplazarlos.
Había sido un triste día para el mundo humano en más de una forma.
Nicholas se forzó a sí mismo a cruzar el Puente que llevaba al templo de Artemisa. Dos mil años atrás, había dejado este lugar, y esperado nunca volver.
Debió haber sabido que tarde o temprano ella idearía un plan para traerlo de vuelta.
Con sus entrañas contraídas por la furia, Nicholas usó su telequinesis para abrir las enormes puertas doradas. Fue instantáneamente asaltado con el sonido de los ensordecedores gritos de las acompañantes de Artemisa. No estaban acostumbradas en absoluto a que un hombre entrase en los dominios privados de su diosa.
Artemisa siseó ante el estridente sonido y a continuación desintegró a cada una de las mujeres que la rodeaban.
—¿Acabas de matar a las ocho? —preguntó Nicholas.
Artemisa frotó sus oídos.
—Debería, pero no, simplemente las arrojé al río de afuera.
Sorprendido, la contempló. Poco común para la diosa que él recordaba. Quizás había adquirido un grado de compasión y misericordia tras los últimos dos mil años.
Conociéndola, eso era altamente improbable.
Ahora que estaban solos, ella se bajó de su acolchonado trono de marfil y se le aproximó. Vestía una ligera túnica blanca que abrazaba las curvas de su voluptuoso cuerpo y sus oscuros rizos castaños resplandecían en la oscuridad.
Sus verdes ojos brillaban cálidamente dándole la bienvenida.
La mirada lo atravesó como una lanza. Caliente. Pe/netrante. Dolorosa. Sabía que verla de nuevo sería duro para él, esa era una de las razones por las cuales siempre ignoraba sus llamadas.
Pero saber algo y experimentarlo, eran dos cosas enteramente diferentes.
No estaba preparado para las emociones que amenazaban con sobrepasarlo ahora que la veía de nuevo. El odio. La traición. Lo peor de todas era la necesidad.
El hambre.
El deseo.
Había todavía una parte de él que la amaba. Una parte de él que estaba dispuesta a perdonarle todo.
Incluso su muerte…
—Te ves bien, Nicholas. Cada parte tan apuesta como lo estaba la última vez que te vi. —Ella se acercó para tocarlo.
El dio un paso atrás, fuera de su alcance.
—No vine aquí para charlar, Artemisa, yo...
—Solías llamarme Artie.
—Solía hacer un montón de cosas que ya no puedo hacer. —Le dirigió una dura mirada para recordarle todo lo que ella le había arrebatado.
—Todavía estás furioso conmigo.
—¿Eso crees?
Los ojos de ella escupieron fuego esmeralda, recordándole el demonio que residía en su divino cuerpo.
—Podría haberte forzado a venir a mí, sabes. He sido muy tolerante con tu desafío. Más de lo que debería.
Él miró hacia otro lado, sabiendo que tenía razón. Ella, sola, poseía la fuente de alimento que él necesitaba para funcionar. Cuando estaba demasiado tiempo sin su sangre, se convertía en un asesino incontrolable. Un peligro para cualquiera que estuviera cerca de él.
Sólo Artemisa poseía la llave que lo mantenía tal como era. Cuerdo. Entero.
Compasivo.
—¿Por qué no me forzaste a venir a tu lado? —preguntó él.
—Porque te conozco. De haberlo intentado, tú nos hubieras hecho pagar a los dos por eso.
De nuevo, tenía razón. Sus días de subyugación hacía mucho que habían acabado. Él había tenido mucho más de lo que le correspondía durante su niñez y juventud. Habiendo saboreado la libertad y el poder, había decidido que le gustaban demasiado para volver a ser lo que había sido anteriormente.
—Cuéntame de estos nuevos Dark-Hunters, —dijo—. ¿Por qué los creaste?
—Te lo dije, necesitas ayuda.
Frunció su labio en enojo. —No necesito tal cosa.
—Los otros dioses griegos y yo estamos en desacuerdo.
—Artemisa… —gruñó su nombre, sabiendo que ella estaba mintiendo sobre esto. Él era más que capaz de controlar y matar los Daimons que cazaban a los humanos—. Juro...
Apretó sus dientes mientras pensaba en los tempranos días de su nueva vida. No había tenido a nadie para mostrarle el camino. Nadie para explicarle lo que necesitaba hacer.
Como vivir.
Los nuevos estarían perdidos sin un maestro. Confundidos. Y lo peor de todo, serían vulnerables hasta que hubiesen aprendido a usar sus poderes y allí no había un Savitar que pudiera enseñarles.
Maldita fuese.
—¿Dónde están?
—Esperando en Falossos. Se esconden en una cueva que los mantiene alejados de la luz del sol. Pero no están seguros de lo que deben hacer o cómo encontrar a los Daimons. Son hombres con necesidad de liderazgo.
Nicholas no quería hacer esto. Deseaba liderar a alguien tanto como querría seguir las órdenes de otro. No deseaba tratar con otras personas en absoluto.
Nunca había deseado algo en su vida excepto que lo dejasen tranquilo.
El pensamiento de interactuar con otros…
Eso hizo que su sangre corriese helada.
Medio tentado a seguir su propio camino, Nicholas sabía que no podría. Si no entrenaba a los hombres acerca de cómo luchar y matar a los Daimons, terminarían muertos. Y estar muerto sin un alma era una existencia muy mala. Él, de todos los hombres, sabía eso.
—Está bien —dijo—. Los entrenaré.
Ella sonrió.
Nicholas destelló desde su templo de vuelta a Simi, y le ordenó estarse quieta un poquito más. La demonio sólo complicaría un ya de por sí complicado asunto.
Una vez que estuvo seguro de que ella se quedaría, se teletransportó a Falossos.
Encontró a los tres hombres acurrucados en la oscuridad tal como Artemisa había dicho. Estaban charlando tranquilamente entre ellos, agrupados alrededor de un pequeño fuego para calentarse y sus ojos aún lagrimeaban por el brillo de las llamas.
Sus ojos ya no eran humanos, y no podrían soportar el brillo que viniera de cualquier fuente de luz.
Tenía mucho que enseñarles.
Nicholas se adelantó, saliendo de las sombras.
—¿Quién eres tú? —preguntó el más alto tan pronto le vio. El hombre era sin dudas un Dórico con largo cabello negro. Era alto, poderosamente constituido, y todavía vestido con su armadura de batalla la cual necesitaba urgentemente cuidado y reparación.
Los hombres con él eran Griegos rubios. Sus armaduras no estaban mejor que la del primer hombre. El más joven de ellos tenía un agujero en el centro del pectoral de su armadura donde habían atravesado su corazón con una jabalina.
Estos hombres nunca podrían salir y mezclarse con las personas vivas vistiendo así. Cada uno de ellos necesitaba cuidados. Descanso.
Instrucción.
Nicholas bajó la capucha de su negra túnica y observó a cada hombre a su vez.
Cuando notaron el arremolinante color plata de sus ojos, los hombres palidecieron.
—¿Eres un dios? —Preguntó el más alto—. Nos fue dicho que un dios nos mataría si estábamos en su presencia.
—Soy Nicholas Parthenopaeus, —dijo él suavemente. —Artemisa me envió para entrenaros.
—Soy Callabrax de Likonos, —dijo el más alto. Señaló al hombre a su derecha—. Kyros de Seklos. —después al más joven de su grupo—, e Ias de Groesia.
Ias permanecía detrás, sus oscuros ojos vacíos. Nicholas podía oír sus pensamientos tan claramente como si estuviesen en su propia mente. El dolor del hombre le alcanzó, haciendo que su propio estómago se contrajese en simpatía.
— ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que fuisteis creados? —les preguntó Nicholas.
—Unas pocas semanas para mí, —dijo Kyros.
Callabrax asintió.
—Yo fui creado alrededor del mismo tiempo.
Nicholas miró a Ias.
—Hace dos días, —dijo él, su voz hueca.
—Todavía está enfermo por la conversión, —contribuyó Kyros—. Hace casi una semana que yo pude... ajustarme.
Nicholas ahogó el impulso de reír amargamente. Era una excelente palabra para describirlo.
—¿Habéis matado ya algún Daimon? —les preguntó.
—Lo intentamos, —dijo Callabrax—, pero es muy distinto a matar soldados. Son más fuertes. Más rápidos. No se mueren fácilmente. Ya perdimos a dos hombres con ellos.
Nicholas se sobresaltó ante el pensamiento de dos hombres no preparados yendo contra los Daimons y la terrorífica existencia que les esperaba cuando hubieran muerto sin almas.
Seguido del recuerdo de su primera pelea...
Mantuvo el recuerdo lejos de su mente. Aunque Takeshi hubiera sido un gran maestro, nunca había peleado con un Daimon. Y la única cosa que Nicholas había aprendido es que ambos él y Savitar habían fallado en decirle todo. Esos primeros años habían sido duros y brutales.
—¿Los tres habéis comido esta noche?
Ellos asintieron.
—Entonces seguidme fuera y os enseñaré lo que necesitáis saber para matar a los Daimons.
Nicholas trabajó con ellos hasta que casi llegó el alba. Compartió con ellos todo lo que pudo durante una noche. Les enseñó nuevas tácticas. Dónde y cómo los Daimons eran más vulnerables.
Al finalizar la noche, los dejó en su cueva.
—Os encontraré un lugar mejor para esconderos durante la luz del día, —les prometió.
—Soy un Dórico, —dijo Callabrax con orgullo—. No requiero nada más de lo que tengo.
—Pero nosotros no, —dijo Kyros—. Una cama sería muy bienvenida para Ias y para mí. Un baño más aún.
Nicholas inclinó su cabeza, a continuación se dirigió a Ias para que le acompañase fuera.
 Él se quedó atrás e Ias salió primero, entonces lo llevó lejos del oído de los otros.
—Quieres ver a tu esposa de nuevo, —dijo Nicholas suavemente.
Él alzó la vista, pasmado.
—¿Cómo sabes eso?
Nicholas no respondió. Incluso como humano, había odiado las preguntas personales ya que la mayoría a menudo le llevaban a conversaciones que no quería tener. Irritándose por recuerdos que quería mantener enterrados.
Cerrando sus ojos, Nicholas dejó que su mente vagara, a través del cosmos hasta encontrar a la mujer que atormentaba la mente de Ias.
Liora.
Era una mujer hermosa, con cabello tan negro como el ala de un cuervo. Ojos tan claros y azules como el mar abierto.
No era sorprendente que Ias la echase de menos.
En ese momento, la mujer estaba de rodillas, llorando. Por favor, —suplicaba a los dioses—. Por favor, devuélvanme a mi amor. Por favor, dejen que mis niños tengan a su padre en casa.
Nicholas sintió simpatía por ella, ante la vista y el sonido de sus temores. Nadie le había dicho aún lo que había pasado. Ella estaba rezando por el bienestar de un hombre que ya no estaría con ella.
Eso lo perturbó.
—Entiendo tu tristeza, —le dijo a Ias—. Pero no puedes dejarles saber que ahora vives en esta forma. Los humanos te temerán si vuelves a casa. Tratarán de matarte.
Los ojos de Ias se anegaron de lágrimas y cuando habló, sus colmillos cortaron sus labios.
—Liora no tiene a nadie más que cuide de ella. Era una huérfana y mi hermano fue asesinado el día antes que yo. No hay nadie que provea para mis hijos.
—No puedes regresar.
—¿Por qué no? —preguntó Ias con furia—. Artemisa dijo que podría tener mi venganza sobre el hombre que me mató y luego viviría para servirla. No dijo nada acerca de que no pudiese ir a mi hogar.
Nicholas apretó el puño en su bastón.
—Ias, piensa por un momento. Ya no eres humano. ¿Cómo crees que actuarían tu pueblo si volvieses a casa con colmillos y ojos negros? No puedes aventurarte a la luz del día. Tu lealtad es hacia toda la humanidad, no sólo hacia tu familia. Nadie puede cumplir con las obligaciones de ambas. No puedes volver jamás.
Los labios del hombre temblaron, pero asintió comprendiendo.
—Yo salvo a los humanos mientras mi inocente familia es arrojada para morirse de hambre sin nadie para protegerlos. Así, que ese es el trato.
Nicholas miró hacia otro lado mientras su corazón se condolía por el hombre y su familia.
—Ve adentro con los otros —dijo Nicholas.
Observó a Ias volver mientras pensaba en las palabras del hombre. No podía dejarlo así.
Nicholas podía arreglárselas solo, pero los otros…
Cerrando sus ojos, se deseó a sí mismo de vuelta con Artemisa.
Esta vez, cuando sus mujeres abrieron sus bocas para gritar, Artemisa congeló sus cuerdas vocales.
—Dejadnos, —les ordenó.
Las mujeres se apresuraron hacia la puerta tan rápido como pudieron, cerrándola de un golpe tras ellas.
Tan pronto como  estuvieron solos, Artemisa le sonrió.
—Has vuelto. No esperaba verte tan pronto.
—No, Artemisa, —dijo él, refrenando el carácter juguetón de ella antes de que empezase—. Básicamente estoy de vuelta para gritarte.
—¿Para qué?
—¿Cómo te atreves a mentirles a esos hombres para tenerles a tu servicio?
—Yo nunca miento.
Él arqueó una ceja.
Pareciendo incómoda al instante, ella se aclaró la garganta y se reclinó en su trono.
—Tú eras diferente y yo no mentí. Simplemente olvidé mencionar unas pocas cosas.
—Eso es semántica, Artemisa, y no se trata de mí. Es sobre lo que les has hecho a ellos. No puedes dejar a esos pobres bastardos allí fuera como has hecho.
—¿Por qué no? Tú sobreviviste bastante bien por tu cuenta.
—Yo no soy como ellos y lo sabes muy bien. No tenía nada en mi vida por lo que valiera la pena volver. Ni familia, ni amigos.
—Tengo que objetar a eso. ¿Qué fui yo?
—Una equivocación que he estado lamentando durante los últimos dos mil años.
Su rostro se enrojeció. Salió de su trono y descendió dos escalones para pararse ante él.
—¡Cómo te atreves a hablarme de esa manera!
Nicholas se quitó rápidamente su capa y furiosamente la arrojó a ella y a su bastón en una esquina.
—Mátame por eso, Artemisa. Vamos, adelante. Haznos a ambos un favor, y líbrame de mi miseria.
Ella intentó abofetearlo, pero él atrapó su mano en la suya y la miró fijamente a los ojos.
Artemisa vio el odio en la mirada de Nicholas, la mordaz condena. Sus furiosas respiraciones se mezclaron y el aire alrededor de ellos crepitó furiosamente mientras sus poderes chocaban.
Pero no era su furia lo que ella quería.
No, nunca su furia…
Su mirada le recorrió. Sobre los planos perfectamente esculpidos de su rostro, sus altos pómulos, su larga, aquilina nariz. La negrura de su cabello.
El misterioso mercurio de sus ojos.
Nunca había habido un dios o mortal nacido que pudiese igualar su perfección física.
Y no era sólo su belleza lo que atraía a la gente hacia él. No era su belleza lo que la atraía.
Él poseía una cruda, rara clase de carisma masculino. Poder. Fuerza. Encanto. Inteligencia. Determinación.
Mirarlo era desearlo.
Verlo era padecer por tocarlo.
Había sido creado para complacer, y entrenado para el placer. Todo en él, desde los ondulantes músculos hasta el profundo y erótico timbre de su voz, seducía a cualquiera que tuviese contacto con él. Como un letal animal salvaje, se movía con una primitiva promesa de peligro y poder masculino. Con la promesa de una suprema realización sexual.
Eran promesas que cumplía muy bien.
En toda la eternidad, él fue el único hombre que la había hecho vulnerable. El único hombre que ella había amado.
Tenía poder en él para matarla. Ambos lo sabían. Y ella encontraba el hecho de que no lo hiciera intrigante y provocativo.
Seductor y erótico.
Tragando, lo recordó como había sido la primera vez que se habían conocido. Su fuerza. La pasión. Desafiante, él había permanecido de pie en su templo y había reído cuando ella lo amenazó con matarlo.
Allí ante su estatua, se había atrevido a hacer lo que ningún hombre antes o después se había atrevido...
Ella aún podía saborear ese beso.
A diferencia de otros hombres, él nunca le había temido. Ahora, el calor de su mano en su carne la calcinaba, pero su toque siempre lo había hecho. No había nada que anhelase más que el sabor de sus labios. El fuego de su pasión.
Y con una equivocación, lo había perdido.
Artemisa quería llorar por lo desesperanzador de todo eso. Había intentado una vez, hace mucho, de volver atrás las manos del tiempo y rehacer esa mañana.
De volver a ganarse el amor y la confianza de Nicholas.
El Destino la había castigado severamente por su audacia.
Durante los últimos dos mil años, lo había intentado todo para traerlo de vuelta a su lado. Nada había funcionado. Nada se había aproximado a lograr que la perdonase o volviese a su templo.
Nada hasta que se le ocurrió la única cosa por la cual él nunca podría decir que no: un alma mortal en peligro.
Nicholas haría cualquier cosa para salvar a los humanos. Su plan para hacerlo responsable de los Dark-Hunters que había creado con la resurrección de su poderes había funcionado y ahora él estaba de vuelta.
Si sólo pudiera conservarlo.
—¿Quieres que los libere? —preguntó ella.
Por él, ella haría cualquier cosa.
—Sí.
Por ella, él no haría nada. No a menos que lo forzara a ello.
—¿Qué harás por mí, Nicholas? Conoces las reglas. Un favor requiere un favor.
Él la soltó con una furiosa maldición y se alejó de ella.
—He aprendido lo suficiente como para no jugar a este juego contigo.
Artemisa se encogió de hombros con una indiferencia que no sentía. En este mismo momento, todo lo que a ella le importaba estaba en jaque.
Si él decía que no, eso la destruiría.
—Bien, ellos continuarán como Dark-Hunters, entonces. Solos sin nadie para enseñarles lo que necesitan saber. Nadie que se preocupe por lo que les suceda.
Él soltó un largo, cansado suspiro.
Ella quería consolarlo, pero sabía que rechazaría su toque. Él siempre había rechazado consuelo o solaz. Era más fuerte de lo que cualquiera tenía derecho a ser.
Cuando la miró, su mirada envió un crudo, sensual estremecimiento sobre ella.
—Si están para servirte a ti y a los dioses, Artemisa, hay cosas que necesitan.
—¿Cómo qué?
—Armaduras, por ejemplo. No puedes enviarlos a luchar sin armas. Necesitan dinero para conseguir comida, ropas, caballos e incluso sirvientes para velar por ellos durante la luz del día mientras descansan.
—Pides demasiado para ellos.
—Pido sólo lo que necesitan para sobrevivir.
Ella negó con la cabeza.
—Tú nunca pediste nada de eso para ti. —Ella se sentía herida ahora por ese hecho.
Él nunca pidió nada.
—No necesito comida y mis poderes me permiten procurarme todo lo demás que necesite. Y como protección, tengo a Simi. Ellos no durarán solos.
Nadie dura solo, Nicholas.
Nadie.
Ni siquiera tú.
Ni yo especialmente.
Artemisa levantó su mentón, determinada a tenerlo a su lado sin importar las consecuencias.
—Y de nuevo te digo ¿qué me darás por lo que ellos necesiten?
Nicholas miró hacia otro lado, con sus entrañas contraídas. Sabía lo que ella deseaba y la última cosa que quería era dárselo.
—Esto es para ellos, no para mí.
Ella se encogió de hombros.
—Bien entonces, ellos pueden pasar sin ello dado que no tienen nada con lo que negociar.
Su furia se encendió profundamente por su despreocupado abandono ante sus vidas y bienestar. Ella no había cambiado para nada.
—Maldita seas, Artemisa.
Ella se le aproximó lentamente.
—Te deseo, Nicholas. Te deseo de vuelta como eras antes.
Ella lo quería como a una pu/ta. Su pu/ta. Él se encogió interiormente mientras la mano de ella acunaba su cara en su mano. Ellos nunca podrían volver a lo que habían sido antes. Había aprendido demasiado sobre ella desde entonces.
Había sido enormemente traicionado una vez.
Podría decir que aprendiz lento, pero eso no era cierto. Lo que había estado era tan desesperado por alguien al que él le importase que había ignorado el lado oscuro de la naturaleza de ella.
Ignorado, hasta que ella le había vuelto la espalda y le había dejado para que muriese. Algunos crímenes estaban por encima de su capacidad para perdonar.
Sus pensamientos pasaron de sí mismo a los inocentes hombres que estaban viviendo en una cueva. Hombres que no sabían nada de sus nuevas existencias o enemigos. No los podía dejar allí de esa manera.
Él les había costado a bastantes personas sus vidas, sus futuros.
De ninguna manera podría dejarlos perder también sus almas y vidas.
—De acuerdo, Artemisa. Te daré lo que quieres, si tú les das lo que ellos necesitan para sobrevivir.
Ella se iluminó.
—Pero, —continuó él—, mis condiciones son estas: vas a pagarles cada mes un salario que les permita comprarse lo que sea que ellos necesiten o deseen. Como recalqué antes, necesitarán escuderos que se ocupen personalmente de ellos, para que no tengan que preocuparse de buscar comida, ropas o armas. No quiero que se distraigan de su trabajo.
—Bien, encontraré humanos que los servirán.
—Humanos vivos, Artemisa. Quiero que les sirvan por su propia voluntad. No más Dark-Hunters
Lo miró boquiabierta.
—Tres de ellos no son suficientes. Necesitamos más para mantener a los Daimons bajo control.
Nicholas cerró sus ojos mientras sentía lo interminable de esta relación. Muy fácilmente podía ver en el futuro y adonde se dirigía esto.
Entre más Dark-Hunters, más enredado estaría él con ella. No había manera de evitar que lo atara a ella para siempre.
¿O había alguna?
—Muy bien, —dijo él.—. Cederé en esto, si accedes a procurarles una manera para dejar de estar a tu servicio.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero que establezcas para los Dark-Hunters una manera de recobrar sus almas, para que así ellos no estén atados a ti si eso es lo que eligen.
Artemisa retrocedió. Esto no era algo que hubiese anticipado. Si le daba esto, entonces incluso él estaría atado a eso.





No hay comentarios:

Publicar un comentario