jueves, 17 de octubre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 25


La limusina de Nick se abría paso entre el denso tráfico de un viernes por la tarde en el centro de Chicago. Desde el asiento trasero, Nick levantó la mirada del informe que estaba leyendo cuando Spencer O’Hara sorteó atrevidamente un taxi, se saltó un semáforo en rojo, hizo sonar el claxon con insistencia y obligó a un grupo de intrépidos peatones a apartarse a toda prisa del camino. A menos de tres metros del aparcamiento subterráneo de Haskell Electronics, Spencer frenó en seco y enfiló el camino de entrada después de un brusco trayecto.
–Lo siento, Nick –dijo sonriendo. Por el retrovisor vio que el jefe frunció el entrecejo.
–Uno de estos días –le replicó Nick, exasperado– quiero que me expliques por qué te empeñas en convertir a los peatones en adornos del capó. –Su voz quedó ahogada cuando el morro de la limusina se inclinó hacia abajo y las ruedas chirriaron. 

Descendían por la laberíntica rampa, hasta el estacionamiento reservado a los ejecutivos de la compañía. La rampa era más bien estrecha y la limusina casi rozaba la pared. A Spencer O’Hara le importaba un bledo qué clase de automóvil llevaba entre manos, siempre conducía como un adolescente ajeno al peligro, como si llevara una rubia sobre las rodillas y un paquete de seis cervezas en el asiento. Si los reflejos de O’Hara no siguieran siendo los de un joven, hacía tiempo que habría perdido su carnet de conducir y probablemente hasta su propia vida.
Spencer O’Hara era tan leal como atrevido. Gracias a ambas cosas, diez años atrás le había salvado la vida a Nick en Sudamérica, arriesgando la propia. El camión conducido por Nick se quedó sin frenos, precipitándose por un terraplén e incendiándose. Spencer sacó a Nick de entre los hierros y las llamas y, como recompensa, recibió una caja de whisky y la gratitud eterna de aquel joven que ahora era el propietario de un gran imperio económico.
Bajo la chaqueta, colgando del hombro, Spencer llevaba una automática, la misma que había comprado años atrás, cuando con Nick tuvo que pasar con el coche ante los piquetes de huelga de los camioneros de una compañía de transportes que Intercorp acababa de adquirir. Nick pensaba que la pistola era innecesaria. Aunque Spencer no medía más de un metro setenta, tenía una masa corporal de cien kilos de músculo sólido como la roca, un rostro belicoso nada agraciado y un ceño francamente amenazador. El empleo de guardaespaldas le venía mejor que el de chófer, pues tenía aspecto de boxeador y conducía como un maníaco.
–Hemos llegado –informó Spencer, arreglándoselas para detenerse sin brusquedad ante el ascensor privado de los grandes ejecutivos–. Hogar, dulce hogar.
–Solo por un año –puntualizó Nick mientras cerraba el maletín.

Cuando Nicholas Farrell adquiría una compañía, solía permanecer durante un par de meses en la sede, tiempo suficiente para consultar con sus propios hombres la valoración presentada por los dirigentes de la empresa en cuestión. Pero hasta ahora solo habían comprado firmas fundamentalmente sanas, que no obstante se encontraban en el atolladero por estar descapitalizadas. Nick se limitaba a introducir cambios menores, con el fin de adaptar las operaciones de la empresa al esquema de Intercorp. 

Con Haskell el problema era muy distinto. Habría que desterrar los antiguos métodos y procedimientos, redefinir los beneficios, ajustar salarios, alterar lealtades. Habría que levantar una gran planta industrial en la suburbana Southville, donde Nick ya había adquirido las tierras. Entre la flota mercante que acababa de comprar y Haskell, tenía ante sí un período de actividad frenética, de largas jornadas que le ocuparían el día y a menudo parte de la noche. Pero eso era lo que había hecho durante años. Al principio, impulsado por el ansia desesperada de triunfo, para probarse y demostrar que podía hacerlo; y ahora, cuando su éxito había superado sus más ambiciosos sueños, seguía trabajando con igual énfasis, pero ya no por amor al trabajo o al éxito, sino por inercia. Y porque tampoco veía alternativa más placentera. Cuando se divertía, lo hacía con la misma intensidad que cuando trabajaba, aunque ni una cosa ni la otra daban demasiado sentido a su existencia.
Sin embargo, el reto de Haskell parecía haber despertado en él cierta excitación, porque el desafío era grande. Al introducir la llave en el ascensor directo pensaba que tal vez en ese punto se hubiera equivocado. Había creado un conglomerado enorme comprando firmas bien administradas, apetecibles, que necesitaban el apoyo financiero de Intercorp. Tal vez debería haber adquirido unas cuantas que necesitaran algo más de dinero y unos simples retoques. Su equipo de compra se había pasado dos semanas en Haskell, evaluando. Se encontraban arriba reunidos, esperándolo, y él se sentía deseoso de empezar.

En la planta dieciséis la recepcionista contestó el teléfono y escuchó la información que le daba el guardia uniformado de la planta baja, que también actuaba como recepcionista. Cuando colgó, Valerie se dirigió a la mesa de una secretaria.
–Dice Peter Duncan que una limusina plateada acaba de entrar en el aparcamiento –le susurró a su compañera–. Cree que es Farrell.
–El plateado debe de ser su color favorito –ironizó Joanna, dirigiendo la mirada hacia la placa de plata, de unos dos metros cuadrados, con la insignia de Intercorp, que colgaba de la pared de detrás de su mesa.

Dos semanas después del triunfo definitivo de la compra hostil por parte de Intercorp, había llegado una legión de carpinteros a cuyo frente iba un hombre que se identificó como director de diseño de interiores del conglomerado. Cuando al cabo de otras dos semanas se marchó, toda la zona de recepción de la planta cien, así como la sala de reuniones y el futuro despacho de Nick Farrell habían sido completamente redecorados. Donde antes había alfombras orientales raídas por el tiempo y muebles de madera oscura con las suaves huellas de su edad, ahora se veían alfombras plateadas que cubrían hasta el último milímetro del suelo y modernos sofás de piel, con pequeñas mesas de café enfrente y a los lados. Aquellos cambios obedecían a un rasgo muy conocido de Nick Farrell: cada nueva adquisición de Intercorp sufría de inmediato una metamorfosis física, para presentar el mismo aspecto que el resto de las empresas de la sociedad.

Valerie, Joanna y otra secretaria de esta planta estaban ya familiarizadas no solo con la fama y las rarezas de Nick Farrell, sino también con su falta de tacto. A los pocos días de la compra de Haskell, el presidente de la firma, Vern Haskell, había sido obligado a retirarse prematuramente. Igual destino corrieron dos de los vicepresidentes, uno de ellos hijo del propio Vern, el otro su yerno. Un vicepresidente que rehusó retirarse fue despedido.

 Los despachos de estos hombres –situados en esa planta, pero al otro lado del edificio– estaban ahora ocupados por tres verdugos de Farrell. Otros tantos ocupaban despachos en otras zonas del edificio. Según la vox populi espiaban a todos, hacían preguntas curiosas y componían listas, sin duda de las futuras víctimas.
Por si fuera poco, los despidos no se limitaban a los altos cargos. La secretaria del mismísimo señor Haskell tuvo que elegir entre marcharse o trabajar para un ejecutivo de rango menor. El señor Farrell insistió en traer a su propia secretaria de California, lo que había provocado una ola de resentimiento entre las secretarias de los ejecutivos que aún se mantenían en sus cargos. Sin embargo, eso no fue nada comparado con lo que tuvieron que afrontar: la presencia de la secretaria de California. Eleanor Stern era una mujer de pelo blanco, erguida y extremadamente flaca; una tirana entrometida que las observaba a todas como un halcón, y que todavía utilizaba términos como «impertinencia» y «propiedad». Llegaba a la oficina antes que nadie y era la última en marcharse. Cuando la puerta de su despacho estaba abierta, podía oír la más callada risa femenina o cualquier susurro. Entonces se situaba en el umbral como un furioso sargento, hasta que se extinguía todo sonido que no tuviera nada que ver con el trabajo. Por esa razón, Valerie contuvo el impulso de llamar a varias de las secretarias para decirles que había llegado Farrell y pudieran ausentarse de sus puestos con cualquier pretexto para echarle un vistazo al ogro.

Las revistas y los periódicos sensacionalistas lo presentaban como a un hombre atractivo, apuesto y sofisticado, que salía con estrellas de cine y con señoritas de la realeza europea. En cuanto al Wall Street Journal aseguraba que era «un genio de las finanzas con un toque de Midas». El señor Vern Haskell, en cambio, tuvo palabras menos amables para Nick el día en que abandonó su despacho de presidente: «Es un cretino arrogante e inhumano con los instintos de un tiburón y la moral de un lobo merodeador». Valerie y Joanna, mientras esperaban que apareciera para verlo, tenían el ánimo predispuesto en su contra. Pensaban que lo despreciarían en cuanto lo vieran. Y así fue.

El suave tintineo de la campana del ascensor sonó en la zona de recepción como un martillazo contra un gong. Salió Nicholas Farrell, el aire pareció extinguirse ante la ahogada energía de su presencia. Atlético y muy bronceado, caminaba hacia las empleadas, leyendo un informe y llevando un maletín en la mano y un abrigo beige de cachemir colgado del antebrazo. Valerie se puso de pie, vacilante.
–Buenas tardes, señor Farrell.
Por respuesta a su cortesía, recibió la mirada penetrante de unos fríos ojos grises y una breve inclinación de la cabeza. Pasó por su lado como el viento: poderoso, inquietante y del todo indiferente a meros mortales como Valerie y Joanna.

Nick había estado allí ya una vez, para asistir a una reunión a última hora de la tarde. Se encaminó con paso firme, como quien pisa terreno conocido, a los despachos que habían pertenecido a Haskell y a su secretaria. Hasta que cerró tras de sí la puerta del despacho de esta última no levantó la mirada del informe, y cuando lo hizo, fue para mirar un momento a su propia secretaria, la señorita Stern, que había trabajado con él desde el principio. Llevaban juntos nueve años. No se saludaron ni se detuvieron a hablar de cosas intrascendentes. Nunca lo hacían.
–¿Cómo va todo?
–Bastante bien –respondió Eleanor Stern.
–¿Está lista la agenda de la reunión? –inquirió Nick, encaminandose hacia la puerta doble de palisandro de su propio despacho.
–Naturalmente –contestó ella, con la misma firmeza de su jefe. Desde el primer día, ambos habían formado una pareja de trabajo ideal. Eleanor se presentó en la oficina de Nick junto con otras veinte candidatas al cargo de secretaria. Casi todas ellas eran jóvenes y bonitas, y todas habían sido enviadas por una oficina de empleo. Aquel mismo día, Nick había visto una fotografía de Miley en Town and Country. Alguien había abandonado u olvidado el ejemplar de la revista en la cafetería en que desayunaba el incipiente financiero. Miley estaba acostada en la arena de una playa de Jamaica con un joven universitario jugador de polo. En el artículo se decía que la muchacha estaba de vacaciones con amigos de la universidad. Aquella fotografía colmó a Nick de amargura y le insufló una decisión aún más fuerte de triunfar. Y en este estado de ánimo empezó a entrevistar a las candidatas. La mayoría le parecieron est/úpidas, algunas incluso coquetearon. 

Era lo último que buscaba. Quería, necesitaba alguien inteligente y de confianza, alguien que pudiera seguir el ritmo que a él le inspiraba su recién renovado impulso de llegar a la cumbre. Había arrojado a la papelera el currículo de la última candidata, cuando al levantar la mirada vio a Eleanor Stern, que con paso firme se dirigía hacia él. 

La mujer llevaba unos zapatos de tacón bajo, un sencillo vestido negro y el pelo gris recogido. Le entregó a Nick su currículo con cierta brusquedad, y esperó impertérrita a que él lo leyera. El documento decía que Eleanor Stern tenía cincuenta años y era soltera; que escribía a máquina a ciento veinte pulsaciones por minuto y que era también taquígrafa, con ciento sesenta palabras de velocidad. Nick se disponía a hacerle algunas preguntas adicionales, pero la mujer se le anticipó. Con voz fría y como a la defensiva, dijo:
–Sé que soy mucho mayor que las otras candidatas y, por supuesto, incomparablemente menos atractiva. Sin embargo, como nunca he sido una mujer hermosa, he tenido que potenciar al máximo mis otras cualidades.
Sorprendido, Nick le preguntó:
–¿Cuáles son esas cualidades?
–Mi mente, mis habilidades. Además de mecanógrafa y taquígrafa, soy experta contable y entiendo de leyes. Además, puedo hacer algo que la mayoría de los jóvenes ya no saben hacer.
–¿Y qué es...?
–¡Escribir sin faltas de ortografía!
Esta observación, impregnada de un sentimiento de superioridad y de desdén hacia todo lo que no fuera perfecto, sedujo a Nick. Había en la mujer cierto orgullo distante que el joven admiró de inmediato. Además, presintió que ella poseía la misma rígida determinación que él sentía. Basándose en la creencia instintiva de que había encontrado a la persona idónea para el cargo, Nick le previno:
–La jornada es larga y el salario bajo, por ahora. Estoy empezando. Si subo, usted subirá conmigo. Su salario aumentará en proporción a su rendimiento.
–De acuerdo.
–Yo tengo que viajar mucho. Pasado un tiempo, tal vez habrá ocasiones en que deberá acompañarme.
Para asombro de Nick, los pálidos ojos de la mujer se estrecharon.
–Quizá debería usted ser más concreto en lo que respecta a mis obligaciones, señor Farrell. Seguro que las mujeres lo encuentran atractivo, sin embargo...
Sorprendido de que la mujer creyera que él exigía algo más que su trabajo y enojado por su crítica e indiferencia con respecto a su atractivo personal, Nick le contestó con un tono aún más frío que el de ella:
–Sus obligaciones serán puramente laborales. No estoy interesado en una aventura ni en coqueteos; no quiero regalos de cumpleaños, ni alabanzas, ni su opinión sobre materias personales que solo a mí me interesan. Lo que de usted necesito es su tiempo y sus habilidades.

La inusual dureza de su tono se debía, más que a la actitud de la señorita Stern, al recuerdo de la fotografía de Miley.  Pero a Eleanor no pareció importarle. En realidad, fue como si le gustaran las condiciones.
–Me parece del todo aceptable –declaró.
–¿Cuándo podrá empezar?
–Ahora.
Nunca lamentó esta decisión. En el transcurso de una semana se había dado cuenta de que Eleanor Stern era capaz de afrontar interminables jornadas a un ritmo frenético, sin jamás parecer cansada. Y cuanto mayor era la responsabilidad que él delegaba sobre ella, más airosamente cumplía. No obstante, nunca cerraron el abismo que se había abierto entre ambos a causa de aquel malentendido inicial. Al principio estaban demasiado enfrascados en sus respectivos trabajos para pensar en ello. Después ya no parecía importar. Se hallaban inmersos en una rutina que a los dos les gustaba. Nick se había encumbrado y la señorita Stern trabajó junto a él hombro con hombro, día y noche, sin emitir jamás la menor queja. De hecho, aquella mujer se convirtió en un bagaje poco menos que imprescindible para la actividad empresarial y financiera de Nick, que, fiel a su palabra, le pagaba generosamente. Su secretaria tenía un salario anual de sesenta y cinco mil dólares, es decir, más alto que el de muchos ejecutivos de rango medio de Intercorp.

Ahora lo siguió a la oficina, y esperó mientras él dejaba el maletín sobre la mesa de palisandro recién adquirida. Por lo general, Nick le entregaba por lo menos un microcasete lleno de instrucciones y dictados para su trascripción.
–No he dictado nada –informó Nick al tiempo que abría el maletín y sacaba un puñado de carpetas con documentos para la señorita Stern–. Tampoco he tenido tiempo de estudiar el contrato de Simpson en el avión. El Lear tenía un problema mecánico y he llegado hasta aquí en un avión comercial. El bebé del asiento de delante sufría del oído, al parecer. No dejó de berrear durante todo el viaje.
Puesto que Nick había iniciado una conversación, la señorita Stern se sintió obligada a seguirla.
–Alguien tendría que haber ayudado.
–El hombre que iba a mi lado se ofreció, pensando que podía calmar a la criatura, pero la madre no se mostró más receptiva a esta solución que a la que yo le había ofrecido.
–¿Qué le propuso usted?
–Un trago de vodka. Y luego otro de coñac. –Cerró el maletín–. ¿ Qué tal los oficinistas por aquí?
–Algunos de ellos son concienzudos. Sin embargo, Joanna Simmons, ante la que usted pasó en su camino hacia aquí, no vale mucho. Se dice que era algo más que una secretaria del señor Morrisey, cosa que me inclino a creer. Puesto que sus habilidades son nulas, es obvio que justificaría el sueldo con otra clase de destrezas.
Nick apenas advirtió el gesto de desaprobación de la señorita Stern. Señaló con la cabeza la sala de reuniones contigua al despacho.
–¿Hay alguien ahí dentro?
–Por supuesto.
–¿Todos tienen copia de la orden del día?
–Por supuesto.
–Espero una llamada de Bruselas dentro de una hora –dijo Nick, encaminándose a la sala de reuniones–. Me la pasa, pero retenga cualquier otra.

El centro de la sala estaba ocupado por una gran mesa baja de mármol y cristal. Flanqueándola, había dos grandes sofás de ante en los que en aquel momento se hallaban sentados seis de los más brillantes vicepresidentes de Intercorp. Todos se pusieron en pie cuando entró Nick y le estrecharon la mano. Los vicepresidentes estudiaban el rostro de su jefe, intentando adivinar si el viaje a Grecia había sido un éxito.
–Es bueno tenerte de vuelta, Nick –dijo Tom Anderson, el último a quien el jefe dio la mano–. Bueno, no nos tengas en suspenso. ¿Cómo te fue en Atenas?
–Fue muy agradable –respondió Nick mientras se situaban ante la mesa–. Ahora Intercorp es dueña de una flota de petroleros.
Un ambiente triunfal recorrió la sala de reuniones. Todos hablaban y empezaban a discutir planes de utilización de la más reciente «rama de la familia» Intercorp.

Reclinándose en el sillón, Nick observó a sus seis poderosos ejecutivos, hombres dinámicos y dedicados, los mejores en sus respectivos campos. Cinco de ellos procedían de universidades de gran prestigio, Harvard, Yale, Princeton, Berkeley y MIT, y poseían títulos que iban desde banca internacional hasta marketing. Cinco de ellos vestían trajes de ochocientos dólares hechos a medida, típicos de los hombres de negocios. Llevaban camisas de algodón egipcio discretamente monogramadas y corbatas de seda elegida con sumo cuidado. En contraste con ellos, el sexto hombre era una figura discordante. Tom Anderson llevaba puesta una chaqueta verde y marrón a cuadros, pantalones verdes y corbata de cachemir. La pasión de Anderson por los colores vivos era objeto de regocijo entre los otros miembros del equipo, siempre impecablemente ataviados, pero rara vez se metían con él. Para empezar, era arriesgado aguijonear a un individuo de un metro ochenta y siete de estatura y ciento veinte kilos de peso.

Anderson tenía un título equivalente al de bachillerato y no había pasado por la universidad. Estaba agresivamente orgulloso de ello. «Mi escuela ha sido la vida», solía decir. Lo que no mencionaba era que poseía un misterioso talento que ningún centro de enseñanza podía impartir: un prodigioso instinto, un olfato que le hacía detectar todos los matices de la naturaleza humana. Le bastaban unos minutos de charla con un hombre para saber qué lo motivaba: la vanidad, la codicia, la ambición o algo diferente.
Superficialmente, Tom era un hombre llano, un oso enorme al que le gustaba trabajar en mangas de camisa. Por debajo de esa apariencia tosca, brillaban sus cualidades. Era el mejor negociador, y poseía una facilidad extrema para llegar al núcleo de los problemas. Estos rasgos no tenían precio, sobre todo a la hora de enfrentarse a los sindicatos en defensa de Intercorp.

No obstante, la cualidad que Nick más valoraba en Tom era su indestructible lealtad. En realidad, era el único hombre en aquella sala cuyo talento no estaba en venta al mejor postor. Había trabajado para la primera firma adquirida por Nick. Cuando este la vendió, trataron de llevarse a Tom, ofreciéndole una excelente posición y un mejor salario del que Farrell podía pagarle entonces. Pero prefirió quedarse.
Nick pagaba a los otros miembros del equipo lo suficiente para que no se sintieran tentados por una empresa rival. A Anderson le pagaba más porque estaba dedicado de lleno a él y a Intercorp. Nick nunca se lamentaba de lo que le costaban aquellos hombres, porque formaban un equipo insuperable. Sin embargo, él personalmente canalizaba las energías de cada uno de ellos en la dirección adecuada. Suya era la estrategia general de crecimiento de Intercorp y era él quien la cambiaba cuando lo creía conveniente.
–Caballeros –dijo, interrumpiendo la discusión acerca de los petroleros–. Hablaremos de los barcos en otra ocasión. Ahora trataremos los problemas de Haskell.


Los métodos de Nick, después de una adquisición, eran únicos y muy eficaces. Más que derrochar meses clasificando los problemas de la nueva compañía, más que encontrar las causas y las soluciones y despedir a los ejecutivos cuyo rendimiento no estaba a la altura exigida en Intercorp, Nick hacía algo muy distinto. Enviaba al grupo de hombres que en aquel momento se hallaban en la sala de reuniones para que empezaran a trabajar junto a los vicepresidentes de la firma adquirida. Cada uno de sus seis hombres era un experto en una determinada área y en cuestión de semanas se familiarizaba del todo, evaluaba la competencia del vicepresidente a cargo y localizaba los puntos flacos y fuertes de la sección.
–Elliot –dijo Nick, dirigiéndose a Elliot Jamison–. Empecemos por ti. En conjunto, ¿cómo es la división de marketing de Haskell?
–Ni buena ni mala. Demasiados directores en la central y en las sucursales. Muy pocos vendedores de campo. Los clientes fijos son objeto de grandes atenciones, pero los representantes carecen de tiempo para aumentar la clientela. Si tenemos en cuenta la alta calidad de los productos Haskell, el número de clientes debería ser en la actualidad tres o cuatro veces mayor. Hoy por hoy yo sugeriría que, como prueba, añadiéramos cincuenta comerciales al equipo de ventas. Cuando la planta de Southville esté operando, sugiero que se sumen otros cincuenta.
Nick hizo una anotación en su bloc y dirigió de nuevo la mirada a Jamison.
–¿Qué más?
–Paul Cranshaw, el vicepresidente de marketing, debe ser despedido, Nick. Ha estado en la casa veinticinco años, y su idea del marketing es anticuada y est/úpida. Además, es un hombre inflexible y rígido, al que no hay manera de hacer cambiar.
–¿Qué edad tiene?
–Según su ficha, cincuenta y seis.
–¿Aceptará la jubilación anticipada si se la ofrecemos?
–Quizá. Lo que puedo asegurarte es que no se irá si no se le obliga. Es un arrogante hijo de pu/ta, abiertamente hostil a Intercorp.
Tom Anderson, que parecía estar admirando su corbata, alzó la cabeza y comentó:
–Eso no tiene nada de sorprendente. Es primo lejano del viejo Haskell.
Elliot le lanzó una mirada de sorpresa.
–¿De veras? –Muy a su pesar, se sentía fascinado por la habilidad de Tom para obtener información sin ni siquiera parecer que lo intentaba–. Ese dato no figura en su ficha personal. ¿De dónde lo has sacado?
–Mantuve una deliciosa conversación con una muchacha de la sección de archivos. Es la empleada más antigua de la empresa y, en parte por eso, es un diario viviente.
–No es extraño entonces que Cranshaw se haya mostrado tan agresivo. Tendrá que despedirse del cargo y de la firma. Entre otras cosas, constituye un problema moral. Nick, todo esto no son más que generalidades. La semana que viene hablaremos tú y yo de los detalles específicos.
Nick se volvió hacia John Lambert, el experto en información financiera.
Obedeciendo la señal del jefe, Lambert consultó su cuaderno de notas y empezó a hablar.
–Los beneficios son buenos, cosa que ya sabíamos; pero todavía hay mucho margen de maniobra en la reducción de los costos. Además, en lo referente a cobros, operan muy mal. La mitad de la clientela atrasa el pago medio año, debido al hecho de que Haskell no ha llevado a cabo una política de cobros más agresiva.
–¿Tendremos que sustituir al interventor?
Lambert vaciló.
–Difícil decisión. El interventor afirma que fue Haskell quien insistía en que no se apremiara al cliente. Según nuestro hombre, él ha estado intentado durante años poner en práctica una política más rígida, pero el viejo Haskell no quería ni oír hablar de eso. Aparte de los cobros, el equipo de la división es disciplinado, con la moral muy alta. Y él personalmente sabe delegar funciones. Tiene el número suficiente de supervisores, que hacen bien su trabajo. El departamento no está sobrecargado de personal.
–¿Cómo reaccionó ante tu invasión de su zona? ¿Pareció dispuesto a adaptarse al cambio?
–Es un seguidor, no un líder; pero un seguidor concienzudo. Dile qué hay que hacer y lo hará bien. Por otra parte, si pides innovaciones y procedimientos contables más agresivos, no es probable que sepa planearlos por sí mismo.
–Enderézalo y ponlo en el buen camino –ordenó Nick, tras un momento de vacilación–. Cuando nombremos un presidente, le encargaremos que lo vigile. El departamento de finanzas es muy grande y parece estar en buena forma. Si la moral es alta, me gustaría dejarlo tal como está.
–Estoy de acuerdo. Dentro de un mes estaré en situación de presentarte un nuevo presupuesto y una nueva estructura de precios.
–Muy bien. –Nick centró su atención en un hombre rubio y de baja estatura, especialista en política de personal.
–David, ¿qué me dices del departamento de recursos humanos?


Paraíso Robado - Cap: 24


Las oficinas de los ejecutivos estaban situadas en la planta catorce, a ambos lados de un amplio pasillo alfombrado, que se abría en abanico en varias direcciones en el espacio circular de la zona de recepción.
En las paredes de la recepción colgaban las fotografías de todos los presidentes de Bancroft Los marcos, dorados, lucían bellos adornos. Confortables sillones y sofás ofrecían al visitante un cómodo descanso durante su espera. A la izquierda del escritorio de la recepcionista se hallaba el despacho y la sala de reuniones privadas, que tradicionalmente ocupaba el presidente de Bancroft. 

A la derecha estaban las oficinas de los ejecutivos, y los despachos de las secretarias estaban separadas por tabiques de madera de caoba tallada, que eran funcionales y ornamentales a la vez.
Miley salió del ascensor e instintivamente dirigió la mirada hacia la fotografía de James Bancroft, el fundador de Bancroft & Company, su bisabuelo. «Buenas tardes, bisabuelo», se dijo la joven, como solía hacer desde su niñez. Sabía que era una tontería, pero el hombre de la fotografía, con su abundante barba y pelo rubio y el cuello almidonado tenía algo que le inspiraba afecto. Eran los ojos. A pesar de la pose de extremada dignidad, aquellos vivos ojos azules despedían al mismo tiempo una mirada audaz y traviesa.

Sin duda había sido un hombre audaz. En 1891 James Bancroft decidió romper con una tradición: en lo sucesivo cobraría los mismos precios a todos los clientes. Hasta entonces, los compradores locales pagaban menos que los forasteros, tanto si acudían a Bancroft como a otro almacén.
James Bancroft colocó un discreto letrero en el escaparate de su establecimiento, a la vista de los transeúntes: «Un precio para todo el mundo». Poco después, James Cash Pinney, otro atrevido comerciante de Wyoming, adoptó la misma medida y al cabo de una década pasó por ser el introductor de la misma. Sin embargo, Miley sabía, puesto que lo había leído en un viejo diario, que fue Bancroft y no Pinney quien unificó primero los precios para una clientela heterogénea.

A los retratos de sus otros antepasados Miley apenas les dedicaba una mirada de soslayo, y aquel día ninguna. Su atención estaba puesta en la reunión del día.
Cuando Miley entró en la sala de conferencias, advirtió que reinaba un extraño silencio. La atmósfera era tensa. Como la propia joven, todos albergaban la esperanza de que Philip Bancroft ofreciera en la sesión de hoy una clave con respecto a su sustituto temporal. Miley se sentó en una silla, a un extremo de la larga mesa, y saludó con la cabeza a los nueve hombres y una mujer que, como ella, ostentaban el rango de vicepresidentes y constituían el cuadro ejecutivo de Bancroft. En la empresa la jerarquía era eficiente y estaba formada de una manera muy simple. Además del interventor, responsable de la división financiera, y del asesor jurídico en jefe, que dirigía el departamento jurídico, había otros cinco vicepresidentes que al mismo tiempo eran gerentes de las distintas secciones. 

Todos ellos se encargaban de las compras no solo de la central de Bancroft, en Chicago, sino también de las sucursales. Por separado, cada uno de ellos era responsable de un determinado grupo de artículos. Contaban con gerentes propios, que les rendían cuentas, y estos a su vez tenían comerciales y oficinistas subordinados. Pero en última instancia, eran los vicepresidentes quienes cargaban con la responsabilidad de los éxitos o los fracasos de sus respectivos departamentos.

La posición de Miley como vicepresidente de operaciones era especial. Sobre ella recaía la responsabilidad del resto de las caras de Bancroft. Desde seguridad y personal hasta expansión y planificación, todo giraba en su órbita. Pero ella había encontrado su sitio en esta última área, donde la huella de la joven era ya visible en la comunidad de comerciantes. En efecto, aparte de los cinco nuevos grandes almacenes inaugurados bajo su mandato, había terrenos para otros cinco edificios, y de hecho en dos de ellos ya estaban construyendo.
La otra mujer sentada a la mesa de conferencias estaba a cargo de la comercialización creativa. Su misión consistía fundamentalmente en predecir los nuevos rumbos de la moda y, en consecuencia, hacer recomendaciones a los cinco vicepresidentes encargados de las compras generales. Theresa Bishop era el nombre de la mujer que en la actualidad ostentaba este cargo. Sentada frente a Miley  hablaba en voz baja con el interventor.
–Buenos días.
La voz de Philip Bancroft sonó fuerte y viva. Con paso enérgico se dirigió a la cabecera de la mesa y ocupó su sitio. Sus siguientes palabras pusieron en tensión a todos los presentes.
–Si se preguntan ustedes si he tomado ya una decisión en cuanto al presidente interino, la respuesta es no. Cuando lo haga, serán debidamente informados. Propongo que aparquemos este asunto y vayamos al grano, esto es, la situación del negocio. –Se volvió hacia Ted Rothman, el vicepresidente encargado de la compra de cosméticos, ropa íntima, zapatos y abrigos–. Ted, según informes de anoche, en todas nuestras sucursales las ventas de abrigos han bajado un once por ciento con respecto a la misma semana del año pasado. ¿Qué explicación tienes?
–Mi explicación –le contestó Rothman con una sonrisa– es que el invierno se ha demorado y los clientes están aplazando las compras de prendas de abrigo. Una cosa así es de esperar. –Se levantó y se dirigió a una de las pantallas de ordenador empotradas en un armario de la pared y empezó a manipular el teclado. Hacía tiempo que el sistema informático de los grandes almacenes había sido puesto al día, a un alto costo, por Miley.  De este modo, siempre estaban disponibles las cifras de cualquier departamento, así como las cifras de la semana, del mes o del año anterior, con lo cual se establecían comparaciones de inmediato–. Las ventas de abrigos de Boston, donde las temperaturas bajaron este fin de semana... –hizo una pausa, observando la pantalla– han subido un diez por ciento en relación con la semana pasada.
–¡No me interesa la semana pasada! Quiero saber por qué las ventas de abrigos son inferiores a las del año pasado.

Miley había hablado por teléfono con un contacto en la revista Women’s Wear Daily. Miró a su padre, que se estaba exaltando.
–Según WWD –intervino–, las ventas de abrigos han descendido en todas las cadenas, no solo en la nuestra. En la edición de la semana que viene saldrá un artículo sobre ello.
–No quiero excusas, sino explicaciones –replicó su padre mordazmente. Miley se estremeció. Desde el día en que le había obligado a admitir su valor como ejecutivo de Bancroft, Philip se había esforzado por demostrarle, a ella y a todos los demás, que no por ser su hija iba a recibir un trato preferencial. Más bien todo lo contrario.
–La explicación –dijo Miley con voz serena– está en las chaquetas. Las ventas de chaquetas de invierno han subido un doce por ciento en toda la nación. Compensan el descenso de la venta de abrigos.
Philip se limitó a asentir con la cabeza. Luego se volvió hacia Rothman y lo interpeló con voz cortante.
–¿Qué vamos a hacer con los abrigos sobrantes?
–Hemos reducido nuestras compras, Philip –le informó Rothman, manteniendo la calma–. No esperamos tener excedentes. –Al ver que no añadía que Theresa Bishop le había recomendado comprar más chaquetas y menos abrigos, Gordon Mitchell, el vicepresidente a cargo de la adquisición de vestidos, accesorios y ropa infantil, no perdió la oportunidad de denunciar la omisión de este dato.
–Si mal no recuerdo –intervino–, compramos chaquetas en lugar de abrigos porque Theresa nos informó de que la tendencia de las mujeres a llevar faldas más cortas induciría a comprar chaquetas y no abrigos. –Miley sabía que si Mitchell había hablado en favor de Theresa no era porque quisiera ensalzarla, sino porque no podía consentir que Rothman se anotara el punto. Mitchell nunca perdía una oportunidad de ridiculizar a los otros vicepresidentes de compras. Era un hombre mezquino y malicioso, que a Miley le había inspirado repulsión desde el primer momento, a pesar de ser atractivo.
–Estoy seguro de que todos somos conscientes de la clarividencia de Theresa en lo que respecta a las tendencias de la moda –comentó Philip maliciosamente. No le gustaba que las mujeres fueran vicepresidentes y todo el mundo lo sabía. Theresa suspiró pero no miró a Miley en busca de complicidad y simpatía, pues en ese caso ambas darían indicios de mutua dependencia y, por lo tanto, de debilidad. Sabían que no podían permitirse el lujo de parecer vulnerables ante los ojos de su formidable presidente.

Philip ojeó sus notas y luego se encaró de nuevo con Ted Rothman.
–¿Qué hay del nuevo perfume que se dispone a introducir esa estrella del rock?
–Carisma –se apresuró a aclarar Rothman, que conocía también el de la rockera–. Se llama Cerril Alderly. Además de estrella del rock es un símbolo sexual que...
–Sé quién es –lo interrumpió Philip–. ¿Seremos nosotros quienes obtengamos la primicia?
–Todavía no lo sabemos –repuso Rothman, incómodo. Los perfumes eran uno de los productos que más beneficios generaban. Tener la exclusividad de introducir una nueva esencia en una gran ciudad era todo un golpe, que implicaba publicidad gratis por parte del fabricante y de la estrella que acudía a los grandes almacenes a efectuar la promoción. Como consecuencia, un gran flujo de compradoras se arremolinaban ante los mostradores para probar el último producto y adquirirlo.
–¿Qué quieres decir con eso de que aún no lo sabemos? Afirmaste que estaba virtualmente arreglado.
–Aderly está poniendo trabas –admitió Rothman, cada vez más nervioso–. Según tengo entendido, quiere echar por la borda su imagen de estrella del rock y adquirir la de buena actriz, pero...
Philip dejó caer el bolígrafo sobre la mesa. En su rostro se dibujaba una expresión de disgusto.
–¡Por Dios! Me importan un bledo los proyectos personales de esa señora. Lo único que quiero saber es si será Bancroft quien presente el perfume, y si no es así, por qué no.
–Philip, estoy intentando explicártelo –dijo Rothman con tono afable–. Aderly quería presentar su nuevo perfume en un establecimiento con clase, que apoyara su nueva imagen.
–¿Y qué otro tiene más clase que Bancroft? –replicó Philip, frunciendo el entrecejo. Sin esperar respuesta, prosiguió–: ¿Sabes si está manteniendo contactos con algún otro establecimiento?
–Sí. Con Marshal Field.
–Un sinvergüenza. Field no está ni remotamente a nuestra altura. No pueden hacer por Aderly lo que haríamos nosotros.
–En este momento, el problema parece ser precisamente nuestra «clase». –Ted Rothman alzó la mano con gesto conciliador cuando vio que el rostro de Philip enrojecía de ira–. Escucha. Cuando empezamos a negociar con Aderly, ella deseaba dar una imagen de clase, pero ahora su agente y sus consejeros le aconsejan que es un error enterrar su imagen de gran rockera y de símbolo sexual, que tantos adeptos conquistó entre los adolescentes. Por eso han entablado negociaciones con Field. Sería una especie de compromiso, un término medio entre ambas imágenes.
–Quiero la exclusiva, Ted –declaró Philip lisa y llanamente–. Lo digo en serio. Ofréceles un porcentaje mayor de los beneficios, si es necesario. O diles que contribuiremos a sus gastos de publicidad en Chicago. No ofrezcas más de lo estrictamente indispensable.
–Haré todo lo que pueda.
–¿No es eso lo que has estado haciendo desde el principio? –lo desafió Philip y, sin esperar respuesta, se dirigió al vicepresidente sentado al lado de Rothman y luego a todos los demás, uno por uno. Todos fueron sometidos al mismo interrogatorio. Las ventas eran excelentes y sus hombres, personas muy capaces, cosa que Philip sabia de sobra. Sin embargo, su talante había empeorado en proporción directa a su estado de ánimo.

Gordon Mitchell fue el último en sufrir las lacerantes críticas de su presidente.
–Los vestidos Dominic Avanti son infernales. Parecen restos de serie del año pasado y no se venden.
–Una de las razones de su escasa salida –prorrumpió Mitchell con tono amargo y acusador, clavando la mirada en el jefe de Demi– es que su gente hizo lo que pudo para que los artículos Avanti parecieran ridículos. ¿Qué idea fue esa de poner a los maniquíes sombreros y guantes con lentejuelas?

El jefe de Demi, Neil Nordstrom, miró con aire desafiante al furioso vicepresidente. Era una mirada plácida e irónica.
–Por lo menos –declaró– Demi Pontini y su equipo se las arreglaron para que pareciera interesante algo que no lo es.
–¡Basta, caballeros! –intervino Philip, un tanto cansado–. ¿Sam? –Sam Green se sentaba a su izquierda y era el principal asesor jurídico de la firma–. ¿Qué hay de la querella que entabló contra nosotros aquella mujer...? La que dijo haber tropezado en la sección de muebles y haberse dañado la espalda.
–Un fraude –repuso Sam–. Nuestra aseguradora ha descubierto que esta es la quinta querella que entabla contra comerciantes, y siempre por la misma razón. No vamos a llegar a ningún acuerdo con ella, y si nos lleva ante el juez, sin duda perderá.
Philip asintió y su fría mirada se posó en Miley.
–¿Qué hay de los contratos de bienes inmuebles en Houston? ¿Estás empeñada en comprar?
–Sam y yo estamos perfilando los últimos detalles. El vendedor consiente en dividir su propiedad y nosotros estamos dispuestos a redactar un contrato.
Philip le respondió con un leve gesto de asentimiento. Haciendo girar su sillón, se encaró con el interventor, sentado a su derecha.
–Y tú, Allen. ¿De qué tienes que informarnos?
El interventor tenía la mirada fija en su arrugado bloc de notas amarillo. Como encargado principal de las finanzas de la Bancroft Corporation, Allen Stanley estaba al mando de todas las cuestiones económicas, incluyendo el departamento de crédito de la firma. En opinión de Miley  el hecho de que Stanley estuviera medio calvo y aparentara diez años más de los cincuenta y cinco que tenía, se debía, con toda probabilidad, a sus veinte años de tensas refriegas dialécticas con su presidente, Philip Bancroft. Los interventores y sus equipos no generaban ingresos, como tampoco las divisiones jurídicas y de personal. En lo que a Philip concernía, estas tres divisiones debían ser toleradas como un mal necesario, pero las consideraba poco más que parasitarias. Además, a Philip lo enfurecía que los jefes de estas divisiones siempre estuvieran explicándole por que no podían hacer esto o lo otro, en lugar de explicarle cómo hacerlo y aportar soluciones. A Allen Stanley le faltaban cinco años para retirarse, y a veces Miley se preguntaba si ese hombre viviría para verse jubilado.

Cuando Allen habló, lo hizo con voz cuidadosamente precisa, pero también, y todos lo advirtieron, un tanto vacilante.
–El mes pasado tuvimos un número sin precedentes de peticiones de tarjetas de crédito. Casi ocho mil.
–¿Cuántas has aprobado?
–Alrededor del sesenta y cinco por ciento.
–¿Cómo diablos justificas el rechazo de tres mil peticiones sobre un número de ocho mil? –replicó Philip furioso, subrayando cada palabra con un golpe de su Waterman sobre la mesa–. ¡Estamos intentando aumentar el número de clientes con tarjetas de crédito y tú los rechazas con la misma rapidez con que ellos acuden a nosotros! No será necesario que te diga que esas tarjetas de crédito nos reportan intereses suculentos. Y todo ello sin contar las compras que tres mil clientes potenciales no harán en Bancroft porque no se les ha concedido una tarjeta de crédito. –Como si de pronto se acordara de su débil corazón, hizo un esfuerzo para calmarse que no pasó inadvertido a Miley.
–Las peticiones rechazadas eran de gente que no merece crédito, Philip –le contestó Allen con voz firme y razonable–. Tramposos que no pagan sus compras ni el interés de sus tarjetas. Puedes pensar que perdemos dinero al rechazar esas solicitudes, pero en mi opinión le hemos ahorrado a Bancroft una fortuna en impagos. He establecido requisitos básicos, sin los cuales no se da una tarjeta, y esas tres mil personas no cumplían tales requisitos.
–Porque son demasiado estrictos –intervino Gordon Mitchell.
–¿Qué te hace pensar eso? –le preguntó Philip, siempre dispuesto a encontrar en falta al interventor.
–Lo digo –replicó Mitchell con maliciosa satisfacción– porque mi sobrina me ha contado que Bancroft acaba de rechazar su petición de una tarjeta.
–Entonces es que no merece crédito –replicó el interventor.
–¿De veras? –inquirió a su vez Mitchell, arrastrando las palabras–. ¿Será por eso que Field y Macy le han renovado sus tarjetas? Según mi sobrina, que es estudiante universitaria de tercer año, en la negativa decías que no tenía un historial de crédito adecuado. Supongo que eso significa que no pudiste encontrar dato alguno sobre ella, ni positivo ni negativo.

El interventor asintió, con su pálido rostro crispado.
–Es obvio que si eso es lo que decía nuestra carta, es lo que en efecto sucedió.
–¿Y qué me dices de Field y Macy? –exigió Philip, inclinándose hacia delante–. Por lo visto tienen más acceso a la información que tú y tu gente.
–Te equivocas. Todos obtenemos la información de la misma fuente, la misma oficina de crédito. Es evidente que las exigencias de esas tiendas no son tan estrictas como las mías.
–¡No son tuyas, maldita sea! Esta firma no es tuya...
Miley intercedió, consciente de que el interventor defendería sus actos y los de su equipo con toda vehemencia, pero no se atrevería a atacar a Philip recordándole sus propias deficiencias, incluyendo esta. Movida por el generoso deseo de sacar a Stanley del atolladero, y evitar una prolongada batalla dialéctica que tendrían que sufrir pasivamente todos, interrumpió la diatriba de su padre.

–La última vez que hablamos de este asunto –le dijo a Philip con voz cortés pero firme– afirmabas que los hechos demuestran que los estudiantes universitarios a menudo son malos pagadores. Tú mismo ordenaste a Allen que les negara la tarjeta de crédito salvo en raras excepciones.
Se produjo un grave silencio en la sala de reuniones, el silencio temeroso y expectante que surgía siempre que Miley se oponía a su padre. Pero hoy la tensión era más evidente que nunca, porque todos esperaban un signo de indulgencia por parte de Philip para con su hija... en el caso de que ella fuera la elegida para sucederle en la presidencia interina. En realidad, Philip Bancroft no era más exigente que sus colegas de Saks o Macy o cualquier otro gran comerciante al por menor. Miley lo sabía. Lo que la molestaba no eran sus exigencias, sino sus maneras bruscas y su estilo autocrático. Los ejecutivos reunidos alrededor de aquella mesa eran personas que habían elegido esa profesión sabiendo de antemano que exigía un trabajo frenético. La jornada de sesenta horas semanales no era la excepción, sino la norma, si uno quería llegar hasta la cima. Miley  como el resto, lo sabía, como también sabía que en su caso concreto aún sería peor. Tendría que librar una batalla más dura y larga que los demás, si quería alcanzar una presidencia que le habría sido otorgada con menos esfuerzo de no haber nacido mujer.

Había decidido intervenir en el debate sabiendo que, si por una parte podía ganarse el respeto de su padre, por la otra sufriría su desproporcionado resentimiento. Philip le dedicó una mirada desdeñosa.
–¿Qué sugerirías tú, Miley?  –le preguntó, sin desmentir ni confirmar que, en efecto, era él quien se había mostrado contrario a la concesión de tarjetas a los estudiantes.
–Lo mismo que sugerí la última vez. A los estudiantes universitarios sin antecedentes negativos deberíamos otorgarles la tarjeta pero con un crédito máximo de, pongamos, quinientos dólares. Al final del año, si la gente de Allen está satisfecha con los pagos, podría ampliarse ese crédito.

Philip la miró un momento, luego prosiguió con el orden del día, como si no hubiera oído las palabras de su hija. Una hora después, cerró su carpeta de piel de ciervo con las notas de la reunión y se dirigió a los presentes.
–Hoy tengo una desmesurada agenda de reuniones. Caballeros... y señoras –añadió con voz condescendiente que a Miley siempre le despertaba deseos de darle un puntapié–, no podemos detenernos a pasar revista a los mejores vendedores de la semana. Se aplaza la reunión. –Luego, con tono indiferente, se dirigió a Allen Stanley–. Concédeles tarjetas a los estudiantes que no tengan malos antecedentes. Por ahora les pondremos un techo de quinientos dólares.

Eso fue todo. No felicitó a Miley por la idea, no le dijo una sola palabra de reconocimiento. Se comportó como lo hacía casi siempre que su hija demostraba tener buen criterio: terminaba aceptando sus sugerencias, pero con reservas y sin una palabra de alabanza. No obstante, todo el mundo sabía que las sugerencias de Miley eran muy valiosas. Incluso Philip Bancroft.
Miley reunió sus notas y salió de la sala de reuniones al lado de Gordon Mitchell que, aparte de ella misma, era el candidato a la presidencia interina con más posibilidades. Ambos lo sabían. Gordon tenía treinta y siete años y más experiencia que Miley en el comercio minorista, lo que le confería una ligera ventaja; pero en cambio, hacía solo tres años que trabajaba en Bancroft, contra los siete de ella. Y, aún más importante, Miley había encabezado la expansión de Bancroft por el país. Para conseguirlo tuvo que discutir con padre y luego convencer a los banqueros de la empresa, remisos a otorgar préstamos de tanta envergadura. Ella misma había elegido la ubicación de cada nueva sucursal y había tenido un papel básico durante el período de construcción primero y de abastecimiento después, incluyendo la infinidad de detalles que una empresa así conllevaba. Por todo ello, y por su amplia experiencia previa de trabajo en las distintas divisiones de Bancroft, era un candidato mucho más versátil que Mitchell. Su visión global de la empresa era más amplia.

Miley lanzó una mirada de soslayo a su competidor y se dio cuenta de que este estaba observándola con expresión calculadora.
–Philip me ha dicho que cuando se vaya hará un crucero, siguiendo las indicaciones de su médico –empezó a decir Gordon mientras avanzaban por el alfombrado pasillo, flanqueado por las mesas de las secretarias de los vicepresidentes...... ¿Dónde piensa...? –Se interrumpió al ver que su secretaria se ponía de pie y, elevando un poco la voz, le informaba de una llamada.
–El señor Bender está en la línea privada. Según su secretaria se trata de algo urgente.
–Le dije que no atendiera el teléfono de mi línea privada, señorita Debbie –le replicó Gordon con acritud. Se excusó ante Miley y entró en su despacho, cerrando la puerta tras de sí.

Fuera, Debbie Novotny se mordió un labio y observó como se alejaba Miley Bancroft. Siempre que llamaba la «secretaria del señor Bender», Gordon se ponía tenso, se excitaba visiblemente; y por supuesto, siempre cerraba la puerta para que no se oyera la conversación telefónica. Hacía ya casi un año que venía prometiéndole matrimonio a Debbie tan pronto como se divorciara de su mujer. Pero ahora Debbie vivía en el temor de que «la secretaria del señor Bender» fuera, en realidad, otra amante de Gordon. Después de todo, el jefe le había hecho otras promesas hasta hoy incumplidas, tales como promocionarla al rango de vendedora y concederle un aumento de sueldo. ¿No le estaría haciendo perder el tiempo con su promesa de matrimonio? 

Con el corazón en un puño, Debbie descolgó cautelosamente el auricular. La voz de Gordon se oía en un susurro: un susurro de alarma.
–Te dije que no me llamaras a la oficina.
–Cálmate, seré breve –le replicó Bender–, Todavía tengo un cargamento de mie/rda de esas blusas de seda que me compraste, así como una montaña de bisutería. Te daré el doble de comisión si me quitas de encima esta basura.
Era una voz de hombre. Debbie se sintió tan aliviada que ya iba a colgar cuando de pronto se dio cuenta de que lo que estaba oyendo sonaba a soborno.
–No puedo –replicó Gordon–. He visto tu última remesa de blusas y de joyería, y es realmente material muy mediocre. Hasta ahora nuestro arreglo había funcionado porque enviabas artículos de cierta calidad. Pero este último... Si alguien lo ve, querrá saber quién lo ha comprado y por qué. Cuando investiguen, mis jefes de ventas me señalarán con el dedo diciendo que yo les ordené adquirir esas cosas de tu almacén.
–Si eso te preocupa –replicó Hender–, échalos a los dos y así no podrán señalarte.
–Tendré que hacerlo, pero eso no cambiará nada. Escucha, Bender –añadió Gordon con fría resolución–, nuestra relación ha sido beneficiosa para ambos, pero ahora ha concluido. Es demasiado arriesgada. Así es. Además, creo que van a ofrecerme la presidencia interina, y en tal caso, ya no estaré directamente involucrado en las compras.
La voz de Bender subió de volumen y se tomó amenazadora.
–Escúchame bien, cretino, porque solo voy a decírtelo una vez. Tú y yo hemos hecho un buen negocio con esto y tus ambiciones personales son algo aparte, algo que me tiene sin cuidado. El año pasado te pagué cien mil...
–Te repito que hemos terminado.
–No hasta que yo lo diga, y pasará mucho tiempo antes de que lo haga. Crúzate en mi camino y haré una llamada al viejo Bancroft...
–Para decirle ¿qué? –se mofó Gordon–. ¿Que he rechazado tu soborno porque no quiero adquirir la basura que me ofreces?
–No. Para comunicarle que soy un honrado hombre de negocios y que me has expoliado, comisión tras comisión, a cambio de permitir que tu gente compre mi buena mercancía. Eso no es soborno, sino extorsión. –Hizo una pausa para dejar que Gordon asimilara sus palabras y luego prosiguió–:
También tendrás que preocuparte de lo que opine la comisión de impuestos. Si reciben una llamada anónima y te hacen una inspección, apuesto a que se enterarán de que no has declarado los cien mil. Querido amigo, la evasión de impuestos es un fraude. Sí, extorsión y fraude...

A pesar de que su creciente pánico le nublaba los sentidos, Gordon no dejó de percibir un sonido metálico como el de un archivo al cerrarse.
–Espera un minuto –le dijo a Bender–. Tengo que sacar algo de mi portafolios. –En lugar de eso, se dirigió a la puerta y la abrió discretamente. Vio a su secretaria con el auricular pegado a la oreja, y cubriendo el micrófono con la mano. En su teléfono solo había una línea abierta. Gordon cerró con el mismo cuidado la puerta del despacho. Estaba muy pálido y furioso.
–Tendremos que terminar la discusión esta noche. Llámame a mi casa –le dijo a Bender.
–Te advierto...
–Está bien. Llámame. Algo se nos ocurrirá.
Un tanto aplacado, Bender se mostró conciliador.
–Así está mejor. Soy un tío razonable. Como tendrás que rechazar el cargo, te aumentaré la comisión.
Gordon colgó y apretó el botón del intercomunicador.
–Debbie, entra, por favor. –Soltó el botón y profirió–: Est/úpida pu/ta entrometida.
Debbie abrió la puerta. Sentía un nudo en el estómago y sus ilusiones con respecto a Gordon estaban destrozadas. Además, sabía que sería incapaz de disimular. La culpa se reflejaría en su rostro...
–Cierta la puerta con llave. –Pronunció estas palabras con fingida sensualidad y mientras se acercaba al sofá–. Ven aquí –añadió.
Confundida por el contraste de su voz y la frialdad de su mirada, Debbie se acercó con cautela. Sofocó un grito de sorpresa cuando Gordon tiró de ella, tomándola en sus brazos.
–Sé qué has estado escuchando –musitó el jefe, reprimiendo el impulso de estrangularla–. Lo hago por nosotros dos. Cuando después del divorcio mi mujer termine conmigo, quedaré sin un centavo. Necesitaré dinero... para darte lo que mereces. Lo comprendes, ¿verdad, mi amor?
Debbie miró aquel rostro apuesto, vio la súplica en sus ojos y lo entendió. Creyó en él. Gordon le bajó el cierre del vestido, desnudándola. Ella le abrazó, ofreciéndole su cuerpo, su amor, su silencio.




Miley se disponía a hablar por teléfono cuando su secretaria entró en el despacho.
–Estaba sacando fotocopias –explicó Phyllis Tilsher, una joven de veintisiete años, inteligente e intuitiva, sensata en todo excepto en una cosa: la irresistible atracción que sentía por los hombres más irresponsables y menos dignos de confianza. Era una debilidad que había discutido entre risas con Miley durante los años en que habían trabajado juntas–. Te ha llamado Jerry Keaton, de personal. –Con su eficacia habitual, empezó a informar a Miley de todas las llamadas recibidas en su ausencia–. Dice Jerry que existe la posibilidad de que uno de los empleados presente querella por discriminación.
–¿Ha hablado con nuestra asesoría jurídica?
–Sí, pero quiere hablar también contigo.
–Tengo que volver al despacho del arquitecto para echar un último vistazo a los planos de la futura sucursal de Houston –señaló Miley- . Dile a Jerry que no podré verlo hasta el lunes por la mañana.
–Está bien. También ha llamado el señor Savage... –Se interrumpió cuando Sam Green llamó discretamente a la puerta.
–Perdón –se excusó Sam, dirigiéndose a ambas mujeres–. Miley, ¿puedes concederme unos minutos?
Ella asintió.
–¿Qué ocurre?
–Acabo de hablar por teléfono con Ivan Thorp –declaró Sam, acercándose a la mesa de Miley- . Podría surgir un obstáculo en Houston.


Miley se había pasado más de un mes en Houston en busca de una buena ubicación, no solo para un nuevo edificio de Bancroft, sino para todo un centro comercial. Por fin había localizado unos terrenos situados muy cerca de The Gallería. Un sitio ideal. Durante meses habían negociado con los propietarios, Thorp Development.
–¿Qué clase de obstáculo?
–Cuando le dije que estábamos dispuestos a formalizar un contrato me salió con que tal vez tenga un comprador para todas sus propiedades, incluidos esos terrenos.
Thorp Development era un holding de Houston, propietario de varios edificios de oficinas, centros comerciales y tierras. No era ningún secreto que los hermanos Thorp querían venderlo todo. La noticia la había dado el Wall Street Journal.
–¿De veras crees que tienen un comprador? ¿O quieren arrancarnos una oferta más alta?
–Probablemente sea esto último, pero quería que supieras que quizá tenemos competencia no prevista.
–Lo arreglaremos, Sam. Quiero que nuestra nueva sucursal se construya allí. Será la joya de la corona. No me importaban tanto las sucursales anteriores. La ubicación es perfecta. Houston se está recuperando de una crisis económica, pero los precios de la construcción todavía son asequibles. Cuando abramos las puertas, su economía estará en pleno auge.
Miley miró la hora y se puso de pie. Eran las tres de un viernes por la tarde, lo que significaba que el tráfico estaría empezando a empeorar.
–Tengo que correr –se excusó con una sonrisa cortés–. A ver si tu amigo de Houston consigue averiguar si es verdad lo del presunto comprador de Thorp.
–Le he llamado. Está trabajando en ello.