lunes, 20 de mayo de 2013

Archeron . Cap: 33


Junio 25,9527 A.C.
Monte Olimpo


Delgado y de estatura pequeña, con ojos y cabello oscuros, Hermes voló a través del salón de Zeus hasta que llegó ante su padre que parecía sólo unos años mayor que él. Hermes no estaba seguro de lo que pasaba pero la mayoría de los dioses estaban reunidos aquí sin hacer nada.
Ignoraron a Hermes hasta que habló.
—¿Conoces el dicho, “No mates al mensajero”? Tenlo muy cerca del corazón.
Zeus frunció el ceño y se levantó de la silla donde había estado jugando al ajedrez con Poseidón. Vestido con una flotante túnica blanca, Zeus tenía el pelo rubio corto y vívidos ojos azules.
—¿Qué ocurre?
Hermes hizo un gesto hacia la pared de ventanas por donde se podía ver el reino de los humanos.
—¿Alguno de vosotros ha echado un vistazo a Grecia en digamos, una hora o así?

Artemisa estaba sentada a la mesa del banquete frente a Afrodita, Atenea y Apolo y contuvo el aliento cuando la atravesó un mal presentimiento.
Apolo puso los ojos en blanco y agitó la mano en un gesto elegante de despreocupación.
—¿Qué? ¿Reaccionan ante el hecho de que haya maldecido a los Apolitas?
Hermes movió la cabeza en un gesto de negación sarcástica.
—No creo que les moleste tanto como el hecho de que la isla dela Atlántidaha desparecido y la diosa atlante Apollymi está causando grandes daños en nuestro país, destruyendo todo y a todos los que toca. —Hermes le lanzó a Apolo una mirada petulante—. Y por si tenéis curiosidad, se dirige directamente hacia aquí. Puedo estar equivocado, pero me parece que la señora está extremadamente cabreada.
Artemisa se encogió ante las palabras.
Zeus se volvió hacia Apolo.
—¿Qué has hecho?
Apolo se quedó blanco, con el miedo tiñendo los ojos, toda la arrogancia desaparecida.
—He maldecido a mi gente, no a la suya. No les he hecho nada a los atlantes, Papá. A menos que su sangre se haya mezclado con la de mis Apolitas, está a salvo de mi maldición. No es culpa mía.

A Artemisa se le encogió el estómago. Se llevó la mano a la boca al comprender a que panteón debía haber pertenecido Nicholas. Aterrorizada ante lo que ella y Apolo habían puesto en marcha, abandonó el salón donde los dioses se preparaban para la guerra y volvió a su templo para poder pensar sin que los gritos iracundos sonaran en sus oídos.
—¿Qué puedo hacer?
Estaba a punto de convocar a sus koris cuando las tres Moiras aparecieron en su habitación. Trillizas en la cumbre de la belleza de la juventud, sus caras eran un duplicado perfecto las unas de las otras. Pero sólo eso las unía. La mayor, Atropos, era pelirroja mientras que Cloto era rubia y la pequeña, Lachesis, era morena. Eran hijas de la diosa de la justicia. Nadie sabía con seguridad quién era el padre, pero muchos pensaban que era Zeus.

Una cosa que sabían todos los dioses del Olimpo era que estas tres muchachas eran las más poderosas de todo el panteón. Incluso Zeus intentaba eludirlas.
Desde el momento en que habían llegado, hacía una década, todo el mundo se mantenía alejado de ellas. Cuando las tres se cogían de la mano y lanzaban una predicción, se convertía en una ley del universo y nadie era inmune a ella.
Nadie.
Artemisa no podía imaginarse por qué estaban en su templo.
—Si no os importa, estoy un poquitín ocupada ahora mismo.
Lachesis la cogió del brazo.
—Artemisa, debes escucharnos. Hemos hecho algo terrible.
Era por eso que los dioses las temían. Siempre estaban haciendo algo terrible a alguien.
—Lo que quiera que sea, tendrá que esperar.
—No —dijo Atropos lúgubre—. No puede esperar. Apollymi viene a matarnos.
Asombrada por la información, Artemisa frunció el ceño.
—¿Qué?
Atropos tragó saliva.
—Nunca le dirás a nadie lo que vamos a contarte. ¿Entiendes? Nuestra madre nos hizo jurar que guardaríamos el secreto.
—¿Qué secreto guardarías?
—Júranoslo, Artemisa —exigió Clothos.
—Lo juro. Y ahora decidme qué está pasando. —Y lo más importante, en qué la afectaba a ella.
Atropos hablaba en susurros, como si temiera que alguien fuera del templo pudiera escucharla.
—Nuestro padre es Archon, el rey de los dioses atlantes. Tuvo un lío con nuestra madre Themis y nos tuvo a nosotras. Nuestra madre nos mandó ala Atlántidaa vivir y nuestro padre nos aceptó. Apollymi es nuestra madrastra y nosotras intencionadamente maldijimos a nuestro medio hermano cuando supimos que iba a nacer.
—Fue un accidente —soltó Cloto—. No queríamos maldecirle.
Lachesis asintió.
—Éramos sólo unas niñas y todavía no comprendíamos nuestros poderes. Nunca quisimos maldecir a nuestro hermano. No queríamos, lo juro.
Artemisa se quedó helada por dentro.
—¿Nicholas? ¿Nicholas es vuestro hermano?
Cloto asintió.
—Apollymi apenas nos soportaba cuando vivíamos con ellos. Éramos el recordatorio de la infidelidad de nuestro padre y nos odiaba por ello.
No tenía sentido, como tampoco lo tenía su miedo. Artemisa intentó comprender lo que la estaban contando.
—Pero todo el mundo sabe que Archon nunca le ha sido infiel a su esposa.
Lachesis resopló.
—Esa es la mentira que mantiene los dioses atlantes para que Apollymi no les haga daño. No comprendes lo poderosa que es. Puede matarnos sin parpadear. Todos los dioses temen su poder. Incluso Archon. Es tan infiel como la mayoría de los hombres y por eso estamos así.
—Nos quiere muertas —increpó Cloto.
Artemisa todavía estaba intentando asimilar la historia.
—¿Cómo exactamente maldijisteis a Nicholas?
—Fuimos tan estúpidas —dijo Atropos—. Cuando Apollymi empezó a dar muestras de su embarazo hablamos irreflexivamente y otorgamos a Apostolos el poder del destino final. Dijimos que sería la muerte de todos nosotros y parece que estamos a punto de ver nuestra desaparición.
Artemisa estaba aún más confusa.
—Pero no es él quien os amenaza. Es su madre.
Cloto asintió.
—Y nos matará a todos por la parte que nos toca en la maldición. Incluida tú.
—¡Yo no he hecho nada!
Atropos se burló de ella mientras las jóvenes la rodeaban.
—Sabemos lo que has hecho, Artemisa. Lo vimos todo. Le hiciste incluso más daño que nosotras. Le volviste la espalda cuando Apolo le destripó sobre el suelo y Apollymi lo sabe.

El miedo la atravesó. Si lo que decían era correcto, no habría ninguna piedad por parte de Apollymi. Verdaderamente, no se merecía piedad, pero por otro lado, Artemisa realmente no quería morir.
—¿Qué podemos hacer? ¿Cómo la derrotamos?
Atropos suspira pesadamente.
—No puedes derrotarla. Es todopoderosa. El único que podía igualar sus poderes era su hijo.
En ese caso, tenían problemas serios puesto que Nicholas estaba muerto. ¿No podía alguien habérselo dicho antes de que le dejara en manos de Apolo? Esta información llegaba un poquito tarde y podría haber sido mucho más beneficiosa a primera hora del día.
—Estamos muertas. —Artemisa tomó aliento mientras que las imágenes de sí misma siendo destripada por la madre de Nicholas corrían por su mente.
—No —dijo Clotho con firmeza sacudiéndola por el brazo—. Tú puedes traerle de vuelta.
Artemisa miró a la mujer con el ceño fruncido.
—¿Te has vuelto loca? ¡No puedo traerle de la muerte!
—Sí que puedes. Tú eres la única que tiene el poder.
—No. No lo tengo.
Atropos la gruñó.
—Bebiste su sangre, Artemisa. Absorbiste algo de su poder.
Clotho asintió.
—Él es el Destino Final. Puede resucitar a los muertos, lo que significa que tú también.
Artemisa tragó con fuerza.
—¿Estáis seguras?
Las tres asintieron al unísono.
Aún así, Artemisa no estaba segura. Por supuesto que había saboreado los poderes de Nicholas, pero ése en particular estaba reservado para un grupo selecto de dioses y si fallaban al traerle de vuelta...
Sólo podría empeorar la situación.
Atropos la cogió del brazo.
—Los dioses atlantes utilizaron sus poderes combinados para atar a Apollymi. Mientras Apostolos viva en el mundo de los humanos, ella estará encerrada en Kalosis.
Lachesis la cogió del otro brazo y asintió.
—Le traemos de vuelta y la encerramos otra vez.
—Estaremos a salvo —le dijo Clotho—. Todos nosotros.
—Serás la salvadora del panteón —dijeron las tres al unísono.
¿Tenía de verdad otra salida? Tomando aliento profundamente para darse ánimos, Artemisa asintió.
—¿Qué tengo que hacer?
—Tendrás que hacer que beba tu sangre —dijo Atropos como si fuera la cosa más fácil de hacer del mundo.
—¿Y cómo lo hago?
—Con nuestra ayuda.


Nicholas yacía en el suelo con tranquila serenidad, insensible por fin a su pasado y a su presente. Estaba en paz de una forma en que no lo había estado nunca. Las paredes de la cueva le escudaban de las voces de los demás. Ni siquiera los dioses estaban en su cabeza.
Por primera vez en su vida, tenía un silencio total.
No le dolía el cuerpo, no sentía pena. Nada. Y le encantaba esta sensación de tranquilidad.
—¿Nicholas?
Se tensó al oír la voz de Artemisa. Por supuesto, la pe/rra iba a molestarle en su paraíso. Nunca iba a dejarle en paz.
Maldita seas.
Intentó decirle que se fuera, pero de sus labios sólo salió un ronco graznido. Tosió intentando aclararse la garganta para hablar.
Pero las palabras no salieron. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué le habían quitado la voz?
Artemisa le echó una mirada tierna y preocupada al aparecer ante él.
—Tenemos que hablar.
Él la apartó pero ella se negó a marcharse.
—Por favor —le pidió con una mirada que habría disuelto su resolución sólo unos días antes. Pero esa preocupación por ella se había esfumado—. Sólo unas palabras y te dejaré en paz. Para siempre, si quieres.
¿Cómo iban a charlar si no podía hablar?
Ella le acercó una copa.
—Bébete esto y podré hablar contigo.
Furioso con ella y queriendo descargar sobre ella su cólera, cogió la copa y vació el contenido sin saborearlo siquiera.
—Vete al Tártaro y púdrete —le gruñó agradecido de que esta vez pudiera notar el veneno en su voz.
Entonces pasó algo. El dolor y el fuego desgarraron su cuerpo como si algo estuviera incendiando sus órganos internos. Jadeando, miró a Artemisa.
—¿Y ahora qué me has hecho?
No había piedad ni remordimiento en su mirada.
—Lo que tenía que hacer.
Hacía un momento estaba en la tranquila oscuridad de los dominios de Hades y al siguiente estaba de pie en las playas de Didymos, no lejos de palacio.
O de lo que quedaba de él.
Confundido, miró a su alrededor intentando entender que le había pasado a él y a la tierra. Pero antes de poder adivinarlo un dolor abrasador le atravesó con tal ferocidad que le puso de rodillas sobre las olas.
Nicholas aulló, deseando que pasara.
De repente, Artemisa estaba ante él. Cogiéndole con los brazos, le sostuvo fuertemente mientras las olas rompían sobre ellos.
—Tenía que traerte de vuelta.
La apartó de su lado mientras miraba a su alrededor los ardientes restos de Didymos.
—¿Qué has hecho?
—No he sido yo. Ha sido tu madre. Ha destruido todo y a todos los que estuvieron cerca de ti. Y viene al Olimpo a matarnos. Es por eso que te he traído de vuelta. Nos habría matado a todos si no lo hago.
La miró con tal furia que estuvo seguro de que sus ojos eran rojos.
—¿Y piensas que me importa algo? —apartó la mirada de ella y se paró en seco con la pena retorciendo su estómago. La agonía hizo que se doblara sobre sí mismo y luchara por recobrar el aliento.
Artemisa se le acercó lentamente. Se quedó parada mirándole.
—Yo no tengo el control, Nicholas. Te he vinculado a mí con mi sangre. Me perteneces.
Esas dos palabras incendiaron su cólera. Sentía el calor familiar rasgándole mientras su apariencia humana daba paso a su forma de dios. Elevándose sobre el dolor, extendió la mano y cogió a Artemisa en una firme sujeción.
—Subestimas seriamente mis poderes, pe/rra.
Ella apretó su mano intentando soltarse de su agarre animal.
—Mátame y te convertirás en el peor monstruo que puedas imaginarte. Necesitas mi sangre para mantener la cordura. Sin ella, te convertirás en un asesino sin conciencia que busca únicamente destruir a quien quiera que entre en contacto contigo, igual que tu madre.
Nicholas rugió de frustración. La pe/rra había pensado en todo. Incluso siendo un dios, era un esclavo.
—Te odio.
—Lo sé.
La apartó de él y le dio la espalda.
—Nicholas, ¿has oído lo que te he dicho? Tendrás que alimentarte de mí.
La ignoró y emprendió la caminata desde la playa hasta la colina donde, una vez, se había levantado el palacio real. Ahora no quedaba de él más que cenizas ardientes y piedras rotas. Había cuerpos de sirvientes y mercaderes por todas partes.
Con los ojos llenos de lágrimas, anduvo por entre los escombros, buscando una señal de Ryssa o de Apollodorus. Dolido y roto, utilizó sus poderes para retirar las piedras y los mármoles hasta que descubrió la que había sido su habitación.
Allí, entre las ruinas encontró tres de los diarios que tan meticulosamente conservaba. Estaban un poco chamuscados por el fuego pero, milagrosamente, estaban intactos. Abrió el primero y vio su escritura infantil describiendo el día en que él había nacido y la alegría que sentía al tener hermanos gemelos. Se limpió las lágrimas y lo cerró, colocándoselo junto al corazón como si oyera su voz a través de las palabras.
Su preciosa hermana se había ido y era por su culpa.
Dolorido por esta verdad, vio una de las peinetas de plata que le había regalado.
La recogió y se la llevó a los labios.
—Siento haberte fallado, Demi. Lo siento.
Se sentó allí y se dio cuenta de cuan patético era que todo lo que quedaba de una vida tan vibrante y un alma tan hermosa fueran cosas tan minúsculas. Tres diarios y una peineta rota. Eso era todo lo que quedaba de su preciosa hermana. Echando la cabeza hacia atrás, lloró de pena.
—Apostolos... por favor, no llores.
Sintió la presencia de su madre.
—¿Qué has hecho, Matera?
—Quería que pagaran por haberte hecho daño.
¿Acaso importaba? Lo que le habían hecho no era nada comparado con lo que se había hecho este día.
—Y ahora le pertenezco a Artemisa.
El grito de su madre hizo eco al suyo.
—¿Cómo?
—Me ha vinculado a ella con su sangre.
Podía sentir su propia ira en la voz de su madre.
—Ven a mí, Apostolos. Libérame y destruiré a esa pe/rra y a las bastardas que te maldijeron.
Nicholas sacudió la cabeza. Debería hacerlo. Claro que debería. No se merecían otra cosa. Pero aún así, no podía decidirse a destruir el mundo. A matar a gente inocente.
Su madre apareció ante él como una sombra traslúcida. Nicholas contuvo el aliento al verla por primera vez. Era la mujer más hermosa que había visto nunca. Su pelo, blanco como la nieve recién caída, estaba sujeto por una corona que resplandecía de diamantes. Sus ojos pálidos y plateados remolineaban como los suyos. Su vestido negro flotaba sobre su cuerpo al extender la mano hacia él.

Intentó tocarla, pero la mano pasó a través suyo.
—Eres mi hijo, Apostolos. La única cosa en mi vida que he amado de verdad. Hubiera dado mi vida por la tuya. Ven a mí, mi niño. Quiero abrazarte.
Atesoró cada palabra que dijo.
—No puedo, Matera. No puedo si eso significa sacrificar el mundo. Me niego a ser tan egoísta.
—¿Por qué proteger un mundo que te ha dado la espalda?
—Porque yo sé lo que se siente ser castigado por cosas que no son culpa tuya. Yo sé lo que es que te fuercen a hacer cosas malas y contra tu voluntad. ¿Por qué impondría algo así a los demás?
—¡Por qué sería lo justo!
Miró hacia los cuerpos desparramados que había a su alrededor.
—No. Sólo sería cruel. La justicia de los humanos está más que servida.
Los ojos de ella llamearon con ira.
—¿Y Apolo y Artemisa?
Él rechinó los dientes ante la mención de sus nombres.
—Tienen el poder de la luna y el sol. No puedo destruirles.
Yo sí.
Y eso destruiría la tierra entera y a los que vivían en ella. Por eso no podía liberarla.
—No soy merecedor de que desates el fin del mundo, Matera.
Los ojos de ella le quemaron con su sinceridad.
—Para mí lo eres.
En ese momento, habría vendido su alma por poder abrazarla.
—Te quiero, Mamá.
—Ni de cerca a cómo te quiero yo, m’gios.
M’gios. Hijo mío. Había esperado toda su vida a que alguien le reclamara. Pero por mucho que quisiera a su madre, no terminaría con el mundo por ello.

De repente un viento frío se levantó a su alrededor, desgarrando su ropa y revolviéndole el pelo pero sin hacerle daño. El mundo a su alrededor se desvaneció y se encontró sobre suelo extraño. La imagen de su madre parpadeó a su lado.
—Esto es Katoteros. Tu derecho de nacimiento.
Frunció el ceño ante la pila de escombros.
—Está en ruinas.
Ella le lanzó una mirada avergonzada.
—Estaba un poco disgustada cuando vine.
¿Un poco?
—Cierra los ojos, Apostolos.
Confiando en ella completamente, los cerró.
—Coge aire.
Tomó aliento profundamente y entonces sintió a su madre dentro de él. Sus poderes se mezclaban con los suyos y en un parpadeo, las ruinas se juntaron para formar un hermoso palacio de oro y mármol negro. La presencia de su madre tiraba de él.
—Bienvenido a casa, palatimos. Queridísimo.
Las puertas se abrieron y Nicholas las atravesó. Su ropa cambió. El pelo le creció, largo y negro y un traje largo y suelto flotaba tras él al caminar sobre el suelo de mármol blanco. Se paró ante el signo del sol atravesado por tres rayos.

Su madre se detuvo cuando se dio cuenta de que estaba estudiándolo.
—El sol de oro es mi símbolo y representa el día. Los rayos de plata representan la noche. El rayo de la izquierda soy yo y el pasado, el de la derecha es tu padre y el futuro. Tú eres el rayo del centro que nos une y ata a nosotros tres y es el presente. Este es el símbolo del Talimosin y representa tu dominio sobre el pasado, el presente y el futuro.
Frunció el ceño ante el término atlante.
—¿El Heraldo?
Ella asintió.
—Tú, Apostolos. Tú eres el Talimosin. El destino final de todo. Tus palabras son ley y tu ira absoluta. Ten cuidado con lo que dices porque lo que digas, incluso sin querer, determinará el destino de la persona con la que hablas. Es una carga y nunca la hubiera puesto sobre tus hombros. Y odio a esas pe/rras por haberlo hecho. Pero no puedo deshacer lo que se te ha dado. Nadie puede.
—Exactamente, ¿cuáles son mis poderes?
—No lo sé. Te los quité y nunca los estudié por miedo a exponerte a los otros. Sólo sé lo que las hijas de Archon predijeron. Pero aprenderás con el tiempo. Sólo desearía que vinieras a mí para poder ayudarte hasta que seas más fuerte.
—Matera...
—Ya lo sé —alzó la mano—. Te respeto por ser el hombre que eres y estoy orgullosa de ti. Pero, si cambias de opinión, sabes dónde estoy.
Él le sonrió.
—Entretanto, todo esto es tuyo.
Nicholas miró a las estatuas y de alguna manera, supo quiénes eran todos y cada uno de ellos. Aproximándose a las puertas doradas, vio la imagen de su madre a la izquierda y de Archon a la derecha.



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