sábado, 29 de marzo de 2014

Paraíso Robado - Cap: 62



Con el maletín en la mano y el abrigo sobre un brazo, Nick se detuvo ante la mesa de la secretaria que le había ayudado a preparar la sala de conferencias el día de la reunión con Miley.

–Buenos días, señor Farrell –saludó la joven.

Contrariado por la hostilidad de su tono y la expresión de su rostro, Nick tomó nota de que la chica debía ser destinada a otra planta. En lugar de preguntarle si había pasado un buen fin de semana, le dijo con frialdad y sin preámbulos:

–Eleanor Stern me ha llamado esta mañana a casa para decirme que no se encuentra bien. ¿Quiere usted sustituirla?

Era una orden, y ambos lo sabían.

–Claro, claro –se apresuró a contestar Joanna Simons al tiempo que le dedicaba una sonrisa tan sincera y alegre que él dudó de su anterior impresión. Quizá había juzgado mal a la muchacha.

Joanna esperó a que el nuevo presidente de Haskell entrara en su despacho para precipitarse a la mesa de la recepcionista. Había tenido la esperanza de holgazanear en la oficina mientras Farrell estuviera ausente de la ciudad, pero la ocasión de trabajar directamente para él le ofrecía una oportunidad inesperada y excitante.

–Vale –murmuró a la recepcionista–, ¿retuviste el nombre y el teléfono de aquel reportero del Tattler que te llamó para obtener información sobre Farrell?

–Sí, ¿por qué?

–Porque –dijo Joanna con tono triunfal– Farrell acaba de comunicarme que Cara de Palo está enferma y tengo que sustituirla. Eso significa que tendré las llaves de su escritorio. –Miró por encima del hombro para asegurarse de que las demás secretarias estaban ocupadas y absortas en su trabajo. La mayoría no compartía la animosidad de Joanna hacia Nicholas Farrell, porque eran menos veteranas en la empresa y su lealtad al antiguo equipo era lo bastante débil como para ser transferida con facilidad al nuevo–. Dime qué quería saber el reportero.

–Me preguntó cuáles eran nuestros sentimientos hacia Nicholas Farrell, y le contesté que algunas de nosotras no lo soportamos. También preguntó si yo le pongo en contacto telefónico con 
Miley Bancroft o si esta viene por aquí. Le interesaba sobre todo enterarse de si las relaciones entre ambos son tan amistosas como dieron a entender durante la conferencia de prensa. Yo le contesté que no atiendo las llamadas personales de Farrell y que Miley  Bancroft solo ha venido por aquí una vez, para entrevistarse con él y con sus abogados. Me preguntó si alguien más había estado presente en esa reunión y le dije que Cara de Palo, puesto que tuve que retenerle las llamadas. ¿Opinaba yo que Cara de Palo había estado presente en la reunión con el fin de tomar notas? Le contesté que sí, que ella toma notas prácticamente en todas las reuniones de Farrell. Entonces me preguntó si podría yo husmear en las notas de aquel día. Naturalmente, cualquier informacion al respecto nos sería pagada, aunque no se especificaron cifras.

–No importa. ¡Lo haría gratis! –repuso Joanna con resentimiento–. Tendrá que abrir el escritorio de la bruja para que yo pueda sustituirla. Quizá también abra los archivos. Las notas de esa reunión estarán en uno de esos dos sitios.

–Si puedo ayudarte, no dejes de decírmelo –se ofreció Valerie.

Cuando Joanna entró en la oficina de Eleanor Stern vio que el jefe ya había abierto el escritorio de su secretaria, pero no los archivos. La joven buscó superficialmente en los cajones y no halló nada de interés. En uno de ellos había muchas fichas referentes a la administración de Haskell, pero se trataba de información no confidencial. De Bancroft, nada, pensó Joanna, y volviéndose en el sillón giratorio clavó la mirada en la puerta que comunicaba esa oficina con la del jefe. Farrell estaba de pie frente a los ordenadores, sin duda repasando la información que sobre la marcha de las diversas fábricas Haskell le había llegado durante el fin de semana. O tal vez se recreara con los beneficios de sus montañas de acciones... Pensando en ello, crecía el odio de Joanna hacia el hombre que ni siquiera se había molestado en aprender su nombre; el hombre que había echado a la calle a los antiguos jefes y había establecido nuevas condiciones de trabajo y de sueldos.

Reclinándose más en el sillón, Joanna divisaba la parte delantera de la mesa de Farrell. De la cerradura del cajón del centro colgaban las llaves, y entre ellas estaría la de los archivos de Cara de Palo. Y si no estaban allí, en alguno de los cajones del jefe...





–Buenos días –dijo Phyllis, siguiendo a 
Miley al interior del despacho de esta–. ¿Cómo has pasado el fin de semana? –preguntó, y enseguida se mordió un labio, mortificada por su propia pregunta. Miley se dio cuenta de que Phyllis estaba al corriente de lo sucedido el sábado en el restaurante, pero en aquel momento no le importaba lo mas mínimo. Se sentía tan feliz que su aspecto era impactante.

–¿Cómo crees que lo he pasado? –preguntó a su vez a Phyllis.

–¿Excitante sería la palabra exacta?
Miley pensó en el fin de semana con Nick, en las cosas que él le había dicho y hecho... y de pronto su cuerpo se vio invadido por una oleada de delicioso calor.

–Sería una palabra muy apropiada, sí –contestó, con la esperanza de que su voz no sonara tan soñadora como sus sentimientos. Haciendo un esfuerzo, se sacudió el recuerdo de los dos últimos días y se obligó a concentrarse en el trabajo que tenía que hacer antes de reunirse de nuevo con Nick al caer la noche–. ¿Ha habido alguna llamada telefónica?

–Solo una, de Nolan Wilder. Pidió que lo llamaras en cuanto llegaras.
Miley se quedó atónita. Nolan Wilder era el presidente de la junta de administración de Bancroft, y no le cabía duda de que llamaba para pedir explicaciones sobre la turbulenta noche en el Manchester House. Sin embargo, lejos de enojarse, la llamada fue como un gesto de monumental frescura, pues el divorcio de Wilder había constituido un episodio tan amargo y desagradable que se había arrastrado durante dos años por los tribunales.

–Ponme en contacto con él, por favor.

Al cabo de un minuto, sonó el intercomunicador.

–Wilder –dijo Phyllis.
Miley se entretuvo un momento para reunir fuerzas, y luego su voz sonó viva y firme.

–Buenos días, Nolan. ¿Qué hay de nuevo?

–Eso mismo iba a preguntarte –respondió él con idéntica frialdad e ironía que solía mostrar en las reuniones del directorio y que a 
Miley le disgustaba–. Algunos ejecutivos me han llamado durante el fin de semana para pedirme explicaciones por lo sucedido el sábado. No tendría que recordarte, Miley , que la clave del éxito de Bancroft es su imagen, la dignidad de su nombre.

–No creo necesario que lo hagas –replicó 
Miley , esforzándose por disimular su enojo–. Es... –se interrumpió ante la apresurada llegada de Phyllis, con el rostro visiblemente alterado.

–En la línea dos tienes una llamada de emergencia de MacIntire, de Nueva Orleans.

–Espera, Nolan –dijo 
Miley –. Me llaman urgentemente de Nueva Orleans. –Cuando se ocupó de la línea dos, su cuerpo estaba sacudido por la alarma. La voz de MacIntire sonaba tensa.

–Otra amenaza de bomba, 
Miley. Hace unos minutos llamaron a la policía adviniendo que el artefacto estallará pasadas seis horas. He ordenado el desalojo de los almacenes, y mientras tanto el equipo de desactivación de la ciudad está en camino. Seguimos la pauta habitual de evacuación, como lo hicimos la vez pasada. En mi opinión, la hizo el mismo loco de la vez pasada.

–Es muy posible –convino 
Miley , esforzándose en mantener la voz firme y las ideas claras–. En cuanto puedas quiero una lista de todos los que pueden tener una razón para desearnos algo así. Que tu jefe de seguridad elabore una lista de los detenidos por hurto en Bancroft y que el jefe de la oficina de crédito haga lo mismo con todos a los que se les haya denegado un crédito en los seis últimos meses. Mark Braden, jefe de nuestra división, viajará hacia allá mañana para trabajar con tu gente. Y ahora sal de ahí por si acaso no se trata de un loco.

–Bueno –contestó él con renuencia.

–Llámame desde donde estés y dame tu número en ese lugar para mantenernos en contacto.

–Entendido –dijo MacIntire, y añadió–: 
Miley  lo siento de veras. No tengo idea de por qué los almacenes Bancroft de esta ciudad se han convertido de pronto en un objetivo. Te aseguro que nos matamos por atender bien a los clientes, según la política de la empresa y...

–Adam –lo interrumpió–. Abandona de inmediato el edificio.
Miley volvió entonces a Nolan.

–Nolan –dijo–, no tengo tiempo para hablar ahora con el consejo, porque acaban de comunicarme que en Nueva Orleans se ha producido otra amenaza de bomba.

–Será una catástrofe para las ventas navideñas –profetizó furiosamente Wilder–. Tenme al corriente, 
Miley  ya sabes dónde encontrarme.

Miley murmuró una distraída promesa y luego se lanzó a la acción. Al ver a Phyllis todavía en el umbral, ansiosa, le ordenó:



–Dile a la operadora de localización de personal que emita el código de emergencia. Retén mis llamadas a menos que sean importantes, y si lo son, me las pasas a la sala de conferencias.

Cuando su secretaria salió, 
Miley se puso de pie y empezó a deambular por la oficina, diciéndose que solo se trataba de una falsa alarma. Oyó la llamada de emergencia –tres campanadas breves seguidas de tres largas– por la que se notificaba a todos los jefes de departamento que se dirigieran a la sala de conferencias contigua al despacho de Miley , lugar designado para las reuniones de emergencia. La última vez que hubo que apelar a ese recurso fue dos años antes, cuando un cliente murió de infarto en las tiendas. Entonces, como ahora, el propósito de reunir a los jefes de departamento no era otro que informarles de la situación, para impedir un ataque generalizado de histeria entre los empleados; y también planear la información que se daría a la prensa. Como la mayoría de las grandes empresas, Bancroft había establecido una serie de normas a seguir en todos los casos de emergencia posible: accidente personales, incendios... y también amenazas de bomba.

La posibilidad de que estallase una bomba en Nueva Orleans e hiriese o matase gente era más de lo que 
Miley podía imaginar. Si el artefacto hacía explosión una vez desalojado el edificio la cosa sería menos grave, pero grave de todos modos. Como todas las sucursales de Bancroft, la de Nueva Orleans era hermosa, distinguida... flamante. En su mente apareció aquella espléndida fachada brillando a la luz del sol, y de pronto se producía un estallido y todo se venia abajo. Tembló. Intentó convencerse de que no había tal bomba, que solo era otra falsa alarma; una alarma que, eso sí, le costaría mucho dinero a la sucursal, puesto que las ventas descenderían espectacularmente... y en pleno período navideño.

Los ejecutivos desfilaban presurosos ante el umbral de su despacho y tomaban asiento en la sala de conferencias. No obstante, Mark Braden, de acuerdo con las normas, entró en el despacho presidencial.

–¿Qué ocurre, 
Miley?
Miley lo puso al corriente. Mark masculló una maldición y la miró con rabiosa consternación. Cuando ella terminó de contarle las instrucciones que le había dado a MacIntire, Braden asintió.

–Tomaré un avión dentro de unas horas. En esa sucursal tenemos un buen jefe de seguridad y entre nosotros y la policía es posible que demos con algo.

En la atestada sala de conferencias la atmósfera era tensa. Había también mucha curiosidad. En lugar de sentarse a la mesa, 
Miley se encaminó al centro de la sala, desde donde podía ser mejor vista y oída.

–Hemos tenido otra amenaza de bomba en Nueva Orleans –empezó–. El equipo de desactivación está en camino. Como se trata de la segunda amenaza, la prensa no cesará de llamarnos. Nadie, absolutamente nadie, dirá una sola palabra. Todas las preguntas han de ser transferidas a nuestra sección de relaciones públicas. –Miró al director de ese departamento–. Bien, tú y yo redactaremos una declaración después de esta reunión, y... –Se interrumpió al sonar el teléfono de la mesa de conferencias.

El director de la sucursal de Dallas parecía presa de pánico.

–¡Tenemos amenaza de bomba, 
Miley!  Una voz le dijo a la policía que la bomba estallará dentro de seis horas. El equipo de desactivación está de camino y entretanto nosotros vamos evacuando el edificio. –Miley le dio las mismas instrucciones que a MacIntire y colgó. Actuaba de forma instintiva y por un momento pareció perder el control. Poco a poco recuperó la compostura–. Hay una nueva amenaza de bomba, esta vez en Dallas. Están evacuando. Como en Nueva Orleans, la policía recibió el aviso por teléfono.

En la sala se armó un pequeño revuelo. Improperios, maldiciones, exclamaciones. Pero cuando el teléfono volvió a sonar se produjo un silencio sepulcral. 
Miley sintió que el corazón se le aceleraba. Levantó el auricular.

–Señorita Bancroft –le dijo el policía con tono apremiante, soy el capitán Mathison, del primer distrito. Acabamos de recibir la llamada anónima de un hombre que asegura haber colocado una bomba en la tienda y afirma que estallará dentro de seis horas.

–Espere –contestó 
Miley , al tiempo que le pasaba el auricular a Mark Braden, siguiendo el procedimiento establecido. Es Mathison –susurró visiblemente consternada.

Mark hizo varias preguntas al capitán, de quien era buen amigo. Cuando colgó, se volvió hacia los demás y con voz tensa empezó a hablar:

–Señoras y señores, tenemos una amenaza de bomba aquí, en este edificio. Utilizaremos el mismo procedimiento establecido para caso de incendio. Ustedes saben qué hacer y qué decirle al personal a sus órdenes. Manos a la obra y a evacuar. –Se dirigió a Gordon, que frenéticamente murmuraba algo ininteligible. Si sientes pánico –le dijo al problemático vicepresidente–, disimula hasta que tu personal esté fuera del edificio. –Arrojó una rápida mirada al resto de los ejecutivos y vio que estaban tensos pero enteros. Asintió brevemente y se volvió para marcharse y dar instrucciones a su propio personal, que seria el encargado de supervisar la evacuación–. En caso de que no lo hagan como norma –advirtió en voz alta encaminándose a la puerta–, no olviden llevar consigo sus localizadores personales.

Diez minutos más tarde, 
Miley era el único ejecutivo todavía presente en la planta. Junto a una ventana oía el aullido de las sirenas y veía llegar coches de bomberos y de la policía. Desde la planta catorce observó como la policía acordonaba la zona y los clientes salían en tromba del edificio. Sintió una opresión en el pecho que le impedía respirar con comodidad. A los jefes de las sucursales les había ordenado abandonar los respectivos edificios, pero ella no pensaba hacer lo mismo. No hasta que fuera absolutamente necesario. Sus almacenes suponían demasiado para ella. Aquí estaban su herencia y su futuro. No abandonaría su puesto hasta que la brigada de investigación le dijera que tenía que hacerlo. Por otra parte, ni por un solo momento creyó en la existencia de las bombas, pero la alarma bastaba para causar grandes perjuicios económicos a la compañía. Navidad era, de lejos, la época más rentable del año. Hasta un cuarenta por ciento de las ventas anuales se realizaban durante la misma.



Todo saldrá bien, se dijo. Se apartó de la ventana y centro su atención en los dos ordenadores, en cuyas pantallas aparecían, actualizadas, las cifras de ventas de las sucursales de Phoenix y Palm Beach. 
Miley tecleó la combinación y las pantallas mostraron las cantidades relativas al mismo día del año anterior. Ambas sucursales estaban superando ampliamente esos resultados. Miley trató de consolarse con eso.

Pensó en Nick. Si estaba cerca de una radio tendría noticias de lo que ocurría. Lo llamó para tranquilizarlo. Curiosamente, la idea de que pudiera estar preocupado fue un sedante para sus nervios.

Cuando le conté lo ocurrido, Nick no se mostró preocupado, sino frenético.

–¡Sal de ahí, 
Miley ! –ordenó–. Lo digo en serio, querida. ¡Cuelga y sal del edificio a toda prisa!

–No –se negó élla con voz suave. Su tono autoritario y el miedo la hicieron sonreír. Él la amaba y ella adoraba su voz, sublime al llamarla «querida» y dándole órdenes– Se trata de una falsa alarma, Nick, como la de hace unas semanas.

–Si no sales del edificio –le advirtió él–, yo mismo te sacaré a la fuerza en cuanto llegue.

–No puedo –replicó ella con voz firme–. Soy como el capitán de un barco. No me iré hasta que todos estén seguros, en la calle. –Hizo una pausa durante la cual Nick expresó su opinión con una prolongada y elocuente maldición–. No me des órdenes que tú mismo no seguirías –añadió ella sin rencor–. En menos de media hora habrán evacuado el edificio. Entonces me marcharé.

Nick exhaló un hondo suspiro, pero no intentó seguir persuadiéndola, pues sabía que era inútil. Además media hora era tiempo insuficiente para presentarse en Bancroft y sacarla él mismo de allí.

–Está bien –dijo, y poniéndose de pie miró furioso alrededor– Pero llámame cuando estés fuera porque hasta entonces me estaré volviendo loco.

–Lo haré –le prometió 
Miley y bromeando, agregó–. Mi padre dejó su teléfono móvil en el despacho. ¿Quieres el número por si deseas llamarme si tus nervios no te permiten esperar?

–¡Claro que quiero el número!
Miley sacó una libretita de un cajón y le dio el número.

Cuando colgó, Nick empezó a dar vueltas por su despacho como un león enjaulado. Estaba demasiado nervioso para sentarse y esperar, sin saber qué le estaba sucediendo a su mujer. Se mesó el pelo, se acercó a una ventana y, sin éxito, trató de divisar la azotea del edificio en el que 
Miley estaba voluntariamente prisionera. La masa de rascacielos se interponía.

Ella era tan cauta por naturaleza que Nick apenas podía creer en su terca insistencia en permanecer en el interior de aquel maldito edificio. No esperaba tal cosa de 
Miley.

Se le ocurrió que si tuviera una radio podría saber lo que estaba ocurriendo doce manzanas más arriba, en el edificio de 
Miley y en las sucursales. Recordó que Tom Anderson sí tenía una radio en su despacho...

Casi corrió hacia la oficina de la secretaria.

–Estaré con Tom Anderson –informó a Joanna–. Extensión 4114. Si llama 
Miley Bancroft, páseme ahí la llamada, ¿Está claro? Se trata de una emergencia. –le advirtió, deseando de todo corazón que Eleanor Stern estuviera allí.

–Perfectamente claro, señor –le contestó la joven, y Nick no se percató de la hostilidad con que lo dijo. Estaba demasiado preocupado por 
Miley para notar la existencia de una secretaria; demasiado preocupado para recordar que las llaves colgaban de un cajón de su escritorio.

Joanna esperó a que las puertas del ascensor se cerraran tras él, después se volvió y clavó la mirada en las llaves. Probó con dos sin éxito, pero la tercera abrió el archivo de Cara de Palo. El dossier de 
Miley Bancroft, tan pulcro como los otros, estaba en el sitio adecuado, bajo la letra «B». Joanna abrió la carpeta con manos húmedas a causa de los nervios. Había algunas notas en taquigrafía pero Joanna carecía de tiempo para descifrarlas. También encontró un contrato de dos páginas firmado por Miley Bancroft. A medida que lo leía, sus ojos se agrandaban y su boca se curvaba en una maliciosa y alegre sonrisa. El hombre al que la revista Cosmopolitan elegía como a uno de los diez solteros de oro del país, el mismo que salía con estrellas de cine y con modelos famosas y por quien las mujeres enloquecian... ese hombre tenía que pagarle a su mujer cinco millones de dólares solo por verla cuatro noches a la semana durante un período de once semanas. También tenía que venderle un terreno que evidentemente ella quería, en Houston...





–Necesito una radio –dijo Nick en cuanto entró en el despacho de Tom Anderson. Miró alrededor, atolondrado, y vio la radio de Tom en el alféizar de la ventana. Se apresuró a encenderla–. El equipo de desactivación está escudriñando todos los rincones de los almacenes Bancroft en Chicago, que ya han sido evacuados, así como las sucursales de Nueva Orleans y Dallas –informó a Tom, con voz ahogada.

El martes posterior a su tumultuosa reunión con 
Miley y los abogados, Nick había cenado con Anderson y le había puesto al corriente de la situación entre él y su mujer. Ahora miró distraídamente a su hombre de confianza y amigo y le dijo:

–¡
Miley se niega a abandonar el lugar!

Tom casi saltó de la silla al oír estas palabras.

–¡Dios mío! ¿Por qué?

Poco después sonó el teléfono; era 
Miley, que deseaba tranquilizar a Nick. Estaba sana y salva, fuera del edificio, y su marido, inmensamente aliviado, hablaba todavía con ella cuando el locutor de la radio anunció que en la sucursal de Bancroft en Nueva Orleans había sido localizada una bomba que los especialistas estaban desactivando. Nick se lo comunicó a Miley.  En el transcurso de la siguiente hora descubrieron otra bomba en Dallas, y una tercera en la sección de juguetes de la central de Bancroft en Chicago.

Paraíso Robado Cap: 61



–Tu ineptitud y...

–Torpeza –añadió ella, viéndolo despojarse lentamente de la corbata–. E... inferioridad.

–Entiendo lo perturbador que eso es para ti –adrnitió él con fingida gravedad–. Supongo que ahora debemos ocuparnos del asunto. Se desabotonó el botón del cuello de la camisa.

–¿Qué estás haciendo? –inquirió Miley con los ojos muy abiertos.

–Desnudándome.

–No te desabroches más botones. Lo digo en serio, Nick –insistió 
Miley  presa del pánico.

–Tienes razón. Tú deberías estar haciéndolo por mí. Nada le da un mayor sentimiento de poder y superioridad que obligar a otra persona a quedarse completamente quieta mientras se la desnuda.

–Tú lo sabrás muy bien. Habrás desnudado a docenas de mujeres.

–A centenares. Ven aquí, mi amor.

–¿Centenares?

–Bromeaba.

–No tiene gracia.

–No puedo remediarlo. Cuando estoy nervioso, bromeo.

Ella le clavó la mirada e inquirió:

–¿Estás nervioso?

–Aterrado –puntualizó con tono jocoso–. Es la mayor apuesta de mi vida. Quiero decir que si este pequeño experimento no sale a la perfección entonces tendré que enfrentar que, después de todo, no hemos sido creados el uno para el otro.

Mirándolo, el último vestigio de resistencia de 
Miley se vino abajo. Lo amaba; siempre lo había amado. Y lo deseaba... casi tanto como deseaba que él sintiera lo mismo.

–Eso no es cierto –repuso.

Nick abrió los brazos y al hablar lo hizo emocionado por las últimas palabras de su esposa.

–Ven a la cama conmigo, mi amor. Te prometo que después ya nunca tendrás dudas acerca de nosotros.
Miley vaciló un momento y luego se precipitó en brazos del hombre a quien amaba.

En la cama, Nick hizo cuatro cosas para asegurarse de que todo iría bien y de que así cumpliría su promesa. Primero hizo beber a 
Miley una copa de champán, para que se relajara; le dijo que cualquier beso o caricia que a ella le gustara le resultaría a él igualmente excitante. Convirtió su propio cuerpo en un instrumento de aprendizaje y, finalmente, no hizo esfuerzo alguno para ocultar o controlar sus reacciones ante cualquier caricia que ella le hacía. Así, Nick consiguió que las dos horas siguientes se convirtieran en una agonía de placer, hasta el punto de que por momentos creía que no iba a soportarlo. Un placentero tormento que su mujer, después de haber vencido su timidez, elevó a límites insospechados.

–No estoy segura de que esto te guste –musitaba deslizando los labios junto al miembro erecto.

–Por favor, no lo hagas –jadeó Nick.

–¿No te gusta?

–Claro que sí.

–¿Entonces por qué quieres que no lo haga?

–Sigue y lo sabrás antes de un minuto.

–¿Te gusta? –
Miley le acariciaba los pezones con la lengua y él tuvo que contener la respiración para no gritar.

–Sí –contestó por fin con voz estrangulada. Se agarró a la cabecera apretando los dientes, mientras 
Miley se ponía encima y empezaba a moverse, dispuesto a dejar que ella lo hiciera todo–. Eso es lo que me pasa por enamorarme de una gran estrella en lugar de hacerlo de una chica del coro, amable y est/úpida... –Estaba tan turbado por el placer que no sabía lo que decía–. Tendría que haber sabido que una estrella quería ponerse encima...

Pasó un largo momento antes de que se percatara de que 
Miley se había quedado inmóvil.

–Si te paras ahora sin darme el orgasmo te aseguro que me moriré aquí mismo, querida.

–¿Qué? –susurró ella.

–Por favor, no pares o tendré que romper mi promesa y tomar la iniciativa –dijo jadeando mientras elevaba las caderas para penetrarla más profundamente.

–¿Has dicho que me amas?

Él cerró los ojos y masculló:

–¿Qué diablos crees, si no? –Abrió los ojos y, a pesar de la oscuridad, pudo ver que en los ojos de 
Miley brillaban las lágrimas. –No me mires así –le imploró él, y rodeó con los brazos el cuerpo de su mujer y la atrajo hacia sí–. Por favor, no llores. Lo siento, lo siento mucho –le susurró besándola desesperadamente. Creía que con su declaración lo había estropeado todo–. No quise decirlo tan pronto.

–¿Pronto? –le espetó 
Miley con fiereza– ¿Pronto? –repitió con voz quebrada por el llanto– Me he pasado casi la mitad de mi vida esperando a que me dijeras que me amas. –Con las mejillas bañadas en llanto apretó la cara contra el pecho de Nick–. Te quiero, Nick –le susurró.

Gimiendo de placer, Nick se aferró a ella con avidez, hundiéndole la yema de los dedos en la espalda con el rostro empapado en sudor. Se sentía desvalido a la vez omnipotente, porque su mujer había pronunciado las palabras mágicas.

Ella se apretó aún más, abrazándolo con fuerza.

–Siempre te he querido –musitó–. Siempre te querré.

El clímax estalló de nuevo con fuerza y el cuerpo de Nick se retorció espasmódicamente, mientras él no dejaba de gemir. Había alcanzado el momento más intenso de su vida sin necesitar más que las palabras de su mujer.

Miley se acurrucó en el abrazo de Nick y se arrimó a él, saciada, feliz.

En Nueva Orleans un hombre bien vestido entró en uno de los probadores de los grandes almacenes Bancroft & Company, atestados de gente a aquella hora. En una mano llevaba una bolsa de la compra de Saks Fifth Avenue, que contenía un pequeño explosivo plástico en la otra, un traje que había cogido del perchero. Cuando salió del vestuario, solo llevaba el traje, que colocó en su sitio.

En Dallas una mujer entró en el lavabo de señoras, de los grandes almacenes Bancroft. Llevaba consigo una cartera Louis Vuitton y una bolsa de Bloomingdale. Al marcharse solo llevaba el bolso.

En Chicago un hombre subió por la escalera mecánica a la sección de juguetería de Bancroft, el establecimiento situado en el centro de la ciudad, y en los brazos llevaba varios paquetes de Marshall Field. Dejó uno de ellos bajo una repisa de la casa de Santa Claus. Los niños hacían cola para ser fotografiados en las rodillas del personaje navideño.

En el apartamento de 
Miley , varias horas después y a algunos kilómetros de allí, Nick miró su reloj, se puso de pie y ayudó a su esposa a limpiar los restos de la comida que habían devorado después de hacer el amor una vez más, en esta ocasión frente a la chimenea. Habían salido para probar el Jaguar y se detuvieron en un pequeño restaurante italiano donde servían comida para llevar. Querían comer en casa, solos, juntos.
Miley colocaba el último plato en el lavavajillas cuando él se situó silenciosamente a su espalda. Ella sintió su presencia antes de que la tocara. Cuando le rodeó la cintura, la joven echó la espalda atrás para notar su contacto.

–¿Feliz? –preguntó Nick con voz ronca, y luego le rozó una sien con los labios.

–Muy feliz –murmuró 
Miley, sonriente.

–Son las diez.

–Lo sé. –Vaciló porque se preparaba para lo que veía venir. Y estaba en lo cierto.

–Mi cama es más grande que la tuya, y también lo es mi apartamento. Por la mañana puedo enviar el camión de la mudanza.

Ella suspiró, se volvió sin salirse del abrazo de su marido y le tocó la cara como para suavizar lo que iba a decir.

–No puedo ir a vivir contigo. Todavía no.

Bajo sus dedos, 
Miley notó que la mandíbula de Nick se tensaba.

–¿No puedes o no quieres?

–No puedo.

Si hizo un gesto como de asentimiento y dejó caer los brazos.

–Oigamos por qué crees que no puedes.
Miley metió las manos en los bolsillos del albornoz, retrocedió un paso y explicó:

–Para empezar, hace apenas una semana que le permití a Parker leer una declaración ante la prensa, en la que se decía que nos casaríamos tan pronto corno yo estuviera divorciada. Si ahora me voy a vivir contigo, Parker quedará como un idi/ota a ojos del mundo... y yo como una infeliz incapaz de decidirse por una cosa o la otra, una mujer tan est/úpida y superficial que se va con el vencedor de una pelea de taberna.



Esperó a que Nick se pronunciara en favor o en contra de este argumento, pero él no hizo más que apoyarse en la mesa, y mirándola impasiblemente, quedarse callado. 
Miley se dio cuenta de que la indiferencia que él sentía por la opinión pública le hacía pensar que el argumento era pura trivialidad. Así pues, la joven expuso un obstáculo más serio.

–Nick, no he querido pensar en las consecuencias de la reyerta de anoche, pero ahora empiezo a hacerlo y creo que hay un noventa por ciento de probabilidades de que el directorio me convoque para pedirme explicaciones. ¿Te das cuenta del compromiso? Bancroft & Company es una firma antigua y muy seria; los del consejo son gente estricta que, para empezar, no querían verme sentada en el sillón de la presidencia. Hace unos días, en el transcurso de una conferencia de prensa dada en Bancroft, dije a los cuatro vientos que tú y yo apenas nos conocíamos y que no había posibilidad alguna de reconciliación. Si ahora me voy a vivir contigo, mi credibilidad profesional sufrirá tanto como mi honradez personal. Y eso no es todo. Anoche fui parte y causa de una reyerta pública, un fiasco que no acabó con nuestros huesos en la cárcel porque nadie llamó a la policía. Tendré suerte si el directorio no invoca la cláusula moral de mi contrato para obligarme a renunciar.

–¡No se atreverían a invocar esa cláusula por algo como lo de anoche! –exclamó Nick, con evidente desprecio.

–Claro que pueden atreverse.

–Yo nombraría a otro directorio –sugirió él.

–Me gustaría poder hacerlo –replicó ella con una sonrisa irónica–. Doy por sentado que tu directorio hace lo que a ti te da la gana. –Como Nick hizo un breve gesto de asentimiento, la joven lanzó un suspiro y añadió–: Por desgracia, ni mi padre ni yo controlamos al nuestro. El caso es que soy mujer y joven, y los ejecutivos no estaban locamente entusiasmados ante la perspectiva de tenerme a mí de presidenta interina. ¿Comprendes ahora que me preocupe lo que piensen de todo esto?

–¡Eres una ejecutiva competente y eso es lo único que debe preocuparles, maldita sea! Si convocan una reunión y te piden explicaciones, si te amenazan con la dichosa cláusula si no presentas la dimisión, pasa a la ofensiva, no te refugies en una postura defensiva. No estabas traficando con drogas ni eres la cabecilla de una red de prostitución. Estabas presente cuando se produjo una pelea, eso es todo.

–¿Eso es lo que tú les dirías? ¿Que no has estado metido en el negocio del narcotráfico ni cosas semejantes? –le preguntó ella, fascinada por sus métodos profesionales.

–No –repuso él con brusquedad–. Yo los mandaría al demonio.
Miley reprimió la risa ante la loca idea de plantarse ante el consejo y mandarlos al diablo.

–¿No estarás sugiriendo en serio que les diga una cosa así? –inquirió al ver que él no compartía su humor.

–¡Por supuesto que te lo sugiero! Puedes cambiar las palabras si lo crees oportuno, pero no el significado. 
Miley  no puedes hacer de tu vida un instrumento en manos ajenas. De lo contrario, cuanto más intentes complacerles, más te apretarán las tuercas, solo por darse el gusto de oprimirte.
Miley sabía que su marido tenía razón, pero no en este caso ni en sus circunstancias específicas. Por una parte, ella no tenía ningún interés en provocar las iras del directorio; por otra, utilizaba su situación como pretexto para ganar tiempo antes de comprometerse en firme, como quería hacer él de inmediato. Lo amaba, pero había demasiadas cosas de él que todavía no conocía, era para ella un completo extraño. No estaba preparada para atarse a él para siempre, todavía no. Tenía que asegurarse de que una parte del paraíso que él le había prometido, la doméstica, realmente existía. Y por la expresión del rostro de Nick, Miley tuvo el horrible presentimiento de que él adivinaba sus vacilaciones. Cuando su marido habló, su intuición se confirmó.

Nick adivinaba lo que sentía... y no le gustaba.

–Tarde o temprano, 
Miley  tendrás que arriesgarte y confiar en mí. Hasta entonces, me engañas y te engañas a ti misma. No puedes burlar el destino quedándote en la platea para ver pasar la vida. O cruzas el río y lo arriesgas todo, o lo ves pasar desde la orilla. Si eso es lo que quieres hacer, bueno, no te ahogarás, pero tampoco obtendrás una victoria. No vivirás.

Era una hermosa filosofía, pensó 
Miley  pero no dejaba de ser también aterradora. Sin duda se adaptaba más a la personalidad de Nick que a la suya.

–¿Y un compromiso...? –sugirió ella, sonriendo de un modo que Nick encontró irresistible–. ¿Por qué no permites que me detenga en aguas poco profundas durante un tiempo hasta acostumbrarme?

Tras un tenso momento Nick asintió.

–¿Cuánto tiempo?

–Una temporadita.

–Y mientras te debates preguntándote hasta dónde te atreves a llegar ¿qué hago yo? ¿Pasearme arriba y abajo preguntándome si tu padre podrá convencerte de que desistas de vivir conmigo y que te divorcies?

–Me sobra valor para enfrentarme a mi padre sea cual sea su postura con respecto a nosotros –aseguró 
Miley con tal firmeza que Nick tuvo que esbozar una sonrisa–. De lo que no estoy tan segura es de si tú estarás dispuesto a dialogar si él iniciara el acercamiento... ¿Lo harías, por mí?

En realidad, 
Miley apenas dudaba que él aceptaría hacer las paces con Philip por ella, pero había juzgado mal la intensidad del odio de Nick.

–Primero tu padre y yo tenemos un asunto que saldar, y lo haremos a mi manera.

–Está enfermo, Nick –le advirtió ella, sacudida por un sombrío presentimiento–. No podrá resistir mucha más tensión.

–Intentaré recordarlo –concedió Nick, sin comprometerse. Su expresión se dulcificó un poco y cambió de tema–. Bueno, ¿dónde dormimos esta noche?

–Crees que alguno de los reporteros que has visto esta mañana al subir estarán todavía ahí abajo?

–Tal vez solo los más tenaces.

Ella se mordió un labio. No le gustaba que él se marchara, pero sabía que no debía quedarse.

–Entonces no puedes quedarte toda la noche. ¿Cierto?

–Es obvio que no –convino Nick con un tono que a ella le hizo sentirse cobarde.

Él vio que los ojos de su mujer se oscurecían porque estaba consternada.

–Está bien, me iré a casa y dormiré solo –cedió al fin–. Es lo que merezco por haber participado anoche en esa pelea propia de adolescentes. Por cierto –añadió con tono más amable–, quiero que sepas que aunque me confieso culpable de haber dicho algo que provocó al borracho de tu novio, no me di cuenta de lo que estaba ocurriendo hasta que todo hubo concluido. Fue cuestión de segundos. Yo te estaba mirando y, de pronto, por el rabillo del ojo vi que alguien me lanzaba un ****azo y pensé que se trataba de algún borracho pendenciero que buscaba pelea. Mi reacción fue instintiva.

Miley se estremeció al recordar la fácil brutalidad con que Nick había abatido a Parker. Por su mente cruzó la salvaje mirada de su marido en el instante en que se vio atacado. La joven se sacudió este pensamiento. Nick no era ni sería nunca la clase de hombre educado y refinado que ella solía frecuentar. Había crecido en un medio duro, se había adaptado a él para sobrevivir, y era el más duro entre los duros. Pero no con ella, pensó sonriendo con ternura.

–Si crees –comentó él con cierta ironía– que puedes sonreírme así y conseguir que esté de acuerdo con casi todo lo que me pidas, no te equivocas. Sin embargo, aunque estoy dispuesto a comportarme con extrema discreción en nuestras relaciones, es decir, a obrar furtivamente, también estoy decidido a que pases conmigo todo el tiempo que sea posible, lo que incluye algunas noches juntos. Obtendré un pase para que aparques el coche en mi edificio. Si es necesario, me plantaré en la puerta y me encararé a los periodistas, para distraerlos cada vez que vengas.

Parecía tan molesto por tener que complacer a la opinión pública que 
Miley le dijo con exagerado tono de gratitud:

–¿Harías eso? ¿Por mí?

En lugar de reír, Nick se tomó la pregunta en serio y, atrayéndola hacia sí, le contestó con fiereza:

–No tienes idea de lo que haría por ti. –Le dio un beso tan ardiente que, por un momento, 
Miley perdió la capacidad de pensar. Se aferró a él–. Ahora que te sientes casi tan infeliz como yo con nuestro acuerdo sobre esta noche –le dijo con triste humor–, me iré antes de que los reporteros que están en la calle decidan alejarse y luego escriban que hemos pasado la noche juntos.
Miley lo acompañó a la puerta, exasperada, pues él tenía razón y ella deseaba pasar la noche en sus brazos. Lo vio ponerse la chaqueta y la corbata. Y a a punto de salir, Nick la miró y se dio cuenta de que algo le rondaba la mente. Arqueó una ceja y preguntó:

–¿En qué piensas?

En realidad, más que pensar sentía... deseos de volver a ser besada. La inundó el recuerdo de las horas pasadas en la cama con él. Y entonces, con una sonrisa provocativa, 
Miley Bancroft tendió una mano y apresó la corbata de su marido. Tiró de ella con lentitud, sonriendo mientras miraba aquellos ojos grises. Sonreía maliciosamente y cuando lo tuvo bastante cerca se puso de puntillas, le echó los brazos al cuello y le dio un beso que lo dejó jadeante.





A sesenta kilómetros de Belleville, Illinois, dirección nordeste, un coche policial se detuvo con un rechinar de ruedas tras otros vehículos estacionados frente a un pinar que flanqueaba una solitaria carretera vecinal. Sus luces giratorias, rojas y azules, ponían una nota de misterio a la noche. Desde el cielo, la luz cegadora del proyector de un helicóptero de la policía se deslizaba de un lado a otro por el bosque, alumbrando a los rastreadores que, ayudados de perros, peinaban la zona en busca de pistas. Al lado de la carretera, en una zanja poco profunda, el juez de primera instancia se agazapaba junto al cadáver de un hombre de mediana edad. Elevando la voz para ser oído por encima del rugido del helicóptero, llamó al sheriff local.

–Estás perdiendo el tiempo, Emmett. Incluso a la luz del día no encontrarás nada en esa arboleda. Este individuo fue arrojado de una furgoneta en marcha y llegó rodando hasta aquí.

–¡Te equivocas! –replicó el sheriff con voz triunfal. Dirigió la luz de su reflector a un objeto que había en la zanja y luego se inclinó para recogerlo.

–¡No me equivoco! Te aseguro que alguien le dio una paliza a este hombre y después lo arrojó de un vehículo en marcha.

–No, no –insistió el sheriff, avanzando hacia el juez–. He encontrado algo. Una cartera.

El juez señaló el cuerpo con un gesto.

–¿La suya?

–Veámoslo. –Sacó de la cartera el permiso de conducir y comparó la foto con el rostro de la víctima–. Es él. Es su cartera –sentenció. Acercándose el carnet a los ojos, añadió–: Tiene uno de esos nombres extranjeros que son casi impronunciables. Stanislaus... Spyzhalski.

–Stanis... –dijo el juez–. ¿No es ese el falso abogado que apresaron en Belleville?

–¡Dios, tienes razón!

Paraíso Robado - Cap:60



Envuelta en un albornoz, Miley se hallaba sentada en el salón, con el mando a distancia al alcance de la mano. Los domingos por la mañana casi todos los canales emitían dibujos animados. Buscó uno que repitiera las noticias de la noche anterior, para torturarse con las imágenes y los comentarios sobre la debacle de Manchester House, que sin duda habría sido recogida por las cámaras. A su lado, en el sofá, tenía el Tribune de la mañana, que ella había arrojado allí minutos antes. El dominical del periódico presentaba en primera página, a toda cubierta, fotografías y comentarios irónicos de la pelea. No faltaban las palabras pronunciadas por Parker el dia de la conferencia de prensa, que figuraban sobre las fotos: «Nick Farrell y yo somos hombres civilizados y llevamos este asunto del modo más amigable. El problema no difiere mucho de un contrato que no fue debidamente redactado y ahora tiene que ser corregido».

Debajo, el titular rezaba:

FARRELL Y REYNOLDS CORRIGEN EL CONTRATO.

Había tres fotografías. En una de ellas, Parker le lanzaba un pu/ñetazo a Nick; en otra, el puño de este impactaba de lleno en la mandíbula del banquero, y en la tercera Parker yacía en el suelo y 
Miley  inclinada sobre él, parecía prestarle ayuda.
Miley bebió un sorbo de café y miró la pantalla.

El locutor de las noticias internacionales había concluido y cedía la palabra a la locutora del noticiario local.

–Janet –le dijo el locutor a su colega– tengo entendido que esta noche tenemos algo nuevo con respecto al menaje à trois Bancroft–Farrell–Reynolds.

»–Es cierto, Ted –confirmó Janet, devolviéndole la sonrisa y mirando a la cámara–. La mayor parte de ustedes recordará que en una reciente conferencia de prensa Parker Reynolds, Nicholas Farrell y 
Miley Bancroft ofrecieron la imagen de una pequeña familia unida. Pues bien, esta noche los tres cenaron en el Manchester House y parece que se ha producido una pequeña riña familiar. Bueno, amigos, en realidad una riña que ha llegado a las manos. En una esquina del cuadrilátero se hallaba Parker Reynolds y en la otra Nicholas Farrell. El marido contra el novio. Princeton contra Indiana, el dinero antiguo contra el dinero nuevo... –Janet hizo una pausa para reírse de su propio ingenio después añadió con ironía–: ¿Qué quién ganó? Bueno hagan sus apuestas, amigos, porque tenemos testimonios gráficos de la pelea.»

En la pantalla apareció primero Parker lanzando un ****azo a Nick y errando el blanco; a renglón seguido Nick tumbaba a Parker.

«Si apostaron por Nick Farrell han ganado –concluyó Janet, riendo–. El subcampeón de la contienda es en realidad una subcampeona, la señorita Lisa Pontini, amiga de la señorita Bancroft, quien, según nuestras noticias, le asestó un derechazo a Nick Farrell. La señorita Bancroft no esperó para felicitar al vencedor o consolar al vencido, sino que, según fuentes fidedignas, abandonó con rapidez el lugar en la limusina de Nick Farrell. Los tres combatientes se marcharon juntos en un taxi y...»



–¡Maldita sea! –exclamó 
Miley, apagando televisor.

Se puso de pie y se dirigió al dormitorio. Al pasar junto al tocador encendió la radio, por inercia. El locutor decía en aquel momento:

«Y ahora las noticias locales de las nueve. Anoche, en el restaurante Manchester House, en la zona norte, estallaron abiertamente las hostilidades nada menos que entre el industrial Nicholas Farrell y el financiero Parker Reynolds. Farrell, que está casado con 
Miley Bancroft, y Reynolds, que es el novio de la misma, estaban cenando con ella, según nuestras noticias, cuando...».


Miley apagó la radio dando un ****azo al botón.

–¡Increíble! –masculló. Desde el momento en que Nick se cruzó en su camino el día del baile a beneficio de la ópera, ya nada había sido igual. Todo su mundo se había desplomado, se había vuelto del revés. Dejándose caer sobre la cama, marcó de nuevo el teléfono de Lisa. La noche anterior intentó varias veces ponerse en contacto con su amiga, pero esta no estaba en casa o no quería contestar. Parker tampoco atendía sus llamadas.

Finalmente le contestó una voz masculina. ¡Era Parker! Por un momento, 
Miley no supo qué pensar.

–¿Parker? –consiguió decir.

–¿Estás... bien?

–Sí, muy bien –murmuró él. La voz sonaba como si acabara de dormirse y lo hubieran sacado bruscamente de su letargo–. Resaca.

–Oh, lo siento. ¿Está Lisa por ahí?

–Hummm... –farfulló Parker, y enseguida se oyó el susurro ronco y adormilado de Lisa.

–¿Quién es?

Miley.

De inmediato se dio cuenta de que ambos estaban durmiendo tan juntos que Parker podía tenderle el auricular a Lisa. Ahora bien, su amiga tenía dos teléfonos en el apartamento, uno en la cocina y otro junto a la cama. En la cocina no estaban durmiendo, luego... 
Miley se escandalizó.

–¿Estás... en la cama? –inquirió.

Lisa contestó con un sonido inconexo.

¿Con Parker?, pensó 
Miley  pero no lo dijo. Sabía la respuesta y tuvo que agarrarse al cabezal para perder el equilibrio.

–Siento mucho haberos despertado –se disculpó y colgó.

Todo en su vida andaba patas arriba. Su mejor amiga estaba en la cama con Parker y por increíble que pareciera ella no se sentía traicionada, solo aturdida. Lanzó una mirada alrededor para comprobar que todo seguía en su sitio. Necesitaba un punto de referencia, por humilde que fuera, para no perder el sentido. Pero allí estaban la alfombra, la ropa y las almohadas de la cama, que no habían salido volando por arte de magia. Pero cuando por fin se levantó y se miró en el espejo, advirtió que también su rostro había sufrido un cambio.

Una hora más tarde, 
Miley salió del apartamento oculta tras unas gafas de sol, grandes y oscuras. Iría al despacho y pasaría el día trabajando. Por lo menos, su trabajo le resultaba comprensible y controlable. Nick no se había molestado en llamarla, lo que la habría sorprendido si todavía hubiera lugar para la sorpresa en su mente. Las puertas del ascensor se abrieron y poco después Miley se encontró en el aparcamiento del edificio. Al torcer por una esquina, con las llaves del coche en la mano, su corazón dio un brinco.

El BMW no estaba en su sitio, sino que lo ocupaba un flamante Jaguar deportivo.

¡Le habían robado el coche, igual que querían hacerse con su empresa!

Fue la gota que colmó el vaso. Contempló el brillante Jaguar azul oscuro y de pronto le acometió el impulso de echarse a reír, de hacerle una mueca al destino y burlarse de él. Ya no quedaba nada, absolutamente nada que el destino pudiera reservarle todavía. Sin embargo, estaba dispuesta a devolverle los golpes, uno por uno.

Giró sobre sus talones y se metió de nuevo en el ascensor. En el vestíbulo del edificio se encaró con el guardia de seguridad.

–Robert, en mi plaza hay estacionado un Jaguar azul. En la L12. Que se lleven ese vehículo. ¡Enseguida!

–Pero quizá se trata de un nuevo inquilino que no sabe...
Miley descolgó el teléfono de la mesa y le tendió el auricular a Robert.

–He dicho enseguidá –profirió con voz amenazadoramente tensa–. Llame al taller de la calle de Lyle y deles un cuarto de hora para retirar ese coche de mi sitio.

–Está bien, señorita Bancroft. Está bien. No hay problema.

Satisfecha en parte, 
Miley se dirigió a la puerta. Tomaría un taxi para ir a su despacho y desde allí denunciaría el robo del automóvil. En aquel momento un taxi se detenía ante el edificio y la joven apretó el paso, pero de pronto se detuvo al ver una nube de reporteros.

–Señorita Bancroft, con respecto a lo de anoche... –gritó uno, y a través del cristal dos fotógrafos dispararon sus cámaras. Sin darse cuenta de que el pasajero que bajaba del taxi era Nick, que llevaba puestas un par de gafas oscuras, 
Miley se volvió y se encaminó hacia los ascensores. Ahora estaba prisionera en su propio edificio. Bueno, ¿y qué? Llamaría a un taxi para que la recogiera en la puerta de servicio, en la parte trasera. Se deslizaría hasta allí, se agazaparía tras los cubos de la basura y cuando viera detenerse el taxi se subiría a él de un salto. No había problema. Podía hacerlo. Claro que podía.

Acababa de descolgar el auricular cuando alguien llamó a la puerta. Abrumada por las pruebas a que la vida la sometía últimamente, abrió la puerta sin observar por la mirilla ni preguntar quién era. La silueta de Nick llenó el umbral y ella lo miró con aire distraído. Veía su imagen reflejada en las gafas de sol de su marido.

–Buenos días –dijo él con una sonrisa vacilante.

–¿De veras? –le contestó ella, dejándolo entrar.

–¿Qué significa eso? –preguntó Nick, intentando verle los ojos para adivinar de qué humor estaba.

–Significa –le replicó ella con voz airada– que si hoy es un buen día voy a encerrarme en el armario para no ver como sera mañana.

–Estás alterada –comentó Nick.

Miley hundió la punta del dedo índice contra su pecho.

–¿Quién, yo? –profirió sarcásticamente–. ¿Yo alterada? ¿Por qué? ¿Porque estoy prisionera en mi propia casa y no puedo abrir un diario, mirar la televisión o poner la radio sin tropezarme con nuestros nombres y nuestras fotos? ¿Por qué diablos tendría que alterarme eso?

A Nick le divertía la situación, y tuvo que esforzarse para reprimir una sonrisa, pero aun así ella lo notó.

–¡No te atrevas a reír! –le advirtió con voz indignada–. Todo es culpa tuya. Cada vez que me acerco a ti se desencadena una tormenta.

–¿Qué tormenta amenaza ahora? –preguntó él, con evidente buen humor. Nada hubiera deseado más que estrechar a 
Miley en sus brazos.

La joven levantó las manos.

–¡Todo está patas arriba! En el trabajo ocurren cosas que no habían ocurrido nunca. Amenazas de bombas, altibajos en la bolsa... Esta mañana me robaron el coche y alguien está utilizando mi plaza de aparcamiento. Por cierto, lo olvidaba. Mi mejor amiga y mi novio han pasado la noche en la misma cama.

Nick rió ahogadamente.

–¿Y crees que todo eso es culpa mía?

–¿No? Pues ¿cómo lo explicas?

–¿Coincidencia cósmica?

–¡Querrás decir catástrofe cósmica! –lo corrigió ella. Se llevó las manos a las caderas y prosiguió–: Hasta hace un mes mi vida era buena. Una vida tranquila, digna. Iba a bailes de caridad y bailaba. ¡Ahora voy a bares y me veo metida en peleas de tabernas, después me llevan por las calles dando rumbos en una limusina conducida por un demente que asegura que «va provisto de una pipa»! Estamos hablando de una pistola, ¿sabes? Un arma asesina con la que podría matar a alguien.

Enojada, estaba tan hermosa que Nick se regocijó.

–¿Eso es todo?

–No. Hay una cosa que aún no he mencionado...

–¿Qué?

–¡Esta! –anuncio 
Miley triunfalmente, al tiempo que se quitaba las gafas–. Tengo un moratón, un hematoma, un...

Nick, debatiéndose entre la hilaridad y el arrepentiento, rozó con un dedo la manchita que se distinguía junto a un párpado de la joven.

–Eso –declaró con una sonrisa de solidaridad– no llega a moratón ni hematoma. Tienes el párpado un poco hinchado.

–Ah, bueno.

–Apenas se nota. ¿Con qué lo disimulas?

Ella se quedó desconcertada por la pregunta.

–Maquillaje. ¿Por qué?

Casi ahogándose de risa, Nick se quitó las gafas.

–¿Puedo pedírtelo prestado?
Miley vio con incredulidad que Nick tenía una marca idéntica a la suya y en el mismo sitio. Pasados unos segundos, su desaliento dio paso a una risa desenfrenada. Trató de disimular llevándose la mano a la boca, pero fue inútil, las carcajadas se sucedían. Rió hasta saltársele las lágrimas y Nick empezó a acompañarla en su euforia. Cuando la atrajo hacía sí, Miley se apretó contra él y sus risas se hicieron aún más sonoras.

Rodeándola con los brazos, Nick hundió el rostro en su cabellera. A pesar de que minutos antes había exhibido mucho aplomo, se sentía culpable de varias las acusaciones de 
Miley.  Por ejemplo, al leer prensa, pues era cierto que estaba alterando la vida de su mujer y tenía motivos para indignarse. No obstante el hecho de que Miley fuera capaz de ver el lado cómico de la situación llenaba a Nick de una profunda gratitud.

Cuando se calmaron, 
Miley ladeó la cabeza, todavía entre sus brazos.

–¿Es obra de Parker? –preguntó, y le sobrevino un nuevo acceso de risa.

–Me sentiría mejor si fuera así –declaró Nick con aire divertido–. La verdad es que tu amiga Lisa me asestó un derechazo. ¿Y quién te pegó a ti?

–Tú.

Nick dejó de sonreír.

–No. Yo, no.

–Sí. Tú, sí –reafirmó ella, asintiendo vigorosamente con la cabeza–. Me pegaste un codazo cuando me incliné para ayudar a Parker. Aunque si volviera a ocurrir, es probable que en lugar de auxiliarlo le diese un buen puntapié.

Nick, encantado, sonrió de nuevo.

–¿De veras? ¿Por qué?

–Ya te lo he dicho –respondió 
Miley  aún temblando de risa–. Esta mañana llamé a Lisa para ver cómo estaba y me encontré con que Parker ha pasado la noche con ella.

–¡Menuda sorpresa! ––declaró Nick–. Creí que Lisa tenía mejor gusto.
Miley se mordió un labio para no reír.

–Es realmente terrible, ¿sabes? Mi mejor amiga en la cama con mi novio.

–¡Es un ultraje! –exclamó Nick, fingiendo indignación.

–Claro que lo es –convino 
Miley  sonriendo ante la mirada alegre del hombre que le había hipotecado la vida.

–Tienes que vengarte.

–No puedo –repuso ella.

–¿Por qué no?

–Bueno, porque... ¡Lisa no tiene novio! –Lo absurdo del comentario desencadenó una nueva ola de carcajadas. Pero ahora 
Miley reía hundiendo la cabeza en el pecho de Nick, deslizando las manos en torno a su cuello. Como lo había hecho años atrás... cuando se aferraba a él instintivamente en sus largas noches de pasión. Entonces Nick se dio cuenta de que el cuerpo de la joven le pertenecía... todavía. Estrechó el abrazo y con voz sugerente le susurró:

–Aún puedes vengarte.

–¿Cómo?

–Puedes acostarte conmigo.
Miley se puso rígida y dio un paso atrás. Su sonrisa era más bien producto de la timidez que del regocijo.

–Tengo que llamar a la policía, por lo del coche –se excusó, intentando desviar la conversación al tiempo que se dirigía a su escritorio. Miró a la calle y comentó mientras levantaba el auricular para llamar a la policía–: Oh, qué bien, ahora la grúa está abajo. Le he pedido al guardia de seguridad que saque de mi sitio ese automóvil.

Nick adoptó una expresión extraña, pero 
Miley estaba demasiado preocupada por lo que él había dicho y porque volvía a estar junto a ella. Pero la preocupación se transformó en alarma cuando Nick apretó el botón del teléfono, impidiéndole llamar. Miley era consciente de la atracción que ejercía sobre él y por otra parte, a ella apenas le quedaban fuerzas para resistirse. Era tan atractivo, se había sentido tan bien riendo con él... Pero Nick solo le preguntó con voz suave:

–¿Cuál es el número de seguridad?

Ella se lo dijo y, confusa, observó cómo lo marcaba.

–Soy Nick Farrell –informó al guardia de seguridad–. Por favor, vaya al aparcamiento y dígale al de la grúa que deje donde está el coche de mi mujer.

El hombre le comunicó que el coche de la señorita Bancroft era un BMW del ochenta y cuatro, mientras que el que estaba estacionado en su plaza era un Jaguar azul.

–Ya lo sé –replicó Nick–. El Jaguar es su regalo de cumpleaños.

–¿Mi qué? –jadeó 
Miley.

Nick colgó y se volvió hacia ella, con una sonrisa.
Miley no sonreía. Estaba perpleja por la abrumadora generosidad de ese regalo y por la emoción que sintió cuando él, con voz profunda, dijo «mi mujer». Pensó que Nick estaba urdiendo una red en torno ella de la que no habría forma de desembarazarse.



Sin saber qué decir, empezó a hablar del coche. No estaba preparada para abordar temas más íntimos.

–¿Dónde está mi BMW?

–En la plaza reservada para el empleado de la noche, en la planta inferior a la tuya.

–Pero... ¿cómo lo has puesto en marcha? En casa de Edmunton me dijiste que aunque pudiera arrancar el motor sin las llaves, la alarma lo impediría.

–Eso no fue problema para Spencer O’Hara.

–Cuando vi su arma pensé que podría ser un... pistolero.

–No, no lo es –repuso Nick, satisfecho–. Es un experto mecánico.

–Pero no puedo aceptar el coche...

–Sí que puedes. Sí, querida.
Miley sintió de nuevo la atracción magnética que Nick ejercía sobre ella. Retrocedió un paso y dijo con voz temblorosa:

–Me voy a... a la oficina.

–No lo creo –repuso Nick dulcemente.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que tenemos algo más importante que hacer.

–¿Qué?

–Ya lo verás... en la cama–insistió él con voz ronca.

–Nick, no me hagas esto –suplicó ella, levantando una mano como para eliminar aquella poderosa presencia. Siguió caminando hacia atrás.

–Nos deseamos. Siempre nos hemos deseado –aseguró él, acorralándola.

–De veras que tengo que ir a la oficina. Tengo toneladas de trabajo.
Miley sabía que no podía escapar. Era demasiado tarde para evitarlo...

–Vamos, ríndete con elegancia, querida. Tu baile ha terminado. El siguiente es de los dos.

–¡No me llames querida! –exigió ella, y Nick comprendió que, por algún motivo, estaba realmente asustada.

–¿Qué temes? –le preguntó, sin dejar de acecharla, ahora por detrás del respaldo del sofá. Quería conducirla al dormitorio por medio de una maniobra envolvente.

¿Que por qué estoy asustada?, pensó 
Miley  desesperada. Cómo explicarle que no quería amar a un hombre que no compartía sus sentimientos con ella... que no quería ser tan vulnerable como once años atrás, pues se jugaba la piel en el asunto... que no creía que él permaneciera a su lado durante mucho tiempo, pues se hartaría de su cuerpo, y que ella no podría resistir perderlo de nuevo por una razón así.

–Nick, escúchame. Quédate ahí. Escúchame, por favor.

Nick la obedeció, sorprendido por el tono desesperado de su voz.

–Dijiste que querías niños –le espetó ella–. No puedo tener hijos. Sería muy arriesgado...

–Adoptaremos –sugirió Nick sin alterarse.

–¿Y si te digo que no quiero tener hijos? –le desafió 
Miley.

–No adoptaremos.

–No tengo intención de abandonar mi carrera...

–No espero que lo hagas.

–¡Dios, qué difícil me lo pones! ¿No puedes dejarme una brizna de orgullo? Lo que intento decirte es que no podría soportar vivir contigo... no como marido y mujer, que es lo que tú quieres, según has dicho.

Nick palideció al oír las palabras sinceras de 
Miley.

–¿Te importa que te pregunte por qué diablos no quieres vivir conmigo?

–Sí que me importa.

–Pues oigámoslo de todos modos –repuso él tercamente.

–Es demasiado tarde para nosotros –arguyó– Hemos cambiado. Tú has cambiado. No puedo negar que siento algo por ti, ya lo sabes. Siempre lo he sentido –admitió con la mirada fija en aquellos ojos entornados en los que buscaba comprensión, pero en los que solo halló frialdad. Era obvio que Nick quería oír el resto–. Tal vez si hubiéramos seguido juntos la cosa habría funcionado, pero ahora es demasiado tarde. A ti te atraen las estrellas del cine, las seductoras princesas europeas... Yo no puedo ser nada de eso.

–No te pido que seas otra cosa que lo que eres, 
Miley.

–¡No sería suficiente! –replicó ella, desolada–. Y no podría soportar la vida contigo sabiendo que no soy bastante... sabiendo que algún día empezarías a desear cosas que no puedo darte.

Él abrió los ojos desorbitadamente e inquirió:

–Pero ¿qué dices?

–Intenté explicártelo una vez. Intenté explicarte como me siento cuando hacemos el amor. Nick –añadió, la voz casi en suspenso–, la gente, quiero decir, los hombres piensan que soy... frígida. Empezaron a decirlo en la universidad. Yo no creo serlo, bueno... no exactamente. Pero es cierto que tampoco soy... como la mayor parte de las mujeres.

–Sigue –insistió Nick con dulzura. Cuando ella parecía haberse quedado estancada, vio en los ojos de su marido una extraña luz.

–En la universidad, dos años después de que te marcharas, intenté acostarme con un muchacho y fue espantoso. Para él también. En el campus las otras chicas, bueno, al menos muchas de ellas, disfrutaban del sexo, pero yo no. No podía.

–Si esas mujeres hubieran pasado por lo que tú pasaste –dijo Nick con tanta ternura que apenas podía mantener firme la voz–, tampoco habrían tenido demasiado interés en repetir la experiencia.

–Yo también lo pensé, pero no, no es eso. Parker no es un universitario inexperto y sé que cree que yo no... reacciono bien. A él no le importaba demasiado, pero a ti sí que te importaría.

–¡Estás loca, mi amor!

–¡Aún no me conoces bastante! No has comprobado lo torpe e inepta que soy.

Nick reprimió una sonrisa y preguntó con gravedad:

–¿También inepta?

–Sí.

–¿Y son esas las razones por las que te niegas a reanudar lo que dejamos hace once años?

Diablos, no me quieres, pensó 
Miley.

–Esas son las razones importantes –mintió.

Sintiéndose aliviado, Nick argumentó:

–Creo que podemos vencer todos esos obstáculos ahora mismo. Lo que dije sobre los niños, lo mantengo; lo de tu carrera, también. Esos son dos obstáculos barridos por el viento. En cuanto a las otras mujeres –prosiguió–, el asunto es solo un poco más complejo. De haber sabido que iba a llegar este día te aseguro que habría vivido de una manera muy distinta, mientras te esperaba. Por desgracia, no puedo cambiar el pasado. Sin embargo, sí puedo asegurarte que no es tan brillante como te han hecho creer. Y te prometo –continuó, mirándola a la cara– que tú eres suficiente para mí, en todos los sentidos.

Emocionada por el tono firme de su voz, por la cálida mirada de sus ojos y por sus palabras conmovedoras, 
Miley lo vio sacarse la chaqueta y arrojarla al sofá, pero no le dio importancia al detalle porque estaba absorta en sus palabras.

–En cuanto a tu frigidez, lo que dices es absurdo. El recuerdo de nuestra experiencia en la cama me persiguió durante años. Y si piensas que eres la única que se ha sentido insegura con respecto a esa época, tengo que decirte algo, querida. A veces yo me sentía... inadecuado. Me decía a menudo que debía ir más despacio, contenerme y no tener un orgasmo hasta horas después de empezar a hacerte el amor. Pero no podía, porque la proximidad de tu cuerpo me volvía loco de deseo.
Miley tenía los ojos llenos de lágrimas, lágrimas de alivio, de gozo. Nick había querido hacerle un espléndido regalo y le había comprado un Jaguar, pero aquellas palabras significaban mil veces más que todos los objetos materiales. Subyugada, lo oyó decir:

–Cuando recibí el telegrama de tu padre empezó para mí una tortura que duró años, pensando que quizá habrías seguido casada conmigo si yo hubiera sido un mejor amante en nuestros encuentros. –Esbozó una sonrisa fugaz y añadió con seriedad–: Creo que eso acaba con el mito de tu frigidez.

Nick vio que su mujer se ruborizaba. Sin duda sus palabras no la dejaban indiferente.

–Nos queda solo una pequeña objeción tuya en cuanto a seguir casada conmigo.

–¿Y cuál es?

miércoles, 26 de marzo de 2014

Paraíso Robado - Cap: 59



Desde el momento en que Nick sugirió que la fiesta de su cumpleaños fuera cosa de cuatro, Miley había albergado serias dudas en cuanto al resultado de la velada. Sin embargo, Lisa y Parker llegaron con unos minutos de diferencia y 
Miley pensó que, después de todo, la celebración no acabaría en desastre. Ambos estaban de un humor alegre y festivo.

–Feliz cumpleaños, 
Miley –le dijo Lisa al tiempo que le daba un abrazo. Después le tendió su regalo, metido en una caja de colores.

–Feliz cumpleaños –la imitó Parker, y le entregó una cajita pesada, de forma rectangular–. ¿Aún no ha llegado Farrell? –preguntó, mirando alrededor.

–No, pero en la cocina hay vino y aperitivos. Estaba preparando una bandeja.

–Yo terminaré de prepararla –se ofreció Lisa–. Tengo hambre. Y se dirigió a la cocina, agitando al caminar los flecos de seda de su vestido.

Parker arqueó las cejas y luego preguntó a 
Miley:

–¿Por qué se viste así? ¿Por qué no puede vestirse como la gente normal?

–Porque ella es especial –le respondió 
Miley con una sonrisa–. ¿Sabes? –añadió con una mirada de desconcierto–. Los hombres, por lo menos la mayoría de ellos, piensan que Lisa es una mujer asombrosa.

–A mí me gusta cómo te vistes tú –aseguró él, mirándola con orgullo. 
Miley lucía una chaqueta de vivo terciopelo rojo, con adornos dorados, y una corbata de seda, detalles que le conferían un engañoso aspecto de inocencia. La chaqueta, abierta, revelaba un vestido rojo sin tirantes, muy ceñido. Haciendo caso omiso de las palabras de Miley relativas a Lisa, Parker cambió de tema–: ¿Por qué no abres mi regalo antes de que llegue Farrell?

Bajo la cubierta de papel de plata descubrió un estuche de terciopelo azul, y dentro, anidado en satén, un maravilloso brazalete de zafiros y diamantes. 
Miley lo sacó con cuidado de la caja.

–¡Es magnífico! –murmuró sintiendo un nudo en el estómago. Los ojos se le llenaron de lágrimas y en aquel momento 
Miley comprendió que ni el brazalete ni Parker le pertenecían. No, después de traicionar a su novio por culpa de la atracción irresistible que sentía por otro hombre, Nick Farrell. Levantó la mirada y buscó la de Parker, que estaba expectante. Entonces le tendió la joya.

–Lo siento –dijo con voz sofocada–. Es un regalo lo magnífico, pero no puedo aceptarlo, Parker.

–¿Por qué no? –empezó a protestar él, pero de algún modo ya sabía la respuesta. Se produjo un largo silencio–. Así que es eso –dijo por fin, con voz ronca– Farrell ha ganado.

–No del todo –puntualizó ella en voz baja– Pero pase lo que pase entre Nick y yo, no podría casarme contigo. Ya no. Mereces algo más que una esposa que no es capaz de controlar sus sentimientos hacia otro hombre.

Tras un momento de tenso silencio, Parker inquirió:

–¿Sabe Farrell que ibas a romper nuestro compromiso?

–¡No! –exclamó ella, espantada–. Y cuanto menos sepa, mejor. De lo contrario se hará más insistente.

Parker volvió a vacilar, luego tomó el brazalete y lo puso a 
Miley en la muñeca.

–No renuncio –declaró, y en su rostro se dibujó una triste sonrisa–. Considero que este es un revés menor. De veras que odio a ese bastardo.

Sonó el timbre, Parker levantó la mirada y vio Lisa, que estaba de pie en el umbral de la puerta de cocina, con una bandeja en la mano.

–¿Cuánto hace que estás ahí escuchando? –le preguntó imperativamente a la joven mientras 
Miley iba a abrirle la puerta a Nick.

–No mucho –respondió Lisa con voz desacostumbradamente amable–. ¿Quieres un vaso de vino?

–No. Quiero toda la botella –repuso él con frustración.

En lugar de reír, Lisa llenó un vaso y se lo entregó. Tenía la mirada dulce y extrañamente luminosa. En cuanto Nick entró, a 
Miley le pareció que el salón se llenaba de su abrumadora presencia.

–¡Feliz cumpleaños! –le deseó sonriente–. Tienes un aspecto fantástico –añadió mirándola de arriba abajo.
Miley le dio las gracias y trató de no pensar en lo atractivo que estaba, vestido con traje y chaleco gris, camisa blanca y corbata a rayas de estilo clásico. Lisa tomó la iniciativa para rebajar la tensión.

–Hola, Nick –saludó con una deslumbrante sonrisa–, Esta noche tienes más aspecto de banquero que Parker.

–Bueno, me falta la insignia de la asociación de antiguos alumnos distinguidos –bromeó Nick, y le tendió remisamente la mano a Parker, que se la estrechó con idéntica desgana.

–Lisa odia a los banqueros –comentó Parker, cogiendo la botella de vino. Luego llenó su vaso y bebió el contenido de un solo trago–. Bien, Farrell –continuó con acritud, algo insólito en él–, es el cumpleaños de 
Miley  Lisa y yo nos hemos acordado. ¿Dónde está tu regalo?

–No lo he traído.

–Querrás decir que has olvidado comprarle un regalo. ¿No es eso?

–Quiero decir que no lo he traído.

–¿Por qué no empezamos a movernos? –intervino Lisa, deseosa, al igual que su amiga, de llevarse a dos rivales a un lugar público donde no les fuera posible discutir–. 
Miley abrirá mi regalo más tarde.

La limusina de Nick esperaba en la calle. Primero subió Lisa, seguida de 
Miley  que se sentó al lado de su amiga a propósito, eliminando así la posibilidad de que ambos hombres entablaran una discusión acerca de quien se sentaba al lado de ella. La única persona que no parecía nerviosa era Spencer O’Hara, que de hecho incluso aumentó la tensión al decir a Miley con una sonrisa:

–Buenas noches, señora Farrell.

En unos baldes de plata con hielo había dispuestas dos botellas de Dom Pérignon.

–¿Os apetece un poco de champán? A mi sí... –Las palabras de Lisa fueron interrumpidas por el violento arranque de la limusina, que pareció internarse en el tráfico de un salto. Lisa se vio proyectada hacia atrás y Parker, que se sentaba enfrente, hacia delante.

–¡Dios mío! –exclamó el banquero al tiempo que intentaba recuperar el equilibrio–. El idi/ota de tu chófer –añadió dirigiéndose a Nick– acaba de saltarse cuatro carriles y un semáforo.

–Está perfectamente capacitado –replicó Nick, levantando la voz por encima de los bocinazos de furiosos conductores. Nadie advirtió que un viejo Chevrolet avanzaba a toda velocidad hacia la limusina, cambiando de carril cuando lo hacía esta. Mientras la limusina se dirigía hacia la autopista, dispersando vehículos en su acometida, Nick descorchó una botella de champán.

–Feliz cumpleaños –dijo tendiéndole a 
Miley la primera copa de champán.

Parker se volvió hacia 
Miley e inquirió:

–¿Recuerdas lo que te pasó por beber champán en la fiesta de aniversario de los Remington?

–Solo me mareé –aclaró 
Miley , desconcertada por su tono y por el tema de la conversación.

–Estabas muy mareada –insistió él–. Y un poquito borracha. Me hiciste salir al balcón contigo. Recuerda que te puse mi abrigo. Luego se nos unieron Stan y Milly Mayfield e hicimos una especie de tienda con los abrigos y nos quedamos a la intemperie. –Miró a Nick y, con voz fríamente superior, le espetó–: ¿Tú conoces a los Mayfield?

–No –replicó Nick, tendiendo una copa a Lisa.

–Claro, cómo vas a conocerlos –afirmó Parker con desprecio–. Son antiguos amigos míos y de 
Miley . –Lo dijo con la intención de humillar a Nick. Miley se apresuró a cambiar tema y Lisa la ayudó. Por su parte, Parker se bebió otras cuatro copas y pudo insertar dos historias más en las que él y Miley  eran protagonistas, rodeados de actores secundarios que, por supuesto, Nick no conocía.

Nick había elegido un restaurante al que 
Miley nunca había ido. Sin embargo, le gustó apenas atravesó el vestíbulo. El lugar imitaba el modelo de un pub inglés, con las vidrieras y las paredes recubiertas de paneles de madera oscura. El Manchester House, que así se llamaba, disponía de un gran local con una barra que ocupaba la parte trasera. Los comedores, situados a ambos lados del vestíbulo, eran pequeños y cómodos, y estaban separados del bar por enrejados cubiertos de hiedra.



El local del bar, donde se sentaron mientras esperaban que la mesa que les habían asignado estuviera lista, estaba lleno de gente con ganas de divertirse. En unas mesas unidas había un grupo de unas veinte personas, y a juzgar por las risas y el griterío de varios de los ocupantes de la barra, la bebida corría en abundancia.

–Desde luego este no es el sitio al que yo habría traído a 
Miley para celebrar su cumpleaños –dijo Parker con sarcasmo, mientras se sentaban.

Nick aguantaba las impertinencias de Parker solo por no disgustar a 
Miley.

–No es que sea mi restaurante favorito, pero si queríamos comer en paz, tenía que ser en un sitio relativamente oscuro y apartado.

–Será divertido, Parker –comentó 
Miley  sintiéndose a gusto en aquel ambiente inglés, que incluía una pequeña orquesta encargada de amenizar el local.

–Tocan bien –intervino Lisa, inclinándose par observar mejor a los músicos. Segundos después quedó asombrada al ver que el chófer de Nick entraba tranquilamente en el bar y se sentaba al otro extremo de la barra–. Nick –dijo con hilarante incredulidad–, tu chófer parece haber decidido abandonar el frío de la calle para tomarse una cerveza aquí dentro.

Nick ni siquiera miró hacia donde le indicaba Lisa.

–Spencer no toma alcohol cuando está de servicio. Beberá gaseosa.

Acudió un camarero y le pidieron bebidas. 
Miley no creyó necesario aclararle a Lisa que el chófer de Nick era también su guardaespaldas, y más teniendo en cuenta que a ella misma no le resultaba agradable recordarlo.

–¿Eso es todo, amigos? –preguntó el camarero, se dirigió a un extremo de la barra para pasar el pedido. Al llegar un hombre que llevaba una gabardina exageradamente holgada se puso a su lado y le dijo:

–¿Te gustaría ganarte un billete de cien, amigo? –El camarero se volvió.

–¿Cómo?

–Déjame estar un rato detrás de aquel enrejado.

–¿Por qué?



El hombrecillo abrió la mano y le mostró al camarero un carnet de periodista de un diario sensacionalista de Chicago, junto con un billete de cien dólares.

–En una de esas mesas hay gente importante y llevo una cámara bajo la gabardina.

–Quédese, pero que no lo vean –le advirtió el camarero apoderándose del billete.

En el vestíbulo, de pie tras la mesa del maître, el dueño del restaurante cogió el teléfono y marcó el número de la casa de Noel Jaffe, crítico gastronómico de un importante periódico.

–Noel –dijo inclinándose un poco a un lado para evitar ser oído por un grupo de nuevos clientes–, soy Alex, del Manchester House. ¿Recuerdas que te prometí que algún día te pagaría el favor que me hiciste hablando bien de mi restaurante en tu columna? Bueno, pues adivina quién acaba de llegar en este momento.

Cuando Jaffe oyó los nombres, lanzó una carcajada.

–No me digas. Tal vez formen la pequeña familia feliz que declararon ser en la conferencia de prensa.

–Esta noche no –le contestó Alex, elevando un poco el tono de voz–. El novio tiene cara de muy pocos amigos y ha bebido mucho.

Se produjo una pausa breve y luego Jaffe dijo, ahogando una risita:

–Voy enseguida con un fotógrafo. Encuéntrame una mesa desde donde pueda mirar sin ser visto.

–Eso no es problema. Recuerda solo poner bien el nombre de mi restaurante y la dirección cuando escribas sobre esto.

Alex colgó, eufórico por la publicidad gratis que suponía hacer saber al mundo que gente rica y famosa comía en su restaurante. De inmediato llamó a varias emisoras de radio y televisión.

Cuando el camarero trajo la segunda ronda (la tercera para Parker), 
Miley era consciente de que el banquero había bebido demasiado, lo cual no habría sido tan terrible si él hubiera evitado sacar a colación continuas anécdotas de su pasado con ella. Miley no siempre las recordaba, pero lo único que la preocupaba era que el enojo de Nick iba en aumento.

De hecho, Nick estaba furioso. Durante tres cuartos de hora se había visto obligado a escuchar las bonitas historias vividas por Parker y 
Miley  relatadas con la intención de demostrarle que él era socialmente inferior a ellos, a pesar de su inmensa riqueza. Que si Miley rompió su raqueta de tenis en un torneo de dobles que ambos jugaron en el club de campo cuando ella era todavía una adolescente; que si en un maldito baile organizado por una lujosa escuela privada a ella se le cayó el collar; que si un partido de polo al que el banquero la había llevado hacía poco tiempo...

Cuando Parker empezó a referirse a una subasta con fines benéficos en la que él y 
Miley habían trabajado juntos, Miley se puso bruscamente de pie.

–Voy al tocador de señoras –anunció, interrumpiendo a propósito a Parker. Lisa siguió su ejemplo.

–Voy contigo –dijo.

Tan pronto como entraron en el tocador, 
Miley se apoyó en el lavamanos. Parecía muy desgraciada.

–No podré soportarlo mucho más –susurró a su amiga–. Nunca imaginé que la cosa saliera tan mal.

–¿Quieres que finja que estoy enferma para que nos lleven a casa? –le preguntó Lisa, al tiempo que se inclinaba hacia el espejo y empezaba a retocarse la pintura de los labios–. ¿Recuerdas que lo hiciste por mi cuando salimos con dos chicos en Bensonhurst?

–A Parker le importaría un bledo que nos cayéramos las dos desmayadas a sus pies –repuso 
Miley irritada–. Está demasiado ocupado tratando de provocar a Nick.

Lisa miró a 
Miley de soslayo y comentó:

–Es Nick quien está provocándolo.

–¿Cómo? ¡Si no ha dicho una sola palabra!

–Precisamente por eso. Nick se sienta en la silla y observa a Parker como quien observa a un payaso en plena actuación. Y Parker no está acostumbrado a perder, pero te ha perdido a ti. Mientras tanto, Nick se regocija en silencio, porque sabe que, al fin y al cabo, él es el ganador.

–¡No puedo creer lo que estoy oyendo! –prorrumpió 
Miley  intentando no levantar la voz–. Durante años has criticado a Parker cuando tenía razón. Ahora que no la tiene y está borracho sales en su defensa. Además, Nick no ha ganado nada. Y no se está regodeando. Trata de parecer entre aburrido y divertido ante las bufonadas de Parker, nada más. Créeme, está enojado, realmente enojado porque Parker intenta hacerlo parecer... un marginado social.

–Así es como lo ves tú –puntualizó Lisa con tanta determinación que 
Miley dio un paso atrás, atónita. Pero el asombro se convirtió en un sentimiento de culpa cuando su amiga continuó–: No sé cómo querías casarte con un hombre por el que no sientes la menor compasión.

El camarero acababa de comunicar a Nick que la mesa estaba lista y, por encima del hombro, este vio que 
Miley y Lisa se acercaban sorteando mesas y clientes.

Parker había dejado de hablar de su pasado para dedicarse a provocar a Nick preguntándole detalles del suyo, burlándose de las respuestas.

–Dime, Farrell –interpeló a su rival en voz alta, hasta el punto de que algunos clientes sentados en mesas vecinas volvieron la cabeza–. ¿A qué universidad fuiste? Lo he olvidado.

–A la estatal de Indiana –replicó Nick, viendo venir a Lisa y 
Miley.

–Yo fui a Princeton.

–¿Y qué?

–Simple curiosidad. ¿Y qué me dices de los deportes? ¿Practicaste alguno?

–No –le respondió Nick categóricamente, y se levantó para pasar al comedor en cuanto llegasen las mujeres.

–¿Qué hacías en tu tiempo libre? –se interesó Parker, levantándose también, un poco tambaleante.

–Trabajar.

–¿Dónde?

–En la fundición y como mecánico.

–Yo jugaba al polo, boxeaba un poco. Y... –añadió mirando a Nick de arriba abajo desdeñosamente–. le di a 
Miley el primer beso.

–Y yo la desvirguiné –le espetó Nick, incapaz de contenerse por más tiempo, pero sin dejar de observar las dos jóvenes, que ya estaban muy cerca.

–¡Hijo de pu/ta! –silbó Parker, y lanzó un ****azo a Nick.

Nick lo vio justo a tiempo para levantar un brazo detener el golpe. Luego con el brazo libre golpeó a Parker de tal modo que este cayó pesadamente al suelo. Se armó un alboroto. Las mujeres gritaban, los hombres saltaban de las sillas... y las cámaras entraron en acción. Lisa increpó a Nick, y cuando volvió el rostro hacia ella el puño de la joven impactó en su ojo izquierdo. Mal aturdido, ni siquiera pareció darse cuenta de que era Lisa quien lo había golpeado. Se disponía a devolverlo, con tan mala fortuna que al iniciar el movimiento su codo tropezó con algo y se oyó gritar a 
Miley  que en aquel momento se inclinaba sobre Parker para ayudarlo.

Spencer avanzaba abriéndose paso a codazos y empujones. Cuando llegó hasta ellos, Nick sujetaba a Lisa por las muñecas, consciente de que era ella la agresora.

–¡Llévatela! –ordenó a Spencer, señalando a 
Miley  interponiéndose entre ella y las cámaras–. ¡Llévala a su casa!



De pronto 
Miley sintió que la levantaban y se la llevaban entre la ruidosa multitud, en dirección a puertas giratorias de la cocina.

–Hay una puerta trasera –dijo Spencer, jadeando. Arrastró a 
Miley entre cocineros asombrados, que levantaban la vista de sus cacerolas, y mozos boquiabiertos, a uno de los cuales casi se le cayó la bandeja de la comida. Spencer le propinó tal empujón a la puerta trasera que casi la arrancó de sus goznes. Ya en el aire frío de la noche, siguió arrastrando a Miley hasta alcanzar el aparcamiento del restaurante.

Spencer abrió la portezuela trasera de la limusina y poco menos que lanzó a 
Miley al interior.

–¡No se mueva del suelo! –exclamó, y dando un portazo se encaramó al asiento y puso el vehículo en marcha.
Miley creía hallarse en una nube irreal, tumbada en el fondo del vehículo, preguntándose si aquello le estaría sucediendo realmente a ella. Por fin, se sintió capaz de incorporarse y abandonar su refugio, pero la limusina arrancó violentamente con las ruedas chirriando sobre el pavimento. Miley volvió a caer, y desde el suelo vio cómo las luces pasaban ante las ventanillas con increíble velocidad. Notó que la limusina subía por una calle en pendiente y luego otra, alejándose a toda prisa del restaurante. Así que no iban a llevarse a Lisa.

Cautamente trepó a un asiento, esta vez con la intención de ordenarle a aquel maníaco del volante que aminorara la velocidad y volviera al restaurante.

–Perdón, Spencer –dijo sin obtener respuesta. O bien Spencer estaba demasiado ocupado en violar el límite de velocidad y el resto de las normas de tráfico, o bien no la oía a causa de los bocinazos y los gritos airados de los otros conductores. Con un suspiro de enojo, 
Miley se arrodilló en el asiento, reclinó el pecho en el respaldo y, asomando la cabeza por la ventanilla de comunicación, interpeló a Spencer.

–Spencer –dijo con voz insegura, y dio un respingo al ver que el vehículo torcía bruscamente a la derecha adelantando a un camión al que no rozó por centímetros–. ¡Por favor, tengo miedo!

–No se preocupe, señora Farrell –dijo él con su peculiar estilo, mirándola por el espejo retrovisor–. Nadie nos detendrá, pero si nos alcanzan, no se preocupe, que voy bien provisto.

–¿Que va provisto? –le preguntó 
Miley medio atontada. Echó un vistazo al asiento de al lado de Spencer, esperando ver una maleta abierta–. ¿Provisto de qué?

–De una pipa.

–¿Qué?

–Llevo una pipa –repitió Spencer.

–¿Qué tiene eso que ver?

Spencer lanzó una risotada, meneó la cabeza y se abrió la chaqueta del traje negro que llevaba puesto.

–Llevo una pipa –repitió una vez más y, horrorizada, 
Miley vio que Spencer llevaba una pistolera de cuya funda sobresalía la culata de un arma.

–¡Oh, Dios mío! –murmuró, y se fue escurriendo hasta quedar sentada.

Momentos después empezó a preocuparse por Lisa. A Parker y a Nick que se los llevara el diablo, tendrían bien merecida una noche en la cárcel, pero la pobre Lisa... Cierto que ella había visto que Parker fue el primero que quiso agredir a Nick, pero este, que estaba sobrio, había intentado devolver el golpe a un hombre en estado de embriaguez, iniciando así una reyerta de taberna.
Miley recordaba que Lisa estaba ocupada tratando de cerrar su bolso cuando Parker le lanzó el ****azo a Nick, y que solo levantó la vista cuando una mujer gritó. Entonces vio a Parker derrumbarse ante el impacto de Nick. Por eso Lisa se lanzó al ataque con el incomprensible deseo de defender a Parker, es decir, a alguien a quien siempre había odiado. La escena desfiló por la mente de Miley , y de no haber estado tan furiosa con todos, se habría reído de buena gana al recordar la reacción de Lisa. Miley decidió, con cierta nostalgia, que tener un montón de hermanos servía para algo, y muy concretamente en casos como ese. No estaba del todo segura de que el puño de su amiga hubiera alcanzado el ojo de Nick, porque en aquel momento ella se había inclinado para socorrer a Parker, y al levantar la mirada, el codo de Nick la golpeó. Al recordarlo, Miley se pasó el dedo por la zona afectada y, notó que en efecto, le dolía un poco.

Minutos más tarde 
Miley dio un brinco al oír el teléfono. La sorprendió oír aquel sonido en ese momento, en el interior de una limusina que escapaba a toda velocidad conducida por un loco que probablemente hubiera sido un gángster en otros tiempos.

–Es para usted –dijo Spencer–. Es Nick. Han salido todos del restaurante sin mayores incidentes y se encuentran bien. Quiere hablar con usted.

La noticia de que Nick la llamaba después de haberla hecho pasar por todo aquello despertó la indignación de 
Miley . Levantó el auricular, incrustado en un panel lateral, y se lo llevó a la oreja.

–Spencer asegura que estás bien –empezó a decir Nick con voz lastimera–. Tengo tu abrigo y...
Miley no oyó el resto. Lenta y deliberadamente, con gran satisfacción, le colgó.

Diez minutos más tarde 
Miley vio que el vehículo avanzaba por la calle de su casa. Tras frenar bruscamente, con la delicadeza de un piloto que aterrizara con un 727, se detuvo en seco. Aún muerta de miedo, Miley vio que Spencer salió de la limusina, abrió la portezuela trasera y con una sonrisa satisfecha y una inclinación de cabeza, dijo:

–Aquí estamos, señora Farrell, sanos y salvos.
Miley apretó el puño.

Sin embargo, treinta años de buena educación y de comportamiento civilizado servían para algo, así que aflojó los dedos, salió de la limusina con las piernas temblorosas y le deseó buenas noches a Spencer. Este insistió en escoltarla hasta el interior, pues era su deber. Y lo hizo tomándola de un brazo.

En el vestíbulo se sucedieron las miradas de asombro. El portero, el guardia de seguridad, varios propietarios que regresaban temprano, todos parecían perplejos.

–Bu–buenas noches, señorita Bancroft –tartamudeó el guardia, atónito.
Miley dio por sentado que su aspecto era todo un espectáculo. Levantó el mentón y afrontó la situación.

–Buenas noches, Terry –contestó con una elegante sonrisa al tiempo que se libraba de la tenaza protectora de Spencer.

Sin embargo, cuando ya en su apartamento se miró al espejo, no dio crédito a lo que vio, y una risa histérica salió a borbotones de su garganta. Tenía el pelo alborotado, la chaqueta le colgaba como deforme y la corbata se le había subido a un hombro.

–Muy bonito –musitó a su imagen en el espejo.



–Debería irme a casa, de veras –comentó Parker precavidamente, frotándose la dolorida mandíbula– Son las once.

–En tu casa te estará esperando una nube de periodistas –aseguró Lisa con firmeza–. Será mejor que pases aquí la noche.

–¿Y 
Miley qué? –preguntó él minutos más tarde, cuando la joven salió de la cocina trayéndole otra taza de té.

Lisa sintió una extraña opresión en el pecho, frustrada por la obsesión de Parker por una mujer que no amaba y que, en realidad, era la última mujer del mundo de la que él debería haberse enamorado.

–Parker –susurró–. Eso ha terminado.

Parker levantó la cabeza y buscó la mirada de Lisa, a la luz tenue de la lámpara. Comprendió que se refería a él y a 
Miley.

–Lo sé ––contestó sombríamente.

–No es el fin del mundo –añadió Lisa, y se sentó a su lado. Parker observó una vez más que la luz de la lámpara arrancaba destellos del pelo de Lisa–. Era una relación cómoda para los dos, pero ¿sabes qué sucede con lo cómodo a los pocos años?

–No. ¿Qué?

–Degenera en aburrimiento.

Sin contestar, Parker bebió el té, dejó la taza en la mesita y luego paseó la mirada por el salón, pues se sentía extrañamente remiso a mirar a Lisa.

La estancia era una combinación ecléctica de modernidad y tradición. Esparcidas por lugares estratégicos había varias piezas de arte poco corrientes. El lugar era como su dueña: audaz, deslumbrante, perturbador. Una máscara azteca estaba colocada sobre un espejado pedestal moderno, al lado de un sillón tapizado en piel de color melocotón, con una maceta de hiedra junto a él. El espejo de encima de la chimenea también era moderno, contrastando con las estatuillas de porcelana Chelsea de la repisa de la chimenea, de estilo inglés.

Inquieto por algo que le rondaba con insistencia la mente, Parker se levantó y se acercó a la chimenea para observar las estatuillas de porcelana.

–Son hermosas –comentó con sinceridad–. Siglo diecisiete. ¿Me equivoco?

–No te equivocas –confirmó Lisa en un susurro.

Parker volvió sobre sus pasos y se detuvo frente a ella, mirándola fijamente pero obviando el escote que dejaba al descubierto la comisura de los senos. Tras un momento de silencio, se decidió a preguntar lo que le preocupaba.

–¿Qué te impulsó a pegar a Farrell?

Lisa vaciló, se puso de pie y cogió su taza.

–No lo sé –mintió, enojada porque la proximidad de Parker, la intimidad por la que tanto había suspirado, le infundía temor,

–No me soportas y sin embargo te lanzaste en mi defensa como un ángel vengador. ¿Por qué? –insistió Parker.

Tragando saliva, Lisa se debatió en la duda. O bien despachaba la cuestión con una broma sobre la necesidad que él tenía de un defensor o bien se arriesgaba a todo y admitía lo que sentía por él. Parker estaba desconcertado y pedía una explicación, pero Lisa sabía instintivamente que él no deseaba ni esperaba una confesión amorosa.

–¿Qué te hace pensar que no te soporto?

–¿Bromeas? –replicó Parker con sarcasmo–. Nunca has dejado de decir lo que piensas de mi profesión.

–Oh, es eso –musitó ella–. Era... broma. –Apartó la mirada de los penetrantes ojos azules de Parker y, volviéndose, se dirigió a la cocina. Consternada, se dio cuenta de que él la seguía.

–¿Por qué? –insistió una vez más.

–¿Quieres decir por qué me meto contigo?

–No, pero puedes empezar por ahí.

Lisa se encogió de hombros y empezó a limpiar las tazas de té en la cocina. Su mente trabajaba a un ritmo frenético. Parker era un banquero. Sin duda amaba la exactitud y el rigor, le gustaban las cosas claras, y desde luego ella no encajaba en tales esquemas. Podía intenta engañarlo, pero comprendía con desaliento que por ese camino no llegaría a ninguna parte. No con Parker. También podía jugarse el todo por el todo y decirle la verdad. Se decidió por esta última alternativa. Él le había robado el corazón hacía tiempo y ya no podía perder nada más que su orgullo.

–¿Recuerdas cuando eras un niño de nueve o diez años? –preguntó vacilante, mientras seguía limpiando la mesa de la cocina.

–Me siento capaz de eso, sí –le contestó Parker con sorna.

–¿Y alguna vez en aquella época te gustó una chiquilla e intentaste atraer su atención?

–Sí.

Lisa respiró hondo y siguió hablando, pues era demasiado tarde para retroceder.

–Yo no sé cómo lo harían los chicos de tus escuelas preparatorias, pero si sé cómo se hacía y se sigue haciendo en el barrio en que me crié. Un chico te molestaba y, sin embargo, no había hostilidad en ello, sino más bien cariño. ¿Sabes, Parker? –concluyó Lisa con voz sincera–. Aquellos chicos no conocían otro modo de llamar la atención.

Aferrada a la mesa con ambas manos, Lisa esperó un comentario de Parker a sus espaldas, pero no se produjo y ella sintió que se le formaba un nudo en el estómago. ¿Lo habría echado todo a perder? Con la mirada perdida en el vacío siguió hablando de sus más íntimos sentimientos.

–¿Sabes acaso cómo me siento con respecto a 
Miley? Todo lo que soy y todo lo que tengo, y me refiero a todo lo bueno, se lo debo a ella. Miley es la persona mejor y más buena que he conocido en mi vida. La quiero más que a mis propias hermanas. –Con voz quebrada concluyó–: Parker, escucha. ¿Te imaginas... como se siente una, lo horrible que es estar enamorada de un hombre... y ver que él se declara a otra mujer? ¿A una mujer que también es un ser muy querido?

–En alguna parte me he perdido un poco, y ahora creo que tengo alucinaciones –declaró atónito–. Por la mañana, cuando vuelva a la realidad, algún psicoanalista querrá conocer todos los detalles de mi sueño. A ver, a ver... Si voy a hablarle con total exactitud al psicólogo, antes tengo que estar seguro de no haber interpretado y oído mal. ¿Estás intentando decir que estás enamorada de mí?

A Lisa le temblaron los hombros de la risa,

–Fuiste un idi/ota al no darte cuenta, Parker.

Él le colocó las manos sobre los hombros.

–Lisa, por el amor de Dios. No sé qué decir. Lo sien...

Lisa le interrumpió en un grito.

–¡No digas nada! Sobre todo, no me digas que lo sientes.

Parker estaba confuso.

–Entonces –murmuró–, ¿qué debo hacer?

Ella inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a llorar. Levantó la vista al cielo y, con frustrada angustia, se dirigió a lo alto.

–¿Cómo he podido enamorarme de un hombre con tan poca imaginación? –Notó que él aumentaba la presión de las manos sobre sus hombros–. Parker –añadió–, en una noche como esta, cuando dos personas necesitan consuelo y esas dos personas son un hombre y una mujer, ¿no te parece que la respuesta es obvia?

El corazón le latió con fuerza cuando vio que Parker se quedaba quieto. Luego el banquero le levantó el mentón con suavidad y susurró:

–Yo creo que es una mala idea, muy mala. –Se quedó con la vista fija en las húmedas pestañas de Lisa, sorprendido y conmovido por lo que ella había dicho y por lo que le ofrecía.

–La vida es una gran apuesta –comentó Lisa, y Parker advirtió que la joven reía y lloraba al mismo tiempo. Después se olvidó de todo y la abrazó. Lisa se apretó contra él y lo besó, retándolo a seguir adelante, a dar otro paso, y Parker supo que no había marcha atrás.



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No me odien :s subiere mas cuando tenga tiempo a mas tardar el sábado