lunes, 20 de mayo de 2013

Archeron - Cap: 32


25 de Junio,9527 AC
Didymos


Con el viento helado revoloteando entre el pálido pelo fantasmal y aplastando el traje contra sus miembros, Apollymi se tambaleaba sobre las rocas dónde el cuerpo de Apostolos yacía como un trapo. Habían tirado a su precioso hijo allí como si no fuera nada.
Nada
Las lágrimas no derramadas la atormentaban. Estaba tan fría por dentro. Tan abatida. Tan… No había palabras para describir la angustia de ver el cuerpo de su hijo yaciendo boca abajo en el agua, abandonado y olvidado.
Tirado como un desecho.
Después de todo lo que le habían hecho, ni siquiera le habían dado un funeral decente.
Débil por la pena, cayó de rodillas en un charco de agua y le sacó de entre las rocas hasta la playa. Incapaz de soportarlo, gritó haciendo que los pájaros desplegaran el vuelo.
—¡Apostolos!
Pero él no podía oírla. Su cuerpo estaba tan frío como su corazón. Sus ojos plateados estaban abiertos, con la mirada fija e incluso ahora remolineaban como un día de tormenta. Y aún con todo el horror de su muerte, sus rasgos eran serenos.
Y hermosos. Más de lo que cualquier madre hubiera podido esperar. Se vio a sí misma en su cara. Vio que sus esperanzas sobre él se habían hecho realidad. Estaba tan perfectamente formado… Tan alto y tan fuerte…
Y le habían hecho una carnicería. Le habían torturado. Habían violado y humillado a su hijo. Su precioso niño.
Atragantándose con un sollozo, pasó la mano por la larga cuchillada de su pecho para sellarla. Sólo entonces, cuando fue perfecto otra vez, empezaron a caer las lágrimas mientras ponía los labios sobre su mejilla para besarle y llorar.
Era la primera vez que le abrazaba desde el momento en que le sacó de su vientre. Abrazándole fuerte, le meció sobre la playa y liberó todo el horror de su interior.
—Intenté protegerte, Apostolos —susurró en su oído—. Lo intenté con todas mis fuerzas.
Había fallado miserablemente y en su intento había hecho que la vida de su hijo fuera insoportable.
Queriendo confortarle y sabiendo que era demasiado tarde, intentó fútilmente calentarle los brazos frotándoselos.
Si pudiera mirarla. Oír su voz. Pero nunca más podría.
Y nunca le oiría llamarla matera.

Era más de lo que podía soportar.
—Por favor —suspiró—. Por favor vuelve a mí, Apostolos. Te juro que esta vez te mantendré a salvo. No dejaré que nadie te haga daño. Por favor, cariño, no puedo vivir sabiendo que te he matado. No puedo. Mírame, por favor.
Pero no podía mirarla y ella lo sabía.
Si tuviera el poder de devolverle la vida. Pero, al contrario de su padre, ella había nacido para la destrucción. La muerte. La pestilencia. La guerra. Esos eran sus dones para el mundo. No había nada que pudiera hacer para traer de vuelta de la muerte al que más quería en el mundo.
—¿Por qué? —le gritó al cielo. ¿Dónde estaban ahora los Chthonianos para exigir sangre por la muerte de su precioso hijo? ¿Por qué no estaban aquí en nombre de Apostolos?
No le importaba. A nadie le importaba, salvo a ella.
Y a Xiamara que tanto había tratado de salvarle. Xiamara, su amiga más cercana. La única en la que había sido capaz de confiar. Más unidas que hermanas, más que madre e hija. Y ahora ella también se había ido.
Apollymi estaba sola. Amargamente sola.
Acunó la cabeza de su hijo junto a sus pechos y gritó tan alto que el viento llevó el sonido de su grito hasta los salones dela Atlántida.
—¡Maldito seas, Archon! ¡Maldito seas!
¿Cómo podía haber asegurado nunca que la amaba? ¿Cómo podía haber permitido que Apostolos muriera de esta manera, con tanto dolor?
Tenía el corazón roto; enterró la cabeza en el mojado pelo rubio de su hijo y lloró hasta que se agotaron sus sollozos.
Entonces surgió la furia y echó fuertes raíces en su corazón. Ambos habían sido traicionados por los que se suponía que debían amarles y honrarles.
Ahora tendrían que pagar con el infierno.
Era la hora de llevar a su hijo a casa, a donde pertenecía. Era la hora de hacer que su mal llamada familia sangrara por su traición.
Una vez trazado su rumbo, Apollymi vistió a su hijo con la fromesta negra propia de su posición. Era su derecho de nacimiento. Como hijo dela Destructorasu símbolo era el sol que la representaba a ella, atravesado por los tres rayos de su poder.
Él no era basura. Él era un dios atlante.
Y era el hijo dela Destructora.
Levantándole de las olas y acunándole en los brazos, los desplazó a ambos hasta Katoteros.
Era una isla rodeada de islas. Tan bella que quitaba el aliento, no había lugar en el reino de los humanos que pudiera comparársele. De pie en el lugar más alto donde su madre residía, el Viento del Norte gritaba en su nombre, Apollymi recorrió con la vista el paisaje que debía haber pertenecido a Apostolos.
Las islas destellaban bajo la perfecta luz del sol que intentaba calentar su fría piel. Era inútil.
La isla de su derecha albergaba las tierras paradisíacas donde las almas de los atlantes descansaban hasta su reencarnación. La de su izquierda había sido tomada por los Carontes antes de que la desterraran; al contrario que su familia sus demonios habían permanecido fieles a ella. La habían seguido a Kalosis.
Y la isla frente a ella se suponía que iba a ser el hogar de su hijo.
Pero el hecho de ser la que poseía el punto más alto de Katoteros era lo que captaba su atención. El punto que regía y unía todas las islas. Era allí donde se había erigido la residencia de los dioses.
La residencia de Archon.
Oscureciendo su visón, se trasladó hasta allí, fuera del grandioso vestíbulo de mármol que se elevaba alto y orgulloso mientras miraba al mundo desde su altura. Oleadas de música y risas llegaron hasta ella.
Música y risas.
Ajenos a lo que se avecinaba y tendrían que enfrentar, los dioses daban una fiesta. Una jodida fiesta. Podía sentir la presencia de cada uno de los dioses allí dentro. Todos ellos. Festejando. Riendo. Vitoreando. Divirtiéndose.
Y su amado hijo estaba muerto.
¡Muerto!
Su mundo se había hecho pedazos. Y ellos se reían.
Apretando a Apostolos contra sí, subió las escaleras con engañosa calma y abrió de golpe las puertas con sus poderes. El vestíbulo de mármol blanco era circular y había estatuas de los dioses situadas contra la pared a cada metro y medio.
El corazón le palpitaba con furia vengadora. Pasó sobre su emblema del sol que había sido engastado en el suelo en el centro del vestíbulo. Al pasar sobre él, lo cambió por el de Apostolos. Uno a uno los rayos de poder atravesaron su símbolo.
Ahora los colores rojo y negro representaban su dolor y la sangre derramada de su hijo.
Sin vestigio de duda, se dirigió directamente al juego de puertas doradas que llevaban al salón del trono de Archon. Al salón donde los dioses se divertían mientras su hijo yacía muerto debido a su traición.
Por todos los poderes oscuros del universo, no se reirían por mucho más tiempo.
Abrió las puertas con la fuerza completa de su furia. El estrépito resonó cuando las puertas se estrellaron contra las paredes de mármol y se salieron de sus goznes para caer sobre el suelo perfecto y brillante.
La música se detuvo al instante.
Cada dios en el salón se volvió para mirarla y uno a uno sus caras palidecieron.
Sin una palabra, Apollymi caminó con su hijo en brazos y con una calma que no sentía, hacia el estrado donde estaba colocado su trono negro al lado del trono dorado de su esposo. Archon se levantó al aproximarse y se hizo a un lado como si quisiera hablar con ella.
Ella le ignoró y colocó a Apostolos en el trono de Archon, donde debía estar. Con manos temblorosas, le sentó y colocó cuidadosamente cada una de sus manos sobre los brazos. Le levantó la cabeza y le retiró el pelo rubio del rostro azulado hasta que pareció que iba a parpadear y moverse en cualquier momento.
Sólo que nunca volvería a parpadear.
Estaba muerto.
Y ellos también.
El corazón de Apollymi latía con furia mientras reunía sus poderes. Un viento salvaje sopló por el salón levantándola el pelo, brillándole los ojos rojos. Se volvió hacia los dioses y los fulminó con la mirada mientras ellos aguantaban el aliento a la espera de su ira.
Hasta que miró a Archon.
Sólo entonces habló con una voz que estaba entremezclada con el odio.
—Mira a mi hijo.
El se negó.
—Mírale, maldito seas —gruñó—. Quiero que mires lo que has hecho.
Archon se estremeció antes de acceder y el alivio que vio en sus ojos elevó su ira a un nivel todavía más alto. ¿Cómo había admitido en su cama a alguien tan cruel y pútrido?
¿En su cuerpo?
Apollymi gruño:
—Tus bastardas han privado de la vida a mi hijo. Esas pequeñas pu/tas le maldijeron. ¡Y  —dijo con desprecio en la palabra— osaste protegerlas en lugar de proteger a mi niño!
—Apollymi...
—Nunca vuelvas a pronunciar mi nombre —le selló la boca con sus poderes—. Está bien que tengas miedo. Pero tus pe/rras bastardas estaban equivocadas. No será mi hijo quien destruya este panteón. Seré yo. ¡Apollymia Katastrafia Megola Pantokrataria Thanatia Atlantia deia oly!
Apollymi la Gran Destructora. Todopoderosa. Muerte de los Dioses de la Atlántida.
Y entonces todos se amontonaron en las puertas o se teletransportaron fuera, pero Apollymi no detuvo a ninguno. Apelando a la parte más oscura de su alma, selló las puertas del salón. Nadie iba a salir de allí hasta que ella fuera aplacada.
Nadie.
Si los Chthonianos la mataban por esto, que así fuera. Estaba muerta por dentro de todas formas. No se preocupaba de nada excepto de hacerles pagar a todos ellos por la participación que habían tenido en el sufrimiento de su hijo.
Archon cayó de rodillas intentando suplicar su piedad. Pero no quedaba nada dentro de ella excepto un odio tan poderoso y amargo que realmente podía paladearlo.
Le tiró hacia atrás de una patada y lo hizo explotar hasta que no fue más que una estatua vestigio de un dios.
Basi gritó cuando Apollymi se volvió hacia ella.
—Te ayude. ¡Te ayudé! Le dejé donde me dijiste.
—Y una mie/rda. Sólo lloriqueaste y me cabreaste. —Apollymi la hizo estallar en el olvido.
Uno a uno enfrentó a los dioses que una vez consideró su familia y los convirtió en piedra mientras su furia reclamaba venganza. En vano intentaron dominarla, pues una vez su ira se había desatado, no había poder en el universo que la detuviera.
Excepto el niño que ellos, estúpidamente, habían matado. Sólo Apostolos podría haberlos salvado.
El único ante el que dudo por un momento fue su amado nieto político, Dikastis, el dios de la justicia. Al contrario que los otros, no se encogió de miedo ni suplicó. Tampoco luchó con ella. Permanecía de pie con una mano apoyada en el respaldo de la silla, enfrentando su mirada con calma, como un igual.
Porque comprendía la justicia. Comprendía su ira.
Inclinando la cabeza con respeto no se movió cuando lo golpeó.
Y al final, ahí estaba Epithymia. Su medio hermana. La diosa de la salud y el deseo. Ella era la pe/rra en la que Apollymi tontamente había confiado más que en los otros.
Apollymi la enfrentó con los ojos llenos de cristalinas lágrimas de hielo.
—¿Cómo pudiste?
Pequeña y frágil en apariencia, Epithymia la miraba desde el suelo donde estaba encogida de miedo.
—Hice lo que me pediste. Le dejé en el mundo de los hombres y me aseguré de que naciera en el seno de una familia real. Incluso intenté que la reina le amamantara. ¿Por qué ibas a destruirme?
Apollymi quería sacarle los ojos por lo que había hecho.
—¡Le tocaste, pu/ta! Sabías lo que eso le haría. Ser tocado por la mano del deseo y no tener los poderes de un dios para contrarrestarlo... Hiciste que cada humano que lo mirase se volviera loco de lujuria por poseerle. ¿Cómo pudiste ser tan descuidada?
Entonces vio la verdad en los ojos de su hermana.
—Lo hiciste a propósito.
Epithymia tragó con fuerza.
—¿Y qué se suponía que tenía que hacer? Escuchaste a las Moiras cuando hablaron. Proclamaron que él sería la muerte de todos nosotros. Él podría habernos destruido.
—¿Pensaste que los humanos le matarían en sus esfuerzos por poseerle?
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Epithymia.
—Sólo quería protegernos.
—Era tu sobrino —escupió Apollymi.
—Lo sé y lo siento.
No tanto como lo vas a sentir.
Apollymi la miró con desprecio.
—Yo también. Siento haber confiado en ti con la única cosa que sabías que amaba sobre todo lo demás. Pu/ta desagradecida. Espero que tus acciones te persigan por toda la eternidad. —Y Apollymi golpeó a su hermana.
Y aún no estaba aplacada. Incluso con todos ellos muertos.
El agujero en su interior seguía allí y dolía tanto que lo único que podía hacer era gritar. Gritó hasta que tuvo la garganta en carne viva. Extendiendo los brazos, hizo explotar el salón hasta que no quedó de él más que escombros. No quedaba nada salvo sus recuerdos de las esperanzas que albergaba para su hijo ahora muerto.
Aún dolía.
Apollymi se limpió las lágrimas de la cara mientras miraba lo que había hecho. No quedaba satisfacción que sentir.
Sólo justicia que dispensar.
—Uno menos...
Se volvió y se encaminó a la isla donde Archon había creado un reino para ella.
La Atlántida.
Aquellos pobres tontos habían pensado golpear a Apolo matando a su hijo y a su amante. Hoy se encogían de miedo de ser descubiertos y castigados por sus acciones. Pero no era el Griego el que los quería muertos.
Era ella. Su mecenas.
Sería por su mano y por los actos cometidos contra su hijo por lo que sufrirían y morirían.
Sin piedad. Eso era todo lo que le habían dado a Apostolos y era todo lo que les devolvería.
Con un movimiento del brazo, hundió toda la isla en el mar y escuchó la belleza de los gritos de horror y las súplicas de clemencia y liberación mientras los vientos golpeaban y acababan con sus pútridas vidas. Era la música más dulce que había oído. Dejad que supliquen...
Si Apostolos y Xiamara pudieran estar aquí.
El último reino de las islas se desvaneció en el mar cuando el sol se ponía. Apollymi se volvió y miró hacia la tierra de Grecia.
Serían los últimos en sufrir. No sólo los humanos que habían hecho daño a su niño, sino también todos los jod/idos y engreídos dioses que pensaban que eran tan listos.
Sobre todo, pagarían las hijas bastardas de Archon. Se creían a salvo en el Olimpo al cuidado de su madre. Pero las tres Moiras no eran nada en comparación con la hija del Caos.
La madre de la destrucción absoluta.
Sus gritos de agonía era lo que más iba a saborear.

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