jueves, 26 de diciembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 43



Cuando Miley salió del apartamento con su equipaje de fin de semana, estaba nevando. Al llegar a la frontera de Indiana la tormenta se estaba convirtiendo en una ventisca. Las máquinas quitanieves y los camiones de arena se ocupaban de mantener abierta la autopista. Sus luces amarillas giraban como faros. Un camión de mudanzas adelantó al BMW de 
Miley  salpicándole el parabrisas de nieve sucia; tres o cuatro kilómetros más adelante, Miley vio el vehículo tirado en una zanja. El conductor estaba hablando con otro camionero que se había detenido para prestar ayuda a su colega.

Según la radio, la temperatura era de cuatro grados centígrados y seguía descendiendo, previéndose una acumulación de casi medio metro de nieve.
Miley no era consciente de que viajar a Edmunton con aquel tiempo entrañaba sus peligros. La joven solo pensaba en el pasado y en la necesidad de encontrarse con Nick para explicarle lo que en realidad había ocurrido. Cuando Patrick insistió en que acudiera a la casa de Edmunton, ella todavía estaba atónita por lo que había descubierto. Pero pasada la sorpresa inicial, Miley sentía la imperiosa necesidad de reparar en lo posible el daño causado, de darle explicaciones a Nick. De hecho, lo necesitaba incluso más que su mismo padre político.

Incluso ahora, pensando en cómo se habría sentido Nick cuando recibió aquel telegrama, se le hacía un nudo en el estómago. Y a pesar del telegrama, él había vuelto de Venezuela y acudió al hospital, solo para descubrir que le prohibían la entrada como si fuera un mendigo sin derecho alguno.

Nick nunca había abandonado a su hijo, ni tampoco a su mujer. Este hallazgo llenaba a 
Miley de una dicha indescriptible y del deseo ardiente de que él supiera que once años atrás ella no lo había desterrado de su vida ni se había deshecho del hijo de ambos.

Los faros iluminaban el camino y 
Miley pisó el acelerador. Poco después contuvo el aliento cuando el vehículo pisó una placa de hielo y se deslizó hacia delante, fuera de control. Por suerte, las ruedas se adhirieron de nuevo a la calzada cubierta de nieve. Volvió a pensar en Nick. Ahora comprendía la razón de su velada animosidad. Ahora comprendía incluso su furioso comentario cuando la dejó frente a Bancroft después del almuerzo: «Crúzate una vez mas en mi camino y desearás no haber nacido».

Dadas las increíbles injusticias de que había sido objeto, era comprensible que deseara vengarse. Teniendo en cuenta lo ocurrido, su actitud conciliadora en el baile a beneficio de la ópera, y luego durante el almuerzo, resultaba sorprendente. En su lugar, 
Miley estaba segura de que no habría sido capaz de mostrar el menor civismo.

Se le ocurrió la posibilidad de que Nick se hubiera enviado el telegrama a sí mismo para justificar ante su padre el abandono de su mujer e hijo, pero desechó de inmediato la idea. Nicholas Farrell hacía lo que le daba la gana, sin excusarse ante nadie. La había dejado embarazada, se casó con ella y afrontó, impávido, la posibilidad de la ira paterna. Había cimentado un imperio financiero basado en la audacia y la fuerza de voluntad. Ese hombre no se habría acobardado ante su padre ni se habría escudado enviándose un telegrama a sí mismo. En cuanto al telegrama que ella había recibido, instándola a que obtuviera el divorcio, había sido sin duda la amarga respuesta al que él recibió. E incluso así, antes de enviar ese telegrama Nick volvió de Venezuela para verla...

Tenía los ojos llenos de lágrimas, y aceleró inconscientemente. Tenía que hablar con él lo antes posible, hacerle comprender. Necesitaba su perdón tanto como Nick necesitaba el suyo, y no pensó que esa urgencia pusiera en peligro su futuro con Parker, a pesar de que sentía una dolorosa ternura hacia Nick. Por su mente desfilaron visiones de lo que podía ser el futuro después de la reconciliación. La próxima vez, cuando Nick le tendiera la mano, como lo hizo en la ópera, y cuando le sonriera diciéndole «hola, 
Miley », ella le devolvería la sonrisa y estrecharía esa mano. Y esta amistad no tenía por qué limitarse a encuentros esporádicos en reuniones sociales. Podían ser también amigos en los negocios. Nick era un negociador y estratega de primer nivel; en el futuro, decidió Miley  animada, tal vez ella pudiera llamarlo en ocasiones para pedir consejo. Saldrían a comer juntos y sonreirían. Ella le contaría sus problemas y él le daría consejos. Así eran los viejos amigos.

Las carreteras rurales eran traicioneras, pero 
Miley apenas se daba cuenta de ello. Sus agradables pensamientos habían dado paso a una terrible preocupación: no tenía la menor prueba de que lo que iba a contarle a Nick era verdad. Por su parte, él sabía muy bien lo mucho que deseaba ella un divorcio rápido y discreto. Si entraba en la casa y le contaba lo del aborto, Nick creería que estaba mintiendo para ablandarlo y conseguir el divorcio sin dificultades. Peor aun, Nick había comprado el terreno de Houston por veinte millones y había puesto a Bancroft en un aprieto al pedir treinta. Sin duda Nick pensaría que la historia del aborto no era más que un truco desesperado y ruin. Por lo tanto, lo mejor seria no hablar enseguida del pasado y empezar por decirle que la aprobación del proyecto de Southville era un hecho. Cuando él comprendiera que Philip no volvería a entrometerse en sus asuntos, se comportaría de la misma forma razonable que durante el almuerzo... antes de recibir la llamada telefónica. Entonces y solo entonces –cuando supiera que ella no tenía ya nada que ganar– le explicaría lo que realmente había sucedido once años atrás. Por fin Nick le creería, porque no habría ya razón para dudar de sus palabras.





El puente de madera que cruzaba el arroyo de las tierras de Nick estaba cubierto por una espesa capa de nieve. 
Miley pisó el acelerador para no quedar atrapada y contuvo el aliento. El BMW avanzó, patinando y ladeándose por la parte trasera, después siguió adelante hasta detenerse frente al patio de la casa de Nick. La luna se reflejaba en los campos cubiertos de nieve y en el patio; los árboles desnudos eran como caricaturas distorsionadas de lo que habían sido aquel lejano verano, arrojando sombras retorcidas contra la blanca fachada de la casa, como si le advirtieran de que se alejara de allí. La joven sintió un escalofrío mientras apagaba las luces y el motor del vehículo. En el primer piso una débil luz se filtraba por la cortina de una ventana. Nick estaba allí y todavía no se había acostado. Sin duda se pondría furioso al verla.

Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos. Intentaba reunir el valor necesario para afrontar lo que se avecinaba. Y en aquel momento, sola en el coche, con una difícil tarea ante sí, con una tarea desesperadamente importante a la que debía hacer frente, 
Miley pidió ayuda por primera vez en once años:

–Por favor –susurró, pensando en Dios–, haz que me crea.

Abrió los ojos, se incorporó, sacó las llaves y cogió su bolsa.

Once años atrás, sus plegarias para que Nick fuera a verla al hospital habían sido atendidas, aunque ella jamás lo supo. Desde entonces había dejado de rezar.

De pronto se encendió la luz del porche y 
Miley  se puso tensa. Su corazón latía con fuerza. Vio cómo se abría la puerta de la casa.

Preocupada y alarmada, perdió el equilibrio, se hundió en la nieve y se agarró al guardabarros para no caer. Al hacerlo soltó las llaves del coche, que fueron a parar junto a la rueda derecha. Se inclinó para recogerlas, pero entonces recordó que tenía otro juego en la cartera y pensó que era innecesario escarbar en la nieve, justo en el momento en que iba a enfrentarse al mayor reto de su vida.

La luz del porche inundó el patio, y allí estaba Nick, en el umbral, mirando incrédulo la desconcertante escena que se desplegaba ante sus ojos. Una mujer acababa de salir de un coche, una mujer absurdamente parecida a 
Miley.  De pronto se había inclinado y había desaparecido. Luego volvió a verla rodear el coche en mitad de la tormenta de nieve. Nick se aferró al marco de la puerta, intentando contener un fuerte mareo y la extrema debilidad que su enfermedad le causaba. Miró fijamente la extraña silueta, convencido de que la fiebre le estaba produciendo alucinaciones. Sin embargo, cuando la mujer se sacudió la nieve del pelo que le cubría la frente, el gesto le resultó tan dolorosamente familiar que su corazón se contrajo hasta provocarle una aguda punzada.

Ella subió los peldaños del porche y levantó el rostro, clavando la mirada en Nick.



–Hola, Nick.

Creyó delirar. O tal vez estaba soñando. Quizá era la muerte que se presentaba en su cama, en su propia habitación. En cualquier caso, los escalofríos que habían sacudido su cuerpo en el interior de la casa ahora eran más intensos. Ante él, la aparición esbozó una sonrisa indecisa, dulcemente indecisa.

–¿Puedo entrar? –preguntó 
Miley.

Parece una versión angelical de 
Miley, se dijo Nick.

Una ráfaga de viento polar se abatió sobre el rostro de Nick y lo sacó de su ensimismamiento. Aquello no era una aparición, era 
Miley  lo que le hizo arder la sangre. Se sentía demasiado débil para escoltarla hasta el coche o para quedarse allí en el umbral, discutiendo y congelándose. Se incorporó, giró sobre sus talones y se metió en la casa, permitiendo que ella le siguiera. El salón estaba sumido en la penumbra.

–Debes de tener los instintos de un sabueso para haberme perseguido hasta aquí. –Su propia voz le sonó ronca, extraña. Encendió la luz.
Miley se había preparado para un recibimiento mucho peor.

–Di más bien que he recibido ayuda –respondió la joven, observando la cara demacrada de Nick. Deseaba disculparse, pero por el momento tendría que resignarse. Se quitó el abrigo y se lo tendió a Nick.

–Es la noche libre del mayordomo –masculló él, ignorando el gesto de 
Miley –. Cuélgalo tú misma. –Si esperaba una réplica de Miley  se equivocó, ya que ella se limitó a arrojar la prenda sobre una silla. Nick entrecerró los ojos, con una mezcla de ira y confusión al comparar la insólita humildad de ahora con lo ocurrido en su último encuentro.

–Te escucho. ¿Qué quieres?

Para su sorpresa, 
Miley se echó a reír.

–Creo que quiero tomar un trago. Sí, eso es lo que quiero.

–No nos queda Dom Pérignon –informó Nick–. Tendrá que ser whisky o vodka. Tómalo o déjalo.

–Vodka–dijo la joven con sencillez.

Camino de la cocina, Nick sentía que se le doblaban las rodillas. Puso vodka en un vaso y volvió al salón con la misma sensación de debilidad en las piernas.
Miley cogió el vaso y luego echó un vistazo alrededor.

–Parece... extraño verte aquí, en este lugar, después de tantos años... –empezó a decir con tono vacilante.

–¿Qué dices? Ya sabes que esta es mi casa, y el lugar que todavía crees que me corresponde. No soy más que un sucio fundidor, ¿recuerdas?

Para sorpresa de Nick, ella se sonrojó y empezó a disculparse.

–Siento mucho haber dicho eso. Quería herirte y sabía que esas palabras lo lograrían. Pero no reflejan lo que siento porque no es un crimen ser fundidor.

–¿Qué diablos quieres? –estalló Nick, pero en ese momento perdió el mundo de vista y tuvo que apoyarse contra la pared para no caer.

–¿Qué te pasa? –inquirió 
Miley–. ¿Estás enfermo?

Nick tuvo el súbito presentimiento de que iba a derrumbarse de un momento a otro o a vomitar en presencia de 
Miley.

–Vete, 
Miley  –Le dolía la cabeza y le ardía el estomago. Giró sobre sus talones y se dirigió a la escalera–. Me voy a la cama.

–¡Estás enfermo! –exclamó ella, y echó a correr tras él cuando lo vio aferrarse a la barandilla y vacilar en cuanto puso un pie en el segundo peldaño. Quiso agarrarle del brazo y Nick la rechazó, pero ella ya había sentido el ardiente contacto–. ¡Dios mío, tienes mucha fiebre!

–¡Vete!

–¡Cállate y apóyate en mí! –le ordenó ella, obligándolo a pasarle el brazo por los hombros. Nick no tenía fuerzas para resistirse.
Miley lo llevó al dormitorio y él se dejó caer pesadamente sobre la cama, con los ojos cerrados, inmóvil como... un muerto. Aterrada, ella le tomó un brazo y buscó el pulso sin encontrarlo, porque el pánico se lo impedía.

–¡Nick! –gritó asiéndolo de los hombros y sacudiéndolo–. ¡Nick, no te mueras! –suplicó–. He venido hasta aquí para contarte cosas que deberías saber, para pedirte perdón y...

Sus fuertes alaridos y las sacudidas por fin despertaron los adormecidos sentidos de Nick, que no se sentía capaz de iniciar discusión alguna. Todo lo que parecía importar era su presencia y el hecho de que é1 estaba terriblemente enfermo.

–¡Deja de moverme de este modo, maldita sea! –murmuró.
Miley retiró las manos y casi lloró de alivio. Después intentó recuperar la calma y pensar qué podía hacer por él. La última vez que había visto derrumbarse a alguien de aquella forma, la víctima había sido su padre, que estuvo a punto de morir. Pero Nick era joven y fuerte. Tenía fiebre, pero su corazón estaba sano. Sin saber qué hacer, Miley miró alrededor y vio dos frascos de pastillas sobre la mesita de noche. En ambas etiquetas rezaba: «una gragea cada tres horas».

–Nick –dijo ella con tono apremiante–. ¿Cuándo has tomado estas pastillas?

Nick la oyó e intentó abrir los ojos, pero antes de que pudiera hacerlo ella le cogió la mano y se inclinó susurrando:

–Nick, ¿puedes oírme?

–No estoy sordo –repuso él con voz ronca–. Y no me estoy muriendo. Tengo gripe y bronquitis, eso es todo. Acabo de tomar la medicina.

Nick notó que la cama se hundía cuando ella se sentó a su lado. Le pareció que 
Miley le retiraba el pelo de la frente con cuidado. Se preguntó si seguía delirando.

–¿Estás seguro de que eso es todo? ¿Gripe y bronquitis? –inquirió ella.

La boca de Nick se torció en una sonrisa febril.

–¿Quieres que esté peor?

–Creo que voy a llamar a un médico.

–Lo que necesito es el tacto de una mujer.

–¿Te sirvo yo? –preguntó 
Miley, sonriendo con nerviosismo.

–Muy gracioso.

La joven dio un respingo porque las palabras de Nick sonaron como si ella fuera más que suficiente.

–Te dejaré solo para que descanses.

–Gracias –murmuró Nick, medio dormido.
Miley lo cubrió con las mantas y advirtió que estaba descalzo. Se había quedado dormido con la ropa que llevaba puesta cuando la dejó entrar y ella supuso que así estaría más abrigado que con el pijama. Antes de salir y apagar la luz, Miley se volvió y miró al enfermo. Observó cómo su pecho se agitaba con el ritmo firme y constante del sueño. Tenía la respiración entrecortada, pero incluso enfermo y dormido parecía un adversario formidable.

–¿Por qué será que cada vez que me acerco a ti nada sale como debería salir? –preguntó con tristeza.

Su sonrisa se desvaneció y apagó la luz.

Se detuvo a recoger el abrigo, salió y sacó su equipaje del coche. De nuevo en la casa, se disponía a subir al primer piso cuando se detuvo a contemplar la habitación con una mezcla de nostalgia y de vaga tristeza. Todo seguía igual. El viejo sofá y un par de sillones frente a la chimenea; los libros en la biblioteca, las lámparas... Todo igual, pero más pequeño y triste, con las cajas de embalaje abiertas en el suelo, algunas ya llenas de libros. Y envueltos en papel de diario, objetos de escaso valor material pero con todo el valor del recuerdo.

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subire pronto lo prometo :DDDDD 

Paraíso Robado - Cap: 42



En Lake Shore Drive el tráfico avanzaba lentamente. Nerviosa, Miley deseó que el estado del tiempo, cada vez peor, no fuera un mal presagio. Al salir con su coche del aparcamiento empezaba a caer aguanieve mezclada con lluvia y las rachas de viento golpeaban el vehículo, aullando como un augurio de catástrofe inminente.

En el cálido interior del coche, 
Miley trató de concentrarse en lo que le diría a Nick al verle; debía ser un comentario diplomático que apaciguara su ira y permitiera una conversación posterior. Tenía que parar el primer golpe de su formidable adversario, que sin duda consistiría en volverle la espalda y negarse a hablar con ella. Últimamente su sentido del humor estaba en baja forma, y sin embargo hizo acto de presencia. Miley se vio llamando a la puerta de Nick y ondeando un pañuelo blanco ante sus ojos, pidiendo una tregua.

Era una imagen tan ridícula que la joven sonrió, hasta que de pronto pensó en algo que inexplicablemente no se le había ocurrido antes. La sonrisa se desvaneció de su rostro, ahora surcado por la preocupación. En efecto, para llegar a la puerta de Nick tendría que pasar ante el mostrador de seguridad y someterse al interrogatorio del guardia. Todos los edificios residenciales de lujo protegían de este modo a sus habitantes. Si su nombre no se hallaba en la lista de los visitantes esperados, no la dejarían llegar al ascensor.

Aferró el volante con fuerza, pensando frenéticamente; empezaba a sentirse abrumada por el pánico y la frustración, y se obligó a respirar hondo varias veces con la intención de calmarse. El tráfico se hizo más fluido y aceleró. Tenía que haber un modo, un método para sortear el obstáculo de entrada a las torres Berkeley, aunque si allí tenían un sistema de seguridad semejante al de otros edificios de esa categoría la cosa no resultaría nada fácil. Tal vez el portero le permitiría cruzar la puerta de entrada, donde un guardia de seguridad le preguntaría el nombre. Después comprobaría en su lista si figuraba entre los esperados aquel día por el dueño de la casa, a quien debía anunciar la visita. De no encontrar el nombre en la lista, el guardia le ofrecería el teléfono para llamar a Nick. Ese era el problema, porque estaba convencida de que él no la dejaría subir. ¿Qué podía hacer? No se le ocurría otra solución que engañar de algún modo a los guardias y plantarse ante la puerta de Nick sin que él lo supiera de antemano.

Veinte minutos más tarde, cuando detuvo el coche frente al edificio, aún no estaba segura de lo que iba a hacer, aunque había improvisado el principio de un plan.

Un portero salió a recibirla con un paraguas para protegerla de la lluvia, 
Miley le dio las llaves del coche y después sacó de su maletín un gran sobre de papel que contenía correspondencia para su padre.

Desde el momento en que pisó el lujoso vestíbulo y se dirigió a la mesa de recepción, todo salió exactamente como había previsto y temido. El guardia de seguridad, uniformado, le pidió el nombre, repasó su lista y, al no encontrarlo, le señaló a 
Miley el teléfono que había sobre la mesa.

–No parece que su nombre esté en la lista de esta noche, señorita Bancroft. Si quiere utilizar el teléfono, puede llamar al señor Farrell. Necesito su permiso para dejarla subir. Lamento la molestia.
Miley observó que el guardia era un joven de poco más de veinte años de edad. Pensó que caería en la teatral trampa que había ideado con más facilidad que otro hombre mayor y más experimentado. Sonrió maliciosamente y dijo:

–No tiene por qué pedir disculpas. –Miró el nombre del muchacho, inscrito en una etiqueta cosida sobre el bolsillo del uniforme–. Lo comprendo perfectamente, Craig. Tengo el número en mi agenda.

Consciente de que el muchacho la miraba con mal disimulada admiración, 
Miley revolvió su cartera de Hermès como si buscara la dichosa agenda. Al cabo de un momento, y tras volver a sonreír, se palpó los bolsillos del abrigo y finalmente se quedó mirando el sobre.

–¡0h, no! –exclamó, desolada–. ¡Mi agenda! No la llevo encima. Craig, el señor Farrell espera con urgencia estos documentos. –Le mostró el sobre–. Tiene que dejarme subir.

–Lo sé –murmuró Craig, contemplando su rostro hermoso y abatido. Pero se contuvo a tiempo–. Sin embargo, no puedo permitírselo. Va contra las normas.

–De veras tengo que subir –le imploró 
Miley  y luego, impulsada por la desesperación, hizo algo insólito en ella, que siempre había preservado su intimidad y despreciaba a quienes presumían de ser famosos. Pero en esta ocasión miró al joven directamente a los ojos y le dijo, sonriendo una vez más–: ¿No lo he visto en alguna parte? Sí, claro que sí. ¡En el centro comercial!

–¿Qué... centro comercial?

–Bancroft & Company. Soy 
Miley Bancroft –anunció, avergonzada del velado entusiasmo que confirió a su voz. Pedante; repulsivamente pedante, pensó.

Craig chasqueó los dedos y exclamó:

–¡Lo sabía! Sabía que la conocía de alguna parte. La he visto en los noticiarios de televisión y en los diarios. Soy un gran admirador suyo, señorita Bancroft.
Miley sonrió ante la ingenua y exagerada reacción del muchacho, que lo impulsó a comportarse como si ella fuera una estrella de cine.

–Bueno, ahora que está seguro de que no soy una criminal, ¿haría usted una excepción conmigo?

–No. –Cuando la joven se disponía a discutir su decisión, Craig le explicó–: De todos modos no le serviría de nada. En la planta del apartamento las puertas del ascensor solo se abren si se dispone de una llave o a menos que uno haya llamado para anunciar su llegada.

–Ya veo –musitó 
Miley  desalentada, y las siguientes palabras del muchacho casi la alarmaron aún más.

–Le diré qué voy a hacer –declaró Craig, cogiendo el teléfono y pulsando una serie de botones–. El señor Farrell nos ordenó que no lo llamáramos si se presentaba alguien de improviso, pero yo le avisaré que usted está aquí.

–¡No! –exclamó ella, imaginando lo que con toda probabilidad le diría Nick al chico–. Quiero decir que las reglas son las reglas, y quizá no debería usted romperlas.

–Por usted sí –le respondió el muchacho con una sonrisa. Luego empezó a hablar por teléfono–. Soy el guardia de seguridad del vestíbulo, señor Farrell. La señorita 
Miley Bancroft está aquí y desea verle. Sí, señor, la señorita Bancroft... No, no Banker, señor, Bancroft. De los grandes almacenes.

Incapaz de mirar al muchacho cuando Nick le diera órdenes de que la expulsara, 
Miley cerró la cartera y se dispuso a batirse en ignominiosa retirada.

–Sí, señor –asentía Craig–. Sí, señor, lo haré. –Se volvió hacia 
Miley- . Señorita Bancroft, dice el señor Farrell...
Miley tragó saliva.

–Imagino lo que le ha dicho.

Craig sacaba ya de un bolsillo las llaves del ascensor.

–Dice el señor Farrell que puede subir.

Le abrió la puerta del apartamento un hombre al que ya conocía. Era el chófer y guardaespaldas de Nick. Spencer vestía unos arrugados pantalones negros y una camisa blanca arremangada hasta el codo, dejando al descubierto sus poderosos antebrazos.

–Por aquí, señora –invitó con un acento del Bronx que parecía sacado de una película de gángsteres de los años treinta. Temblando a causa de la tensión, pero también por su firme determinación, 
Miley siguió al hombre más allá del vestíbulo, a través de elegantes pilares blancos y luego bajó un par de peldaños hasta el centro de un enorme salón con el suelo de mármol. Se detuvieron ante un conjunto de sofás situados en torno a una gran mesa de cristal.

La mirada de 
Miley se posó en un tablero de damas que había encima de la mesa, luego reparó en la figura de un hombre de cabello blanco sentado en uno de los sofás y finalmente volvió a observar a Spencer, que al parecer era el otro jugador. Esta hipótesis se confirmó cuando el fornido guardaespaldas rodeó la mesa y fue a sentarse en el sofá que quedaba frente al hombre de pelo canoso. Spencer estiró perezosamente los brazos, se reclinó en el respaldo y se quedó mirando a Miley con expresión divertida y fascinada. Confusa e intranquila, Miley advirtió que el hombre de mayor edad la miraba fijamente, con frialdad.

–He venido a ver... al señor Farrell –masculló 
Miley.

–Pues abre los ojos, muchacha –replicó el hombre al tiempo que se ponía de pie–. Aquí me tienes.
Miley lo miró, confundida. Frente a sí tenía a un hombre delgado, al parecer en buen estado físico, de ondulado pelo blanco, bigote bien recortado y penetrantes ojos azules.

–Debe de haber un error, porque he venido a ver al señor Farrell...

–Está claro que tienes un problema con los nombres, muchacha –le interrumpió el padre de Nick con desprecio–. Mi nombre es Farrell y el tuyo no es Bancroft, sino que todavía es Farrell.

De pronto 
Miley lo reconoció. La sorpresa, junto con el temor ante la hostilidad de su suegro, hicieron que su corazón latiera con fuerza.

–No lo había reconocido, señor Farrell –dijo por fin, tartamudeando– He venido a ver a Nick.

–¿Por qué? –quiso saber Patrick–. ¿Qué diablos quieres de él?

–Quiero... ver a Nick –insistió 
Miley  casi incapaz de creer que aquel hombre alto y robusto fuese la misma ruina humana que había conocido años atrás en casa de Nick.

–No está aquí.
Miley había sufrido más que suficiente ese día y no estaba dispuesta a dejarse apabullar por nadie más.

–En ese caso –replicó– esperaré a que vuelva.

–Será una larga espera –comentó Patrick con sarcasmo–. Está en la casa de Edmunton.
Miley pensó que estaba mintiendo.

–Su secretaria me dijo que estaba en casa.

–¡Aquella es su casa! –replicó Patrick, acercándose a la joven–. La recuerdas, ¿no es verdad, muchacha? Paseaste por allí con tu aire despectivo.
Miley se sintió intimidada al comprobar la furia que hervía bajo aquellas facciones rígidas. Retrocedió al ver que el padre de Nick daba otro paso adelante.

–He cambiado de opinión. Hablaré con él otro día.

Giró sobre sus talones para salir, pero Patrick le aferró un brazo y 
Miley no tuvo más remedio que enfrentarse con él. Aquel rostro agresivo, a solo unos centímetros del suyo, le infundió temor.

–Aléjate de Nick, te lo advierto. Casi lo mataste ya una vez, no volverás a mezclarte en su vida y destrozarlo de nuevo. ¿Me oyes?
Miley trató inútilmente de soltarse, y sintió que de pronto la ira se apoderaba de ella.

–¡No quiero a su hijo! –le espetó con desprecio–. Quiero un divorcio, eso es todo. Pero él no colabora.

–En primer lugar, no sé por qué querría casarse contigo, y tampoco sé por qué diablos tiene que desear seguir casado contigo –repuso Patrick Farrell y soltó a la joven–. Asesinaste a su bebé porque no querías llevar a un plebeyo Farrell en tu vientre.

El dolor y la rabia sacudieron a 
Miley.

–¿Cómo se atreve a decir eso? ¡Tuve un aborto espontáneo!

–¡De eso nada! –gritó Patrick–. Abortaste de seis meses porque quisiste y luego le enviaste un telegrama a Nick, ¡Un maldito telegrama cuando ya habías consumado el crimen!
Miley apretó los dientes, tratando de contener el dolor tantos años ahogado. Pero no lo logró, y estalló frente al padre del hombre causante de tanto sufrimiento.

–Claro que le envié un telegrama. Un telegrama en que le decía que había sufrido un aborto y su adorable Nick ni siquiera se molestó en contestarme. –Horrorizada, se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.

–Te lo advierto, muchacha. ¡A mí no me vengas con mentiras! –La voz de Patrick sonaba terrible–. Sé que Nick fue a verte y sé lo que decía el telegrama porque lo vi, igual que vi a mi hijo.
Miley no reparó en las palabras de Patrick acerca del telegrama.

–Nick... ¿vino a verme? –Un sentimiento de extrañeza y dulzura floreció en su corazón, pero de inmediato desapareció–. Eso es mentira –repuso–. No sé por qué volvió, pero no fue para verme, porque no lo hizo.

–¡No, no te vio! –prorrumpió Patrick con sarcasmo–. Y sabes muy bien por qué. Estabas en el ala Bancroft del hospital y ordenaste que no le dejaran pasar. –Como si toda su cólera se hubiera disipado, hundió los hombros y miró a 
Miley con desesperación y rabia–. Juro por Dios que no sé cómo pudiste hacer una cosa así. Cuando asesinaste a su bebé, Nick se volvió loco de dolor, pero cuando no permitiste que te viera casi le costó la vida. Volvió a la casa familiar y se quedó allí. Dijo que no quería regresar a Venezuela. Durante semanas contempló impotente cómo se hundía en el alcohol, cómo hacía lo mismo que hice yo durante años. Pero al final conseguí rescatarlo y lo envié de nuevo a Venezuela para que te olvidara.
Miley apenas oyó las últimas palabras. En su mente sonaban señales de alarma. El ala Bancroft del hospital llevaba el nombre de su padre porque este había donado el dinero para construirla. La enfermera que la asistió había sido empleada por su padre; el médico era un viejo amigo de Philip... En el hospital no había visto o hablado con persona alguna que no respondiera ante su padre, que despreciaba a Nick. Por eso Philip pudo... Una penetrante felicidad invadió su ser, rompiendo la fría corteza que había rodeado su corazón durante once años. Temerosa de creer al padre de Nick y también de no creerle, miró el rostro del anciano con los ojos llenos de lágrimas.

–Señor Farrell –murmuró con voz temblorosa–. ¿Es realmente cierto que Nick vino a verme?

–¡Sabes muy bien que sí! –respondió Patrick, y al ver el rostro dolorido de la joven no advirtió en él maldad, sino confusión. De pronto tuvo el presentimiento de que estaba equivocado y de que ella no sabía nada de aquel turbio asunto.

–¿Y usted vio... el telegrama que se supone que yo envié? ¿Qué decía?

–Decía... –Patrick vaciló, estudiando la mirada de 
Miley  dividido entre la duda y la culpa–. Decía que habías abortado y que querías el divorcio.
Miley palideció y la habitación empezó a dar vueltas en su cabeza. Tuvo que apoyarse en el sofá con mano firme para no caer al suelo. En su mente se desató un terrible sentimiento de ira contra su padre y su cuerpo tembló, traumatizado por las revelaciones que acababa de oír. Sintió un intenso pesar al recordar aquellos meses angustiosos y solitarios que siguieron a la pérdida de su hijo; pesar por el dolor reprimido durante años ante la presunta deserción de Nick. Pero sobre todo sentía tristeza. Una tristeza profunda y dolorosa, por su pequeña y por las víctimas de las manipulaciones de su padre. La pesadumbre y la tristeza desgarraban su corazón, obligándola a llorar desconsoladamente.

–Yo no aborté, ni envié ese telegrama... –Se le quebró la voz mientras miraba a Patrick a través de una nube de lágrimas–. ¡Juro que no lo hice!

–Entonces, ¿quién envió el telegrama?

–Mi padre –respondió ella en un sollozo. Inclinó la cabeza y sus hombros se sacudieron por el llanto–. Tuvo que ser mi padre.

Patrick clavó la mirada en aquella joven desconsolada a quien su hijo había amado con locura. El tormento, la tristeza y la ira se reflejaban en los rasgos de la pobre 
Miley:  Patrick vaciló, destrozado por lo que veía, y al cabo de unos segundos profirió una maldición y atrajo hacia sí a su hija política.

–Puede que sea un est/úpido creyéndote, pero te creo –murmuró furioso.

En lugar de rechazar su abrazo, como Patrick supuso que haría, 
Miley le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él, mientras los sollozos sacudían su cuerpo.

–Lo siento –sollozó–. Lo siento tanto...

–Eh, eh –susurró Patrick una y otra vez, estrechando el abrazo y palmeándole con cariño la espalda. A través de sus ojos húmedos, Patrick vio que Spencer O’Hara se ponía de pie y se dirigía a la cocina. Estrechó con más firmeza a 
Miley- . Llora, llora, pequeña –le murmuró, esforzándose por contener la ira que sentía hacia el padre de la muchacha–. Llora hasta desahogarte por completo. –Sin dejar de abrazarla, Patrick miró al vacío, intentando pensar con claridad. Cuando por fin Miley se calmó, Patrick sabía lo que quería hacer, aunque no estaba seguro de cómo hacerlo–. ¿Te sientes mejor ahora? –le preguntó, alzándole la barbilla. Ella hizo un gesto de asentimiento y aceptó el pañuelo que le ofrecía su suegro–. Bien –dijo Patrick–. Sécate los ojos y te prepararé algo de beber. Después hablaremos de lo que vamos a hacer.

–Yo sé exactamente qué primer paso voy a dar –aseguró 
Miley al tiempo que se secaba la nariz y los ojos–. Voy a asesinar a mi padre.

–No si yo llego antes –objetó Patrick con voz ronca. La llevó hasta el sofá, la hizo sentarse y fue a la cocina, de donde volvió minutos después con una humeante taza de chocolate.

Miley este gesto le pareció adorable. Se lo agradeció con una cálida sonrisa. El padre de Nick se sentó a su lado y esperó a que terminara de beberlo.

–Bien –dijo entonces–. Hablemos de lo que vas a contarle a Nick.

–Voy a contarle la verdad.

Patrick asintió enfáticamente, tratando de ocultar sin éxito su satisfacción.

–Es lo que deberías hacer. Después de todo, todavía eres su esposa y él tiene derecho a saber lo ocurrido. Y siendo como es tu marido, tiene la obligación de escucharte y creerte. Los dos tenéis también otra obligación: perdonar y olvidar, consolaros mutuamente... honrar las promesas matrimoniales.
Miley comprendió a qué se refería y, alarmada, dejó en el aire la taza que se disponía a colocar sobre la mesa. Patrick Farrell era hijo de emigrantes irlandeses y, sin duda, fiel a la tradición de su pueblo, tenía profundas convicciones respecto a temas como la fidelidad y el amor eternos entre dos seres humanos. Ahora que sabía la verdad de lo ocurrido a su nieto, confiaba en que los padres se reconciliaran.

–Señor Farrell, yo...

–Llámame papá. –Al verla vacilar, el afecto desapareció de su mirada–. No importa. No tendría que haber esperado que alguien como tu quisiera...

–¡No es eso! –lo interrumpió 
Miley  ruborizándose de vergüenza al recordar el desprecio que él le había inspirado–. Sencillamente creo que no debería abrigar demasiadas esperanzas con respecto a Nick y a mí. –Debía hacerle comprender que era demasiado tarde para salvar el matrimonio, pero después del dolor que le había infligido no podía resistir la idea de herirlo aún más confesándole que no amaba a su hijo. Miley solo quería una oportunidad para explicarle a Nick lo de su aborto y pedirle al mismo tiempo comprensión y perdón, sentimientos que serían recíprocos. Lo deseaba desesperadamente–. Señor Farrell... papá –se corrigió cuando vio que él fruncía el entrecejo–, entiendo lo que usted quiere conseguir, pero no será posible. Verá, Nick y yo apenas estuvimos juntos unos días, y eso no es tiempo suficiente para...

–¿Para saber si se ama a alguien? –concluyó Patrick al ver que ella era incapaz de terminar la frase. Arqueó las espesas cejas blancas en un gesto burlón–. Cuando vi por primera vez a mi esposa supe que ella era la mujer de mi vida.

–Pero yo no soy tan impulsiva –repuso 
Miley  y sintió como si el suelo se hundiera a sus pies a causa de la expresión divertida que vio en los ojos de Patrick Farrell.

–Tengo la impresión de que lo fuiste hace once años –le recordó significativamente–. Nick estuvo en Chicago contigo una sola noche y quedaste embarazada. Y me dijo que no habías tenido relaciones íntimas con nadie más, que eras virgen. Creo que decidiste rápidamente que él era el hombre de tu vida.

–Por favor, no siga –susurró 
Miley con voz temblorosa, levantando una mano como para defenderse de las palabras de Patrick–. Usted no entiende cómo me siento... como me he sentido todo este tiempo a causa de Nick. Últimamente entre él y yo han ocurrido algunas cosas. Es todo tan complicado...

–No hay nada de complicado. Es muy simple –corrigió Patrick–. Amaste a mi hijo y él te amó a ti. Concebisteis un hijo. Estáis casados. Solo necesitáis pasar un tiempo juntos para volver a encontrar los sentimientos que os unieron. Y lo haréis. Es así de simple.
Miley estuvo a punto de reír ante tanta simplificación de los hechos. Al darse cuenta de que sus palabras habían surtido ese efecto en ella, Patrick añadió:

–Será mejor que decidas pronto lo que quieres hacer porque hay quien lo quiere mucho y el matrimonio no está descartado.
Miley dio por sentado que Patrick se refería a la muchacha de la fotografía que había visto en el despacho de Nick. El corazón le dio un extraño vuelco. Al levantarse, dispuesta a salir, preguntó:

–¿La chica de Indiana?

Patrick asintió con la cabeza. 
Miley recogió la cartera y logró esbozar una sonrisa.



–Nick ha rechazado mis llamadas. Necesito hablar con él lo antes posible –dijo con voz implorante, apelando a la intercesión de Patrick.

–Está en el lugar perfecto para hablarle –aseguré Patrick, sonriendo y poniéndose de pie–. Durante el viaje tendrás mucho tiempo para pensar en la mejor manera de contárselo todo. Te escuchará. Llegarás dentro de un par de horas.

–¿Qué? –inquirió 
Miley- . No, de veras. De ningún modo. Vernos allí a solas no es una buena idea.

–¿Acaso necesitas alguien que cuide de ti? –preguntó Patrick, incrédulo.

–No –le contestó 
Miley- . Creo que necesitaremos un mediador. Yo tenía la esperanza de que usted se prestara y de que los tres mantuviéramos aquí una reunión cuando Nick vuelva.

Patrick le colocó las manos sobre los hombros y le pidió:

Miley, ve a Edmunton. Allí puedes contarle todo lo que quieras. Nunca tendrás una oportunidad mejor que esta. –Al verla dudar, insistió–: Nunca tendrás una ocasión mejor. La casa está vendida. Nick ha ido a buscar nuestros objetos personales. El teléfono está desconectado, así que nadie os interrumpirá. Además, él ni siquiera puede tomar el coche y largarse, porque se le averió en el camino y está en el taller mecánico. Spencer no irá a buscarlo hasta el lunes por la mañana. –Advirtió que Miley empezaba a flaquear y, feliz, agregó–: Once años de dolor y odio que podrían concluir esta misma noche. ¡Esta noche! ¿No es eso lo que quieres? Sé cómo debes de haberte sentido al creer que a Nick no le importabais ni tú ni el niño. ¡Pero piensa en lo que ha sentido él durante todos estos años! A las nueve de esta noche toda esa historia de angustia puede haber quedado atrás. Podríais ser amigos, como lo fuisteis antes. –Miley parecía estar a punto de ceder, pero aún se resistía y Patrick supuso el motivo. Cuando terminéis de hablar, puedes irte al motel de Edmunton y pasar allí la noche.

Sonrió a 
Miley con tal ternura que la joven se sintió emocionada.

–Haces que me sienta orgulloso de ti, 
Miley –murmuró Patrick, y ella se dijo que enfrentarse a Nick no sería tan fácil como su padre creía.

–Supongo que lo mejor será que vaya –decidió al fin, y besó la áspera mejilla de su suegro. Entonces él la abrazó con cariño y 
Miley incluso se sintió feliz. No recordaba la última vez que su propio padre le había dado un abrazo.

–Spencer te llevará –sugirió Patrick con voz ronca por la emoción–. Ha empezado a nevar y las carreteras pronto estarán en mal estado.
Miley dio un paso atrás e hizo un movimiento de negación con la cabeza.

–Prefiero ir con mi propio coche. Estoy acostumbrada a conducir en la nieve.

–Estaría más tranquilo si te llevara él –insistió Patrick.

–Todo irá bien –aseguró 
Miley con firmeza.. Se volvió para marcharse y entonces recordó que había concertado una cena con Demi para luego ir a la galería de arte donde se exponía la última obra del novio de su amiga.

–¿Puedo utilizar su teléfono? –le preguntó a Patrick.

Demi se mostró decepcionada y le pidió una explicación. Cuando 
Miley le dijo adónde iba y por qué, Demi se enfureció... con Philip Bancroft.

–Dios mío, 
Miley  todos estos años tú y Nick os echabais la culpa uno al otro... Y todo por el cretino de tu padre... –Se le quebró la voz–. Buena suerte esta noche –concluyó con tono sombrío.

Cuando 
Miley se marchó, Patrick permaneció largo rato pensativo, luego miró a Spencer, que escuchaba desde la puerta de la cocina.

–Bien –dijo Patrick con una reluciente sonrisa–. ¿Qué piensas de mi hija política?

Spencer se separó del umbral y se acercó al sofá.

–Creo que habría sido mejor que la llevara, Patrick. De ese modo no podría marcharse, porque tampoco ella tendría vehículo.

Patrick sonrió y comentó:

Miley ha pensado en eso. Por eso no quiso que la llevaras.

–Nick no se sentirá feliz al verla –advirtió Spencer–. Está furioso con ella. No, peor que eso. Nunca lo he visto como ahora. Ayer mencioné el nombre de su mujer y me lanzó una mirada que me dejó perplejo. Por algunas llamadas que he oído en el coche, Nick tiene la intención de hacerse con el control de los grandes almacenes Bancroft. Es la primera vez que veo que alguien le importa tanto como esa chica.

–Ya lo sé –convino Patrick con voz queda, y volvió a sonreír. Y también sé que es la única mujer que ha existido en la vida de mi hijo.

Spencer estudió la expresión placentera de Patrick y frunció el entrecejo.

–Confías en que cuando le cuente a Nick lo que hizo su padre y Nick se calme no la deje marcharse de la casa, ¿verdad?

–Por supuesto.

–Cinco dólares a que te equivocas.

A Patrick se le cambió la expresión e inquirió:

–¿Apuestas en contra?

–En otras circunstancias no lo haría. Apostaría no cinco, sino diez dólares a que Nick miraría esa hermosa cara, la vería llorar y luego se la llevaría a la cama para consolarla.

–¿Y por qué crees que no sucederá así?

–Porque Nick está enfermo.

Patrick pareció tranquilizarse con aquella respuesta y sonrió satisfecho.

–No está tan enfermo.

–¡Está enfermo como un perro! –insistió Spencer con terquedad–. Ha tenido gripe durante toda la semana, aunque viajó a Nueva York. Cuando lo recogí ayer en el aeropuerto, tosió en el coche y me dieron escalofríos al oírlo.

–¿Subes la apuesta a diez dólares?

–Bueno.

Se sentaron para continuar su partida de damas, pero Spencer vaciló.

–Patrick, retiro la apuesta. No es justo que te saque diez dólares. Apenas has visto a Nick durante toda la semana. Te aseguro que está demasiado enfermo y furioso para que ella se quede en la casa.

–Puede que esté muy furioso, pero no enfermo.

–¿Por qué estás tan seguro?

–Simplemente lo sé –replicó Patrick, fingiendo hallarse absorto en su próxima jugada–. Sé que Nick fue al médico antes de salir hacia Indiana y se llevé el medicamento. Me llamó desde el coche, camino de la casa, y me dijo que ya se sentía mejor.

–Me engañas. Tus ojos lo delatan.

–¿Subes la apuesta?



Paraíso Robado - Cap: 41



Durante la semana siguiente, Miley se enfrascó en su papel de presidenta interina. Tomó decisiones con prudencia y conocimiento de causa; se reunió con el directorio, donde escuchó todas las opiniones y expuso sus propias ideas. Al poco tiempo todos empezaron a reaccionar con confianza y entusiasmo ante la dirección de 
Miley.

Después de varios días en su doble función de presidenta y vicepresidenta, 
Miley aprendió a racionalizar su tarea, a sacar el mayor partido posible a su tiempo, hasta el punto de que el agotamiento físico dio paso a la euforia. Se las arregló incluso para prestar cierta atención a los preparativos de su casamiento; pidió invitaciones del departamento de material de oficina de Bancroft, y cuando la sección de novias llamó para decirle que tenían algunos nuevos modelos, fue a verlos. Uno de ellos era un glorioso traje azul de seda, con incrustaciones de perlas y un largo y profundo corte en la espalda. Era exactamente lo que Miley había estado buscando sin haberlo encontrado.

Con el boceto del vestido en una mano y una muestra de la invitación a la boda en la otra, se hallaba sentada en el escritorio que había pertenecido a su padre y a su abuelo. Las ventas batían sus propios récords en todas las sucursales de Bancroft; no había asunto que llegara a su despacho, por complicado que fuera, que supusiera un obstáculo insalvable; y por si no bastaba, iba a casarse con el más bueno y el mejor de los hombres; el mismo al que había amado desde que era niña.

A medida que transcurrían los días, 
Miley seguía sintiéndose feliz y absorta en el desafío de su trabajo. El éxito le sonreía en todo, excepto en una cosa: Nick Farrell. Antes de su viaje, Philip había dado los pasos necesarios para que la comisión de Southville aprobara la petición de Nick, pero no había modo de comunicarse con él por teléfono para darle la buena nueva.
Miley llamaba a la oficina de Nick, pero nunca daba con él. La secretaria le decía que no estaba en su despacho y a veces ni siquiera en la ciudad. El jueves por la tarde, y puesto que Nick ni siquiera le devolvía las llamadas, Miley lo intentó otra vez. Esta vez la secretaria de su ex marido le transmitió un mensaje:

–El señor Farrell –anunció con voz fría y cortante– me ha ordenado que le diga que si quiere algo de él se ponga en contacto con la firma de abogados Pearson y Levinson. Señorita Bancroft, el señor Farrell no atenderá sus llamadas ahora ni en el futuro, y si insiste en llamarlo, iniciará una querella judicial contra usted por hostigamiento. –Luego la mujer colgó.
Miley se quedó mirando fijamente el teléfono, incapaz de salir de su asombro. Pensó en la posibilidad de presentarse en el despacho de Nick e insistir en verle. Pero no. En su estado de ánimo actual era posible que sus empleados de seguridad, debidamente aleccionados, la escoltaran por la fuerza hasta la calle. Comprendiendo que era absolutamente necesario mantener la calma, repasó las alternativas a su alcance, como si se tratara de una cuestión de negocios. Sin duda sería inútil llamar a los abogados de Nick, porque ellos tratarían de intimidarla aunque solo fuera por divertirse a su costa. Además, sabía desde el principio que un día u otro tendría que contratar los servicios de un abogado para que redactara los documentos del divorcio, en cuanto Nick hubiera accedido. Era obvio que iba a necesitar al abogado antes de lo previsto; un letrado que tendría que pasar por el trámite irritante de comunicar al bufete Pearson y Levinson su oferta de paz, para que ellos a su vez se la transmitieran a Nick.

Pero 
Miley no podía elegir simplemente un buen abogado, puesto que Nick estaba representado por una firma tan poderosa y de tanto prestigio como Pearson y Levinson. El de Miley debía tener la misma influencia política y la misma habilidad que los renombrados abogados de Nick porque de lo contrario estos acabarían con ella. Eran hábiles en los trucos y las estratagemas que a los abogados tanto les gustaban. Había que tener en cuenta otra cosa. Quienquiera que fuese el elegido de Miley debía ser persona de suma confianza, que preservase la intimidad de su clienta tan bien como sus intereses jurídicos. Alguien, en definitiva, que no hablara del caso con los amigos en la barra del bar del club de los abogados. Una tumba.

Parker había sugerido uno de sus propios amigos, pero 
Miley prefería que fuera alguien que ella misma conociera y que le gustara. Como por otro lado no quería mezclar los negocios con los asuntos personales, Sam Green quedaba descartado. Distraídamente, empezó a garabatear los nombres de abogados que había conocido en reuniones sociales, pero los tachó a todos. Eran, sin excepción, profesionales de éxito y también socios de Glenmoor. Juntos jugaban al golf, probablemente también intercambiaran chismes.

Solo había una persona que reunía las condiciones que 
Miley buscaba, aunque a ella le desagradaba la idea de confiarle el asunto. Stuart, se dijo, suspirando con una mezcla de renuencia y afecto. Stuart Whitmore había sido el único chico a quien ella cayera bien en la adolescencia. El único que por propia voluntad la sacó a bailar durante la fiesta de la señorita Eppingham. En la actualidad, con sus treinta y tres años, Stuart seguía siendo un hombre de escaso atractivo, de hombros estrechos y ralo pelo castaño. Pero también era un brillante abogado descendiente de una estirpe de brillantes abogados, además de un conversador fascinante y, sobre todo, era un amigo. Dos años antes había llevado a cabo su último y más decidido intento de acostarse con ella, y lo hizo a su peculiar manera. Como si estuviera soltándole a un jurado un preparado razonamiento jurídico, le recitó a Miley todas las razones por las cuales ella debería irse a la cama con él, siendo la última, pero no la menos importante, la posibilidad del matrimonio posterior.

Sorprendida, y conmovida por el hecho de que Stuart hubiera pensado en casarse con ella, 
Miley lo rechazó con gentileza, intentado hacerle comprender que su amistad era muy importante.

Al verse rechazado, Stuart le preguntó:

–¿Considerarás al menos la posibilidad de que te represente en alguna acción jurídica? Así podría decirme que la ética, no la falta de reciprocidad de sentimientos, prohíbe que tú y yo nos acostemos. –
Miley aún estaba intentando descifrar aquella frase cuando advirtió tardíamente su humor irónico. Sonrió, llena de gratitud y cariño.

–¡Lo haré! Robaré una caja de aspirinas de una farmacia mañana por la mañana y tú me sacarás de la cárcel.

Stuart le sonrió y se levantó para alejarse, pero su despedida fue cálida y agradable. Entregándole a 
Miley su tarjeta profesional, le dijo:

–Acógete a la quinta enmienda hasta mi llegada.
Miley todavía sonreía pensando en ello cuando apretó el botón del intercomunicador.

–Phyllis, haz el favor de ponerme en contacto con Stuart Whitmore, de Whitmore y Northridge.

Mientras su secretaria le anunciaba la llamada, trató de estudiar algunos papeles, pero la tensión se había adueñado de ella. Le temblaban las manos. Durante el último año no había visto a Stuart más que un par de veces. ¿Y si no aceptaba? ¿Y si no quería verse envuelto en sus problemas personales? ¿Y si no estaba en la ciudad? El zumbido breve y agudo del intercomunicador la sobresaltó.

–El señor Whitmore está en la línea uno, 
Miley.
Miley respiró hondo y cogió el teléfono.

–Stuart, te agradezco que hayas contestado enseguida.

–Estaba a punto de salir hacia el juzgado cuando oí que mi secretaria atendía tu llamada –respondió él, con tono profesional pero cortés.

–Tengo un pequeño problema jurídico –declaró 
Miley –. Bueno, no es pequeño, sino bastante grande. En realidad, es enorme.

–Te escucho –dijo Stuart al notar la vacilación de su amiga.

–¿Quieres que te lo cuente ahora? ¿Por teléfono y con prisas?

–No necesariamente. Pero dame una pista... para despertar mi apetito jurídico.
Miley captó el agudo sentido del humor de Stuart y suspiró con alivio.

–Para ser breve, necesito tu consejo acerca de mi... divorcio.

–En ese caso –replicó Stuart de inmediato y con voz grave–, mi consejo es que te cases primero con Parker. Así alcanzaremos un mejor acuerdo.

–No es una broma, Stuart –le advirtió 
Miley  pero algo en él inspiraba tanta confianza que la joven sonrió y añadió–: Estoy metida en el más asombroso embrollo legal que puedas imaginar. Necesito salir enseguida de este lío.

–En general, me gusta alargar las cosas porque así se hinchan mis honorarios –comentó él con ironía–. Sin embargo –continuó–, por una amiga como tú puedo hacer una excepción y sacrificar el dinero a la piedad. ¿Estás libre para cenar esta noche?

–¡Eres un ángel!

–¿De veras? Ayer el abogado de la otra parte me llamó manipulador hijo de pu/ta.

–¡No lo eres! –protestó 
Miley con lealtad. Stuart rió y dijo:

–Te aseguro que lo soy, mi amor.



Lejos de comportarse como un juez severo o de escandalizarse por su conducta a la edad de dieciocho años, Stuart escuchó la historia de 
Miley sin el menor signo de emoción en el rostro. Ni siquiera pareció sorprendido cuando ella le dio a conocer el nombre del padre de la criatura. Tan desconcertante era la inocua expresión del rostro del abogado, tan persistente su silencio, que cuando Miley llegó al final de su relato le preguntó, vacilante:

–Stuart, ¿está todo bien claro?

–Perfectamente claro –respondió él, y como para demostrarlo dio su versión de parte de los hechos–. Lo último que me has dicho es que tu padre ahora se muestra dispuesto a utilizar su influencia para que a Farrell se le conceda la recalificación de su terreno. Y lo hace con el mismo absoluto desprecio por la ley que mostré antes, cuando por medio del senador bloqueó la petición de Nick.

–Creo... que es así –confirmó 
Miley  a quien la velada condena de Stuart sobre su padre había puesto un poco nerviosa.

–Pearson y Levinson representan a Farrell, ¿verdad?

–Sí.

–Bueno, pues ¡allá vamos! –declaró Stuart, haciendo señas al camarero–. Por la mañana llamaré a BiIl Pearson y le diré que su cliente está presionando al mío de manera injusta, causándole una angustia innecesaria.

–Y después, ¿qué?

–Después le pediré que su cliente firme unos papeles que yo redactaré y le enviaré.
Miley sonrió con una mezcla de esperanza e incertidumbre.

–¿Eso es todo?

–Tal vez.

Al atardecer del día siguiente Stuart por fin llamó.

–¿Has hablado con Pearson? –le preguntó 
Miley  sintiendo un nudo en el estómago.

–Hace un minuto que hemos colgado.

–¿Y bien? –inquirió 
Miley anhelante, creyendo advertir en él cierta vacilación–. ¿Le has hablado de la oferta de mi padre? ¿Qué le pareció?

–Me ha dicho –respondió Stuart sardónicamente– que todo este asunto entre tú y Farrell es muy personal, que su cliente quiere considerarlo primero desde ese punto de vista y después, cuando él esté dispuesto, dictará las condiciones bajo las cuales te concederá el divorcio.

–¡Dios mío! –murmuró 
Miley  respirando hondo–. ¿Qué significa eso? No lo entiendo.

–En tal caso te lo diré con franqueza y pasando por alto la jerga jurídica. Pearson quiso decirme que me fuera a la mie/rda.

Las palabrotas eran impropias del lenguaje corriente de Stuart, lo que indicó a 
Miley que estaba mucho más enojado de lo que parecía. El estado de ánimo de su amigo y abogado alarmó a la joven casi tanto como la incomprensible actitud del ahogado de Nick.

–No lo comprendo –dijo 
Miley  inclinándose en el sillón–. Nick se mostró muy conciliador el día que almorzamos juntos... es decir, hasta que recibió la llamada relativa a la recalificación de su terreno. Pero ahora que le ofrezco la aprobación de su solicitud ni siquiera quiere escucharme.

Miley –dijo Stuart con firmeza–, cuando me hablaste de tu relación con Farrell, ¿me ocultaste algún detalle?

–No, nada. ¿Por qué lo preguntas?

–Porque –le contestó Stuart– por todo lo que he leído y oído acerca de él, parece un hombre razonable e inteligente; fría y casi inhumanamente racional, según algunas personas. Pero los hombres racionales y al mismo tiempo ocupados no se detienen a vengarse de pequeños y mezquinos agravios. Eso es una pérdida de tiempo, y en el caso de Farrell el tiempo es oro. Sin embargo, todo ser humano tiene una capacidad de absorción de afrentas presuntas o reales; pasado ese límite, todos reaccionamos. Bueno, si a Farrell se le ha empujado más allá de sus límites, estará deseando entablar una lucha. En mi opinión, eso es lo que parece haber sucedido. Lo cual me inquieta mucho.

Miley la inquietó aún más.

–¿Por qué tendría que querer luchar?

–Por el placer de la revancha.

–¿Revancha? –imploró 
Miley con un grito de alarma–. ¿Por qué dices una cosa así?

–Por algo que dijo Pearson. Me advirtió que cualquier intento por tu parte de llevar e1 caso al tribunal sin antes obtener la aprobación completa de su cliente traería como consecuencia ciertas sorpresas desagradables...

–¿Más sorpresas desagradables? –repitió ella, pasmada–. ¿Por qué ahora? Cuando almorzamos juntos la semana pasada intenté mostrarse amable. De veras. Incluso bromeó conmigo, a pesar de que me desprecia...

–¿Por qué? –le interrumpió Stuart con voz firme–. ¿Por qué te desprecia? ¿Qué te hace pensar así?

–No lo sé. Es una intuición. –Sin revelar más detalles, prosiguió–: Está comprensiblemente furioso por lo de Southville; y después del almuerzo, en su coche, le dije cosas que sin duda lo ofendieron. ¿Será eso lo que lo empujó «más allá de sus límites»?

–Es posible –respondió Stuart sin convicción.

–¿Qué hacemos ahora?

–Lo pensaré durante el fin de semana. Dentro de una hora salgo hacia Palm Beach para reunirme en el yate con Teddy y Liz Jonkings. Cuando volvamos, planearemos nuestra estrategia. Intenta no preocuparte demasiado.

–Lo intentaré –le prometió 
Miley.

A solas en su oficina, se esforzó por dejar de pensar en Nick Farrell. Para ello, se sumergió en el trabajo. Dos horas más tarde, se presentó Sam Green. De acuerdo con lo prometido, su equipo había trabajado con rapidez para completar el proyecto que lo retenía en Chicago. Hacía tres días que había llamado a Houston con la esperanza de concertar una entrevista, pero Ivan Thorp le dijo que no valía la pena que viajara y que esperara a la semana siguiente.
Miley le sonrió mientras el abogado se acercaba a ella.

–¿Dispuesto para el viaje a Houston?

–Thorp acaba de llamar. Ha cancelado la reunión. –Sam se hundió en la silla, frente a 
Miley.  Parecía furioso y acorralado–. Al parecer, los hermanos han aceptado una oferta de veinte millones. El comprador exigía que la operación se mantuviera en secreto hasta ahora, y por eso Thorp me entretuvo. El terreno es propiedad de la división de bienes inmuebles de un gran conglomerado.

Decepcionada pero dispuesta a no aceptar la derrota, 
Miley ordenó:

–Ponte en contacto con los nuevos propietarios y averigua si están dispuestos a vender.

–Ya lo he hecho y efectivamente están dispuestos a vender –respondió Sam con sarcasmo.

Sorprendida, 
Miley añadió:



–En ese caso no perdamos más tiempo e iniciemos las negociaciones.

–Lo intenté. Piden treinta millones y esa cifra no es negociable.

–¿Treinta millones? ¡Es ridículo! –exclamó 
Miley  levantándose de su asiento–. ¡Es una locura! Ese terreno no vale más de veintisiete millones. ¡Ellos lo han comprado por veinte!

–Así se lo hice notar al director de la división, pero me dijo que era innegociable.
Miley se acercó a los ventanales. Se sentía muy intranquila. El terreno de Houston, cerca de The Galleria, estaba ubicado en una zona perfecta para un centro comercial Bancroft. Quería edificar allí y no iba a darse por vencida.

–¿Proyectan edificar ellos mismos? –le preguntó a Sam al tiempo que volvía a su escritorio y se apoyaba en el borde, con los brazos cruzados sobre el pecho.

–No.

–Has dicho que se trata de un conglomerado. ¿Cuál?

Sam Green, como casi todo el mundo en Bancroft, sabía muy bien que el nombre de 
Miley había sido asociado con el de Nick Farrell en la sección de sociedad del Tribune. Vaciló unos segundos antes de contestar.

–Intercorp.

Perpleja y furiosa, 
Miley se irguió como impulsada por un resorte. Clavó la mirada en Sam.

–¡Bromeas! –estalló.

Sam frunció irónicamente el entrecejo.

–¿Tengo el aspecto de alguien que bromea?

Consciente de que la vacilación de Sam antes de mencionar el nombre de la empresa era una señal evidente de que estaba al corriente, 
Miley profirió sin reparo alguno:

–¡Mataré a Nicholas Farrell por esto!

–Consideraré esa amenaza como información privilegiada entre abogado y cliente. Así no tendré que testificar contra ti si lo matas.
Miley se debatía en un mar de emociones. Miró a Sam, rabiosa e incrédula, y pensó que la hipótesis de Stuart sobre la sed de venganza de Nick eliminaba toda duda de que la compra de la parcela de Houston por Intercorp fuera una coincidencia. Por supuesto, a esto se refería el abogado de Nick al hablar de «sucesos desagradables».

–¿Cuál será tu primer paso?

Sus atormentados ojos azules miraron a Sam.

–¿Después de matarlo? Bueno, echaré a los tiburones a ese malnacido... –Se interrumpió e intentó mantener la calma. Se situó ante su sillón y comentó–: Tengo que pensar en esto, Sam. Lo discutiremos el lunes.

Cuando el abogado se marchó, 
Miley  empezó a darle vueltas al asunto, mientras se paseaba de un extremo al otro del despacho. Por fin, logró serenarse. ¿Por qué lo hace?, se preguntó. Una cosa era que Nick convirtiera en un infierno la vida personal de su ex esposa –Miley se enfrentaría a él a través de Stuart–, y otra muy distinta que también atacara a Bancroft & Company. A ella cualquier intromisión en su firma le producía más pánico que los ataques contra su propia persona. Debía detenerle. Solo Dios sabía qué más estaría tramando, o peor aún, qué intrigas había ya puesto en marcha.

Se rascó la nuca con nerviosismo y siguió caminando por la oficina. El interrogante que hubiera querido despejar antes que nada era el móvil. Por qué Nick Farrell la perseguía de aquella forma. Y sin embargo, tenía una respuesta: Nick se estaba vengando del juego sucio de Philip. Se había mostrado muy amable durante el almuerzo de la semana anterior, hasta que recibió la maldita llamada telefónica acerca de Southville. La causa de esta batalla estaba, pues, meridianamente clara: la interferencia de Philip Bancroft en la vida y los negocios de Nick Farrell.

Sin embargo... ¡era todo tan innecesario! De algún modo tendría que conseguir que él la recibiera y la escuchase. Debía hacerle comprender que él había ganado la batalla y que Philip había dado marcha atrás. ¡Todo lo que Nick tenía que hacer era volver a plantear su petición! Corno Stuart no estaba presente para convencerla de que mantuviera la calma, 
Miley tomó el único camino que le quedaba: llamar a Nick a su despacho.

Cuando le contestó la secretaria, 
Miley cambió el tono de voz para que no la reconociera.

–Soy... Phyllis Tisher –mintió, suplantando a su secretaria–. ¿Está el señor Farrell?

–El señor Farrell se ha ido a su casa y no volverá hasta el lunes por la tarde.
Miley miró su reloj y se sorprendió al ver que ya eran las cinco.

–No me di cuenta de que era tan tarde. En este momento no dispongo de su número telefónico. ¿Le importaría dármelo, por favor?

–Tengo instrucciones del señor Farrell de no dar a nadie el número de teléfono de su casa. A nadie, sin excepción.
Miley colgó. No podía esperar hasta el lunes para intentarlo de nuevo, y llamarlo a su oficina era de todos modos una pérdida de tiempo. Aunque diera un nombre falso, la secretaria insistiría en saber de qué asunto se trataba antes de comunicárselo a su jefe. Quedaba la alternativa de presentarse en el despacho de Nick el lunes, pero en el estado de ánimo en que este se hallaba lo más probable era no solo que rehusara verla, sino que ordenara sacarla del edificio custodiada. Bien, si él no quería verla en su oficina y ella no se atrevía a esperar hasta el lunes para comprobarlo, entonces solo quedaba una opción...

–¡En su casa! –dijo 
Miley.  Allí no habría una secretaria con instrucciones de impedirle el paso. Con la remota esperanza de que el número de Nick figurara en la guía, la joven llamó a información.

La operadora sentía comunicarle que el número de Nick Farrell no estaba a disposición de nadie.

Decepcionada, pero no derrotada, 
Miley colgó. No estaba dispuesta a renunciar a su propósito. Cuando tenía un plan viable y veía la ocasión de ponerlo en práctica, se armaba de una fría resolución, en total contraste con su frágil apariencia y dulzura de voz. Cerró los ojos y se concentró en buscar a algún conocido que tuviera el teléfono de Nick Farrell. Nick había acompañado a Alicia Avery a la ópera y Stanton Avery había avalado su ingreso en Glenmoor. Sonriendo, Miley buscó el número de Stanton en su propia agenda.

El mayordomo de los Avery le informó de que padre e hija habían ido a pasar unos días a su residencia de Saint Croix. En realidad, no esperaban que volvieran hasta dentro de una semana. 
Miley estuvo tentada de preguntar al mayordomo el número de teléfono de Saint Croix, pero lo pensó mejor. De hecho, comprendió que Stanton no le daría fácilmente el número de Nick, sino más bien lo contrario. Ella era la mujer que había insultado en público a su amigo y cuyo padre le vetó el ingreso a Glenmoor. Decidió llamar a Glenmoor para hablar con el director. Este podría darle el número de Nick con solo mirar su solicitud de ingreso.

Pero Timmy Martin también se había marchado a casa. Y la oficina estaba cerrada.

Mordiéndose un labio, aceptó el hecho de que su única opción era acudir personalmente al apartamento de Nick. La perspectiva era escalofriante, sobre todo teniendo en cuenta que él estaba furioso. Apoyando la cabeza en el respaldo, cerró los ojos, mientras en su interior el arrepentimiento se mezclaba con el temor y la ira. Si su padre no se hubiera entrometido en el asunto de la recalificación del terreno de Southville, si no hubiera humillado a Nick vetando su aceptación como socio de Glenmoor... Si ella no se hubiera dejado llevar por la cólera en el coche... entonces el almuerzo habría concluido con la misma placidez con que empezó, y nada de todo aquello habría ocurrido.

No obstante, el arrepentimiento no iba a solucionar el problema en que estaba metida. 
Miley abrió los ojos y se mentalizó para lo que tenía que hacer. No sabía el número de teléfono de Nick, pero sí dónde vivía, como cualquiera que leyera el Chicago Tribune. En el suplemento del mes anterior habían aparecido cuatro páginas a todo color del interior del lujoso ático comprado y amueblado por el más reciente y rico empresario de Chicago. Estaba situado en las torres Berkeley, en Lake Shore Drive.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 40



Toqué tus lápices, llamé a tu secretaria por el intercomunicador, vino y se prestó a que le dictara una carta. Estaba dirigida a ti. –Al ver palidecer a su padre, Miley comprendió que recordaba esa carta–. En mi carta decía... –Hizo una pausa para respirar hondo y reprimir un amago de llanto. No quería que su padre la viera llorar–. Decía: «querido padre, voy a estudiar y a trabajar muy duro para que algún día estés tan orgulloso de mí que me dejes trabajar aquí como has trabajado tú y el abuelo. Y si lo hago, ¿me dejarás sentarme en tu sillón otra vez?». Leíste la carta y me contestaste: «Naturalmente». –Mirándolo con orgullo, agregó–: Yo cumplí mi palabra. Tú nunca tuviste intención de cumplir la tuya. Otras niñas jugaban a las muñecas, pero no yo. –Reprimió la risa–. ¡Yo jugué a los grandes almacenes! –Levantó la barbilla y siguió hablando–: Pensaba que me querías. Sabía que hubieras preferido tener un hijo varón, pero nunca me di cuenta de que yo no te importaba porque era simplemente una chica. Durante toda la vida me has llevado a despreciar a mi madre por habernos abandonado, pero ahora me pregunto si nos abandonó o si la obligaste a huir, como ahora haces conmigo. Mañana por la mañana tendrás sobre la mesa mi renuncia. –Advirtió la satisfacción que a Philip le producía el aplazamiento de su dimisión y levantó aún más la barbilla–. Tengo reuniones programadas, no podré escribir hoy la carta.

–Sí no estás aquí cuando yo dé la noticia a los otros –le advirtió Philip al ver que su hija se dirigía a la puerta lateral del despacho, que conducía a la sala de conferencias–, sospecharán que saliste de aquí llorando, incapaz de soportar no haber sido elegida.
Miley se detuvo el tiempo necesario para lanzarle una mirada cargada de desprecio.

–No te engañes, papá. Aunque me tratas como a un estorbo, nadie cree realmente que eres tan despiadado conmigo, que te inspiro tanta indiferencia como parece y mucho más. Pensarán que hace días le contaste a tu hija quién era el candidato elegido.

–Cambiarán de opinión cuando renuncies –insistió él, y por un instante su voz pareció vacilar.

–Estarán demasiado ocupados ayudando a Stanley a salir del atolladero como para pensar en nada más.

–Yo gobernaré a Allen Stanley.
Miley, con la mano en el picaporte, se detuvo, miro a su padre y lanzó una carcajada. Luego dijo:

–Lo sé. ¿Piensas que soy tan arrogante para creer que podría dirigir Bancroft por mí misma, sin tu guía? ¿O acaso tenías miedo de que lo intentara? –Sin esperar respuesta, abrió la puerta y salió al pasillo por la sala de conferencias.





Su decepción al verse privada de la oportunidad de demostrarse y demostrar a los demás que era capaz de dirigir el negocio, se vio eclipsada por el dolor que le produjo descubrir lo poco que ella significaba para su padre. Durante años se había dicho que él la quería, que no sabía demostrar sus sentimientos. Ahora, mientras esperaba el ascensor, 
Miley se sentía como si una mano invisible hubiera trastrocado su mundo, poniéndolo patas arriba. Se abrieron las puertas, entró en el ascensor, observó el tablero y descubrió que no sabía adónde iba. Vaciló antes apretar un número y pensó que tampoco sabía quién era ella realmente. Durante toda su vida había sido la hija de Philip Bancroft. Ese era su pasado. Su futuro siempre había estado aquí, en los grandes almacenes. En cambio ahora... Su pasado era una mentira y su futuro un vacío. Oyó voces masculinas que se acercaban por el pasillo y se apresuró a apretar el número del entresuelo, rezando para que se cerraran las puertas antes de que alguien la viera.

El entresuelo era en realidad una especie de balconada desde la que se divisaba la planta baja de la tienda. Cuando 
Miley se apoyó en la barandilla, se dio cuenta que inconscientemente sus pasos la habían llevado a aquel lugar, su favorito. Con las manos agarradas a la fría y rutilante barandilla, contempló el ajetreo de la planta baja. Se sintió sola, aislada en un lugar atestado de compradores en vísperas de Navidad, mientras el sistema de megafonía desgranaba la entrañable Navidades Blancas. Miley oía las voces, la música, el rumor de las cajas registradoras que producían notas de venta... Pero no sintió nada. Del techo surgió el sonido de llamada: dos campanadas breves, una pausa, otra campanada. Era su código. Miley se quedó inmóvil.

Volvieron a llamarla y siguió sin moverse, ignorando si se estaba despidiendo de Bancroft, de sus sueños, o simplemente atormentándose a sí misma.

Cuando la llamaron por tercera vez, a regañadientes se dirigió al mostrador más cercano y marcó el número de la recepcionista principal del establecimiento.

Miley Bancroft. ¿Me ha llamado?

–Sí, señorita Bancroft. Dice su secretaria que llame a la oficina con urgencia.

Cuando colgó, 
Miley comprobó la hora en su reloj. Tenía dos reuniones programadas para la tarde, eso siempre que fuera capaz de atenderlas como si nada hubiera ocurrido. Pero aun en el supuesto de que lo hiciera, ¿qué sentido tenía? Finalmente pidió comunicación con Phyllis.

–Soy yo –dijo–. ¿Me has llamado?

–Sí,
Miley. Siento molestarte –empezó Phyllis y su tono de voz, triste y apagado, le indicó a Miley que su padre había dado por concluida la reunión con los vicepresidentes y ya se sabía quién iba a ser su sustituto–. Se trata del señor Reynolds –prosiguió su secretaria–. Ha llamado dos veces durante la última media hora. Dice que tiene que hablar contigo y parece muy nervioso.
Miley comprendió que Parker ya estaba enterado de la noticia.

–Si vuelve a llamar, dile por favor que espere mi llamada. –No se sentía con ánimos de soportar la compasión de su novio. Sufriría un colapso nervioso. Y si él intentaba decirle que lo sucedido sería positivo a largo plazo o algo así... Bueno, eso sería aún más insoportable.

–Está bien –contestó Phyllis–. Tienes una reunión con el director de publicidad dentro de media hora. ¿Quieres que la cancele?
Miley volvió a vacilar. Paseó la mirada por aquella actividad frenética. Una mirada casi amorosa. No podía soportar la idea de alejarse sin más, dejando en el aire el asunto de Houston y varios proyectos que todavía reclamaban su atención. Si trabajaba durante las dos semanas siguientes, podía completar gran parte de ese trabajo y dejar el resto preparado para pasarlo a manos de su sucesor. En cambio, marcharse con todo a medio hacer, descuidando algunos de sus proyectos, no redundaría en beneficio de la firma. Hacerle daño a Bancroft era como hacérselo a sí misma. Fuera adonde fuese, hiciera lo que hiciese, ese lugar siempre sería parte de su ser.

–No canceles nada. Subiré dentro de un rato.

Miley –dijo Phyllis, vacilante–. Si te sirve de consuelo, casi todos pensamos que tú deberías haber sido la elegida.
Miley ahogó una risa mordaz.

–Gracias –repuso, y colgó. Las palabras de su secretaria y amiga eran dulces y amables, pero en estos momentos no servían para levantar su maltrecho ánimo.






Parker miró el teléfono, que sonaba una vez más en la habitación de 
Miley.  Después la miró a ella, de pie junto a la ventana, pálida y silenciosa.

–Probablemente sea tu padre de nuevo.

–Deja que el contestador registre el mensaje –replicó 
Miley , encogiéndose de hombros. Había abandonado la oficina a las cinco de la tarde y ya había rechazado dos llamadas de Philip y varias de la prensa. Los reporteros querían saber cómo se sentía después de haber sido postergada.

La voz de Philip sonó furiosa cuando concluyó el mensaje grabado de 
Miley.

–¡
Miley, sé que estás ahí, maldita sea! ¡Contesta! Tengo que hablar contigo.

Parker le pasó una mano por la cintura y la atrajo hacia sí.

–Sé que no quieres hablar con él –dijo solidario–, pero es la cuarta vez que llama en la última hora. ¿Por qué no le contestas de una vez y terminas con el asunto?

Parker había insistido en verla para prestarle su apoyo moral, pero ella solo quería estar a solas.

–En este momento no quiero hablar con nadie, y menos con él. Por favor, trata de comprenderme. De veras, quisiera estar... sola.

–Lo sé –dijo Parker con un suspiro, pero se quedó allí, ofreciéndole su silenciosa simpatía mientras ella observaba el paisaje oscuro por la ventana–. Ven aquí al sofá –susurró Parker, y le besó la sien–. Te prepararé una copa.
Miley negó con la cabeza, pero se sentó en el sofá, dejándose envolver por los brazos de su novio.

–¿Seguro que estarás bien si me marcho? –le preguntó él una hora más tarde–. Mañana viajo y todavía tengo cosas que preparar, pero me duele dejarte en ese estado de abatimiento. Mañana es el día de Acción de Gracias y no querrás pasarlo con tu padre, como había planeado. ¡Ya lo tengo! –exclamó de pronto, tomando una decisión–. Cancelaré mi vuelo a Ginebra. Alguien pronunciará por mí el discurso inaugural de la convención bancaria. Diablos, ni se darán cuenta...

–¡No! –lo interrumpió 
Miley  tratando de mostrarse firme. Se puso de pie. Con todo lo sucedido, había olvidado por completo que Parker tenía que viajar a Europa, donde permanecería tres semanas con sus colegas europeos, y donde pronunciaría el discurso de apertura de la Conferencia Mundial de la Banca–. No voy a saltar por la ventana –prometió, esbozando una sonrisa levemente irónica y rodeando el cuello de su novio para darle un suave beso de despedida–. Mañana comeré con la familia de Lisa. Cuando vuelvas, tendré mi futuro organizado y la vida ordenada. Terminaré de preparar nuestra boda.

–¿Qué piensas hacer con Farrell?
Miley cerró los ojos, pensando cómo era posible luchar contra tantas adversidades a la vez. Tantas complicaciones, tantas decepciones, tantos reveses. Por culpa de las devastadoras revelaciones de ese día había olvidado por completo que aún estaba casada con aquel despreciable...

–Mi padre tendrá que cambiar radicalmente de actitud en lo relativo a la recalificación del terreno de Nick. Me lo debe –declaró con amargura–. Cuando lo haga, mi abogado se pondrá en contacto con Farrell para presentarle el terreno como una ofrenda de paz de mi parte.

–¿Crees que podrás ocuparte de los preparativos del casamiento en medio de una situación como esta? –le preguntó Parker con dulzura.

–Puedo y lo haré –aseguró 
Miley  dando a su voz un tono de fingido entusiasmo–. Nos casaremos en febrero. ¡En la fecha prevista!

–Otra cosa –añadió él–. Prométeme que no buscarás otro empleo durante mi ausencia.

–¿Por qué no?

Parker respiró hondo y por fin dijo con extrema cautela:

–Siempre he comprendido tus razones para querer trabajar en Bancroft, pero puesto que ya no puedes hacerlo, quisiera que al menos reflexionaras un poco sobre la posibilidad de hacer una profesión del hecho de ser mi esposa. Tendrías mucho trabajo. Aparte de dirigir nuestra casa y nuestra vida social, están las ocupaciones cívicas, las obras de caridad...

Abrumada por una desesperación como no había sentido desde hacía muchos años, 
Miley se dispuso a protestar, pero enseguida desistió.

–Buen viaje –dijo, y le dio un beso en la mejilla.

Se encaminaban a la puerta cuando alguien pulsó decididamente el portero automático, con un ritmo vivaz que a 
Miley le era familiar.

–Es Lisa –anunció sintiéndose culpable por haber olvidado la cita y también frustrada porque no podría quedarse a solas como deseaba.

Apretó el botón que abría la puerta de entrada y apenas transcurrió un minuto antes de que Demi entrara en el apartamento con una alegre sonrisa. Traía unos envases de cartón con comida china.

–Me he enterado de lo ocurrido –le dijo a 
Miley al tiempo que le daba un breve y fuerte abrazo–. Supuse que habrías olvidado nuestra cena y que de todos modos no podrías comer un bocado. –Mientras hablaba, colocó los envases sobre la mesa del comedor y se despojó del abrigo–. Pero no soportaba la idea de dejarte sola en casa toda la noche, así que aquí me tienes. Te guste o no. –Hizo una pausa, miró alrededor y vio a Parker–. Lo siento, Parker, no sabía que estabas aquí. Supongo que la comida alcanzará para los tres.

–Parker ya se marchaba –intervino 
Miley  confiando en que ambos desistieran de sus habituales intercambios verbales–. Mañana tiene que tomar un avión para Europa, donde asistirá a la Conferencia Mundial de la Banca.

–¡Qué divertido! –exclamó Demi con tono afectado–. Podrás comparar las técnicas para hipotecar a las viudas con banqueros del mundo entero.
Miley vio la expresión contrariada de Parker, los ojos llenos de furia. No dejó de sorprenderse del efecto que causaban en él las palabras de su amiga. No obstante, por el momento sus propios problemas no le permitían pensar en otra cosa.

–Por favor –les advirtió al ver que se disponían a discutir–. Hoy no. Por favor, no esta noche. Demi, soy incapaz de tragar un solo bocado...

–Tienes que comer para mantener tus fuerzas.

–Además –prosiguió 
Miley con decisión–, preferiría estar a solas... De veras.

–Imposible. Tu padre venía hacia aquí cuando yo entré.

Como confirmando sus palabras, volvió a sonar el timbre del portero automático.

–Por mí podéis pasar la noche entera llamando –dijo 
Miley  abriendo la puerta a Parker.

Ya en el umbral, Parker se volvió a ella precipitadamente.

–¡Por el amor de Dios, no puedo dejarlo ahí abajo toda la noche! Esperará que le deje pasar.

–No lo hagas –repuso 
Miley, luchando por controlar sus emociones.

–¿Qué diablos quieres que le diga?

–Permíteme una sugerencia, Parker –intervino Demi con voz dulce, asiéndole del brazo y llevándolo hasta la puerta aún abierta–. ¿Por qué no lo tratas como a cualquier otro pobre diablo con una docena de hijos que alimentar que necesita un préstamo de tu banco? Es muy sencillo. Le dices «no».

–Demi –profirió Parker entre dientes y desprendiéndose de ella–, creo que realmente podría odiarte. –Volviéndose hacia 
Miley  sugirió–: Sé razonable, ese hombre es tu padre y también tu socio.

Demi sonrió maliciosamente e inquirió:
–Parker, ¿dónde está tu genio, tu carácter, tu valor?

–¡Ocúpate de tus malditos asuntos y no te metas en los de los demás! Si tuvieras un atisbo de clase, te habrías dado cuenta que esto no te incumbe y te irías a esperar a la cocina.

Por una vez, el ataque de Parker surtió un efecto sorprendente en Demi. En general, soportaba con entereza sus desaires, pero en esta ocasión se ruborizó con un vivo sentimiento de humillación.

–¡Hijo de pu/ta! –masculló, y girando sobre sus talones se dirigió a la cocina. Al pasar junto a 
Miley le murmuró–: He venido a consolarte, no a perturbarte todavía más, Miley. Esperaré ahí dentro.

En la cocina Demi se secó las lágrimas que le llenaban los ojos y luego puso la radio.

–¡Adelante, Parker, vocifera! –exclamó, al tiempo que aumentaba el volumen de la música–. No oiré una sola palabra. –La radio transmitía Madame Butterfly. Una soprano lloraba desconsoladamente mientras desgranaba su aria.

En el salón sonó de nuevo el timbre y el estrépito se unió al que armaba la soprano con sus quejumbrosos gemidos. Parker respiró hondo, dudando entre destrozar la radio o estrangular a Demi Pontini. Miró a 
Miley  de pie junto a él, pero la joven estaba tan enfrascada en sus problemas que apenas percibía aquel ruido infernal. El corazón de Parker se ablandó.

Miley –musitó con dulzura cuando dejó de sonar el portero automático–. ¿De veras quieres que no le deje subir?

Ella lo miró, tragó saliva y asintió con la cabeza.

–Entonces lo haré.

–Gracias –susurró 
Miley.

Pero ambos se volvieron, sorprendidos, al oír la voz de Philip, que entraba en el apartamento.

–¡Maldita sea! –masculló, furioso–. Es el colmo que tenga que entrar aprovechando la llegada de otro. ¿Es que hay una fiesta? –prosiguió elevando la voz para hacerse oír por encima del estrépito de la radio–. Le he dejado dos mensajes a tu secretaria esta tarde 
Miley. Y otros cuatro en tu contestador

La ira de esta nueva intromisión borró el cansancio en 
Miley.

–No tenemos nada que decirnos.

Philip arrojó el sombrero al sofá y sacó un cigarro del bolsillo. 
Miley observó cómo lo encendía y mantuvo una actitud estoica, sin hacer comentario alguno.

–Tenemos mucho que decirnos –replicó su padre con el cigarro ya entre los dientes y mirándola fijamente–. Stanley ha rechazado la presidencia. Dijo que no se consideraba capaz de desempeñar el cargo.

Demasiado dolida por lo ocurrido, 
Miley oyó con indiferencia las palabras de Philip.

–¿Y has decidido dármelo a mí? –preguntó con voz gélida.

–No. Se la ofrecí a mi... al candidato que era la segunda opción del consejo, Gordon Mitchell.

La noticia habría sido dolorosa en otras circunstancias, pero ahora 
Miley se limitó a encogerse de hombros.

–¿Qué haces aquí entonces?

–Mitchell también la declinó.

Parker reaccionó con la misma sorpresa que sentía 
Miley.

–Mitchell es todo ambición. Habría jurado que sería capaz de cualquier cosa por obtener el cargo.

–También yo. Sin embargo, en su opinión puede contribuir más a la buena marcha de Bancroft desde su posición actual. Por lo visto, la empresa es más importante para él que la gloria personal –añadió dirigiendo una mirada mordaz a 
Miley.  Era obvio que estaba acusándola de querer engrandecerse sin pensar en Bancroft–. Tú eres la tercera opción y por eso estoy aquí –concluyó con brusquedad.

–Y esperas que salte de alegría –ironizó su hija, todavía angustiada y dolida por la discusión de la mañana.

–Lo que espero –objetó Philip con el rostro rojo de ira– es que te comportes como la ejecutiva que crees ser, lo que significa aparcar momentáneamente nuestras diferencias personales y aprovechar la oportunidad que se te ofrece.

–Hay oportunidades en otras partes.

–¡No seas est/úpida! Nunca tendrás una como esta para demostrarnos lo que eres capaz de hacer.

–¿Eso es lo que me ofreces? ¿Una oportunidad para probarme a mí misma?

–Sí –le espetó Philip.

–Y si lo consigo, ¿qué?

–¿Quién sabe?

–En esas condiciones no me interesa tu oferta. Encuentra a otro.

–¡Maldita sea! Nadie está más cualificado que tú y lo sabes.

Sus palabras estaban llenas de resentimiento y frustración. Sin embargo, para 
Miley aquella confesión fue más dulce que cualquier alabanza. Infinitamente más dulce. La excitación que antes se había negado a sentir empezó a materializarse en el fondo de su ser, pero trató de mostrarse indiferente.

–En ese caso, acepto.

–Bien, discutiremos las condiciones mañana, durante la cena. Tenemos dos días para examinar los proyectos pendientes. Después me largaré. –Hizo ademán de coger su sombrero, dispuesto a marcharse.

–No tan rápido –dijo 
Miley  recuperando la calma–. En primer lugar, aunque no sea lo más importante, está el asunto de mi aumento salarial.

–Ciento cincuenta mil dólares anuales, efectivos un mes después de que te hagas cargo de la presidencia.

–Ciento setenta y cinco mil efectivos de inmediato –replicó ella.

–Bien, pero queda entendido –accedió Philip, enojado– que tu salario volverá a ser el de ahora cuando yo vuelva a ocupar la presidencia.

–De acuerdo.

–Entonces no hay más que hablar.

–Espera. Mi intención es sumergirme en el trabajo, pero hay un par de asuntos personales que también debo resolver.

–¿Cuáles?

–Un divorcio y un matrimonio. Sin el primero no hay segundo. –Philip se quedó expectante y ella prosiguió–: En mi opinión Nick accederá al divorcio si le ofrezco algo a cambio. Me refiero a la aprobación de la recalificación de su terreno de Southville. Aparte de la garantía de que por nuestra parte no tendrá que soportar interferencia alguna en su vida personal. De hecho, estoy casi segura de que si se cumplen estos requisitos, accederá al divorcio.

Su padre clavó en ella la mirada. En su boca se dibujó una sonrisa de tristeza e inquirió:

–¿De veras lo crees así?

–Sí. Pero al parecer tú no. ¿Por qué?

–¿Por qué no lo creo? –Parecía divertirse–. Yo te lo diré. Dijiste que Farrell se parecía a mí. Bueno, si yo estuviera en su lugar, no me contentaría con tan poco. No ahora... Ya no. Si yo fuera él, haría que mi oponente lamentara el día en que intentó humillarme, y luego llegaría a un acuerdo, pero poniendo yo las condiciones. Unas condiciones que estrangularían a mi rival.
Miley se estremeció e insistió:

–A pesar de todo, antes de aceptar la presidencia quiero que me des tu palabra de que su petición sera aprobada tan pronto como la presente.

Philip vaciló y por fin asintió.

–Me ocuparé de ello.

–¿Prometes también que no te entrometerás en su vida si él me concede un divorcio rápido y discreto?

–Concedido. –Sé inclinó para recoger el sombrero–. Buen viaje, Parker.

Cuando se marchó, 
Miley miró a Parker, que sonrió al oír las palabras de su prometida:

–Mi padre es incapaz de disculparse o de admitir que está equivocado, pero al aceptar mis condiciones implícitamente reconoce su error. ¿No estás de acuerdo?

–Tal vez –contestó Parker, sin mucha convicción.
Miley no advirtió las dudas de su novio. En un acceso de exuberante alegría, le echó los brazos al cuello.

–Podré con todo. La presidencia, el divorcio, los preparativos de la boda. Ya lo verás.

–Estoy seguro de que así será –respondió Parker, y cogiéndole las manos por detrás de la espalda, la atrajo hacia sí.

Sentada a la mesa de la cocina, con los pies sobre una silla, Demi había llegado a la conclusión de que la ópera de Puccini no solo era aburrida, sino intolerable. Fue entonces cuando, al levantar la mirada, vio a 
Miley en el umbral de la puerta.

–¿Se han marchado? –preguntó mientras apagaba la radio–. ¡Cielos, qué nochecita! –añadió cuando 
Miley asintió con la cabeza.

–Pues resulta que es una noche fantástica, maravillosa, espléndida –declaró 
Miley con una sonrisa deslumbrante.

–¿Alguien te ha hablado de tus alarmantes cambios de humor? –le preguntó Demi, que no salía de su asombro. Poco antes había oído la voz alterada de Philip.

–Por favor, háblame con más respeto.

–¿Qué? –replicó Demi, estudiando el rostro de su amiga.

–¿Qué te parece señora presidenta?

–¡Bromeas! –exclamó Demi, fascinada.

–Solo con respecto a tu manera de dirigirte a mí. Abramos una botella de champán. Tengo ganas de celebrarlo.

–Claro que sí –dijo Demi, abrazándola–. Y después me contarás lo ocurrido ayer entre tú y Farrell.

–Fue terrible –declaró 
Miley alegremente, y sacando la botella de la nevera empezó a descorcharla.