Cuando Miley salió del apartamento con su equipaje de fin de semana, estaba nevando. Al llegar a la frontera de Indiana la tormenta se estaba convirtiendo en una ventisca. Las máquinas quitanieves y los camiones de arena se ocupaban de mantener abierta la autopista. Sus luces amarillas giraban como faros. Un camión de mudanzas adelantó al BMW de Miley salpicándole el parabrisas de nieve sucia; tres o cuatro kilómetros más adelante, Miley vio el vehículo tirado en una zanja. El conductor estaba hablando con otro camionero que se había detenido para prestar ayuda a su colega.
Según la radio, la temperatura era de cuatro grados centígrados y seguía descendiendo, previéndose una acumulación de casi medio metro de nieve.
Miley no era consciente de que viajar a Edmunton con aquel tiempo entrañaba sus peligros. La joven solo pensaba en el pasado y en la necesidad de encontrarse con Nick para explicarle lo que en realidad había ocurrido. Cuando Patrick insistió en que acudiera a la casa de Edmunton, ella todavía estaba atónita por lo que había descubierto. Pero pasada la sorpresa inicial, Miley sentía la imperiosa necesidad de reparar en lo posible el daño causado, de darle explicaciones a Nick. De hecho, lo necesitaba incluso más que su mismo padre político.
Incluso ahora, pensando en cómo se habría sentido Nick cuando recibió aquel telegrama, se le hacía un nudo en el estómago. Y a pesar del telegrama, él había vuelto de Venezuela y acudió al hospital, solo para descubrir que le prohibían la entrada como si fuera un mendigo sin derecho alguno.
Nick nunca había abandonado a su hijo, ni tampoco a su mujer. Este hallazgo llenaba a Miley de una dicha indescriptible y del deseo ardiente de que él supiera que once años atrás ella no lo había desterrado de su vida ni se había deshecho del hijo de ambos.
Los faros iluminaban el camino y Miley pisó el acelerador. Poco después contuvo el aliento cuando el vehículo pisó una placa de hielo y se deslizó hacia delante, fuera de control. Por suerte, las ruedas se adhirieron de nuevo a la calzada cubierta de nieve. Volvió a pensar en Nick. Ahora comprendía la razón de su velada animosidad. Ahora comprendía incluso su furioso comentario cuando la dejó frente a Bancroft después del almuerzo: «Crúzate una vez mas en mi camino y desearás no haber nacido».
Dadas las increíbles injusticias de que había sido objeto, era comprensible que deseara vengarse. Teniendo en cuenta lo ocurrido, su actitud conciliadora en el baile a beneficio de la ópera, y luego durante el almuerzo, resultaba sorprendente. En su lugar, Miley estaba segura de que no habría sido capaz de mostrar el menor civismo.
Se le ocurrió la posibilidad de que Nick se hubiera enviado el telegrama a sí mismo para justificar ante su padre el abandono de su mujer e hijo, pero desechó de inmediato la idea. Nicholas Farrell hacía lo que le daba la gana, sin excusarse ante nadie. La había dejado embarazada, se casó con ella y afrontó, impávido, la posibilidad de la ira paterna. Había cimentado un imperio financiero basado en la audacia y la fuerza de voluntad. Ese hombre no se habría acobardado ante su padre ni se habría escudado enviándose un telegrama a sí mismo. En cuanto al telegrama que ella había recibido, instándola a que obtuviera el divorcio, había sido sin duda la amarga respuesta al que él recibió. E incluso así, antes de enviar ese telegrama Nick volvió de Venezuela para verla...
Tenía los ojos llenos de lágrimas, y aceleró inconscientemente. Tenía que hablar con él lo antes posible, hacerle comprender. Necesitaba su perdón tanto como Nick necesitaba el suyo, y no pensó que esa urgencia pusiera en peligro su futuro con Parker, a pesar de que sentía una dolorosa ternura hacia Nick. Por su mente desfilaron visiones de lo que podía ser el futuro después de la reconciliación. La próxima vez, cuando Nick le tendiera la mano, como lo hizo en la ópera, y cuando le sonriera diciéndole «hola, Miley », ella le devolvería la sonrisa y estrecharía esa mano. Y esta amistad no tenía por qué limitarse a encuentros esporádicos en reuniones sociales. Podían ser también amigos en los negocios. Nick era un negociador y estratega de primer nivel; en el futuro, decidió Miley animada, tal vez ella pudiera llamarlo en ocasiones para pedir consejo. Saldrían a comer juntos y sonreirían. Ella le contaría sus problemas y él le daría consejos. Así eran los viejos amigos.
Las carreteras rurales eran traicioneras, pero Miley apenas se daba cuenta de ello. Sus agradables pensamientos habían dado paso a una terrible preocupación: no tenía la menor prueba de que lo que iba a contarle a Nick era verdad. Por su parte, él sabía muy bien lo mucho que deseaba ella un divorcio rápido y discreto. Si entraba en la casa y le contaba lo del aborto, Nick creería que estaba mintiendo para ablandarlo y conseguir el divorcio sin dificultades. Peor aun, Nick había comprado el terreno de Houston por veinte millones y había puesto a Bancroft en un aprieto al pedir treinta. Sin duda Nick pensaría que la historia del aborto no era más que un truco desesperado y ruin. Por lo tanto, lo mejor seria no hablar enseguida del pasado y empezar por decirle que la aprobación del proyecto de Southville era un hecho. Cuando él comprendiera que Philip no volvería a entrometerse en sus asuntos, se comportaría de la misma forma razonable que durante el almuerzo... antes de recibir la llamada telefónica. Entonces y solo entonces –cuando supiera que ella no tenía ya nada que ganar– le explicaría lo que realmente había sucedido once años atrás. Por fin Nick le creería, porque no habría ya razón para dudar de sus palabras.
El puente de madera que cruzaba el arroyo de las tierras de Nick estaba cubierto por una espesa capa de nieve. Miley pisó el acelerador para no quedar atrapada y contuvo el aliento. El BMW avanzó, patinando y ladeándose por la parte trasera, después siguió adelante hasta detenerse frente al patio de la casa de Nick. La luna se reflejaba en los campos cubiertos de nieve y en el patio; los árboles desnudos eran como caricaturas distorsionadas de lo que habían sido aquel lejano verano, arrojando sombras retorcidas contra la blanca fachada de la casa, como si le advirtieran de que se alejara de allí. La joven sintió un escalofrío mientras apagaba las luces y el motor del vehículo. En el primer piso una débil luz se filtraba por la cortina de una ventana. Nick estaba allí y todavía no se había acostado. Sin duda se pondría furioso al verla.
Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos. Intentaba reunir el valor necesario para afrontar lo que se avecinaba. Y en aquel momento, sola en el coche, con una difícil tarea ante sí, con una tarea desesperadamente importante a la que debía hacer frente, Miley pidió ayuda por primera vez en once años:
–Por favor –susurró, pensando en Dios–, haz que me crea.
Abrió los ojos, se incorporó, sacó las llaves y cogió su bolsa.
Once años atrás, sus plegarias para que Nick fuera a verla al hospital habían sido atendidas, aunque ella jamás lo supo. Desde entonces había dejado de rezar.
De pronto se encendió la luz del porche y Miley se puso tensa. Su corazón latía con fuerza. Vio cómo se abría la puerta de la casa.
Preocupada y alarmada, perdió el equilibrio, se hundió en la nieve y se agarró al guardabarros para no caer. Al hacerlo soltó las llaves del coche, que fueron a parar junto a la rueda derecha. Se inclinó para recogerlas, pero entonces recordó que tenía otro juego en la cartera y pensó que era innecesario escarbar en la nieve, justo en el momento en que iba a enfrentarse al mayor reto de su vida.
La luz del porche inundó el patio, y allí estaba Nick, en el umbral, mirando incrédulo la desconcertante escena que se desplegaba ante sus ojos. Una mujer acababa de salir de un coche, una mujer absurdamente parecida a Miley. De pronto se había inclinado y había desaparecido. Luego volvió a verla rodear el coche en mitad de la tormenta de nieve. Nick se aferró al marco de la puerta, intentando contener un fuerte mareo y la extrema debilidad que su enfermedad le causaba. Miró fijamente la extraña silueta, convencido de que la fiebre le estaba produciendo alucinaciones. Sin embargo, cuando la mujer se sacudió la nieve del pelo que le cubría la frente, el gesto le resultó tan dolorosamente familiar que su corazón se contrajo hasta provocarle una aguda punzada.
Ella subió los peldaños del porche y levantó el rostro, clavando la mirada en Nick.
–Hola, Nick.
Creyó delirar. O tal vez estaba soñando. Quizá era la muerte que se presentaba en su cama, en su propia habitación. En cualquier caso, los escalofríos que habían sacudido su cuerpo en el interior de la casa ahora eran más intensos. Ante él, la aparición esbozó una sonrisa indecisa, dulcemente indecisa.
–¿Puedo entrar? –preguntó Miley.
Parece una versión angelical de Miley, se dijo Nick.
Una ráfaga de viento polar se abatió sobre el rostro de Nick y lo sacó de su ensimismamiento. Aquello no era una aparición, era Miley lo que le hizo arder la sangre. Se sentía demasiado débil para escoltarla hasta el coche o para quedarse allí en el umbral, discutiendo y congelándose. Se incorporó, giró sobre sus talones y se metió en la casa, permitiendo que ella le siguiera. El salón estaba sumido en la penumbra.
–Debes de tener los instintos de un sabueso para haberme perseguido hasta aquí. –Su propia voz le sonó ronca, extraña. Encendió la luz.
Miley se había preparado para un recibimiento mucho peor.
–Di más bien que he recibido ayuda –respondió la joven, observando la cara demacrada de Nick. Deseaba disculparse, pero por el momento tendría que resignarse. Se quitó el abrigo y se lo tendió a Nick.
–Es la noche libre del mayordomo –masculló él, ignorando el gesto de Miley –. Cuélgalo tú misma. –Si esperaba una réplica de Miley se equivocó, ya que ella se limitó a arrojar la prenda sobre una silla. Nick entrecerró los ojos, con una mezcla de ira y confusión al comparar la insólita humildad de ahora con lo ocurrido en su último encuentro.
–Te escucho. ¿Qué quieres?
Para su sorpresa, Miley se echó a reír.
–Creo que quiero tomar un trago. Sí, eso es lo que quiero.
–No nos queda Dom Pérignon –informó Nick–. Tendrá que ser whisky o vodka. Tómalo o déjalo.
–Vodka–dijo la joven con sencillez.
Camino de la cocina, Nick sentía que se le doblaban las rodillas. Puso vodka en un vaso y volvió al salón con la misma sensación de debilidad en las piernas.
Miley cogió el vaso y luego echó un vistazo alrededor.
–Parece... extraño verte aquí, en este lugar, después de tantos años... –empezó a decir con tono vacilante.
–¿Qué dices? Ya sabes que esta es mi casa, y el lugar que todavía crees que me corresponde. No soy más que un sucio fundidor, ¿recuerdas?
Para sorpresa de Nick, ella se sonrojó y empezó a disculparse.
–Siento mucho haber dicho eso. Quería herirte y sabía que esas palabras lo lograrían. Pero no reflejan lo que siento porque no es un crimen ser fundidor.
–¿Qué diablos quieres? –estalló Nick, pero en ese momento perdió el mundo de vista y tuvo que apoyarse contra la pared para no caer.
–¿Qué te pasa? –inquirió Miley–. ¿Estás enfermo?
Nick tuvo el súbito presentimiento de que iba a derrumbarse de un momento a otro o a vomitar en presencia de Miley.
–Vete, Miley –Le dolía la cabeza y le ardía el estomago. Giró sobre sus talones y se dirigió a la escalera–. Me voy a la cama.
–¡Estás enfermo! –exclamó ella, y echó a correr tras él cuando lo vio aferrarse a la barandilla y vacilar en cuanto puso un pie en el segundo peldaño. Quiso agarrarle del brazo y Nick la rechazó, pero ella ya había sentido el ardiente contacto–. ¡Dios mío, tienes mucha fiebre!
–¡Vete!
–¡Cállate y apóyate en mí! –le ordenó ella, obligándolo a pasarle el brazo por los hombros. Nick no tenía fuerzas para resistirse.
Miley lo llevó al dormitorio y él se dejó caer pesadamente sobre la cama, con los ojos cerrados, inmóvil como... un muerto. Aterrada, ella le tomó un brazo y buscó el pulso sin encontrarlo, porque el pánico se lo impedía.
–¡Nick! –gritó asiéndolo de los hombros y sacudiéndolo–. ¡Nick, no te mueras! –suplicó–. He venido hasta aquí para contarte cosas que deberías saber, para pedirte perdón y...
Sus fuertes alaridos y las sacudidas por fin despertaron los adormecidos sentidos de Nick, que no se sentía capaz de iniciar discusión alguna. Todo lo que parecía importar era su presencia y el hecho de que é1 estaba terriblemente enfermo.
–¡Deja de moverme de este modo, maldita sea! –murmuró.
Miley retiró las manos y casi lloró de alivio. Después intentó recuperar la calma y pensar qué podía hacer por él. La última vez que había visto derrumbarse a alguien de aquella forma, la víctima había sido su padre, que estuvo a punto de morir. Pero Nick era joven y fuerte. Tenía fiebre, pero su corazón estaba sano. Sin saber qué hacer, Miley miró alrededor y vio dos frascos de pastillas sobre la mesita de noche. En ambas etiquetas rezaba: «una gragea cada tres horas».
–Nick –dijo ella con tono apremiante–. ¿Cuándo has tomado estas pastillas?
Nick la oyó e intentó abrir los ojos, pero antes de que pudiera hacerlo ella le cogió la mano y se inclinó susurrando:
–Nick, ¿puedes oírme?
–No estoy sordo –repuso él con voz ronca–. Y no me estoy muriendo. Tengo gripe y bronquitis, eso es todo. Acabo de tomar la medicina.
Nick notó que la cama se hundía cuando ella se sentó a su lado. Le pareció que Miley le retiraba el pelo de la frente con cuidado. Se preguntó si seguía delirando.
–¿Estás seguro de que eso es todo? ¿Gripe y bronquitis? –inquirió ella.
La boca de Nick se torció en una sonrisa febril.
–¿Quieres que esté peor?
–Creo que voy a llamar a un médico.
–Lo que necesito es el tacto de una mujer.
–¿Te sirvo yo? –preguntó Miley, sonriendo con nerviosismo.
–Muy gracioso.
La joven dio un respingo porque las palabras de Nick sonaron como si ella fuera más que suficiente.
–Te dejaré solo para que descanses.
–Gracias –murmuró Nick, medio dormido.
Miley lo cubrió con las mantas y advirtió que estaba descalzo. Se había quedado dormido con la ropa que llevaba puesta cuando la dejó entrar y ella supuso que así estaría más abrigado que con el pijama. Antes de salir y apagar la luz, Miley se volvió y miró al enfermo. Observó cómo su pecho se agitaba con el ritmo firme y constante del sueño. Tenía la respiración entrecortada, pero incluso enfermo y dormido parecía un adversario formidable.
–¿Por qué será que cada vez que me acerco a ti nada sale como debería salir? –preguntó con tristeza.
Su sonrisa se desvaneció y apagó la luz.
Se detuvo a recoger el abrigo, salió y sacó su equipaje del coche. De nuevo en la casa, se disponía a subir al primer piso cuando se detuvo a contemplar la habitación con una mezcla de nostalgia y de vaga tristeza. Todo seguía igual. El viejo sofá y un par de sillones frente a la chimenea; los libros en la biblioteca, las lámparas... Todo igual, pero más pequeño y triste, con las cajas de embalaje abiertas en el suelo, algunas ya llenas de libros. Y envueltos en papel de diario, objetos de escaso valor material pero con todo el valor del recuerdo.
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subire pronto lo prometo :DDDDD
increible capitulo!
ResponderEliminarmuy tierna miley adore aquel encuentro
muero por leer el siguiente!!!!
BESOS