lunes, 9 de diciembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 39



Quiero que Farrell se largue de Chicago para no verlo en ninguna parte. Además, eso no importa ahora. Lo hecho, hecho está.

–Lo hecho tendrá que ser deshecho –le espetó  Demi.

Philip fingió no haber oido.

–No quiero que vuelvas a hablar con él. Hoy accedí a que lo hicieras solo porque me dejé convencer por Parker. Tu novio debería haberte acompañado. Francamente, empiezo a creer que Parker es un hombre débil, y no me gustan los hombres débiles.
Miley ahogó una carcajada..

–En primer lugar, Parker no tiene nada de débil, y fue lo bastante inteligente para comprender que su presencia no habría hecho más que complicar una situación ya de por sí difícil. En segundo lugar, si te toparas con alguien tan fuerte como tú, lo odiarías.

Philip estaba recogiendo ya su abrigo, y al oír las palabras de 
Miley le lanzó una mirada furiosa e inquirió:

–¿Por qué dices eso?

–Porque –musitó 
Miley-  el único hombre que he conocido con la misma valentía y fuerza de voluntad que tú es Nicholas Farrell. Es verdad y lo sabes. Sabes que, en cierto modo, él es como tú: astuto, invulnerable y capaz de todo con tal de obtener lo que desea. Al principio lo odiaste por ser un don nadie y porque se atrevió a acostarse conmigo. Pero luego lo odiaste todavía más porque no pudiste hacerlo retroceder; ni la primera noche en el club de campo, de donde ordenaste que lo expulsaran, ni más tarde, cuando nos casamos y lo llevé a casa. –Sonrió tristemente, sin ira, y concluyó–: Desprecias a Nick porque es el único hombre tan indomable como tú.

Como indiferente a su respuesta, Philip observó:

–No te gusto, ¿verdad, 
Miley?
Miley consideró las palabras de su padre con una mezcla de cariño y cautela. Philip le había dado la vida y luego había intentado controlarla hasta los más mínimos detalles. Nadie podría acusarlo de haberla abandonado, de descuidarla, pues su sombra siempre se había cernido sobre ella desde que era niña. De esta forma, había echado a perder muchas cosas. Eso sí, siempre guiado por un cariño mal concebido, por un amor posesivo y asfixiante.

–Yo te quiero –le contestó 
Miley con una sonrisa cariñosa–. Pero no me gustan muchas de las cosas que haces. Por ejemplo, que puedas herir a la gente sin sentir remordimientos. Como Nick.

–Hago lo que creo que debe hacerse –replicó Philip mientras se ponía el abrigo.

–Pues lo que debes hacer ahora –le recordó 
Miley  poniéndose de pie para acompañarlo hasta la puerta– es reparar de inmediato el daño que has causado: Glenmoor y la comisión recalificadora de Southville. Cuando lo hayas hecho, me pondré en contacto con Nick y arreglaré las cosas.

–¿Y crees que ese hombre se contentará con el divorcio que le ofreces? ¿Que aceptará las condiciones que quieres imponerle? –La voz de Philip estaba impregnada de sarcástica incredulidad.

–Sí. Lo creo. Verás, tengo una ventaja en este asunto. Nicholas Farrell no quiere estar casado conmigo más de lo que yo quiero estarlo con él. En estos momentos desea vengarse, pero no está tan loco como para complicar su propia vida por tomar represalias contra nosotros. Así lo espero. Ahora quiero que me des tu palabra de que lograrás que la comisión recalificadora rectifique su decisión respecto al caso de Intercorp.

Philip clavó la mirada en su hija, sintiendo que su voluntad se estrellaba contra las necesidades de ella.

–Me ocuparé del asunto.

–No es suficiente.

–No iré más lejos...
Miley supo que haría todo lo que fuera necesario. Aliviada, lo besó en la mejilla. Cuando su padre se marchó, ella se sentó en el sofá y contempló las llamas ya moribundas de la hoguera. De pronto, se acordó que Parker le había dicho que el consejo directivo de Bancroft se reunía al día siguiente para intentar llegar a una conclusión sobre la presidencia interina de la firma. Él no pensaba votar por ser el novio de la hija del presidente.

Sin embargo, 
Miley  se sentía tan exhausta que la idea de la inminente reunión no la excitó especialmente. Después de todo, tampoco era seguro que de esa sesión surgiera un presidente interino.

Cogió el mando a distancia de la televisión y se acordó de la entrevista televisiva de Nicholas Farrell con la periodista Barbara Walters. Habían hablado de los éxitos financieros de Nick y de la otra vertiente de su vida: sus numerosas aventuras con mujeres famosas. Se preguntó cómo habría llegado a creer una vez que ella y Nick podían ser felices juntos. Con Parker se entendía a la perfección. Procedían de la misma clase social, una clase de gente que subvencionaba hospitales y donaba su tiempo a la caridad y a las obras de bienestar social. Personas que no hablaban de sus riquezas por televisión ni mencionaban sus pequeños devaneos.

Pensó con amargura que no importaba el dinero que Nick estuviera ganando o que se acostara con cientos de mujeres. Siempre sería lo que había sido, un ser arrogante, despiadado y malvado; un tipo codicioso, sin escrúpulos y... Frunció el entrecejo, confusa. Si, Nick era todo eso y sin embargo, ese mismo día, durante el almuerzo, ella tuvo la impresión de que su ex marido tenía de los Bancroft, incluyéndola a ella, la misma pobre opinión. Al recordar que lo había llamado «sucio fundidor», no se sintió orgullosa. Había sido un golpe bajo, cuando la verdad era que ella sentía admiración por la gente que tenía la suficiente fuerza para realizar un trabajo físico duro. Si ella había atacado los orígenes de Nick y su vida anterior, se debía a que era el único punto vulnerable de aquel hombre de acero.

El teléfono la sacó de su ensimismamiento y 
Miley atendió la llamada. Oyó la voz de Demi, un tanto nerviosa.

Miley, ¿qué ha ocurrido hoy con Farrell? Me prometiste llamar después del encuentro.

–Y lo hice, desde la oficina. Pero no contestaste.

–Estuve fuera del edificio durante unos minutos. Bueno, ¿qué pasó?
Miley había contado ya la historia dos veces y estaba demasiado cansada para volver a hacerlo.

–No fue un éxito. ¿Puedo contarte los detalles mañana?

–Lo entiendo. ¿Cenamos juntas?

–Vale. Pero me toca a mí cocinar.

–Ah, no –bromeó Demi–. Todavía me dura la indigestión de la última vez. ¿Por qué no compro comida china por el camino?

–Bueno, pero pago yo.

–De acuerdo. ¿Llevo algo más?

–Si quieres oír los detalles de la historia trae una caja de kleenex –dijo 
Miley con sarcasmo.

–¿Tan mal ha ido?

–Sí.

–En ese caso, tal vez lleve una pistola –bromeó su amiga–. Podemos salir a cazarlo después de comer.

–No me tientes –le replicó 
Miley  y se echó a reír ante la ocurrencia de Demi.



A la una y media de la tarde del día siguiente 
Miley salió del departamento de publicidad y se dirigió a su oficina. Durante todo el día, dondequiera que fuera, la gente se volvía para mirarla, y ella no tenía la menor duda del motivo. Apretó el botón del ascensor pensando en el indignante artículo de Sally Mansfield en el Tribune.

Amigos de 
Miley Bancroft, que tuvieron ocasión de asombrarse hace dos semanas en el baile a beneficio de la ópera, cuando ella hizo un desaire público al soltero más cotizado de Chicago, Nick Farrell, tienen un buen motivo para volver a asombrarse. La pareja almorzó en una de las mesas más íntimas de la parte trasera de Landry. Nuestro más reciente soltero es, ciertamente, un hombre ocupado. Por la noche acompañó a la encantadora Alicia Avery al estreno de La fierecilla domada en el Little Theater.

Ya en la oficina, 
Miley abrió el cajón del escritorio de un furioso tirón, maravillándose una vez más del mezquino espíritu vengativo de la periodista, amiga íntima de la ex esposa de Parker. La mención del almuerzo con Nick no era mas que una estratagema para que Parker apareciera como un est/úpido en peligro inminente de convertirse en víctima de la infidelidad.

Miley –dijo Phyllis con voz tensa–. Acaba de llamarte la secretaria del señor Bancroft. Parece que el presidente quiere verte con urgencia en su oficina.

Las convocatorias no programadas eran una excepción en el caso de Philip, que prefería supervisar las actividades de sus ejecutivos en el marco de reuniones semanales regularmente programadas. El resto lo hacía por teléfono. Las dos mujeres se miraron un momento, pensando lo mismo: la llamada de Philip debía de estar relacionada con el asunto de la presidencia interina.

La sospecha quedó confirmada cuando 
Miley llegó a la zona de recepción del despacho de su padre y vio allí reunidos al resto de los vicepresidentes, incluido Allen Stanley, que la semana anterior estaba de vacaciones.

–Señorita Bancroft –dijo la secretaria de Philip, haciéndole señas a 
Miley de que se adelantase–, el señor Bancroft quiere verla de inmediato.

El corazón de 
Miley latía con fuerza. Puesto que era la primera a quien se le comunicaba la decisión del consejo, lo lógico era pensar que había sido la elegida. Como su padre y su abuelo y los demás Bancroft que les precedieron, Miley estaba a punto de obtener lo que le pertenecía por derecho propio. En realidad, iba a ser sometida a una dura prueba para ver si tenía la capacidad adecuada para ostentar el cargo.

Próxima al llanto, 
Miley llamó suavemente a la puerta del despacho de su padre y luego entró. Nadie que no fuera un Bancroft había ocupado nunca ese despacho o se había sentado tras su escritorio. ¿Cómo iba a romper Philip una tradición así?

Philip estaba de pie junto a las ventanas, con las manos entrelazadas a la espalda.

–Buenos días –saludó ella al entrar.

–Buenos días, 
Miley –dijo él, volviéndose.

Su tono de voz y su expresión eran inusualmente amables. Se sentó en su sillón observando cómo ella avanzaba. Aunque en un extremo del despacho había un sofá y una mesa pequeña, Philip nunca se sentaba allí ni le ofrecía a nadie que lo hiciera. Tenía la costumbre de ocupar un sillón giratorio de respaldo alto tras el escritorio, que constituía una especie de barrera. De esta forma las conversaciones resultaban siempre más formales. 
Miley no sabía si su padre obraba así inconscientemente o porque deseaba intimidar a su interlocutor. En cualquier caso, el ritual ponía nervioso a todo el mundo; en ocasiones, a la misma Miley.  Cruzar gran parte del suntuoso despacho para sentarse frente a aquel rey que desde su trono contemplaba cómo se acercaba el súbdito...

–Me gusta el vestido que llevas –comentó él, posando la mirada en el vestido de cachemir beige de 
Miley.

–Gracias –respondió ella, sorprendida.

–Detesto verte con esos trajes de negocios que llevas todos los días. Las mujeres deberían usar vestidos.

Sin darle la oportunidad de replicar, señaló con la cabeza una de las sillas situadas frente al escritorio y 
Miley se sentó, intentando ocultar su nerviosismo.

–He convocado a los directivos porque tengo que anunciar algo. Pero antes de hacerlo, quiero hablar contigo. El directorio ha decidido el nombre del presidente interino. –Hizo una pausa y 
Miley se inclinó hacia delante, tensa–. Allen Stanley es el elegido.

–¿Qué? –masculló 
Miley con una mezcla de asombro, ira e incredulidad.

–He dicho que han elegido a Allen Stanley. No voy a mentirte. Lo hicieron siguiendo mi recomendación.

–Allen Stanley –repitió 
Miley  poniéndose de pie y hablando con una voz que reflejaba la sorpresa y la ira– ha estado al borde del colapso nervioso desde que murió su mujer. Además, no tiene los conocimientos ni la experiencia necesarios para dirigir esta empresa.

–Hace más de veinte años que es el interventor de la compañía –replicó Philip, pero 
Miley no se dejó intimidar.

Ultrajada por haberla privado de la oportunidad que merecía y lamentando la desafortunada elección del consejo, agregó con las manos firmemente apoyadas en la mesa:

–¡Allen Stanley no es más que un contable! No hay peor alternativa y tú lo sabes muy bien. Cualquier otro vicepresidente ejecutivo habría sido una opción mejor, cualquiera de ellos... –De pronto, 
Miley comprendió y quedó perpleja–. ¡Ah, claro! ¡Por eso has recomendado a Stanley! Porque no será capaz de dirigir la empresa tan bien como tú. Pones en peligro esta compañía con tal de preservar tu ego...

–¡No tolero que me hables así!

–¡Y tú no intentes ejercer aquí y ahora tu autoridad paterna! –le advirtió furiosamente 
Miley- . Me has dicho mil veces que en Bancroft nuestro vínculo familiar no existe. No soy una niña y no te estoy hablando como hija. Soy vicepresidente de esta compañía y uno de sus grandes accionistas.



–Si cualquier otro vicepresidente se atreviera a hablarme de ese modo, lo despediría de inmediato.

–¡Pues despídeme! –le espetó 
Miley –. No, no voy a darte el placer –prosiguió la joven–. Seré yo quien se vaya. Renuncio. Dentro de un cuarto de hora tendrás mi carta sobre la mesa.

Antes de que se dirigiera hacia la salida, Philip se hundió en su sillón.

–¡Siéntate! –ordenó a su hija–. Puesto que así lo quieres, en el momento más inoportuno, pongamos las cartas sobre la mesa.

–Será un cambio muy beneficioso –le contestó 
Miley  sentándose de nuevo.

–Ahora bien –empezó su padre con amargo sarcasmo–, tú no estás enojada porque haya elegido a Stanley, sino porque no te elegí a ti.

–¡Estoy furiosa por las dos cosas!

–De todos modos, tengo muy buenos motivos para no haberte elegido, 
Miley.  Por una parte, no tienes la edad ni la experiencia necesarias para tomar las riendas de los grandes almacenes.

–¿De veras? –le replicó 
Miley- . ¿Cómo has llegado a esa conclusión? Tú apenas eras un año mayor que yo cuando el abuelo te entregó la presidencia.

–Era diferente.

–Por supuesto que lo era –recalcó 
Miley con voz temblorosa–. ¡Menudo currículo el tuyo en Bancroft cuando te pusieron al mando de la firma! Por supuesto, muy inferior al mío. En realidad, lo único que habías hecho, tu único gran mérito, era llegar a la hora al trabajo. –Vio que Philip se llevaba una mano al pecho, como si le doliera. Con ello el padre no consiguió más que aumentar la ira de su hija–. No te atrevas a fingir un infarto porque no conseguirás que deje de decir lo que tendría que haber dicho hace años. –Philip apoyó la mano en otra parte. Con el rostro muy pálido, clavó la mirada en Miley  que prosiguió–: Eres un fanático. Y la única razón de que no me quieras aquí es que soy mujer.

–No estás muy equivocada –admitió él, y apretó los dientes para reprimir un acceso de rabia casi tan intenso como el de la propia 
Miley –. Ahí fuera, en recepción, hay cinco hombres con décadas de trabajo en este lugar. No unos años, como tú, sino décadas.

–¿De veras? –replicó ella sarcásticamente–. ¿Cuántos han invertido cuatro millones de su propio dinero en la empresa? Además, no solo estás fantaseando, sino que también mientes. Dos de esos hombres empezaron a trabajar cuando yo lo hice y, por cierto, con sueldos más altos que el mío.

Philip apretó los puños sobre la mesa.

–Esta discusión no tiene sentido.

–Por supuesto que no lo tiene –asintió ella, dispuesta a marcharse–. Mantengo la renuncia.

–¿Sí? ¿Y qué vas a hacer? ¿Cuál será tu paso siguiente?
Miley comprendió el sentido de las palabras de su padre. Sin duda no encontraría un empleo comparable al que tenía.

–En cualquier cadena de grandes almacenes me darán trabajo enseguida –respondió 
Miley , demasiado furiosa para detenerse a pensar en la angustia que le causaría dar un paso semejante. Bancroft era su historia, su vida–. Marshall Fleid me abrirá las puertas en el momento en que yo lo pida. Y May Company, y Neimans...

–Ahora eres tú la que fantasea –la interrumpió Philip.

–¡Sígueme la pista! –le advirtió 
Miley  odiando la perspectiva de trabajar para la competencia y agotada por los sentimientos encontrados que bullían en su interior. Con voz cansada preguntó–: Por una vez en tu vida, ¿podrías ser completamente honesto conmigo?

Philip esperó la pregunta hundido en un silencio pétreo.

–Nunca pensaste otorgarme la presidencia de Bancroft. ¿Me equivoco? Ni ahora ni en el futuro, por duro y eficaz que fuera mi trabajo.

–Tienes razón –confirmó Philip.

En el fondo de su corazón 
Miley siempre había sabido la verdad, pero al oírla de boca de su padre se quedó perpleja.

–Porque soy una mujer –masculló.

–Es un motivo. Esos hombres de ahí fuera no trabajarían a las órdenes de una mujer.

–¡Eso es absurdo! –exclamó 
Miley  aún sorprendida–. Directa o indirectamente, docenas de hombres responden ante mí en los departamentos que dirijo. Es tu propio fanatismo egoísta lo que te hace suponer que yo no debo dirigir esta empresa.

–En parte, quizá se trate de eso –respondió su padre–. Pero tal vez se trate también de que me niego a colaborar, a ser cómplice, de tu ciega decisión de hacer que tu vida entera gire en torno a estos grandes almacenes. De hecho, haré todo lo posible para impedir que tu vida gire alrededor de una profesión, una carrera. En este o en otro negocio, o donde sea. Esas son las razones que me impulsan a cerrarte el paso a la presidencia, 
Miley.  Y te gusten o no, por lo menos sabes cuáles son. En cambio, tú ni siquiera sabes a qué obedece tu férrea determinación de convertirte en presidenta de Bancroft.

–¿Qué? –exclamó ella, llena de ira–. Supongamos que me dices cuáles son las razones que me impulsan a ello.

–Bien, te las diré. Hace once años te casaste con un hijo de pu/ta, un cazafortunas que te dejó embarazada. Perdiste al niño y te enteraste de que ya no podrías tener hijos. Y de pronto –concluyó Philip con voz triunfal–, te asaltó un fervoroso amor por Bancroft & Company, junto con la ambición de convertirte en la madre de la empresa.
Miley clavó en él la mirada. Era consciente de lo capcioso que resultaba el razonamiento de su padre, lo que le produjo un nudo de emoción en la garganta. Se dispuso a refutarlo e hizo un esfuerzo para que no le temblara la voz.

–He amado este lugar desde que era una niña. Lo amaba antes de conocer a Nicholas Farrell y lo seguí amando cuando él desapareció de mi vida. De hecho, puedo decirte con exactitud en qué momento decidí trabajar aquí y convertirme un día en la presidenta. Tenia seis años cuando me trajiste un día para que te esperara mientras te reunías con el directorio. Y me dijiste –añadió con voz un tanto discordante– que podía sentarme ahí, en tu sillón, durante tu ausencia. Lo hice.

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