jueves, 26 de diciembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 41



Durante la semana siguiente, Miley se enfrascó en su papel de presidenta interina. Tomó decisiones con prudencia y conocimiento de causa; se reunió con el directorio, donde escuchó todas las opiniones y expuso sus propias ideas. Al poco tiempo todos empezaron a reaccionar con confianza y entusiasmo ante la dirección de 
Miley.

Después de varios días en su doble función de presidenta y vicepresidenta, 
Miley aprendió a racionalizar su tarea, a sacar el mayor partido posible a su tiempo, hasta el punto de que el agotamiento físico dio paso a la euforia. Se las arregló incluso para prestar cierta atención a los preparativos de su casamiento; pidió invitaciones del departamento de material de oficina de Bancroft, y cuando la sección de novias llamó para decirle que tenían algunos nuevos modelos, fue a verlos. Uno de ellos era un glorioso traje azul de seda, con incrustaciones de perlas y un largo y profundo corte en la espalda. Era exactamente lo que Miley había estado buscando sin haberlo encontrado.

Con el boceto del vestido en una mano y una muestra de la invitación a la boda en la otra, se hallaba sentada en el escritorio que había pertenecido a su padre y a su abuelo. Las ventas batían sus propios récords en todas las sucursales de Bancroft; no había asunto que llegara a su despacho, por complicado que fuera, que supusiera un obstáculo insalvable; y por si no bastaba, iba a casarse con el más bueno y el mejor de los hombres; el mismo al que había amado desde que era niña.

A medida que transcurrían los días, 
Miley seguía sintiéndose feliz y absorta en el desafío de su trabajo. El éxito le sonreía en todo, excepto en una cosa: Nick Farrell. Antes de su viaje, Philip había dado los pasos necesarios para que la comisión de Southville aprobara la petición de Nick, pero no había modo de comunicarse con él por teléfono para darle la buena nueva.
Miley llamaba a la oficina de Nick, pero nunca daba con él. La secretaria le decía que no estaba en su despacho y a veces ni siquiera en la ciudad. El jueves por la tarde, y puesto que Nick ni siquiera le devolvía las llamadas, Miley lo intentó otra vez. Esta vez la secretaria de su ex marido le transmitió un mensaje:

–El señor Farrell –anunció con voz fría y cortante– me ha ordenado que le diga que si quiere algo de él se ponga en contacto con la firma de abogados Pearson y Levinson. Señorita Bancroft, el señor Farrell no atenderá sus llamadas ahora ni en el futuro, y si insiste en llamarlo, iniciará una querella judicial contra usted por hostigamiento. –Luego la mujer colgó.
Miley se quedó mirando fijamente el teléfono, incapaz de salir de su asombro. Pensó en la posibilidad de presentarse en el despacho de Nick e insistir en verle. Pero no. En su estado de ánimo actual era posible que sus empleados de seguridad, debidamente aleccionados, la escoltaran por la fuerza hasta la calle. Comprendiendo que era absolutamente necesario mantener la calma, repasó las alternativas a su alcance, como si se tratara de una cuestión de negocios. Sin duda sería inútil llamar a los abogados de Nick, porque ellos tratarían de intimidarla aunque solo fuera por divertirse a su costa. Además, sabía desde el principio que un día u otro tendría que contratar los servicios de un abogado para que redactara los documentos del divorcio, en cuanto Nick hubiera accedido. Era obvio que iba a necesitar al abogado antes de lo previsto; un letrado que tendría que pasar por el trámite irritante de comunicar al bufete Pearson y Levinson su oferta de paz, para que ellos a su vez se la transmitieran a Nick.

Pero 
Miley no podía elegir simplemente un buen abogado, puesto que Nick estaba representado por una firma tan poderosa y de tanto prestigio como Pearson y Levinson. El de Miley debía tener la misma influencia política y la misma habilidad que los renombrados abogados de Nick porque de lo contrario estos acabarían con ella. Eran hábiles en los trucos y las estratagemas que a los abogados tanto les gustaban. Había que tener en cuenta otra cosa. Quienquiera que fuese el elegido de Miley debía ser persona de suma confianza, que preservase la intimidad de su clienta tan bien como sus intereses jurídicos. Alguien, en definitiva, que no hablara del caso con los amigos en la barra del bar del club de los abogados. Una tumba.

Parker había sugerido uno de sus propios amigos, pero 
Miley prefería que fuera alguien que ella misma conociera y que le gustara. Como por otro lado no quería mezclar los negocios con los asuntos personales, Sam Green quedaba descartado. Distraídamente, empezó a garabatear los nombres de abogados que había conocido en reuniones sociales, pero los tachó a todos. Eran, sin excepción, profesionales de éxito y también socios de Glenmoor. Juntos jugaban al golf, probablemente también intercambiaran chismes.

Solo había una persona que reunía las condiciones que 
Miley buscaba, aunque a ella le desagradaba la idea de confiarle el asunto. Stuart, se dijo, suspirando con una mezcla de renuencia y afecto. Stuart Whitmore había sido el único chico a quien ella cayera bien en la adolescencia. El único que por propia voluntad la sacó a bailar durante la fiesta de la señorita Eppingham. En la actualidad, con sus treinta y tres años, Stuart seguía siendo un hombre de escaso atractivo, de hombros estrechos y ralo pelo castaño. Pero también era un brillante abogado descendiente de una estirpe de brillantes abogados, además de un conversador fascinante y, sobre todo, era un amigo. Dos años antes había llevado a cabo su último y más decidido intento de acostarse con ella, y lo hizo a su peculiar manera. Como si estuviera soltándole a un jurado un preparado razonamiento jurídico, le recitó a Miley todas las razones por las cuales ella debería irse a la cama con él, siendo la última, pero no la menos importante, la posibilidad del matrimonio posterior.

Sorprendida, y conmovida por el hecho de que Stuart hubiera pensado en casarse con ella, 
Miley lo rechazó con gentileza, intentado hacerle comprender que su amistad era muy importante.

Al verse rechazado, Stuart le preguntó:

–¿Considerarás al menos la posibilidad de que te represente en alguna acción jurídica? Así podría decirme que la ética, no la falta de reciprocidad de sentimientos, prohíbe que tú y yo nos acostemos. –
Miley aún estaba intentando descifrar aquella frase cuando advirtió tardíamente su humor irónico. Sonrió, llena de gratitud y cariño.

–¡Lo haré! Robaré una caja de aspirinas de una farmacia mañana por la mañana y tú me sacarás de la cárcel.

Stuart le sonrió y se levantó para alejarse, pero su despedida fue cálida y agradable. Entregándole a 
Miley su tarjeta profesional, le dijo:

–Acógete a la quinta enmienda hasta mi llegada.
Miley todavía sonreía pensando en ello cuando apretó el botón del intercomunicador.

–Phyllis, haz el favor de ponerme en contacto con Stuart Whitmore, de Whitmore y Northridge.

Mientras su secretaria le anunciaba la llamada, trató de estudiar algunos papeles, pero la tensión se había adueñado de ella. Le temblaban las manos. Durante el último año no había visto a Stuart más que un par de veces. ¿Y si no aceptaba? ¿Y si no quería verse envuelto en sus problemas personales? ¿Y si no estaba en la ciudad? El zumbido breve y agudo del intercomunicador la sobresaltó.

–El señor Whitmore está en la línea uno, 
Miley.
Miley respiró hondo y cogió el teléfono.

–Stuart, te agradezco que hayas contestado enseguida.

–Estaba a punto de salir hacia el juzgado cuando oí que mi secretaria atendía tu llamada –respondió él, con tono profesional pero cortés.

–Tengo un pequeño problema jurídico –declaró 
Miley –. Bueno, no es pequeño, sino bastante grande. En realidad, es enorme.

–Te escucho –dijo Stuart al notar la vacilación de su amiga.

–¿Quieres que te lo cuente ahora? ¿Por teléfono y con prisas?

–No necesariamente. Pero dame una pista... para despertar mi apetito jurídico.
Miley captó el agudo sentido del humor de Stuart y suspiró con alivio.

–Para ser breve, necesito tu consejo acerca de mi... divorcio.

–En ese caso –replicó Stuart de inmediato y con voz grave–, mi consejo es que te cases primero con Parker. Así alcanzaremos un mejor acuerdo.

–No es una broma, Stuart –le advirtió 
Miley  pero algo en él inspiraba tanta confianza que la joven sonrió y añadió–: Estoy metida en el más asombroso embrollo legal que puedas imaginar. Necesito salir enseguida de este lío.

–En general, me gusta alargar las cosas porque así se hinchan mis honorarios –comentó él con ironía–. Sin embargo –continuó–, por una amiga como tú puedo hacer una excepción y sacrificar el dinero a la piedad. ¿Estás libre para cenar esta noche?

–¡Eres un ángel!

–¿De veras? Ayer el abogado de la otra parte me llamó manipulador hijo de pu/ta.

–¡No lo eres! –protestó 
Miley con lealtad. Stuart rió y dijo:

–Te aseguro que lo soy, mi amor.



Lejos de comportarse como un juez severo o de escandalizarse por su conducta a la edad de dieciocho años, Stuart escuchó la historia de 
Miley sin el menor signo de emoción en el rostro. Ni siquiera pareció sorprendido cuando ella le dio a conocer el nombre del padre de la criatura. Tan desconcertante era la inocua expresión del rostro del abogado, tan persistente su silencio, que cuando Miley llegó al final de su relato le preguntó, vacilante:

–Stuart, ¿está todo bien claro?

–Perfectamente claro –respondió él, y como para demostrarlo dio su versión de parte de los hechos–. Lo último que me has dicho es que tu padre ahora se muestra dispuesto a utilizar su influencia para que a Farrell se le conceda la recalificación de su terreno. Y lo hace con el mismo absoluto desprecio por la ley que mostré antes, cuando por medio del senador bloqueó la petición de Nick.

–Creo... que es así –confirmó 
Miley  a quien la velada condena de Stuart sobre su padre había puesto un poco nerviosa.

–Pearson y Levinson representan a Farrell, ¿verdad?

–Sí.

–Bueno, pues ¡allá vamos! –declaró Stuart, haciendo señas al camarero–. Por la mañana llamaré a BiIl Pearson y le diré que su cliente está presionando al mío de manera injusta, causándole una angustia innecesaria.

–Y después, ¿qué?

–Después le pediré que su cliente firme unos papeles que yo redactaré y le enviaré.
Miley sonrió con una mezcla de esperanza e incertidumbre.

–¿Eso es todo?

–Tal vez.

Al atardecer del día siguiente Stuart por fin llamó.

–¿Has hablado con Pearson? –le preguntó 
Miley  sintiendo un nudo en el estómago.

–Hace un minuto que hemos colgado.

–¿Y bien? –inquirió 
Miley anhelante, creyendo advertir en él cierta vacilación–. ¿Le has hablado de la oferta de mi padre? ¿Qué le pareció?

–Me ha dicho –respondió Stuart sardónicamente– que todo este asunto entre tú y Farrell es muy personal, que su cliente quiere considerarlo primero desde ese punto de vista y después, cuando él esté dispuesto, dictará las condiciones bajo las cuales te concederá el divorcio.

–¡Dios mío! –murmuró 
Miley  respirando hondo–. ¿Qué significa eso? No lo entiendo.

–En tal caso te lo diré con franqueza y pasando por alto la jerga jurídica. Pearson quiso decirme que me fuera a la mie/rda.

Las palabrotas eran impropias del lenguaje corriente de Stuart, lo que indicó a 
Miley que estaba mucho más enojado de lo que parecía. El estado de ánimo de su amigo y abogado alarmó a la joven casi tanto como la incomprensible actitud del ahogado de Nick.

–No lo comprendo –dijo 
Miley  inclinándose en el sillón–. Nick se mostró muy conciliador el día que almorzamos juntos... es decir, hasta que recibió la llamada relativa a la recalificación de su terreno. Pero ahora que le ofrezco la aprobación de su solicitud ni siquiera quiere escucharme.

Miley –dijo Stuart con firmeza–, cuando me hablaste de tu relación con Farrell, ¿me ocultaste algún detalle?

–No, nada. ¿Por qué lo preguntas?

–Porque –le contestó Stuart– por todo lo que he leído y oído acerca de él, parece un hombre razonable e inteligente; fría y casi inhumanamente racional, según algunas personas. Pero los hombres racionales y al mismo tiempo ocupados no se detienen a vengarse de pequeños y mezquinos agravios. Eso es una pérdida de tiempo, y en el caso de Farrell el tiempo es oro. Sin embargo, todo ser humano tiene una capacidad de absorción de afrentas presuntas o reales; pasado ese límite, todos reaccionamos. Bueno, si a Farrell se le ha empujado más allá de sus límites, estará deseando entablar una lucha. En mi opinión, eso es lo que parece haber sucedido. Lo cual me inquieta mucho.

Miley la inquietó aún más.

–¿Por qué tendría que querer luchar?

–Por el placer de la revancha.

–¿Revancha? –imploró 
Miley con un grito de alarma–. ¿Por qué dices una cosa así?

–Por algo que dijo Pearson. Me advirtió que cualquier intento por tu parte de llevar e1 caso al tribunal sin antes obtener la aprobación completa de su cliente traería como consecuencia ciertas sorpresas desagradables...

–¿Más sorpresas desagradables? –repitió ella, pasmada–. ¿Por qué ahora? Cuando almorzamos juntos la semana pasada intenté mostrarse amable. De veras. Incluso bromeó conmigo, a pesar de que me desprecia...

–¿Por qué? –le interrumpió Stuart con voz firme–. ¿Por qué te desprecia? ¿Qué te hace pensar así?

–No lo sé. Es una intuición. –Sin revelar más detalles, prosiguió–: Está comprensiblemente furioso por lo de Southville; y después del almuerzo, en su coche, le dije cosas que sin duda lo ofendieron. ¿Será eso lo que lo empujó «más allá de sus límites»?

–Es posible –respondió Stuart sin convicción.

–¿Qué hacemos ahora?

–Lo pensaré durante el fin de semana. Dentro de una hora salgo hacia Palm Beach para reunirme en el yate con Teddy y Liz Jonkings. Cuando volvamos, planearemos nuestra estrategia. Intenta no preocuparte demasiado.

–Lo intentaré –le prometió 
Miley.

A solas en su oficina, se esforzó por dejar de pensar en Nick Farrell. Para ello, se sumergió en el trabajo. Dos horas más tarde, se presentó Sam Green. De acuerdo con lo prometido, su equipo había trabajado con rapidez para completar el proyecto que lo retenía en Chicago. Hacía tres días que había llamado a Houston con la esperanza de concertar una entrevista, pero Ivan Thorp le dijo que no valía la pena que viajara y que esperara a la semana siguiente.
Miley le sonrió mientras el abogado se acercaba a ella.

–¿Dispuesto para el viaje a Houston?

–Thorp acaba de llamar. Ha cancelado la reunión. –Sam se hundió en la silla, frente a 
Miley.  Parecía furioso y acorralado–. Al parecer, los hermanos han aceptado una oferta de veinte millones. El comprador exigía que la operación se mantuviera en secreto hasta ahora, y por eso Thorp me entretuvo. El terreno es propiedad de la división de bienes inmuebles de un gran conglomerado.

Decepcionada pero dispuesta a no aceptar la derrota, 
Miley ordenó:

–Ponte en contacto con los nuevos propietarios y averigua si están dispuestos a vender.

–Ya lo he hecho y efectivamente están dispuestos a vender –respondió Sam con sarcasmo.

Sorprendida, 
Miley añadió:



–En ese caso no perdamos más tiempo e iniciemos las negociaciones.

–Lo intenté. Piden treinta millones y esa cifra no es negociable.

–¿Treinta millones? ¡Es ridículo! –exclamó 
Miley  levantándose de su asiento–. ¡Es una locura! Ese terreno no vale más de veintisiete millones. ¡Ellos lo han comprado por veinte!

–Así se lo hice notar al director de la división, pero me dijo que era innegociable.
Miley se acercó a los ventanales. Se sentía muy intranquila. El terreno de Houston, cerca de The Galleria, estaba ubicado en una zona perfecta para un centro comercial Bancroft. Quería edificar allí y no iba a darse por vencida.

–¿Proyectan edificar ellos mismos? –le preguntó a Sam al tiempo que volvía a su escritorio y se apoyaba en el borde, con los brazos cruzados sobre el pecho.

–No.

–Has dicho que se trata de un conglomerado. ¿Cuál?

Sam Green, como casi todo el mundo en Bancroft, sabía muy bien que el nombre de 
Miley había sido asociado con el de Nick Farrell en la sección de sociedad del Tribune. Vaciló unos segundos antes de contestar.

–Intercorp.

Perpleja y furiosa, 
Miley se irguió como impulsada por un resorte. Clavó la mirada en Sam.

–¡Bromeas! –estalló.

Sam frunció irónicamente el entrecejo.

–¿Tengo el aspecto de alguien que bromea?

Consciente de que la vacilación de Sam antes de mencionar el nombre de la empresa era una señal evidente de que estaba al corriente, 
Miley profirió sin reparo alguno:

–¡Mataré a Nicholas Farrell por esto!

–Consideraré esa amenaza como información privilegiada entre abogado y cliente. Así no tendré que testificar contra ti si lo matas.
Miley se debatía en un mar de emociones. Miró a Sam, rabiosa e incrédula, y pensó que la hipótesis de Stuart sobre la sed de venganza de Nick eliminaba toda duda de que la compra de la parcela de Houston por Intercorp fuera una coincidencia. Por supuesto, a esto se refería el abogado de Nick al hablar de «sucesos desagradables».

–¿Cuál será tu primer paso?

Sus atormentados ojos azules miraron a Sam.

–¿Después de matarlo? Bueno, echaré a los tiburones a ese malnacido... –Se interrumpió e intentó mantener la calma. Se situó ante su sillón y comentó–: Tengo que pensar en esto, Sam. Lo discutiremos el lunes.

Cuando el abogado se marchó, 
Miley  empezó a darle vueltas al asunto, mientras se paseaba de un extremo al otro del despacho. Por fin, logró serenarse. ¿Por qué lo hace?, se preguntó. Una cosa era que Nick convirtiera en un infierno la vida personal de su ex esposa –Miley se enfrentaría a él a través de Stuart–, y otra muy distinta que también atacara a Bancroft & Company. A ella cualquier intromisión en su firma le producía más pánico que los ataques contra su propia persona. Debía detenerle. Solo Dios sabía qué más estaría tramando, o peor aún, qué intrigas había ya puesto en marcha.

Se rascó la nuca con nerviosismo y siguió caminando por la oficina. El interrogante que hubiera querido despejar antes que nada era el móvil. Por qué Nick Farrell la perseguía de aquella forma. Y sin embargo, tenía una respuesta: Nick se estaba vengando del juego sucio de Philip. Se había mostrado muy amable durante el almuerzo de la semana anterior, hasta que recibió la maldita llamada telefónica acerca de Southville. La causa de esta batalla estaba, pues, meridianamente clara: la interferencia de Philip Bancroft en la vida y los negocios de Nick Farrell.

Sin embargo... ¡era todo tan innecesario! De algún modo tendría que conseguir que él la recibiera y la escuchase. Debía hacerle comprender que él había ganado la batalla y que Philip había dado marcha atrás. ¡Todo lo que Nick tenía que hacer era volver a plantear su petición! Corno Stuart no estaba presente para convencerla de que mantuviera la calma, 
Miley tomó el único camino que le quedaba: llamar a Nick a su despacho.

Cuando le contestó la secretaria, 
Miley cambió el tono de voz para que no la reconociera.

–Soy... Phyllis Tisher –mintió, suplantando a su secretaria–. ¿Está el señor Farrell?

–El señor Farrell se ha ido a su casa y no volverá hasta el lunes por la tarde.
Miley miró su reloj y se sorprendió al ver que ya eran las cinco.

–No me di cuenta de que era tan tarde. En este momento no dispongo de su número telefónico. ¿Le importaría dármelo, por favor?

–Tengo instrucciones del señor Farrell de no dar a nadie el número de teléfono de su casa. A nadie, sin excepción.
Miley colgó. No podía esperar hasta el lunes para intentarlo de nuevo, y llamarlo a su oficina era de todos modos una pérdida de tiempo. Aunque diera un nombre falso, la secretaria insistiría en saber de qué asunto se trataba antes de comunicárselo a su jefe. Quedaba la alternativa de presentarse en el despacho de Nick el lunes, pero en el estado de ánimo en que este se hallaba lo más probable era no solo que rehusara verla, sino que ordenara sacarla del edificio custodiada. Bien, si él no quería verla en su oficina y ella no se atrevía a esperar hasta el lunes para comprobarlo, entonces solo quedaba una opción...

–¡En su casa! –dijo 
Miley.  Allí no habría una secretaria con instrucciones de impedirle el paso. Con la remota esperanza de que el número de Nick figurara en la guía, la joven llamó a información.

La operadora sentía comunicarle que el número de Nick Farrell no estaba a disposición de nadie.

Decepcionada, pero no derrotada, 
Miley colgó. No estaba dispuesta a renunciar a su propósito. Cuando tenía un plan viable y veía la ocasión de ponerlo en práctica, se armaba de una fría resolución, en total contraste con su frágil apariencia y dulzura de voz. Cerró los ojos y se concentró en buscar a algún conocido que tuviera el teléfono de Nick Farrell. Nick había acompañado a Alicia Avery a la ópera y Stanton Avery había avalado su ingreso en Glenmoor. Sonriendo, Miley buscó el número de Stanton en su propia agenda.

El mayordomo de los Avery le informó de que padre e hija habían ido a pasar unos días a su residencia de Saint Croix. En realidad, no esperaban que volvieran hasta dentro de una semana. 
Miley estuvo tentada de preguntar al mayordomo el número de teléfono de Saint Croix, pero lo pensó mejor. De hecho, comprendió que Stanton no le daría fácilmente el número de Nick, sino más bien lo contrario. Ella era la mujer que había insultado en público a su amigo y cuyo padre le vetó el ingreso a Glenmoor. Decidió llamar a Glenmoor para hablar con el director. Este podría darle el número de Nick con solo mirar su solicitud de ingreso.

Pero Timmy Martin también se había marchado a casa. Y la oficina estaba cerrada.

Mordiéndose un labio, aceptó el hecho de que su única opción era acudir personalmente al apartamento de Nick. La perspectiva era escalofriante, sobre todo teniendo en cuenta que él estaba furioso. Apoyando la cabeza en el respaldo, cerró los ojos, mientras en su interior el arrepentimiento se mezclaba con el temor y la ira. Si su padre no se hubiera entrometido en el asunto de la recalificación del terreno de Southville, si no hubiera humillado a Nick vetando su aceptación como socio de Glenmoor... Si ella no se hubiera dejado llevar por la cólera en el coche... entonces el almuerzo habría concluido con la misma placidez con que empezó, y nada de todo aquello habría ocurrido.

No obstante, el arrepentimiento no iba a solucionar el problema en que estaba metida. 
Miley abrió los ojos y se mentalizó para lo que tenía que hacer. No sabía el número de teléfono de Nick, pero sí dónde vivía, como cualquiera que leyera el Chicago Tribune. En el suplemento del mes anterior habían aparecido cuatro páginas a todo color del interior del lujoso ático comprado y amueblado por el más reciente y rico empresario de Chicago. Estaba situado en las torres Berkeley, en Lake Shore Drive.

No hay comentarios:

Publicar un comentario