sábado, 7 de diciembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 36




Una flamante limusina los esperaba junto a la acera. Frente a la parte trasera del vehículo se hallaba un robusto chófer, con la nariz chata y un físico imponente. El hombre sostuvo la portezuela abierta para dar paso a Miley. A ella le gustaba viajar en limusina, pero en cuanto arrancaron, la joven se agarró al brazo del asiento, sorprendida. Ocultó su alarma a pesar de que la limusina tomaba las esquinas con asombrosa temeridad. Sin embargo, cuando sorteó un autobús de la empresa municipal de transportes y pasó un semáforo en rojo, no tuvo más remedio que mirar a Nick, nerviosa.

Él se encogió de hombros y dijo:

–Spencer no ha renunciado a su sueño de correr en Indianápolis.

–Pero esto no es Indianápolis –apuntó 
Miley sin soltarse del asiento, pues en aquel momento Spencer giró bruscamente.

–Tampoco él es chófer.

Decidida a imitar su aplomo, 
Miley separó las manos del brazo acolchado del asiento.

–¿De veras? ¿Qué es, entonces?

–Mi guardaespaldas.

Miley se le revolvió el estómago ante la prueba de que Nick tenía motivos para temer que otros lo odiaran a muerte y quisieran lastimarlo físicamente. A ella nunca le había atraído el peligro. Le gustaba la paz y la seguridad. La idea de un guardaespaldas le resultaba un tanto salvaje.

No volvieron a hablar hasta que Spencer detuvo el vehículo bajo la marquesina de Landry, uno de los restaurantes más elegantes y exclusivos de Chicago.

El maître, que también era copropietario del restaurante, se hallaba, como de costumbre, cerca de la puerta principal. Iba rigurosamente vestido de esmoquin. 
Miley conocía a John desde hacía muchos años, en realidad desde sus días de internado, en que su padre solía llevarla allí y el maitre le servía alguna bebida suave aderezada como una exótica bebida alcohólica.

–Buenas tardes, señor Farrell –saludó John formalmente, pero al ver a 
Miley añadió con una amplia sonrisa–: Señorita Bancroft, es siempre un placer verla.

Miley dirigió una rápida mirada a Nick, cuyo rostro era impenetrable. Ella se preguntó cómo le habría sentado comprobar que la conocían más que a él en el restaurante. Pero lo olvidó enseguida, cuando al ser acompañados a su mesa distinguió varias caras conocidas. A juzgar por sus miradas de asombro, habían reconocido a Nick y sin duda se preguntaban por qué Miley iba acompañada con un hombre al que había insultado en público. Sherry Withers, una de las mayores cotorras del círculo de conocidos de Miley  miraba fijamente a Nick, arqueando las cejas. Estaba especulando, divirtiéndose con ello.

Un camarero los condujo entre hileras de ramos de flores recién cortadas, pasando junto a un hermoso enrejado blanco hasta una mesa situada lo bastante cerca del piano para oír la música y lo bastante lejos para que esta no impidiera la conversación. A menos que uno fuera cliente habitual de Landry, resultaba casi imposible reservar una mesa con menos de dos semanas de antelación y, desde luego, conseguir una buena mesa como esa ya era una hazaña. 
Miley se preguntó cómo lo habría logrado Nick.

–¿Un aperitivo? –preguntó él cuando estuvieron sentados.

La mente de 
Miley abandonó toda conjetura con respecto a la mesa para enfrentarse a la terrible situación que se avecinaba.

–No, gracias. Solo agua con hielo. –En cuanto lo dijo, pensó que un aperitivo le relajaría los nervios–. Sí –se corrigió–. Tomaré un aperitivo.

–¿Qué te gustaría?

–Estar en Brasil –murmuró ella con un suspiro.

–¿Perdón?

–Algo fuerte –respondió 
Miley  tratando de decidir qué tomar–. Un manhattan. –Pero de inmediato hizo un gesto de negación. Una cosa era calmarse y otra muy distinta inducirse a decir o hacer algo que no debiera. Era un manojo de nervios y quería tomar algo que rebajara la tensión. Algo que pudiera beber lentamente y obrara el pequeño milagro. Algo que no le gustaba–. Un martini –decidió por fin, asintiendo con la cabeza.

–¿Todo eso? –le preguntó Nick con aparente seriedad–. ¿Un vaso de agua, un manhattan y un martini?

–No... solo el martini –aclaró ella con una sonrisa vacilante y una mirada de frustrada desolación.

Por un momento, Nick se sintió intrigado ante aquella combinación de llamativos contrastes que le presentaba 
Miley.  Luciendo un sofisticado vestido negro, tenía un aspecto elegante y encantador que, combinado con el ligero rubor de las mejillas, el inevitable atractivo de sus ojos embriagadores y su confusión de adolescente, hacía de ella un ser casi irresistible. Puesto que era ella quien había fomentado el encuentro, Nick decidió de pronto comportarse como había decidido la noche del baile de la ópera. Pensó que lo pasado, pasado estaba.

–¿Te lanzaré a otro mar de confusión si te pregunto con qué quieres el martini?

–Ginebra –le contestó 
Miley- . No, vodka –se corrigió, y añadió de nuevo–: No, ginebra. Un martini con ginebra.

Nerviosa, se ruborizó y no advirtió la mirada burlona de los ojos de Nick cuando este siguió preguntando con voz un tanto solemne:

–¿Dulce o seco?

–Seco.

–¿Beefeater, Tanqueray o Bombay?

–Beefeater.

–¿Aceituna o cebolla?

–Aceituna.

–¿Una o dos?

–Dos.

–¿Valium o aspirinas? –preguntó con el mismo tono de voz, esbozando una sonrisa. 
Miley se dio cuenta de que había estado bromeando durante todo el tiempo. Se sintió agradecida y lo miró, devolviéndole la sonrisa.

–Lo siento. Estoy... un poco nerviosa.

Cuando el camarero se alejó con el pedido, Nick pensó en la confesión de 
Miley con respecto a su estado nervioso. Miró alrededor. En aquel lujoso restaurante una comida costaba lo que él ganaba en una jornada de duro trabajo en Edmunton. Casi sin pretenderlo, hizo una confesión propia.

–Solía soñar con llevarte a comer a un lugar como este.

Distraída, pues estaba pensando en cómo abordar el asunto que la había traído allí, 
Miley paseó la mirada y vio el hermoso despliegue de flores en enormes vasos de plata. Vio a los camareros que se inclinaban sobre las mesas con manteles de hilo y vajillas de porcelana y cristal.

–¿Un lugar como cuál?

Nick rió.

–No has cambiado nada, 
Miley.  El lujo más desbordante todavía es para ti la cosa más natural del mundo.

Dispuesta a mantener el buen clima creado cuando debatían qué iba a beber ella, 
Miley dijo razonablemente:



–Tú no puedes saber si he cambiado o no. Solo pasamos seis días juntos.

–Con sus correspondientes noches –señaló Nick intencionadamente para que volviera a sonrojarse. Deseaba que su firmeza se tambaleara otra vez, deseaba recuperar a la muchacha insegura, incapaz de decidir qué aperitivo tomar.
Miley ignoró la alusión de Nick, pero no se apartó por completo del tema.

–Es difícil creer que una vez estuvimos casados.

–No tiene nada de sorprendente, puesto que nunca utilizaste mi apellido.

–Estoy segura –comentó ella, intentando que su voz tuviera un tono de serena indiferencia. de que hay docenas de mujeres con más derechos del que yo tuve nunca a utilizar tu apellido.

–Hablas como si estuvieras celosa.
Miley estuvo a punto de perder la paciencia, pero logró evitarlo. Se inclinó hacia él y musitó:

–Si te parezco celosa, entonces es que tienes problemas de oído.

Una sonrisa se dibujó en los labios de Nick.

–Había olvidado ese tono recatado de internado que tienes cuando estás enojada.

–¿Qué pasa? –replicó la joven con voz aguda–. ¿Es que quieres que discutamos?

–En realidad –le respondió Nick secamente– mis últimas palabras eran un cumplido.

–Oh –masculló ella. Sorprendida y un tanto nerviosa, miró al camarero, que en aquel momento servía las bebidas. Le pidieron la comida y 
Miley decidió esperar a que Nick hubiera tomado parte de su aperitivo con la esperanza de que el alcohol lo suavizara un poco. Entonces le daría la noticia de que su divorcio en realidad no existía. Dejó que él eligiera el siguiente tema de conversación.

Nick levantó su vaso, irritado consigo mismo por haber aguijoneado a 
Miley. Empezó a hablar con sincero interés.

–Según las noticias de sociedad de la prensa, te ocupas de media docena de actividades caritativas, de la orquesta sinfónica, de la ópera y del ballet. ¿Qué más haces con tu tiempo?

–Trabajo cincuenta horas semanales en Bancroft –le respondió ella, vagamente decepcionada por el hecho de que al parecer Nick no hubiera oído hablar de sus logros como ejecutiva.

Por supuesto, Nick estaba al corriente de esos logros, pero sentía curiosidad por saber hasta qué punto ella era una buena profesional. Estaba seguro de que lo descubriría con solo oírla hablar de ello. Empezó a hacerle preguntas acerca de su trabajo.
Miley las respondía todas. Al principio con tono vacilante, pero paulatinamente con mayor confianza, porque por una parte temía abordar el asunto del divorcio y, por la otra, el trabajo era su tema favorito de conversación. Las preguntas de Nick eran tan certeras y parecía realmente interesado en lo que oía que no pasó mucho tiempo antes de que Miley le contara con pelos y señales sus logros, sus objetivos, sus éxitos y sus fracasos. Sí, Nick sabía escuchar, y con su actitud atenta estimulaba a su interlocutor, que acababa por hacerle toda clase de confidencias. Antes de que se diera cuenta, Miley le había explicado incluso el problema al que se enfrentaba: acusación de nepotismo en los grandes almacenes. Le resultaba tan difícil enfrentarse a dicha acusación como al chauvinismo que su padre fomentaba entre los ejecutivos de la empresa con su propia actitud.

Cuando el camarero retiró los cubiertos, 
Miley había contestado todas las preguntas de Nick y había bebido casi media botella de Bordeaux, pedida por él. Pensó que si se había mostrado tan locuaz era porque en el fondo deseaba eludir el temible asunto del divorcio. Sin embargo, incluso ahora, cuando había llegado el momento de abordar la cuestión, se sentía mucho más relajada que al principio de la comida. Se miraron mutuamente, en amigable silencio.

–Tu padre es afortunado de tenerte en Bancroft –dijo Nick con sinceridad. No le cabía la menor duda de que 
Miley era una ejecutiva excelente, muy bien dotada. Al hablar, su estilo profesional se había puesto de manifiesto, así como su dedicación, su inteligencia, su entusiasmo y, sobre todo, su coraje e ingenio.

–Yo soy la afortunada –repuso 
Miley  sonriendo–. Bancroft lo es todo para mí. Es lo más importante de mi vida.

Nick se reclinó en el asiento, pensando en la dimensión de 
Miley.  Frunció el entrecejo y contempló el vaso de vino que tenía en la mano, preguntándose por qué diablos la joven hablaba de los grandes almacenes como si se tratase de personas queridas. ¿Por qué no había en su vida algo más importante que su carrera? ¿Por qué no lo era Parker Reynolds, o cualquier otro miembro destacado de la alta sociedad? De inmediato Nick halló las respuestas. La clave era su padre. Philip Bancroft había conseguido lo que quería: dominar a su hija de forma tan brutal y efectiva que al final a ella no le importaban los hombres. Cualquiera que fuera la razón que tenía para casarse con Reynolds, era obvio que no lo hacía por amor. Basándose en lo que Miley había dicho y en la expresión de su rostro al hablar de Bancroft, estaba comprometida y enamorada de unos grandes almacenes.

Nick la miraba y sentía piedad y ternura. Eran las mismas emociones que había sentido la noche en que la conoció, junto al avasallador deseo de poseerla, un deseo que anuló su sentido común. Entró en aquel club de campo, vio la sonrisa vivaz de 
Miley  sus ojos brillantes, y perdió el sentido. En ese momento su corazón se dulcificó al recordar que lo había presentado a los socios de Glenmoor como un magnate del acero, de Indiana. ¡Qué maravillosa! Tan llena de risa y de vida, tan inocentemente ardorosa en sus brazos. Él había intentado apartarla de su padre, acariciarla, mimarla y protegerla.

De haber seguido casados, él estaría increíblemente orgulloso de su mujer. En realidad, de un modo un tanto impersonal, estaba orgulloso de lo que 
Miley había llegado a ser.

¿Mimarla y protegerla? Nick comprendió la implicación de sus pensamientos y apretó los dientes, disgustado consigo mismo. 
Miley no necesitaba a nadie que la protegiera. En realidad, era tan mortífera como el veneno de una viuda negra. Solo le importaba un ser humano: su padre, y para aplacado había asesinado al hijo que llevaba en las entrañas. Era una mujer consentida, sin carácter y sin corazón; una muñeca, hermosa y vacía, para sentarla a un extremo de la mesa del comedor, vestida con las prendas más caras. Solo servía para eso. Y si de pronto él lo había olvidado se debía precisamente a su aspecto, a sus ojos cautivadores, a su boca dulce y generosa, el sonido musical de su voz, la sonrisa contagiosa y también su modo de ser. ¡Dios! Siempre me he comportado como un idi/ota con esta mujer, pensó Nick, y su hostilidad desapareció al pensar que no tenía sentido seguir odiándola. Al margen de lo que ella había hecho, no debía olvidar que por aquel entonces era muy joven y estaba asustada. Además, todo había ocurrido hacia ya mucho tiempo. Así pues, miró a Miley y le hizo un cumplido con tono imparcial y un tanto indiferente:

–Oyéndote, es fácil comprobar que te has convertido en una gran ejecutiva. Si hubieras seguido casada conmigo, es probable que intentara atraerte a mi empresa.

Sin saberlo, acababa de darle pie a 
Miley para abordar el tema que la había traído allí. La joven no dejó pasar la oportunidad. Intentando inyectarle una gota de humor al temible momento, dijo con una risa nerviosa y ahogada.

–Entonces empieza a atraerme.

Los ojos de Nick se entrecerraron.

–¿Qué significa eso?

Incapaz de mantener por más tiempo su vacilante sonrisa, 
Miley se inclinó hacia delante, cruzó los brazos sobre la mesa y lanzó un hondo suspiro.

–Tengo algo que... decirte, Nick. Trata de no perder la calma.

Él se encogió de hombros con indiferencia y elevó el vaso de vino a los labios.

–No sentimos nada el uno por el otro, 
Miley.  Por lo tanto, nada de lo que puedas decirme me hará perder la calma...

–Aún estamos casados –anunció la joven.

Nick frunció el entrecejo y exclamó:

–¡Nada excepto eso!

–Nuestro divorcio no es legal –prosiguió ella, dando un respingo ante la ominosa mirada de su ex marido–. El... el abogado que se encargó de nuestro divorcio era un farsante que está siendo investigado por la justicia. Ningún juez firmó nuestra sentencia de divorcio. ¡Ningún juez la ha visto nunca!

Fuera de sí, Nick dejó el vaso en la mesa, se inclinó y dijo con voz iracunda:

–¡O mientes o eres una est/úpida! Hace once años me invitaste a dormir contigo sin pensar en las consecuencias. Cuando quedaste embarazada viniste a mi corriendo y me endosaste el problema. Y ahora me dices que no tuviste la inteligencia necesaria para contratar los servicios de un abogado que tramitara el divorcio y que, por lo tanto, todavía estamos casados. ¿Cómo diablos puedes dirigir una sección de los grandes almacenes y ser a la vez tan est/úpida?

Cada palabra de Nick le hería el orgullo como un latigazo, pero 
Miley esperaba algo así y pensó que lo tenía merecido. El impacto de la revelación dejó mudo a Nick por un momento, y ella lo aprovechó para decir con voz queda:

–Nick, comprendo cómo te sientes...

Él quería creer que 
Miley lo merecía y que aquello no era más que un loco intento de sacarle dinero. Quería creerlo, pero en el fondo pensaba que le estaba diciendo la verdad.

–Si yo estuviera en tu lugar –prosiguió ella–, sentiría lo mismo que tú.

–¿Cuándo lo supiste? –la interrumpió Nick.

–La noche anterior a mi llamada para arreglar este encuentro.

–Dando por sentado que me estás contando la verdad, es decir, que todavía estamos casados, ¿qué pretendes de mí exactamente?

–Un divorcio. Amable y tranquilo, sin complicaciones. E inmediato.

–¿Sin pensión alimenticia? –se mofó él, y observó cómo un furioso rubor cubría las mejillas de 
Miley- . ¿Sin derechos de propiedad ni nada parecido?

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