lunes, 9 de diciembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 38

Antes que nada solo diré es MI BLOG, y puedo decir lo que se me pegue la gana si no te gusta JODETE
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Spencer O’Hara detuvo el coche frente al edificio de Intercorp. Nick saltó del vehículo antes de que este se hubiera parado del todo.

–Dígale a Tom Anderson que suba –ordenó a la señorita Stern al pasar junto a ella camino a su oficina–. Y encuéntreme un par de aspirinas.

Pasados dos minutos, la secretaria acudió con un vaso de agua fría y las aspirinas.

–El señor Anderson está en camino –informó, y clavó la mirada en el rostro del jefe mientras este se tragaba las aspirinas–. Tiene una agenda muy apretada. Espero que no sea gripe. El señor Hursch está en cama y también dos vicepresidentes, además de medio departamento de procesamiento de datos. La gripe empieza con un dolor de cabeza.

Como la señorita Stern nunca había mostrado abierto interés por el bienestar físico de su jefe, este dio por sentado que lo que preocupaba a su secretaria era la paralización del trabajo.

–No estoy enfermo –aseguró con cierta acritud–. Nunca me pongo enfermo. –Se pasó una mano por el cuello, masajeándose distraídamente los músculos doloridos. La jaqueca, que por la mañana había sido solo una pequeña molestia, estaba empezando a molestarlo de veras.

–Si es gripe puede durar semanas, e incluso derivar en una pulmonía. Eso le ocurrió a la señora Morris, del departamento de publicidad, y a la señora Lathrup, de personal. Ambas están internadas. Tal vez debería pensar en un descanso en lugar de irse a Indiana la semana que viene. De otro modo, su agenda...

–No tengo gripe –la interrumpió Nick, tenso–. Es solo un resfriado normal y corriente.

Al percibir el tono de su voz, la señorita Stern se puso rígida, giró sobre sus talones y al ponerse en marcha tropezó con Tom Anderson, que entraba en aquel momento.

–¿Algún problema con la señorita Stern? –le preguntó Tom a Nick, mirando hacia la secretaria, que ya había salido.

–Teme tener que reorganizarme la agenda –dijo Nick, impaciente–. Hablemos sobre la comisión de Southville.

–Está bien. Dime qué quieres que haga.

–Para empezar, pide el aplazamiento de cualquier disposición.

–Y después ¿qué?

Por toda respuesta, Nick tomó el teléfono y marcó el número de Vanderwild.

–¿A cuánto se venden las acciones de Bancroft? –preguntó a Peter–. Bien, empieza a comprar. Utiliza la misma técnica que empleamos para la adquisición de Haskell. Mantén en secreto el asunto. –Colgó el auricular y miró a Tom–. Quiero saber quiénes son los miembros del directorio de Bancroft. Uno de ellos podría estar dispuesto a venderse. Averigua quién es y cuál es su precio.

En los años que habían estado juntos, durante tantas batallas financieras que entablaron y ganaron, Nick nunca había recurrido a algo tan indefendible como el soborno.

–Nick, me estás hablando de soborno...

–Te estoy hablando de luchar contra Bancroft con sus mismas armas. Él está recurriendo a sus influencias para vetarnos en Southville. Nosotros recurriremos al dinero para comprar votos en su consejo. No hay más diferencia que la moneda de cambio. Cuando termine con ese viejo bastardo vengativo tendrá que obedecerme en mi propio feudo.

–Está bien –dijo Tom tras dudar un instante–. Pero este asunto tendrá que hacerse con la máxima discreción.

–Hay algo más –añadió Nick, encaminándose a la sala de conferencias anexa a su despacho. Apretó un botón en la pared y el panel espejado que cubría el bar se abrió sigilosamente. Nick cogió una botella de whisky, se sirvió un vaso y bebió un gran sorbo–. Quiero saber todo lo que haya que saber sobre el modo de operar de Bancroft. Trabaja con Vanderwild. Dentro de dos días quiero conocer el estado de sus finanzas y todos los datos sobre sus ejecutivos. Quiero saber cuál es el flanco más vulnerable de Bancroft.

–Supongo que quieres adquirir el control de la empresa.

Nick bebió otro gran trago.

–Eso lo decidiré más tarde. Lo que ahora necesito es un número de acciones que baste para controlarla.

–¿Y Southville? Hemos invertido una fortuna en ese pedazo de tierra.

Los labios de Nick se torcieron en una sonrisa vacía.

–Llamé a Pearson y Levinson desde el coche–dijo, refiriéndose a la firma de abogados de Chicago que tenía contratada–. Les di las instrucciones oportunas. Conseguirán para nosotros la recalificación y a la vez ganaremos un buen dinero con Bancroft.

–¿Cómo?

–Está el asuntito del terreno de Houston, que tanto desean.

–¿Y qué?

–Ahora es nuestro.

Anderson asintió, avanzó hacia la puerta, se detuvo y se volvió hacia Nick. Luego dijo:

–Voy a estar en primera línea de fuego contigo en esta batalla contra Bancroft. Creo que es justo que me informes un poco de los hechos. Al menos, saber como empezó todo.

Si cualquier otro de sus ejecutivos le hubiera preguntado algo así, Nick lo habría enviado al diablo. La confianza era un lujo que ningún hombre en su posición podía permitirse. Había aprendido –al igual que otros que habían alcanzado la cumbre– que era arriesgado, incluso muy peligroso, confiar demasiado en alguien. En la mayoría de los casos los subordinados utilizaban la información para obtener favores de terceros, aunque había algunos que solo la empleaban para presumir de ser los verdaderos confidentes del hombre famoso y encumbrado.

De todas las personas que conocía, Nick solo confiaba ciegamente en cuatro de ellas: su padre, su hermana, Tom Anderson y Spencer O’Hara. Tom había estado con él desde el principio, cuando empezó a progresar a fuerza de audacia, levantando un imperio con poco dinero y mucha intuición y valor. Confiaba en Anderson y en O’Hara porque le habían demostrado su lealtad, pero también porque, al igual que él mismo, no procedían de un estrato social privilegiado ni habían asistido a pomposas escuelas de formación.

–Hace once años –explicó Nick, segundos después– hice algo que contrarió a Bancroft.

–¡Dios mío! Debió de haber sido algo gordo desde su punto de vista, puesto que no lo ha olvidado. ¿Qué hiciste?

–Osé elevarme demasiado y entrometerme en su mundo elitista.

–¿Cómo?

Nick bebió otro trago, como para borrar la amargura de las palabras, del recuerdo.

–Me casé con su hija.

–¿Te casaste con... Miley Bancroft? ¿Su hija?

–Así es –respondió Nick sombríamente.

Perplejo, Anderson se quedó mirándolo.

–Hay algo más que quiero que sepas. Hoy 
Miley me ha contado que el divorcio de hace once años no es legal. El abogado era un farsante y nunca presentó la documentación en el juzgado. Le he dicho a Levinson que lo compruebe, pero tengo el presentimiento de que es cierto.

Saliendo de su asombro, la mente ágil de Tom Anderson empezó a funcionar.

–Y ahora te pide una forma para saldar el asunto. ¿Es así?

–No, no es así. Quiere el divorcio. Claro que su padre y ella también querrían arruinarme, pero más allá de eso no tienen otras pretensiones.

Tom reaccionó con furiosa lealtad y con una risotada amarga y sarcástica.

–Cuando hayamos acabado con ellos desearán con toda su alma no haber iniciado esta guerra –prometió, y se encaminó a la puerta.

Cuando se hubo marchado, Nick se dirigió a las ventanas y miró al exterior, donde el día era tan sombrío y triste como su alma en aquellos momentos. Anderson quizá estaba en lo cierto en cuanto a su predicción, pero el sentimiento triunfal de Nick ya estaba desapareciendo. Se sentía... vacío. Contemplando la lluvia, resonaron en su mente las palabras de 
Miley  «No le llegas ni a la suela de los zapatos a Parker. Bajo ese traje a medida que llevas puesto no eres más que un fundidor sucio de un pueblo sucio y con un sucio padre borracho». Trató de olvidarlo, pero era inútil. Sus palabras le echaban en cara su propia estu/pidez, recordándole que, en lo concerniente a Miley  era un necio. Porque incluso años después de haber creído que estaban divorciados, no había sido capaz de dejar de pensar en ella. Había trabajado hasta el punto de poner en peligro su salud para construir un imperio... y lo hizo movido por la idea, por la est/úpida idea de volver un día a impresionar a Miley con sus logros y con todo lo que era.

Torció la boca en un gesto amargo de burla de sí mismo. Hoy había tenido la ocasión de impresionarla. Nick Farrell constituía un gran éxito financiero, vestía un traje más caro que la camioneta que tenía cuando conoció a 
Miley.  La había llevado a un restaurante hermoso y caro en una limusina con chófer... y a pesar de todo seguía siendo «un sucio fundidor». Por lo general se sentía orgulloso de sus orígenes, pero las palabras de la que aún era su esposa lo habían hecho sentir como un lagarto repugnante surgido del fondo de unas aguas estancadas; un animal asqueroso que había sustuido sus escamas por piel.



Se marchó de Haskell casi a las siete de la tarde. Spencer abrió la portezuela del coche y subió. Estaba terriblemente cansado y le dolía la nuca, que apoyó en el respaldo del asiento. Trató de obviar el aroma del perfume de 
Miley que aún perduraba en el interior del vehículo. Pensó en el almuerzo y en cómo ella le había sonreído mientras le hablaba de los grandes almacenes. Con la arrogancia típica de los Bancroft le sonrió y le pidió un favor –un divorcio discreto y amistoso–, al mismo tiempo que lo humillaba en público mientras en privado colaboraba con su padre en el intento de arruinarlo. Nick estaba dispuesto a concederle el divorcio pero todavía no.

El coche giró bruscamente y la calle se llenó de bocinazos. Nick abrió los ojos y notó que Spencer lo miraba por el espejo retrovisor.

–¿Se te ha ocurrido alguna vez conducir mirando a la calle de vez en cuando? El viaje sería menos excitante, pero más relajado.

–No. Si miro mucho la calle, me hipnotiza el tráfico. –Al cabo de un momento, Spencer sacó a relucir el asunto en que no había dejado de pensar después de oír la discusión entre Nick y 
Miley- . Así que es tu mujer, ¿eh, Nick? –Dirigió la vista a la calle, luego de nuevo al espejo retrovisor–. Me refiero a que te mostraste contrario a un divorcio, así que debe de ser tu mujer, ¿no?

–Lo es.

–Menudo carácter –añadió Spencer con una risita ahogada, ignorando la mirada desaprobadora de Nick–. Al parecer no le gustas mucho. ¿Me equivoco?

–No te equivocas.

–¿Qué tiene contra los fundidores?

Las últimas palabras de 
Miley resonaron en la mente de Nick. «No eres más que un sucio fundidor...»

–La suciedad –respondió a Spencer–. No le gusta la suciedad.

Puesto que advirtió que el jefe no iba a hablar más del asunto, Spencer cambió de tema.

–¿Vas a necesitarme la semana que viene cuando te vayas a Indiana? Porque si no me necesitas, tu padre y yo nos entregaremos a una orgía de dos días de jugar a las damas.

–Quédate con él. –Aunque Patrick no se había emborrachado desde hacía más de diez años, la venta de la casa en la que vivió con su mujer y sus hijos le dolía. No obstante, era él quien había decidido desprenderse de aquel recuerdo del pasado. Por eso a Nick le preocupaba dejarlo solo.

–¿Y esta noche? ¿Sales esta noche?

Nick tenía una cita con Alicia.

–Utilizaré el Rolls –dijo–. Tómate la noche libre.

–Si te hago falta...

–¡Maldita sea! Ya te he dicho que utilizaré el Rolls.

–Nick.

–¿Qué?

–Tu mujer quita el hipo –comentó Spencer, sonriendo maliciosamente–. Lástima que te vuelva tan gruñón.

Nick tendió una mano y cerró el cristal de comunicación.





Parker rodeaba los hombros de 
Miley con un brazo, ofreciéndole un silencioso apoyo y consuelo, mientras ella miraba fijamente el fuego de la chimenea. No podía dejar de pensar en la fracasada reunión con Nick. A principio él se había mostrado tan amable, bromeando porque ella parecía incapaz de decidir qué aperitivo tomar. Luego la había escuchado atentamente, mientras ella le contaba los detalles de su trabajo.

La llamada telefónica que Nick recibió sobre la comisión recalificadora de Southville lo había echado todo a perder. 
Miley estaba segura de ello, sobre todo ahora que había tenido tiempo para pensar. Pero, aún había cosas que no entendía y que la incomodaban, pues no parecían tener sentido. Aun antes de recibir la llamada, ella creyó haber captado en Nick un velado resentimiento o incluso desprecio. Y a pesar de lo que había hecho once años atrás, él no se había puesto a la defensiva ni una sola vez durante el almuerzo. Todo lo contrario. En realidad, se había comportado como si fuera ella quien debería sentirse culpable. Nick deseaba el divorcio, ella era la parte ofendida y, no obstante, la había insultado.

Enojada, 
Miley trató de desprenderse de aquellas ideas. No podía seguir así. Era repugnante buscar razones para justificar los actos de un ser como Nick Farrell. Desde el día en que se conocieron, Miley no había hecho más que convertirlo en un caballero de flamante armadura. Él la tenía deslumbrada con su fuerza tenaz y sus facciones duras. Incluso ahora se daba cuenta de que hacía lo mismo, y todo porque durante su conversación Nick le había hipnotizado los sentidos, al igual que once años antes.

Parker miró la hora en su reloj.

–Las siete –dijo–. Supongo que será mejor que me marche.

Suspirando, 
Miley se levantó y lo acompañó a la puerta. Philip había estado toda la tarde en el hospital, sometiéndose a pruebas médicas, e insistió en pasar después por casa de Miley para que le contara con detalle su encuentro con Nick. Lo que ella tenía que decirle lo enojaría sin duda, y aunque estaba acostumbrada a su ira, no quería que Parker estuviera presente.

–De algún modo –comentó 
Miley-  tengo que conseguir que cambie de actitud en lo que se refiere a Southville. De lo contrario, no tengo la menor posibilidad de que Nick me conceda el divorcio.

–Lo conseguirás –aseguró Parker, rodeándole la cintura con los brazos y dándole un beso de aliento–. Tu padre no tiene otra opción. Lo comprenderá.
Miley se disponía a cerrar la puerta cuando oyó que Parker saludaba a Philip en el fondo del pasillo. La joven respiró hondo y se preparó para el enfrentamiento que la esperaba.

–¿Y bien? –inquirió de inmediato Philip al entrar en el apartamento–. ¿Qué pasó con Farrell?
Miley ignoró momentáneamente la pregunta.

–¿Qué te han dicho en el hospital? ¿Qué opina tu médico del estado de tu corazón?

–Mi corazón está en su sitio –replicó el padre con tono sarcástico, mientras se quitaba el abrigo y lo arrojaba sobre una silla. Odiaba a los médicos en general y al suyo en particular. En efecto, el doctor Shaeffer no se dejaba intimidar ni sobornar. No había aceptado un cheque en blanco para que diagnosticara que tenía un corazón de toro y buena salud.

–Qué importa eso. Quiero saber con exactitud lo que te dijo Farrell. –Avanzó hacia la mesa y se sirvió una copa de jerez.

–¡Supongo que no irás a beber! –le advirtió su hija, atónita al ver que Philip sacaba un cigarro del bolsillo interior de la chaqueta–. ¿Qué pretendes? ¿Suicidarte? ¡Guarda ese cigarro!

Miley –replicó él con voz gélida–, si no contestas a mi pregunta le estás causando más estrés a mi corazón que esta gota de alcohol y este cigarro. Por favor, recuerda que el padre soy yo y tú la hija.

Después de un largo día de frustración, aquella andanada injusta provocó la ira de 
Miley.  Su padre tenía mejor aspecto que la semana anterior, lo que significaba que los análisis médicos habrían dado un resultado alentador, sobre todo teniendo en cuenta que el paciente estaba dispuesto a afrontar los riesgos del alcohol y el tabaco.

–¡Muy bien! –replicó 
Miley  feliz de que su padre se encontrara mejor, porque de pronto se sentía incapaz de intentar suavizar su encuentro con Nick. Si quería saber lo sucedido con todo detalle, no le ahorraría ninguno. Sorprendentemente, cuando hubo concluido, Philip pareció casi aliviado.

–¿Eso es todo? ¿Farell no dijo nada más? ¿Nada que pudiera sonar...? –Miró el cigarro, como intentando dar con la palabra exacta–. ¿No dijo nada extraño?

–Te he contado todo lo que nos dijimos –insistió 
Miley  Ahora quisiera algunas respuestas. –Lo miró fijamente a los ojos y dijo con voz enérgica–: ¿Por qué vetaste el ingreso de Nick en Glenmoor? ¿Por qué hiciste que se le negara la recalificación del terreno de Southville? ¿Por qué, después de tantos años, quieres seguir aferrándote a esta loca venganza? ¿Por qué?

A pesar de su enojo, Philip no parecía incómodo.

–Veté su ingreso en el club para protegerte de su presencia allí. En cuanto a lo de Southville...

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