miércoles, 20 de noviembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 33


–Adquirió algunos conocimientos durante su breve paso por la facultad de derecho y conocía lo suficiente la jerga jurídica como para hacerla parecer propia de un alegato judicial. Cuando se le presentaba un cliente pidiéndole un divorcio, primero se aseguraba que la otra parte estaba completamente de acuerdo... o de que se había esfumado. Después le cobraba al incauto todo lo que podía y redactaba la petición. Consciente de que nunca podría hacerse pasar por abogado el tiempo suficiente para que un juez firmara la solicitud, la firmaba él mismo.
–¿Insinúas que ese abogado cuyos servicios contraté hace once años no era abogado? –masculló Philip con voz apenas reconocible.
–Me temo que sí.
–¡No lo creo! –estalló Philip, como si con su ira pudiera ahuyentar la realidad del hecho.
–No hay necesidad de que te arriesgues a sufrir otro infarto, porque eso en nada cambiará las cosas –replicó Parker con tono razonable. Miley se sintió un poco aliviada al observar que su padre trataba de dominar sus emociones.
–Sigue –dijo al cabo de un momento.
–Hoy, después de comprobar que Spyzhalski no es miembro del colegio, envié a un detective a los juzgados. Es un hombre muy discreto que trabaja para nosotros en cuestiones bancarias –dijo para tranquilizar a Philip, quien se había aferrado al respaldo de una silla–. Pasó todo el día y parte de la noche verificando una y otra vez la presunta existencia del acta de divorcio de Miley.  No está en los archivos.
–¡Mataré al bastardo!
–Si te refieres a Spyzhalski, primero tendrás que averiguar dónde se encuentra. Desapareció. Si te refieres a Farrell –siguió Parker con tono de resignación–, sugiero vehementemente que reconsideres tu actitud.
–¡Una mie/rda! Miley puede resolver este asunto yéndose a Reno o a cualquier otra parte, y obteniendo allí un divorcio rápido y discreto.
–Lo he pensado pero no sirve. –Parker levantó la mano para silenciar la airada reacción de Philip–. Escúchame, porque esta noche he tenido tiempo para pensar detenidamente en el asunto. Aunque Miley actuara como tú sugieres, eso no resolvería el problema jurídico de los derechos de propiedad. Este último aspecto del divorcio tendría que pasar necesariamente por los tribunales de Illinois.
–Miley no tiene por qué informar a Farrell de que hay tal problema.
–Ética y moralmente sería reprobable, pero no basta, ya que también sería impracticable. –Parker exhaló un suspiro de frustración y procedió a dar explicaciones–: El Colegio de Abogados de Estados Unidos ha recibido ya dos denuncias contra ese impostor y el asunto está en manos de las autoridades. Si Miley actuara como tú sugieres y el falso abogado fuera arrestado y confesara... ¿Lo comprendes? Las autoridades le notificarían a Farrell que su divorcio no es legal, aunque es probable que este se enterase antes por la prensa. ¿Tienes idea de la clase de querella que podría entablar contra vosotros? Farrell dejó en tus manos, de buena fe, la responsabilidad de llevar a cabo el divorcio. Tú pecaste de negligencia. Además, durante todos estos años ha corrido el riesgo de bigamia por tu culpa y...
–Parece que lo tienes todo muy claro –lo interrumpió Philip–. ¿Qué sugieres que hagamos?
–Lo que sea necesario con tal de adormecer a la fiera y conseguir que acepte un divorcio rápido y sin complicaciones –replicó Parker con calma inflexible. Luego se volvió hacia Miley –: Me temo que serás tú quien tenga que hacer el trabajito.
Durante la discusión, Miley se había mantenido al margen. Las palabras de Parker parecieron sacarla de su estupor.
–¿Por qué hay que calmar a ese hombre?
–Porque las implicaciones económicas son enormes. Te guste o no, Farrell es tu marido legal. Un matrimonio de once años de duración. Eres una joven millonaria, Miley , y Farrell, como tu esposo legal, podría querer apoderarse de tu fortuna...
–¡Deja de llamarlo mi marido!
–Lo es –insistió Parker, pero esta vez con tono suave–. Farrell podría negarse a colaborar en el asunto del divorcio. También podría llevarte a los tribunales por negligencia...
–¡Dios mío! –exclamó Miley , poniéndose de pie y echando a andar nerviosamente por la habitación–. ¡No puedo creer lo que está ocurriendo! Seguro que estamos exagerando. –Se esforzó por pensar con lógica y plantear el problema como si fuera uno de tantos de los que surgían en su trabajo–. Si lo que he leído es verdad, Nick es mucho más rico que nosotros –dijo por fin.
–Así es –convino Parker, sonriendo para demostrar que aprobaba su capacidad para pensar con calma–. En cuyo caso, tendría mucho más que perder que tú, si se llega a una lucha por los derechos de propiedad.
–Entonces no hay de qué preocuparse –concluyó Miley- . Nick querrá liquidar este asunto tanto o más que nosotros, y se alegrará al saber que no quiero nada de él. En realidad, tenemos la sartén por el mango...
–No exactamente –negó Parker–. Como acabo de explicar, tú y tu padre asumisteis la responsabilidad de obtener el divorcio, y como no lo hicisteis, probablemente los abogados de Farrell convencerían a los tribunales de que la culpa es vuestra. En tal caso, el juez podría incluso concederle una indemnización. Por otra parte, a ti te sería muy difícil obtener un solo dólar de él, pues deberías haberte divorciado en aquel momento. Supongo que sus abogados persuadirían al tribunal de que lo hiciste a propósito, con premeditación, para así poder sacarle dinero después.
–Arderá en el infierno antes de sacarnos otro centavo –intervino Philip–. Ya le pagué diez mil dólares a ese bastardo para que desapareciera de nuestras vidas y renunciara al dinero de Miley y al mío.
–¿Cómo se lo pagaste?
–Yo... –Philip palideció–. Hice lo que ese Spyzhalski me indicó que hiciera, nada fuera de lo corriente. Extendí un cheque conjunto, para Farrell y para él.
–Spyzhalski es un timador –dijo Parker con tono irónico–. ¿Crees honestamente que tendría el menor escrúpulo para falsificar el cheque de Farrell y quedarse con el dinero?
–Debería haber matado a Farrell el día que Miley lo trajo aquí.
–¡Cállate! –suplicó Miley –. Vas a sufrir otro infarto. Sencillamente nuestro abogado se pondrá en contacto con el abogado de Nick...
–Lo dudo –la interrumpió Parker–. Si quieres que este hombre coopere y que el asunto no trascienda, lo que en mi opinión es nuestro primer objetivo, entonces será mejor que arregles la situación con Farrell.
–¿Qué situación? –preguntó Miley, exaltada.
–Sugiero que tu primer paso sea disculparte personalmente por tu observación que apareció en la columna de Sally Mansfield...

Miley recordó el incidente del baile a beneficio de la ópera y se sentó en el sillón que había frente a la chimenea, mirando fijamente las llamas.
–No puedo creerlo –murmuró.
–Estoy empezando a dudar de ti, Parker. ¿Que clase de hombre eres para sugerir que Miley le pida disculpas a ese cretino? ¡Yo me las veré con él! –vociferó Philip.
–Soy un hombre pragmático y civilizado, eso es lo que soy –replicó Parker, dirigiéndose a Miley y poniéndole una mano sobre un hombro–. Y tú eres un hombre volátil, razón por la cual no hay persona menos indicada en el mundo que tú para tratar con Farrell. Además, confío en Miley.  Escucha, ella me ha contado su historia con Farrell. Él se casó con tu hija porque estaba embarazada. Lo que hizo cuando Miley perdió al niño fue cruel, pero también práctico y quizá más benévolo que arrastrar un matrimonio condenado desde el principio...
–¡Benévolo! –escupió Philip–. Él tenía veintitrés años y era un cazador de dotes que sedujo a una heredera de dieciocho, la dejó embarazada y después, benévolamente, consintió en casarse con ella...
–¡No sigas! –rogó Miley –. Parker tiene razón. Y sabes muy bien que Nick no me sedujo. Te conté lo que ocurrió y la razón de que ocurriera. –Con gran dificultad, recuperó el control–. Todo esto no tiene nada que ver con el asunto al que nos enfrentamos. Hablaré con Nick cuando haya decidido la mejor manera de hacerlo.
–He aquí mi chica –dijo Parker. Miró a Philip e ignoró su gesto de rabia–. Lo que Miley tiene que hacer, es encontrarse con él civilizadamente, explicarle el problema y sugerirle que se divorcien sin pretensiones económicas por una u otra parte. –Con una sonrisa irónica, estudió el rostro pálido de Miley –. Te has enfrentado con problemas más difíciles que este y con tipos más duros que Farrell. ¿No es cierto, querida?
Miley vio el orgullo reflejado en el rostro de Parker, vio su gesto de aliento y le lanzó una mirada de irremediable consternación.
–No –repuso.
–¡Claro que sí! –insistió Parker–. Mañana por la noche todo este lío será un recuerdo si consigues que te reciba enseguida...
–¡Que me reciba! –estalló Miley –. ¿Por qué no puedo hablarle sencillamente por teléfono?
–¿Intentarás resolver por teléfono una situación difícil y de vital importancia para los intereses de Bancroft & Company?
–No, claro que no –contestó Miley.


Parker se marchó minutos después y Miley se quedó en la biblioteca con su padre. Ambos permanecieron en silencio durante largo rato, mirando al vacío.
Por fin, Philip dijo:
–Supongo que me echas la culpa...
Sacudiéndose la autocompasión que sentía, Miley miro a su padre. Estaba pálido y su aspecto era el de un hombre derrotado.
–Claro que no –le contestó apaciblemente–. Solo querías protegerme, y por eso contrataste los servicios de un ahogado que no nos conocía.
–Yo mismo llamaré a Farrell mañana por la mañana.
–No, eso no –replicó Miley  sin perder la compostura pero con firmeza–. En eso Parker tiene razón. La sola mención del nombre de Nick te pone furioso y a la defensiva. Si intentaras hablar con él perderías la paciencia en menos de diez segundos y terminarías por sufrir otro infarto. Será mejor que ahora te acuestes y trates de dormir un poco. –Miley se puso de pie, dispuesta a marcharse–. Te veré mañana en el trabajo. Verás cómo de día todo este asunto nos parecerá... Bueno... menos amenazador. Además –añadió, logrando esbozar una sonrisa animosa–, ya no tengo dieciocho años ni me asusta la idea de enfrentarme a Nicholas Farrell. En realidad –mintió–, me excita la idea de ganarle la partida.

Philip parecía estar pensando desesperadamente en una solución alternativa y, como no la encontraba, se ponía más nervioso.
Ella le dedicó un alegre gesto de despedida y bajó a toda prisa los escalones de la puerta de entrada. Tenía el coche aparcado en el camino. Subió al frío vehículo y cerró la portezuela. Después apoyó la cabeza en el volante y cerró los ojos.
–Dios mío –murmuró, aterrada ante la idea de enfrentarse con aquel demonio surgido de su pasado.

Paraíso Robado - Cap: 32


–Porque desde el punto de vista jurídico estos documentos son muy irregulares.
–¿En qué sentido? –preguntó Miley, advirtiendo que el abogado había escrito mal el segundo nombre de Nick, que era Allen, no Allan.
–En cualquier sentido –sentenció Parker, mientras repasaba una y otra vez las páginas, presa de verdadera agitación.

También nerviosa, y como no quería pensar en Nick ni en el divorcio, Miley trató de tranquilizar a Parker (y a sí misma) diciéndole que lo que le preocupaba no tenía la menor importancia, aunque en realidad no tenía la menor idea de lo que inquietaba a su novio.
–Estoy segura de que todo se hizo legal y correctamente. Mi padre se encargó del asunto y ya sabes lo minucioso que es para estas cosas.
–Puede que él lo sea, pero su abogado, ese tal Stanislaus Spyzhalski, no estaba nada preocupado por los detalles. Mira –dijo señalando la carta adjunta dirigida a Philip–. En esta carta afirma que le ha enviado el expediente y que el tribunal ha decretado el secreto del juicio, según los deseos de tu padre.
–¿Qué hay de malo en eso?
–Lo que hay de malo es que en «todo el expediente» no aparece noticia alguna de que a Farrell le fuera presentada una petición de divorcio, ni de que jamás se presentara ante el juez o declinara su derecho a aparecer. Y eso solo es una parte de lo que me inquieta.

Realmente alarmada, Miley se opuso firmemente a seguir hablando del tema.
–A estas alturas, ¿qué más da? Estamos divorciados y eso es lo único que importa.
En lugar de responder, Parker se remitió a la primera página de la sentencia y empezó a leerla con lentitud. A medida que lo hacía, fruncía más el entrecejo. Por su parte, cuando ya fue incapaz de soportar la tensión, Miley se puso de pie.
–¿Qué te angustia tanto? –preguntó con voz serena.
–Todo este documento –replicó Parker con involuntaria sequedad–. Las sentencias de divorcio son redactadas por un abogado y firmadas por su juez. Pero esta sentencia está escrita de un modo insólito, que no tiene nada que ver con las que he visto hasta ahora. Un abogado razonablemente bueno no escribiría así. ¡Fíjate en esta redacción! –señaló con el dedo el último párrafo de la página y leyó en voz alta–: «A cambio de diez mil dólares y otra consideración valiosa, pagados a Nicholas A. Farrell, Nicholas Farrell renuncia a todo derecho sobre las propiedades o posesiones presentes y futuras de Miley Bancroft Farrell. Además, este tribunal concede, adjunto, una sentencia de divorcio a Miley Bancroft Farrell».

Incluso ahora, el recuerdo de lo que había sentido once años atrás, cuando supo que Nick había aceptado dinero de su padre, hizo estremecer a Miley.  Cuando se casaron, aquel maldito embustero e hipócrita le había jurado que nunca tocaría un céntimo de su dinero.
–¡No puedo creerlo! ¡Qué texto! –La voz airada y furiosa de Parker la sacó de sus reflexiones–. Parece un contrato de venta de un inmueble. «A cambio de diez mil dólares y otra consideración valiosa» –repitió–. ¿Quién diablos es este individuo? –le preguntó a Miley –. ¡Mira la dirección! ¿Por qué contrató tu padre a un abogado con el despacho en South Side, es decir, prácticamente en los suburbios?
–Para que guardara el secreto –contestó Miley  satisfecha de tener alguna respuesta–. Mi padre me dijo que había contratado los servicios de un don nadie del South Side a propósito. Un abogado que no sabría quién era yo ni quién era mi padre. Estaba muy alterado por todo el asunto, ya te lo dije. Pero ¿qué haces?
–Voy a llamar a tu padre –respondió Parker. Luego sonrió sobriamente para tranquilizar a Miley- . No te preocupes. En primer lugar, no estoy seguro de que haya motivos de alarma. –Fiel a su palabra, Parker inició la conversación con Philip con algunas trivialidades, para finalmente mencionar que había estado repasando los papeles del divorcio de Miley.  Bromeando por haber escogido a un abogado en los barrios bajos, le preguntó quién le había recomendado al señor Stanislaus Spyzhalski. Rió al oír la respuesta de Philip, pero cuando colgó el auricular no había el menor atisbo de alegría en su rostro.
–¿Qué te ha dicho?
–Sacó el nombre de las páginas amarillas.
–¿Y qué? –replicó Miley  intentando desesperadamente no dejarse arrastrar por el pánico. Se sentía como arrojada a una tierra oscura y peligrosa, amenazada por algo vago, no identificable–. ¿A quién llamas ahora? –preguntó al ver que Parker, después de consultar su agenda de direcciones, se disponía a hacer una nueva llamada.
–A Howard Turnbill.
Dividida entre la angustia y la ira que le causaba la inexplicable reserva de Parker, Miley le preguntó:
–¿Por qué a él?
–Estudiamos juntos en Princeton –se limitó a responder Parker.
–Parker, si quieres que me enfade estás a punto de conseguirlo –le advirtió Miley mientras él marcaba otro número–. ¿Por qué llamas a tu compañero de universidad?
Inexplicablemente, Parker sonrió y dijo:
–Adoro ese tono de voz cuando te enfadas. Me recuerda a mi maestra del jardín de infancia. Estaba enamorado de ella. –Antes de que Miley lo estrangulara, como parecía dispuesta a hacer, Parker se apresuró a añadir–: Llamo a Howard porque es el presidente del Colegio de Abogados de Illinois. Y... –Se interrumpió cuando oyó una voz al otro lado de la línea–. Howard, soy Parker Reynolds –empezó a decir, y luego hizo una pausa, esperando que su interlocutor terminara de hablar–. Es cierto, te debo la revancha del partido de squash. Llámame mañana a la oficina y fijaremos la fecha. –Se rió de la respuesta de Howard y luego continuó–: ¿Tienes a mano una lista de los miembros del Colegio de Abogados de Illinois? No estoy en casa en este momento y tengo curiosidad por saber si cierto individuo es miembro del colegio. ¿Puedes informarme? –Al parecer Howard contestó afirmativamente, pues Parker añadió–: Está bien. El nombre es Stanislaus Spyzhalski. S–p–y–z–h–a–l–s–k–i. Espero.

Cubriendo el auricular con la mano, Parker volvió a sonreír a Miley para tranquilizarla.
–Es probable que mi preocupación no tenga fundamento. Por el hecho de que el tipo sea poco profesional no hay que suponer que no es abogado.
Pero al cabo de un momento, la sonrisa desapareció del rostro de Parker.
–¿Qué no está en la lista? ¿Seguro? –Parker dudó un instante y después volvió a hablar–. ¿Podrías conseguir la lista de los que figuran en el Colegio de Abogados de Estados Unidos? Tal vez encuentres allí el nombre. –Escuchó atentamente a Howard y añadió con jovialidad forzada–: No, no es una emergencia. Puedo esperar hasta mañana. Llámame a la oficina y de paso fijaremos la fecha para ese partido. Gracias, Howard. Saluda a Helen de mi parte.
Pensativo, Parker colgó.
–No comprendo qué te preocupa –dijo Miley.
–Creo que me vendría bien otro trago –comentó él, y se encaminó al bar para servirse otra copa.
–Parker –insistió Miley con voz firme–, ya que el asunto me concierne, me parece que tengo derecho a saber en qué estás pensando.
–Verás, recuerdo varios casos de individuos que se hicieron pasar por abogados, generalmente en barrios pobres, y que aceptaron dinero de clientes crédulos. Uno de estos casos es el de un tipo que en realidad era abogado, pero que se embolsaba los costos exigidos por el tribunal y luego les concedía a sus clientes un falso divorcio. Era muy sencillo: él mismo firmaba los documentos.
–¿Cómo podía hacer eso?
–Son los abogados quienes redactan las peticiones de divorcio. Los jueces se limitan a firmarlas. Este individuo las firmaba por el juez.
–¿Impunemente? Parece increíble.
–No tanto, si se piensa que solo firmaba asuntos incontestados, divorcios incluidos.
Inconscientemente, Miley bebió de un trago la mitad de su copa. De inmediato pareció más animada.
–Pero seguro que en casos así, cuando las dos partes actuaron de buena fe, los tribunales darían por buenas las sentencias de divorcio aunque estas nunca hayan ido a parar a los archivos legales.
–¡Nunca!
–No me gusta el tono de esta conversación –repuso Miley  que se sentía un poco mareada a causa del alcohol–. ¿Qué hizo el tribunal con los que estaban convencidos de haberse divorciado?
–Bueno, si habían vuelto a casarse, el tribunal los absolvía del delito de bigamia.
–Ya.
–Pero eso no es todo. En esos casos el segundo matrimonio se declara nulo y el primero debe ser disuelto por medio de los cauces apropiados.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó Miley  derrumbándose en una silla. No podía creerlo. Era incapaz de aceptar las implicaciones de aquella historia. En el fondo de su corazón sabía que su divorcio era legal, que era perfectamente válido. Y lo sabía por la sencilla razón de que la alternativa le resultaba impensable.
Parker tardó en darse cuenta de hasta qué punto estaba alterada. Cuando lo advirtió, tendió una mano y le tocó el pelo con dulzura.
–Aunque ese hombre no pertenezca al colegio, aunque nunca haya asistido a la facultad de derecho, tu divorcio aun podría considerarse legítimo... si le presentó a un juez esa absurda petición de divorcio y de algún modo consiguió que él la firmara. –Miley le lanzó una mirada implorante. Parker trató de tranquilizarla–: Mañana enviaré a alguien al juzgado para que intente averiguar si el divorcio fue presentado y archivado. Si fue así, no hay de qué preocuparse.

–¿Has pasado una mala noche? –le preguntó Phyllis a la mañana siguiente, cuando Miley entró en la oficina con aire ausente y se limitó a saludarla inclinando la cabeza.
–No ha sido la mejor de mi vida. ¿Qué tengo en la agenda para esta mañana?
–A las diez una reunión aquí mismo con el departamento de publicidad. Se trata de discutir la inauguración de los grandes almacenes de Nueva Orleans. Además, Jerry Keaton, de personal, quiere verte para hablar de ciertos aumentos de sueldo que necesitan tu aprobación. Le dije que a las once. ¿Te parece bien?
–Sí.
–A las once y media Ellen Perkvale, del departamento jurídico, estará aquí para hablarte de un juicio que han iniciado contra nosotros. Se trata de una señora que dice haberse roto un diente en la sala Clarendon.
Miley elevó los ojos al cielo con expresión de hastío.
–¿Nos denuncia por haberse roto un diente mientras comía en nuestro comedor?
–No exactamente. Nos denuncia porque se lo rompió con un fragmento de cáscara de nuez que había en su trucha amandine.
–¡Cielos! –exclamó Miley.  Mientras abría su escritorio, pensaba en la posibilidad de tener que llegar a un acuerdo–. Eso cambia las cosas.
–Cierto. ¿Está bien la reunión a las once y media?
–Sí, claro –contestó Miley  y en aquel momento sonó el teléfono de su escritorio.
–Yo contestaré –dijo Phyllis.
Empezaba un nuevo día de frenético trabajo en los grandes almacenes, un trabajo que a Miley a veces le resultaba agotador, pero siempre estimulante. En ocasiones gozaba de una pausa, como sucedió ese día. Miró ansiosa el teléfono, pues esperaba que Parker la llamara para comunicarle que no había problema en el asunto del divorcio.


Eran casi las cinco cuando Phyllis le anunció la llamada de Parker. Sobrecogida por una repentina tensión, Miley contestó.
–¿Qué has sacado en claro?
–Todavía nada concluyente –repuso Parker, con voz extrañamente tensa–. Ese individuo no pertenece al colegio americano de abogacía. Espero una llamada de alguien, desde el juzgado del condado de Cook. Me llamará tan pronto como consiga la información que le he pedido. Dentro de unas horas sabré qué terreno pisamos. ¿Estarás en tu casa esta noche?
–No –musitó ella–. En casa de mi padre. Una pequeña fiesta de cumpleaños para el senador Davies. Llámame allí.
–Lo haré.
–¿En cuanto sepas algo?
–Te lo prometo.
–La fiesta terminará temprano porque el senador sale hacia Washington en un vuelo de medianoche. Llámame a casa si ya no estoy en la de mi padre.
–Te encontraré, no te preocupes.

A medida que transcurría la velada, sus esfuerzos por calmarse se hacían cada vez más difíciles. Medio convencida de que no habría de qué preocuparse, pero incapaz de poner freno a su creciente nerviosismo, Miley se las arregló de todos modos para actuar con razonable soltura entre los invitados de su padre. Hacía ya más de una hora que habían terminado de comer y Parker todavía no había llamado.
Alguien encendió la televisión y varios hombres escuchaban las noticias.
–¡Qué reunión tan agradable! –exclamó la esposa del senador, dirigiéndose a Miley.  Siguió hablando, pero ella no la escuchaba, atenta a la voz del locutor.
«Otro ciudadano de Chicago ha sido hoy noticia. Se trata de Nicholas Farrell, que esta tarde fue entrevistado para la televisión por Barbara Walters. Entre otras cosas, Farrell aludió a la reciente ola de compras hostiles de empresas. He aquí un extracto de la entrevista...»

Los huéspedes, que habían leído el artículo de Sally Mansfield, dieron por sentado que a Miley le interesaría escuchar las palabras de Farrell. Después de mirarla con curiosidad, fijaron la vista en la pantalla donde aparecía Nick.
«–¿Qué opinión le merece el creciente número de compras hostiles que se están produciendo en el país?
»–Creo que es una tendencia que proseguirá hasta que el gobierno establezca normas para controlarlas –replicó Nick.
»–¿Hay alguien inmune a una fusión forzada con su empresa? Quiero decir, incluso amigos y... hablando con franqueza: ¿es posible que nuestra propia cadena pueda convertirse en su próxima presa?
»–El objeto de un intento de compra se llama blanco –puntualizó Nick con frialdad–. No se llama presa. Sin embargo, si eso la tranquiliza, puedo asegurarle que en este momento Intercorp no tiene puesta la mirada en ABC.»
Todos los presentes se echaron a reír ante la respuesta de Nick. Miley no permitió que se alteraran sus facciones.
«–¿Podríamos hablar ahora un poco acerca de su vida personal? Al parecer, durante los últimos años usted ha vivido tórridas aventuras con varias estrellas de la pantalla, con una princesa y, más recientemente, con una joven griega, heredera de una gran flota mercante. Su nombre es Maria Calvaris. Todos estos amoríos, difundidos ampliamente por los medios de comunicación, ¿han sido realidad o simplemente un invento de periodistas chismosos?
»–Sí.»

Miley volvió a oír las risas de admiración de los huéspedes de su padre, sin duda fascinados por la sangre fría de Nick. Los ojos de la joven reflejaron el resentimiento que le producía comprobar la facilidad con que su ex marido se ganaba la simpatía de todo el mundo.
«–Usted nunca se ha casado y me preguntaba si tiene intenciones de hacerlo algún día...
»–No descarto el matrimonio.»
Su fugaz sonrisa ponía de relieve la impertinencia de la pregunta y Miley apretó los dientes al recordar que aquella sonrisa un día había acelerado los latidos de su corazón.
De repente Nick desapareció de la pantalla, que volvió a ocupar el locutor local. Pero el alivio que experimentó Miley se disipó por culpa del senador, que se volvió hacia ella con amistosa curiosidad.
–Supongo que todos los que estamos aquí hemos leído la columna de Sally Mansfield, Miley.  ¿Te molestaría explicarnos por qué no te cae bien Farrell?
Miley se las arregló para imitar la sonrisa indiferente de Nick.
–Sí.
Todos rieron, pero ella advirtió que sus rostros estaban iluminados por la curiosidad. Escapó del trance fingiendo interés en arreglar los almohadones del sofá, mientras el senador se dirigía a Philip.
–Stanton Avery ha solicitado el ingreso de Nick Farrell en el club de campo.
Maldiciendo a Nick por haber venido a Chicago, Miley lanzó una mirada de advertencia a su padre, cuyo mal genio se había impuesto a su buen juicio.
–Estoy seguro de que todos nosotros tenemos bastante influencia para impedir la entrada de Farrell en Glenmoor, aun en el caso de que el resto de los socios se muestre favorable a su ingreso.
El juez Northrup le oyó e interrumpió su conversación con otro invitado.
–¿Eso es lo que quieres que hagamos, Philip? ¿Impedir su admisión?
–Exactamente.
–Si estás convencido de que es un indeseable, a mí eso me basta –declaró el juez, y miró a todos los demás.

Lenta pero enfáticamente, los amigos de Philip fueron asintiendo con la cabeza. Miley se dijo que las posibilidades de Nick quedaban reducidas a cero.
–Farrell ha comprado un enorme terreno urbanizable en Southville –comentó el juez a Philip–. Quiere recalificarla para construir allí un gran complejo industrial de tecnología avanzada.
–¿De veras? –inquirió Philip, y Miley supo que, si podía, su padre impediría también aquel proyecto–. ¿A quién conocemos en la comisión de calificación de terrenos en Southville?
–A varios. A Paulson, a...
–¡Por el amor de Dios! –interrumpió Miley , con una sonrisa forzada y dirigiendo una mirada de súplica a su padre–. No hay necesidad de desplegar la artillería pesada porque a mí no me gusta Nick Farrell.
–Estoy seguro de que tu padre y tú tenéis excelentes razones para sentir lo que sentís hacia ese hombre.
–Tienes toda la...
–¡De ningún modo! –exclamó Miley , tratando de poner fin a la venganza que se estaba fraguando. Con una falsa sonrisa, se dirigió a todos–: La verdad es que Nick Farrell intentó conquistarme hace años, cuando yo tenía dieciocho. Mi padre nunca se lo ha perdonado.
–¡Ahora sé dónde conocí a Farrell! –intervino la señora Foster, mirando a su marido. Luego se volvió hacia Miley y añadió–: ¡Ocurrió años atrás en Glenmoor! Recuerdo haber pensado en lo extraordinariamente atractivo que era ese joven... Y Miley, tú fuiste quien nos lo presentó.

Quizá fue obra del destino o una casualidad, pero el senador le ahorró a Miley la respuesta.
–Bien, lamento interrumpir mi fiesta de cumpleaños, pero tengo que tomar un avión hacia Washington...
Media hora más tarde se marchaban los últimos invitados y Miley los estaba despidiendo junto a su padre cuando vio aparecer un automóvil en el camino de entrada.
–¿Quién diablos puede ser? –preguntó Philip, frunciendo el entrecejo cuando los faros los alumbraron a ambos.
Miley se fijó en el vehículo cuando este cruzaba bajo una de las luces del camino de entrada. Era un Mercedes azul pálido.
–¡Es Parker!
–¿A las once de la noche?
Miley tuvo un mal presentimiento, que se incrementó cuando a la luz del porche distinguió el rostro tenso y sombrío de su novio.
–Creí que la fiesta habría terminado ya. Tengo que hablar con vosotros –anunció Parker.
–Parker –empezó a decir Miley –, no olvides que mi padre ha estado enfermo...
–No voy a inquietarlo sin necesidad –prometió el banquero, casi empujándolos hacia el interior de la casa–. Pero debe estar al corriente de los hechos para que podamos enfrentarnos a ellos del modo apropiado.
–¡Deja de hablar como si yo no estuviera presente! –le espetó Philip cuando entraban en la biblioteca–. ¿De qué hablas? ¿Qué diablos está ocurriendo?
Parker se detuvo para cerrar la puerta. Luego se dirigió a los dos:
–Creo que deberíais sentaros.
–¡Maldita sea Parker, nada me altera más que me mantengan en vilo...!
–Muy bien. Philip, anoche tuve ocasión de leer la sentencia de divorcio de Miley , y vi que contiene varias irregularidades. ¿Te acuerdas de que hace unos ocho años apareció la noticia sobre un abogado de Chicago que aceptaba honorarios de clientes y luego se los embolsaba sin ni siquiera llenar los documentos del caso?
–Sí. ¿Y qué?
–Y hace unos cinco años se produjeron otras historias en torno a un supuesto abogado del South Side, de nombre Joseph Grandola, convicto de más de cincuenta casos de suplantación del cargo. Este hombre se hacía pasar por abogado, se embolsaba los honorarios y sus casos nunca llegaban al tribunal de justicia. –Parker esperó a que se produjera algún comentario, pero Philip se puso rígido y guardó silencio. En vista de ello, Parker prosiguió–: Grandola estudió un año de derecho antes de que la universidad lo expulsara. Unos años después abrió un bufete en un barrio pobre, en el que casi todos sus clientes eran gente poco menos que analfabeta. Durante más de diez años salió adelante con su basura porque solo aceptaba casos en los que el juicio era innecesario y que, además, raramente requerían la presencia de un abogado del bando contrario. Divorcios incontestados, testamentos a redactar y asuntos de ese estilo.


Miley se hundió en el sofá, sintiendo que se le formaba un nudo en el estómago. Aceptaba la evidencia de lo que Parker iba a decirle a Philip, aunque su corazón negaba la veracidad de la historia. La voz de Parker sonó como desde la lejanía:


Paraíso Robado - Cap: 31


–Ese terreno ha estado en venta durante años –comentó Sam con una sonrisa–. Aún estará disponible dentro de un par de semanas. Además, cuanto más tiempo esperemos, más acorralados estarán los Thorp y más dispuestos a aceptar nuestra ruinosa oferta. –Como Miley todavía parecía preocupada, Sam añadió–: Intentaré que mi gente se apresure con el asunto Wilson. Viajaré a Houston en cuanto lo tengamos arreglado.

Poco después de las seis de la tarde Miley levantó la vista de los contratos que había estado leyendo y vio a Phyllis que se dirigía hacia ella con el abrigo puesto y el diario vespertino en la mano.
–Siento lo de Houston. Me refiero a que no hayan aprobado la construcción de todo el complejo.
Miley se reclinó en el asiento y sonrió con cansancio.
–Gracias, Phyllis.
–¿Por sentirlo?
–No –respondió Miley  cogiendo el diario–. Por preocuparte. Bueno, una cosa va por la otra. Supongo que en conjunto ha sido un buen día.
Phyllis señaló el diario que Miley se disponía a ojear.
–Espero que eso no te haga cambiar de idea
Desconcertada, Miley abrió el periódico y en la segunda página vio una gran fotografía de Nicholas Farrell junto a una chica, aspirante a estrella de la pantalla, que había viajado a Chicago en el avión privado del financiero para asistir con él a la fiesta de un amigo la noche anterior. En la mente de Miley se agolparon recuerdos de recortes de prensa mientras echaba un vistazo al entusiasta artículo sobre el más reciente empresario de Chicago y soltero de oro. Sin embargo, cuando Miley alzó la mirada, su rostro no revelaba emoción alguna.
–¿Por qué tendría que alterarme esto?
–Echa una ojeada a la sección de economía –aconsejó la secretaria.
Miley estuvo a punto de decirle que se estaba tomando demasiadas libertades, pero se contuvo. Aquella joven había sido su primera y única secretaria, al igual que ella había sido su primer jefe. En los seis años que llevaban juntas habían trabajado codo con codo cientos de noches y docenas de fines de semana.

En la primera página de la sección de economía había otra fotografía de Nick, acompañada de otro artículo laudatorio, en este caso referido a su actividad en Intercorp y también a su propósito de instalar una fabulosa planta industrial en Southville. No faltaba una nota más íntima: Nicholas Farrell había adquirido un ático en las Berkeley Towers. Era un lujoso apartamento que Nick mismo había hecho amueblar.

Junto a la fotografía de Nick, un poco más abajo, aparecía otra de Miley  acompañada de un texto en que se recogían sus proyectos de expansión para Bancroft, siempre en la línea del comercio al por menor.
–Le han dado preferencia –comentó Phyllis, apoyando la cintura en el borde de la mesa de Miley sin dejar de mirar el diario–. No hace ni dos semanas que está en Chicago y la prensa local no para de hablar de él.
–En la prensa también abundan las noticias sobre ladrones y violadores –le recordó Miley.  Detestaba tanta alabanza del liderazgo de Nick, y estaba furiosa consigo misma porque, por alguna extraña razón, al ver su fotografía había sentido un temblor en las manos. Sin duda aquella reacción se debía al hecho de que Nick estuviera en Chicago y no a miles de kilómetros de distancia, que era donde debería estar.
–¿De veras es tan atractivo como parece en las fotos?
–¿Atractivo? –susurró Miley con estudiada indiferencia, al tiempo que se ponía en pie y se dirigía al armario para recoger su abrigo–. A mí no me lo parece.
–Es un pelmazo, ¿verdad? –inquirió Phyllis con una irreprimible sonrisa.

Miley también sonrió y se dispuso a cerrar con llave el escritorio.
–¿Ni más ni menos?
–Leí la sección de Sally Mansfield –contestó Phyllis–. Cuando me enteré de que le habías parado los pies delante de todo el mundo, pensé que ese tipo tenía que ser un auténtico pelmazo. Miley  te he visto tratar con hombres que te resultaban intolerables, y siempre lo hiciste cortésmente, con una sonrisa.
–En realidad, Sally Mansfield malinterpretó lo ocurrido. Apenas conozco a ese tipo. –Cambió deliberadamente de tema–. ¿Todavía tienes el coche en el taller? Puedo llevarte a casa.
–No, Miley  muchas gracias –repuso la joven–. Voy a cenar a casa de mi hermana, que vive en dirección opuesta a la tuya.
–Te llevaría de todos modos, pero se ha hecho tarde y hoy es miércoles...
–Y los miércoles Parker y tú coméis en tu apartamento.
–Así es.
–Es una suerte para ti que te guste la rutina, Miley  A mí me volvería loca pensar que el hombre de mi vida siempre repite lo mismo en los mismos días y horas. Y así una semana y otra, año tras año...
Miley se echó a reír. Luego dijo:
–Para, por favor. Estás consiguiendo que me deprima. Además, me gusta la rutina, el orden, la dependencia.
–En cambio, a mí no. Me gusta la espontaneidad.
–Por eso tus citas rara vez aparecen la noche indicada y no digamos ya a la hora indicada –bromeó Miley.
–Es cierto.


Miley hubiera deseado olvidarse de Nick Farrell, pero Parker llegó a su casa con el diario en la mano.
–¿Has visto el artículo sobre Farrell? –le preguntó su novio después de darle un beso.
–Sí. ¿Quieres beber algo?
–Por favor.
–¿Qué te apetece? –inquirió Miley, encaminándose al viejo armario que había convertido en mueble bar.
–Lo de siempre.
Miley se disponía a coger un vaso cuando se detuvo. Se acordó de las palabras de Demi y de las que acababa de pronunciar Phyllis. Ambas se referían más o menos a lo mismo: «Necesitas a alguien que te haga sentir algo distinto, obrar de un modo distinto, como votar a un demócrata...». «A mí me volvería loca pensar que el hombre de mi vida siempre repite las mismas cosas en los mismos días y horas...»
–¿Estás seguro de que no te gustaría tomar algo distinto a lo de siempre? –dijo Miley con voz vacilante, mirando a Parker por encima del hombro–: Un gin–tonic, por ejemplo.
–No seas tonta. Siempre bebo whisky con agua, cariño. Y tú vino blanco. Es lo que se llama una costumbre.
–Parker –masculló Miley- , Phyllis me ha comentado algo, y Demi dijo lo mismo hace una semana... Algo que me obliga a preguntarme si estaremos... –Se le quebró la voz, y entonces decidió tomar un gin–tonic en lugar de vino.
–Te obliga a preguntarte ¿qué? –inquirió Parker, advirtiendo el desánimo de su novia y situándose detrás de ella.
–Me pregunto si habremos caído en la rutina.
Parker le rodeó la cintura con los brazos.
–Me gusta la rutina –musitó, y le dio un beso en la sien–. Me gusta la repetición, lo profetizable. Y a ti también.
–Ya sé que a mí también. Pero me pregunto si con el paso de los años tanta rutina acabará aburriéndonos y aburrirá a los demás. ¿No crees que un poco de excitación también puede ser agradable?
–No mucho –replicó él. La hizo volverse y añadió con amable firmeza–: Miley  si estás enojada conmigo por haber pedido esas condiciones especiales para el préstamo de Houston, entonces dímelo. Si estás decepcionada, dímelo. Pero no te escapes por la tangente con razones que no tienen nada que ver.
–No estoy haciendo eso –aseguró Miley con sinceridad–. De hecho, he sacado de la caja fuerte los certificados de mis acciones para entregártelos. Ahí están, en aquel sobre grande que ves sobre el escritorio. –Por el momento Parker ignoró el sobre y clavó la mirada en ella. Miley prosiguió–: Admito que me asusta entregar todo lo que poseo, pero te creo cuando dices que la junta de tu banco no ha querido conceder el préstamo en condiciones más favorables.
–¿Estás segura? –le preguntó Parker con seria y preocupada expresión.
–Del todo –afirmó Miley con una sonrisa. Le dio la espalda para prepararle la bebida–. ¿Por qué no echas un vistazo a los certificados y te aseguras de que están en orden? Mientras, veré qué nos ha preparado la señora Ellis y pondré la mesa. –La señora Ellis ya no trabajaba para el padre de Miley pero los miércoles limpiaba el apartamento de la joven, hacía las compras de la semana y dejaba preparada la comida de ese día.
Parker se encaminó al escritorio mientras Miley extendía un mantel de hilo sobre la mesa del comedor.
–¿Están aquí dentro? –le preguntó Parker, levantando un sobre de papel manila.
Miley miró el sobre por encima del hombro.
–No. Ahí están mi pasaporte, mi partida de nacimiento y algunos otros papeles. Los certificados de las acciones están en un sobre más grande.
Parker cogió otro sobre, leyó el remite y frunció el entrecejo, confuso.
–¿Es este?
–No –le respondió Miley- . Ahí están los documentos de mi divorcio.
–Este sobre no ha sido abierto. ¿Es que nunca has leído el contenido?
Ella se encogió de hombros al tiempo que cogía servilletas de tela de la mesita auxiliar.
–Desde que los firmé no he vuelto a mirarlos. Pero recuerdo el contenido. Dicen que a cambio de una recompensa de diez mil dólares Nicholas Farrell me concede el divorcio y renuncia a todo derecho sobre mi persona y mis propiedades.
–Seguro que la redacción no se parece mucho a lo que acabas de decir –comentó Parker, sonriendo y girando el sobre–. ¿Te importa si le echo una ojeada?
–No, pero no sé por qué quieres hacerlo.
Parker sonrió irónicamente.
–Curiosidad profesional. Soy abogado, ¿recuerdas? Además del aburrido y enojoso banquero que tu amiga Demi cree que soy. No deja de incordiarme a toda hora, como habrás visto.
No era la primera vez que Parker hacía una observación que delataba que las bromas de Lisa le resultaban pesadas. Miley trató de recordarlo. Le diría a su amiga, esta vez en serio, que dejase de meterse con Parker. Si al fin y al cabo este tenía motivos para estar orgulloso, era innecesario y torpe herirlo en su orgullo. Miley decidió no recordarle en aquel momento que se había especializado en leyes fiscales, no en civiles.
–Mira lo que quieras –replicó ella, e inclinándose lo besó en la mejilla–. Me gustaría que no tuvieras que viajar a Suiza. Te echaré de menos.
–Son dos semanas. Podrías acompañarme.
Tenía que dar una conferencia ante la Reunión Mundial de la Banca y a Miley le habría gustado asistir, pero no era posible.
–Sabes que me encantaría, pero esta época es...
–La época de más trabajo del año –concluyó él, sin resentimiento–. Lo sé.

La señora Ellis había dejado en la nevera una fuente maravillosamente presentada de pollo marinado y ensalada de corazones de palmito. Como de costumbre, Miley no tenía nada que hacer excepto abrir la botella de vino blanco y llevar la comida a la mesa. De todos modos sus habilidades culinarias no llegaban más lejos. Había intentado aprender a cocinar en más de una ocasión, pero sin éxito. Y como era una actividad que no le divertía, se contentaba con trabajar largas jornadas y dejar las tareas domésticas en manos de la señora Ellis. Si la comida no podía ir a parar a la mesa directamente desde el horno o el microondas, Miley no sentía el menor deseo de molestarse por ella.
–La comida está servida –dijo acercándose a Parker.
Por un momento, su prometido pareció no haberla oído. Luego, frunciendo el entrecejo, levantó la mirada de los documentos que estaba leyendo.
–¿Ocurre algo?
–No estoy seguro –respondió Parker, como si hubiera descubierto un error–. ¿Quién se encargó de tu divorcio?

Despreocupadamente, Miley se sentó en un brazo del sillón que ocupaba Parker. Miró con fastidio los papeles, que llevaban el encabezamiento: «Sentencia de divorcio». En la segunda línea se leía: «Miley Alexandra Bancroft contra Nicholas Allan Farrell».
–Mi padre se encargó de todo. ¿Por qué lo preguntas?