jueves, 26 de diciembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 42



En Lake Shore Drive el tráfico avanzaba lentamente. Nerviosa, Miley deseó que el estado del tiempo, cada vez peor, no fuera un mal presagio. Al salir con su coche del aparcamiento empezaba a caer aguanieve mezclada con lluvia y las rachas de viento golpeaban el vehículo, aullando como un augurio de catástrofe inminente.

En el cálido interior del coche, 
Miley trató de concentrarse en lo que le diría a Nick al verle; debía ser un comentario diplomático que apaciguara su ira y permitiera una conversación posterior. Tenía que parar el primer golpe de su formidable adversario, que sin duda consistiría en volverle la espalda y negarse a hablar con ella. Últimamente su sentido del humor estaba en baja forma, y sin embargo hizo acto de presencia. Miley se vio llamando a la puerta de Nick y ondeando un pañuelo blanco ante sus ojos, pidiendo una tregua.

Era una imagen tan ridícula que la joven sonrió, hasta que de pronto pensó en algo que inexplicablemente no se le había ocurrido antes. La sonrisa se desvaneció de su rostro, ahora surcado por la preocupación. En efecto, para llegar a la puerta de Nick tendría que pasar ante el mostrador de seguridad y someterse al interrogatorio del guardia. Todos los edificios residenciales de lujo protegían de este modo a sus habitantes. Si su nombre no se hallaba en la lista de los visitantes esperados, no la dejarían llegar al ascensor.

Aferró el volante con fuerza, pensando frenéticamente; empezaba a sentirse abrumada por el pánico y la frustración, y se obligó a respirar hondo varias veces con la intención de calmarse. El tráfico se hizo más fluido y aceleró. Tenía que haber un modo, un método para sortear el obstáculo de entrada a las torres Berkeley, aunque si allí tenían un sistema de seguridad semejante al de otros edificios de esa categoría la cosa no resultaría nada fácil. Tal vez el portero le permitiría cruzar la puerta de entrada, donde un guardia de seguridad le preguntaría el nombre. Después comprobaría en su lista si figuraba entre los esperados aquel día por el dueño de la casa, a quien debía anunciar la visita. De no encontrar el nombre en la lista, el guardia le ofrecería el teléfono para llamar a Nick. Ese era el problema, porque estaba convencida de que él no la dejaría subir. ¿Qué podía hacer? No se le ocurría otra solución que engañar de algún modo a los guardias y plantarse ante la puerta de Nick sin que él lo supiera de antemano.

Veinte minutos más tarde, cuando detuvo el coche frente al edificio, aún no estaba segura de lo que iba a hacer, aunque había improvisado el principio de un plan.

Un portero salió a recibirla con un paraguas para protegerla de la lluvia, 
Miley le dio las llaves del coche y después sacó de su maletín un gran sobre de papel que contenía correspondencia para su padre.

Desde el momento en que pisó el lujoso vestíbulo y se dirigió a la mesa de recepción, todo salió exactamente como había previsto y temido. El guardia de seguridad, uniformado, le pidió el nombre, repasó su lista y, al no encontrarlo, le señaló a 
Miley el teléfono que había sobre la mesa.

–No parece que su nombre esté en la lista de esta noche, señorita Bancroft. Si quiere utilizar el teléfono, puede llamar al señor Farrell. Necesito su permiso para dejarla subir. Lamento la molestia.
Miley observó que el guardia era un joven de poco más de veinte años de edad. Pensó que caería en la teatral trampa que había ideado con más facilidad que otro hombre mayor y más experimentado. Sonrió maliciosamente y dijo:

–No tiene por qué pedir disculpas. –Miró el nombre del muchacho, inscrito en una etiqueta cosida sobre el bolsillo del uniforme–. Lo comprendo perfectamente, Craig. Tengo el número en mi agenda.

Consciente de que el muchacho la miraba con mal disimulada admiración, 
Miley revolvió su cartera de Hermès como si buscara la dichosa agenda. Al cabo de un momento, y tras volver a sonreír, se palpó los bolsillos del abrigo y finalmente se quedó mirando el sobre.

–¡0h, no! –exclamó, desolada–. ¡Mi agenda! No la llevo encima. Craig, el señor Farrell espera con urgencia estos documentos. –Le mostró el sobre–. Tiene que dejarme subir.

–Lo sé –murmuró Craig, contemplando su rostro hermoso y abatido. Pero se contuvo a tiempo–. Sin embargo, no puedo permitírselo. Va contra las normas.

–De veras tengo que subir –le imploró 
Miley  y luego, impulsada por la desesperación, hizo algo insólito en ella, que siempre había preservado su intimidad y despreciaba a quienes presumían de ser famosos. Pero en esta ocasión miró al joven directamente a los ojos y le dijo, sonriendo una vez más–: ¿No lo he visto en alguna parte? Sí, claro que sí. ¡En el centro comercial!

–¿Qué... centro comercial?

–Bancroft & Company. Soy 
Miley Bancroft –anunció, avergonzada del velado entusiasmo que confirió a su voz. Pedante; repulsivamente pedante, pensó.

Craig chasqueó los dedos y exclamó:

–¡Lo sabía! Sabía que la conocía de alguna parte. La he visto en los noticiarios de televisión y en los diarios. Soy un gran admirador suyo, señorita Bancroft.
Miley sonrió ante la ingenua y exagerada reacción del muchacho, que lo impulsó a comportarse como si ella fuera una estrella de cine.

–Bueno, ahora que está seguro de que no soy una criminal, ¿haría usted una excepción conmigo?

–No. –Cuando la joven se disponía a discutir su decisión, Craig le explicó–: De todos modos no le serviría de nada. En la planta del apartamento las puertas del ascensor solo se abren si se dispone de una llave o a menos que uno haya llamado para anunciar su llegada.

–Ya veo –musitó 
Miley  desalentada, y las siguientes palabras del muchacho casi la alarmaron aún más.

–Le diré qué voy a hacer –declaró Craig, cogiendo el teléfono y pulsando una serie de botones–. El señor Farrell nos ordenó que no lo llamáramos si se presentaba alguien de improviso, pero yo le avisaré que usted está aquí.

–¡No! –exclamó ella, imaginando lo que con toda probabilidad le diría Nick al chico–. Quiero decir que las reglas son las reglas, y quizá no debería usted romperlas.

–Por usted sí –le respondió el muchacho con una sonrisa. Luego empezó a hablar por teléfono–. Soy el guardia de seguridad del vestíbulo, señor Farrell. La señorita 
Miley Bancroft está aquí y desea verle. Sí, señor, la señorita Bancroft... No, no Banker, señor, Bancroft. De los grandes almacenes.

Incapaz de mirar al muchacho cuando Nick le diera órdenes de que la expulsara, 
Miley cerró la cartera y se dispuso a batirse en ignominiosa retirada.

–Sí, señor –asentía Craig–. Sí, señor, lo haré. –Se volvió hacia 
Miley- . Señorita Bancroft, dice el señor Farrell...
Miley tragó saliva.

–Imagino lo que le ha dicho.

Craig sacaba ya de un bolsillo las llaves del ascensor.

–Dice el señor Farrell que puede subir.

Le abrió la puerta del apartamento un hombre al que ya conocía. Era el chófer y guardaespaldas de Nick. Spencer vestía unos arrugados pantalones negros y una camisa blanca arremangada hasta el codo, dejando al descubierto sus poderosos antebrazos.

–Por aquí, señora –invitó con un acento del Bronx que parecía sacado de una película de gángsteres de los años treinta. Temblando a causa de la tensión, pero también por su firme determinación, 
Miley siguió al hombre más allá del vestíbulo, a través de elegantes pilares blancos y luego bajó un par de peldaños hasta el centro de un enorme salón con el suelo de mármol. Se detuvieron ante un conjunto de sofás situados en torno a una gran mesa de cristal.

La mirada de 
Miley se posó en un tablero de damas que había encima de la mesa, luego reparó en la figura de un hombre de cabello blanco sentado en uno de los sofás y finalmente volvió a observar a Spencer, que al parecer era el otro jugador. Esta hipótesis se confirmó cuando el fornido guardaespaldas rodeó la mesa y fue a sentarse en el sofá que quedaba frente al hombre de pelo canoso. Spencer estiró perezosamente los brazos, se reclinó en el respaldo y se quedó mirando a Miley con expresión divertida y fascinada. Confusa e intranquila, Miley advirtió que el hombre de mayor edad la miraba fijamente, con frialdad.

–He venido a ver... al señor Farrell –masculló 
Miley.

–Pues abre los ojos, muchacha –replicó el hombre al tiempo que se ponía de pie–. Aquí me tienes.
Miley lo miró, confundida. Frente a sí tenía a un hombre delgado, al parecer en buen estado físico, de ondulado pelo blanco, bigote bien recortado y penetrantes ojos azules.

–Debe de haber un error, porque he venido a ver al señor Farrell...

–Está claro que tienes un problema con los nombres, muchacha –le interrumpió el padre de Nick con desprecio–. Mi nombre es Farrell y el tuyo no es Bancroft, sino que todavía es Farrell.

De pronto 
Miley lo reconoció. La sorpresa, junto con el temor ante la hostilidad de su suegro, hicieron que su corazón latiera con fuerza.

–No lo había reconocido, señor Farrell –dijo por fin, tartamudeando– He venido a ver a Nick.

–¿Por qué? –quiso saber Patrick–. ¿Qué diablos quieres de él?

–Quiero... ver a Nick –insistió 
Miley  casi incapaz de creer que aquel hombre alto y robusto fuese la misma ruina humana que había conocido años atrás en casa de Nick.

–No está aquí.
Miley había sufrido más que suficiente ese día y no estaba dispuesta a dejarse apabullar por nadie más.

–En ese caso –replicó– esperaré a que vuelva.

–Será una larga espera –comentó Patrick con sarcasmo–. Está en la casa de Edmunton.
Miley pensó que estaba mintiendo.

–Su secretaria me dijo que estaba en casa.

–¡Aquella es su casa! –replicó Patrick, acercándose a la joven–. La recuerdas, ¿no es verdad, muchacha? Paseaste por allí con tu aire despectivo.
Miley se sintió intimidada al comprobar la furia que hervía bajo aquellas facciones rígidas. Retrocedió al ver que el padre de Nick daba otro paso adelante.

–He cambiado de opinión. Hablaré con él otro día.

Giró sobre sus talones para salir, pero Patrick le aferró un brazo y 
Miley no tuvo más remedio que enfrentarse con él. Aquel rostro agresivo, a solo unos centímetros del suyo, le infundió temor.

–Aléjate de Nick, te lo advierto. Casi lo mataste ya una vez, no volverás a mezclarte en su vida y destrozarlo de nuevo. ¿Me oyes?
Miley trató inútilmente de soltarse, y sintió que de pronto la ira se apoderaba de ella.

–¡No quiero a su hijo! –le espetó con desprecio–. Quiero un divorcio, eso es todo. Pero él no colabora.

–En primer lugar, no sé por qué querría casarse contigo, y tampoco sé por qué diablos tiene que desear seguir casado contigo –repuso Patrick Farrell y soltó a la joven–. Asesinaste a su bebé porque no querías llevar a un plebeyo Farrell en tu vientre.

El dolor y la rabia sacudieron a 
Miley.

–¿Cómo se atreve a decir eso? ¡Tuve un aborto espontáneo!

–¡De eso nada! –gritó Patrick–. Abortaste de seis meses porque quisiste y luego le enviaste un telegrama a Nick, ¡Un maldito telegrama cuando ya habías consumado el crimen!
Miley apretó los dientes, tratando de contener el dolor tantos años ahogado. Pero no lo logró, y estalló frente al padre del hombre causante de tanto sufrimiento.

–Claro que le envié un telegrama. Un telegrama en que le decía que había sufrido un aborto y su adorable Nick ni siquiera se molestó en contestarme. –Horrorizada, se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.

–Te lo advierto, muchacha. ¡A mí no me vengas con mentiras! –La voz de Patrick sonaba terrible–. Sé que Nick fue a verte y sé lo que decía el telegrama porque lo vi, igual que vi a mi hijo.
Miley no reparó en las palabras de Patrick acerca del telegrama.

–Nick... ¿vino a verme? –Un sentimiento de extrañeza y dulzura floreció en su corazón, pero de inmediato desapareció–. Eso es mentira –repuso–. No sé por qué volvió, pero no fue para verme, porque no lo hizo.

–¡No, no te vio! –prorrumpió Patrick con sarcasmo–. Y sabes muy bien por qué. Estabas en el ala Bancroft del hospital y ordenaste que no le dejaran pasar. –Como si toda su cólera se hubiera disipado, hundió los hombros y miró a 
Miley con desesperación y rabia–. Juro por Dios que no sé cómo pudiste hacer una cosa así. Cuando asesinaste a su bebé, Nick se volvió loco de dolor, pero cuando no permitiste que te viera casi le costó la vida. Volvió a la casa familiar y se quedó allí. Dijo que no quería regresar a Venezuela. Durante semanas contempló impotente cómo se hundía en el alcohol, cómo hacía lo mismo que hice yo durante años. Pero al final conseguí rescatarlo y lo envié de nuevo a Venezuela para que te olvidara.
Miley apenas oyó las últimas palabras. En su mente sonaban señales de alarma. El ala Bancroft del hospital llevaba el nombre de su padre porque este había donado el dinero para construirla. La enfermera que la asistió había sido empleada por su padre; el médico era un viejo amigo de Philip... En el hospital no había visto o hablado con persona alguna que no respondiera ante su padre, que despreciaba a Nick. Por eso Philip pudo... Una penetrante felicidad invadió su ser, rompiendo la fría corteza que había rodeado su corazón durante once años. Temerosa de creer al padre de Nick y también de no creerle, miró el rostro del anciano con los ojos llenos de lágrimas.

–Señor Farrell –murmuró con voz temblorosa–. ¿Es realmente cierto que Nick vino a verme?

–¡Sabes muy bien que sí! –respondió Patrick, y al ver el rostro dolorido de la joven no advirtió en él maldad, sino confusión. De pronto tuvo el presentimiento de que estaba equivocado y de que ella no sabía nada de aquel turbio asunto.

–¿Y usted vio... el telegrama que se supone que yo envié? ¿Qué decía?

–Decía... –Patrick vaciló, estudiando la mirada de 
Miley  dividido entre la duda y la culpa–. Decía que habías abortado y que querías el divorcio.
Miley palideció y la habitación empezó a dar vueltas en su cabeza. Tuvo que apoyarse en el sofá con mano firme para no caer al suelo. En su mente se desató un terrible sentimiento de ira contra su padre y su cuerpo tembló, traumatizado por las revelaciones que acababa de oír. Sintió un intenso pesar al recordar aquellos meses angustiosos y solitarios que siguieron a la pérdida de su hijo; pesar por el dolor reprimido durante años ante la presunta deserción de Nick. Pero sobre todo sentía tristeza. Una tristeza profunda y dolorosa, por su pequeña y por las víctimas de las manipulaciones de su padre. La pesadumbre y la tristeza desgarraban su corazón, obligándola a llorar desconsoladamente.

–Yo no aborté, ni envié ese telegrama... –Se le quebró la voz mientras miraba a Patrick a través de una nube de lágrimas–. ¡Juro que no lo hice!

–Entonces, ¿quién envió el telegrama?

–Mi padre –respondió ella en un sollozo. Inclinó la cabeza y sus hombros se sacudieron por el llanto–. Tuvo que ser mi padre.

Patrick clavó la mirada en aquella joven desconsolada a quien su hijo había amado con locura. El tormento, la tristeza y la ira se reflejaban en los rasgos de la pobre 
Miley:  Patrick vaciló, destrozado por lo que veía, y al cabo de unos segundos profirió una maldición y atrajo hacia sí a su hija política.

–Puede que sea un est/úpido creyéndote, pero te creo –murmuró furioso.

En lugar de rechazar su abrazo, como Patrick supuso que haría, 
Miley le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él, mientras los sollozos sacudían su cuerpo.

–Lo siento –sollozó–. Lo siento tanto...

–Eh, eh –susurró Patrick una y otra vez, estrechando el abrazo y palmeándole con cariño la espalda. A través de sus ojos húmedos, Patrick vio que Spencer O’Hara se ponía de pie y se dirigía a la cocina. Estrechó con más firmeza a 
Miley- . Llora, llora, pequeña –le murmuró, esforzándose por contener la ira que sentía hacia el padre de la muchacha–. Llora hasta desahogarte por completo. –Sin dejar de abrazarla, Patrick miró al vacío, intentando pensar con claridad. Cuando por fin Miley se calmó, Patrick sabía lo que quería hacer, aunque no estaba seguro de cómo hacerlo–. ¿Te sientes mejor ahora? –le preguntó, alzándole la barbilla. Ella hizo un gesto de asentimiento y aceptó el pañuelo que le ofrecía su suegro–. Bien –dijo Patrick–. Sécate los ojos y te prepararé algo de beber. Después hablaremos de lo que vamos a hacer.

–Yo sé exactamente qué primer paso voy a dar –aseguró 
Miley al tiempo que se secaba la nariz y los ojos–. Voy a asesinar a mi padre.

–No si yo llego antes –objetó Patrick con voz ronca. La llevó hasta el sofá, la hizo sentarse y fue a la cocina, de donde volvió minutos después con una humeante taza de chocolate.

Miley este gesto le pareció adorable. Se lo agradeció con una cálida sonrisa. El padre de Nick se sentó a su lado y esperó a que terminara de beberlo.

–Bien –dijo entonces–. Hablemos de lo que vas a contarle a Nick.

–Voy a contarle la verdad.

Patrick asintió enfáticamente, tratando de ocultar sin éxito su satisfacción.

–Es lo que deberías hacer. Después de todo, todavía eres su esposa y él tiene derecho a saber lo ocurrido. Y siendo como es tu marido, tiene la obligación de escucharte y creerte. Los dos tenéis también otra obligación: perdonar y olvidar, consolaros mutuamente... honrar las promesas matrimoniales.
Miley comprendió a qué se refería y, alarmada, dejó en el aire la taza que se disponía a colocar sobre la mesa. Patrick Farrell era hijo de emigrantes irlandeses y, sin duda, fiel a la tradición de su pueblo, tenía profundas convicciones respecto a temas como la fidelidad y el amor eternos entre dos seres humanos. Ahora que sabía la verdad de lo ocurrido a su nieto, confiaba en que los padres se reconciliaran.

–Señor Farrell, yo...

–Llámame papá. –Al verla vacilar, el afecto desapareció de su mirada–. No importa. No tendría que haber esperado que alguien como tu quisiera...

–¡No es eso! –lo interrumpió 
Miley  ruborizándose de vergüenza al recordar el desprecio que él le había inspirado–. Sencillamente creo que no debería abrigar demasiadas esperanzas con respecto a Nick y a mí. –Debía hacerle comprender que era demasiado tarde para salvar el matrimonio, pero después del dolor que le había infligido no podía resistir la idea de herirlo aún más confesándole que no amaba a su hijo. Miley solo quería una oportunidad para explicarle a Nick lo de su aborto y pedirle al mismo tiempo comprensión y perdón, sentimientos que serían recíprocos. Lo deseaba desesperadamente–. Señor Farrell... papá –se corrigió cuando vio que él fruncía el entrecejo–, entiendo lo que usted quiere conseguir, pero no será posible. Verá, Nick y yo apenas estuvimos juntos unos días, y eso no es tiempo suficiente para...

–¿Para saber si se ama a alguien? –concluyó Patrick al ver que ella era incapaz de terminar la frase. Arqueó las espesas cejas blancas en un gesto burlón–. Cuando vi por primera vez a mi esposa supe que ella era la mujer de mi vida.

–Pero yo no soy tan impulsiva –repuso 
Miley  y sintió como si el suelo se hundiera a sus pies a causa de la expresión divertida que vio en los ojos de Patrick Farrell.

–Tengo la impresión de que lo fuiste hace once años –le recordó significativamente–. Nick estuvo en Chicago contigo una sola noche y quedaste embarazada. Y me dijo que no habías tenido relaciones íntimas con nadie más, que eras virgen. Creo que decidiste rápidamente que él era el hombre de tu vida.

–Por favor, no siga –susurró 
Miley con voz temblorosa, levantando una mano como para defenderse de las palabras de Patrick–. Usted no entiende cómo me siento... como me he sentido todo este tiempo a causa de Nick. Últimamente entre él y yo han ocurrido algunas cosas. Es todo tan complicado...

–No hay nada de complicado. Es muy simple –corrigió Patrick–. Amaste a mi hijo y él te amó a ti. Concebisteis un hijo. Estáis casados. Solo necesitáis pasar un tiempo juntos para volver a encontrar los sentimientos que os unieron. Y lo haréis. Es así de simple.
Miley estuvo a punto de reír ante tanta simplificación de los hechos. Al darse cuenta de que sus palabras habían surtido ese efecto en ella, Patrick añadió:

–Será mejor que decidas pronto lo que quieres hacer porque hay quien lo quiere mucho y el matrimonio no está descartado.
Miley dio por sentado que Patrick se refería a la muchacha de la fotografía que había visto en el despacho de Nick. El corazón le dio un extraño vuelco. Al levantarse, dispuesta a salir, preguntó:

–¿La chica de Indiana?

Patrick asintió con la cabeza. 
Miley recogió la cartera y logró esbozar una sonrisa.



–Nick ha rechazado mis llamadas. Necesito hablar con él lo antes posible –dijo con voz implorante, apelando a la intercesión de Patrick.

–Está en el lugar perfecto para hablarle –aseguré Patrick, sonriendo y poniéndose de pie–. Durante el viaje tendrás mucho tiempo para pensar en la mejor manera de contárselo todo. Te escuchará. Llegarás dentro de un par de horas.

–¿Qué? –inquirió 
Miley- . No, de veras. De ningún modo. Vernos allí a solas no es una buena idea.

–¿Acaso necesitas alguien que cuide de ti? –preguntó Patrick, incrédulo.

–No –le contestó 
Miley- . Creo que necesitaremos un mediador. Yo tenía la esperanza de que usted se prestara y de que los tres mantuviéramos aquí una reunión cuando Nick vuelva.

Patrick le colocó las manos sobre los hombros y le pidió:

Miley, ve a Edmunton. Allí puedes contarle todo lo que quieras. Nunca tendrás una oportunidad mejor que esta. –Al verla dudar, insistió–: Nunca tendrás una ocasión mejor. La casa está vendida. Nick ha ido a buscar nuestros objetos personales. El teléfono está desconectado, así que nadie os interrumpirá. Además, él ni siquiera puede tomar el coche y largarse, porque se le averió en el camino y está en el taller mecánico. Spencer no irá a buscarlo hasta el lunes por la mañana. –Advirtió que Miley empezaba a flaquear y, feliz, agregó–: Once años de dolor y odio que podrían concluir esta misma noche. ¡Esta noche! ¿No es eso lo que quieres? Sé cómo debes de haberte sentido al creer que a Nick no le importabais ni tú ni el niño. ¡Pero piensa en lo que ha sentido él durante todos estos años! A las nueve de esta noche toda esa historia de angustia puede haber quedado atrás. Podríais ser amigos, como lo fuisteis antes. –Miley parecía estar a punto de ceder, pero aún se resistía y Patrick supuso el motivo. Cuando terminéis de hablar, puedes irte al motel de Edmunton y pasar allí la noche.

Sonrió a 
Miley con tal ternura que la joven se sintió emocionada.

–Haces que me sienta orgulloso de ti, 
Miley –murmuró Patrick, y ella se dijo que enfrentarse a Nick no sería tan fácil como su padre creía.

–Supongo que lo mejor será que vaya –decidió al fin, y besó la áspera mejilla de su suegro. Entonces él la abrazó con cariño y 
Miley incluso se sintió feliz. No recordaba la última vez que su propio padre le había dado un abrazo.

–Spencer te llevará –sugirió Patrick con voz ronca por la emoción–. Ha empezado a nevar y las carreteras pronto estarán en mal estado.
Miley dio un paso atrás e hizo un movimiento de negación con la cabeza.

–Prefiero ir con mi propio coche. Estoy acostumbrada a conducir en la nieve.

–Estaría más tranquilo si te llevara él –insistió Patrick.

–Todo irá bien –aseguró 
Miley con firmeza.. Se volvió para marcharse y entonces recordó que había concertado una cena con Demi para luego ir a la galería de arte donde se exponía la última obra del novio de su amiga.

–¿Puedo utilizar su teléfono? –le preguntó a Patrick.

Demi se mostró decepcionada y le pidió una explicación. Cuando 
Miley le dijo adónde iba y por qué, Demi se enfureció... con Philip Bancroft.

–Dios mío, 
Miley  todos estos años tú y Nick os echabais la culpa uno al otro... Y todo por el cretino de tu padre... –Se le quebró la voz–. Buena suerte esta noche –concluyó con tono sombrío.

Cuando 
Miley se marchó, Patrick permaneció largo rato pensativo, luego miró a Spencer, que escuchaba desde la puerta de la cocina.

–Bien –dijo Patrick con una reluciente sonrisa–. ¿Qué piensas de mi hija política?

Spencer se separó del umbral y se acercó al sofá.

–Creo que habría sido mejor que la llevara, Patrick. De ese modo no podría marcharse, porque tampoco ella tendría vehículo.

Patrick sonrió y comentó:

Miley ha pensado en eso. Por eso no quiso que la llevaras.

–Nick no se sentirá feliz al verla –advirtió Spencer–. Está furioso con ella. No, peor que eso. Nunca lo he visto como ahora. Ayer mencioné el nombre de su mujer y me lanzó una mirada que me dejó perplejo. Por algunas llamadas que he oído en el coche, Nick tiene la intención de hacerse con el control de los grandes almacenes Bancroft. Es la primera vez que veo que alguien le importa tanto como esa chica.

–Ya lo sé –convino Patrick con voz queda, y volvió a sonreír. Y también sé que es la única mujer que ha existido en la vida de mi hijo.

Spencer estudió la expresión placentera de Patrick y frunció el entrecejo.

–Confías en que cuando le cuente a Nick lo que hizo su padre y Nick se calme no la deje marcharse de la casa, ¿verdad?

–Por supuesto.

–Cinco dólares a que te equivocas.

A Patrick se le cambió la expresión e inquirió:

–¿Apuestas en contra?

–En otras circunstancias no lo haría. Apostaría no cinco, sino diez dólares a que Nick miraría esa hermosa cara, la vería llorar y luego se la llevaría a la cama para consolarla.

–¿Y por qué crees que no sucederá así?

–Porque Nick está enfermo.

Patrick pareció tranquilizarse con aquella respuesta y sonrió satisfecho.

–No está tan enfermo.

–¡Está enfermo como un perro! –insistió Spencer con terquedad–. Ha tenido gripe durante toda la semana, aunque viajó a Nueva York. Cuando lo recogí ayer en el aeropuerto, tosió en el coche y me dieron escalofríos al oírlo.

–¿Subes la apuesta a diez dólares?

–Bueno.

Se sentaron para continuar su partida de damas, pero Spencer vaciló.

–Patrick, retiro la apuesta. No es justo que te saque diez dólares. Apenas has visto a Nick durante toda la semana. Te aseguro que está demasiado enfermo y furioso para que ella se quede en la casa.

–Puede que esté muy furioso, pero no enfermo.

–¿Por qué estás tan seguro?

–Simplemente lo sé –replicó Patrick, fingiendo hallarse absorto en su próxima jugada–. Sé que Nick fue al médico antes de salir hacia Indiana y se llevé el medicamento. Me llamó desde el coche, camino de la casa, y me dijo que ya se sentía mejor.

–Me engañas. Tus ojos lo delatan.

–¿Subes la apuesta?



1 comentario:

  1. increíble capi
    ya quiero saber que pasara en el siguiente!
    espero que a nick no le pase nada y ellos puedan reconciliarse!
    me fasino
    sube pronto!

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