jueves, 16 de enero de 2014

Paraíso Robado - Cap:44



A la mañana siguiente aún nevaba cuando Miley entró en el dormitorio de Nick para ver cómo estaba. Todavía tenía un poco de fiebre, pero ya no le ardía la frente.

A la luz grisácea del día, después de un sueño reparador y de una ducha caliente, el inesperado recibimiento que había tenido en la casa la noche anterior parecía más cómico que perturbador.

Se puso unos pantalones azules y un suéter del mismo color combinado con amarillo brillante. Ante el espejo se cepilló el pelo y sonrió. No podía evitarlo, cuanto más pensaba en la noche anterior, más divertidos le parecían los acontecimientos vividos. Después de tantos nervios, de un viaje atroz en medio de una tormenta de nieve, se habían dicho media docena de frases antes de que Nick prácticamente se derrumbara a sus pies. ¡Y luego ambos se durmieron en sus respectivas camas! La joven reprimió una risita.

En cierto modo, el hecho de que él hubiera estado demasiado enfermo (y tal vez siguiera estándolo) para echarla había sido una bendición. Aunque ella no pudo contarle todo lo que quería, confiaba en que por la tarde Nick ya se encontrara lo bastante bien para hablar de un modo racional, pero no que tuviera fuerzas para negarse a escucharla. Si se equivocaba y él insistía en que se marchase, ganaría tiempo diciéndole una verdad a medias: que había perdido las llaves del coche en la nieve y no podía irse.

Decidió hacer algo útil para Nick, como buscar un termómetro y aspirinas. Se dirigió al cuarto de baño.

Se preguntó qué hacer con un paciente que tenía gripe y bronquitis a la vez. La gripe estaba causando estragos entre los empleados de Bancroft, y 
Miley trató de recordar la descripción que Phyllis le había hecho de sus propios síntomas (una terrible jaqueca, náuseas, músculos doloridos...). En cuanto a la bronquitis, era otra historia, pues por lo que sabía provocaba tos y congestión de las vías respiratorias.
Miley encontró en un botiquín el termómetro y una caja de aspirinas, lo único que le resultaba familiar. Después estiró la mano hacia un frasco, al azar: mercromina. La vieja etiqueta de color naranja aseguraba que el líquido era apropiado para los cortes. Miley dejó el frasco en su sitio.

Perpleja, siguió buscando en el interior del botiquín. El problema radicaba en que aquellos medicamentos eran tan antiguos que los nombres de las marcas no le sonaban.

Había una gran botella marrón, cuya etiqueta rezaba: «Aceite de castor Smith». Se estremeció de risa. Nick lo tendría bien merecido. Ignoraba qué propiedades curativas poseía el aceite de castor, pero por lo que había oído desprendía un olor horrible. Sumó la botella a su arsenal, pensando que le gastaría una broma y la pondría en la bandeja del desayuno.

De pronto se dio cuenta de que estaba demasiado alegre y con la moral muy alta para una mujer que, como ella, estaba «atrapada» en una casa de campo con un hombre enfermo que la odiaba. Atribuyó su estado de ánimo al hecho de que esperaba poner fin al odio de Nick. Además, deseaba ayudarlo a recuperar la salud. Se lo merecía, después de todo lo que había sufrido por su culpa. Otro factor también influía en el buen humor de 
Miley:  la nostalgia. Aquel lugar le recordaba su adolescencia, era como si de nuevo tuviera dieciocho años.

Vio un frasquito azul y reconoció la etiqueta. Se trataba de un producto para la bronquitis, y aunque no olía nada bien, podría ser útil para despejarle a Nick las vías respiratorias. Lo añadió a lo que ya tenía y miró el conjunto de su botín. Sabía que las aspirinas le aliviarían el dolor de cabeza, pero también podían producirle malestar al estómago. Necesitaba otra cosa. Hielo, se dijo. Una bolsa de hielo sería lo mejor para la jaqueca de Nick.

Bajó a la cocina con las medicinas, abrió la nevera y, aliviada, comprobó que había mucho hielo disponible. Pero después de revolver alacenas y cajones no encontró nada que sirviera de recipiente. Entonces se acordó de la bolsa roja de goma que había visto en el armario del cuarto de baño, debajo de la pila, mientras buscaba una toalla para secarse. Subió al lavabo y la encontró. Pero la bolsa no tenía tapón. 
Miley se arrodilló y lo buscó a tientas. Incluso metió la cabeza en el armario. Entonces, lo vio detrás de un tambor de detergente y tiró de él. Era inútil. El tapón estaba pegado a un tubo de goma de casi un metro de longitud. Llevaba una curiosa abrazadera de metal.

Incorporándose, 
Miley examinó el curioso artilugio. Luego trató de separar el tapón del tubo, pero por alguna razón que no lograba imaginar el fabricante había unido las dos piezas en una sola. Miley no vio otra alternativa. Comprobó la abrazadera, hizo un apretado nudo en el tubo y se llevó el artefacto a la cocina para llenarlo de agua y hielo.

Cuando acabó, solo le quedaba preparar el desayuno y no había mucho donde elegir. Tendría que ser algo ligero y fácil de digerir, lo que eliminaba casi todo el contenido de los armarios de la cocina, si bien sobre la mesa había un pan tierno. En la nevera encontró carne para el desayuno, tocino, manteca y huevos, además de dos bistecs. Evidentemente a Nick no le preocupaba el colesterol. Sacó la manteca y puso dos rebanadas de pan en la tostadora. Mientras se hacían las tostadas, buscó en los armarios algo adecuado para el almuerzo. Solo encontró unas latas de sopa, pues todo lo demás contenía especias o eran comidas demasiado pesadas para el estómago de un enfermo: guisos preparados, atún, tallarines y una lata de leche condensada. ¡Leche!

Aliviada, dio con un abrelatas y vertió un poco de leche en un vaso. Tenía un aspecto muy espeso. Leyó las instrucciones y descubrió que el producto podía ser consumido tal como se presentaba o diluido en agua. Puesto que no sabía cómo lo prefería Nick, lo probó y se estremeció de asco. Diluir aquella leche no mejoraría demasiado su sabor. Tras retirar el pan de la tostadora, 
Miley se dirigió al salón y cogió la tapa de una mesita para el televisor. La utilizaría como bandeja y de este modo podría llevarlo todo: las medicinas, la bolsa con el hielo y el desayuno.

El dolor de cabeza arrancó a Nick de un sueño profundo. Todavía medio dormido pensó que ya era de día. Abrió con dificultad los ojos y se quedó momentáneamente confuso al ver un viejo despertador de plástico blanco, con agujas negras que señalaban las ocho y media. Aquello nada tenía que ver con el reloj digital conectado a la radio que lo despertaba todos los días en su dormitorio. En su mente empezó entonces a hacerse la luz. Se encontraba en Indiana y había estado enfermo. En realidad, a juzgar por el enorme esfuerzo que tuvo que hacer para deslizarse en la cama hasta alcanzar los frascos de medicina que veía al lado del despertador, todavía estaba enfermo. Meneó la cabeza para aclarar las ideas y pestañeó varias veces a causa de los martillazos que le golpearon las sienes. Sin embargo, la fiebre había bajado porque tenía la camisa empapada de sudor. Mientras cogía el vaso de agua de la mesita de noche y tragaba las pastillas, pensó en la posibilidad de levantarse, tomar una ducha y vestirse, pero se sentía tan exhausto que decidió dormir otra hora e intentarlo después. En uno de los frascos la etiqueta advertía: «Precaución. Este medicamento causa somnolencia». Se preguntó si sería esa la razón de que no pudiera sacudirse aquel estupor. Apoyó de nuevo la cabeza en la almohada y cerró los ojos, pero un recuerdo borroso apareció en su mente. 
Miley . Había tenido un sueño absurdo, en el que ella aparecía en medio de una tormenta de nieve y lo ayudaba a meterse en la cama. Se preguntó cómo el subconsciente había hecho aflorar una imagen tan estrafalaria como aquella. Miley podía ayudarlo a tirarse de un puente o un precipicio, podía empujarlo a la bancarrota si lo creía posible, pero era ridículo esperar que hiciera algo menos destructivo que eso.

Cuando empezaba a conciliar el sueño oyó pasos cautelosos en la crujiente escalera. Aquello lo despejó y, asombrado, se incorporó en la cama, y el brusco cambio de postura le provocó un fuerte mareo. Mientras se tapaba con las mantas, el intruso llamó a la puerta.

–¿Nick? –Era una voz suave, única, musical.

La voz de 
Miley.

Se quedó rígido, observando la puerta. Por un momento se sintió perdido, totalmente desorientado.

–Nick, voy a entrar... –Vio girar el pomo y volvió a la realidad. No había sido una pesadilla. 
Miley estaba allí.

Ella abrió la puerta empujando con un hombro y entró de espaldas, con la bandeja en las manos. Avanzó lentamente, para darle tiempo a cubrirse en caso de que estuviera levantado. Con un falso sentimiento de seguridad por el razonable recibimiento que él le había dispensado la noche anterior, casi dejó caer la bandeja cuando lo oyó rugir desde la cama:

–¿Qué estás haciendo aquí?

–Te he traído el desayuno –respondió ella, volviéndose y dirigiéndose hacia la cama, sorprendida. Cuando al cabo de un momento Nick posó la mirada en la bolsa de goma, en su rostro apareció una expresión amenazadora.

–¿Qué diablos pretendes hacer con eso? –estalló.

Dispuesta a no dejarse intimidar, 
Miley levantó la barbilla y replicó con calma:

–Es para tu cabeza.

–¿Esa es la idea que tienes de una broma pesada? –le espetó Nick, lanzándole una mirada asesina.



Sumida en el más absoluto desconcierto, 
Miley colocó la bandeja en la cama, junto a la cadera de Nick. Con voz serena dijo:

–He puesto hielo para tu...

–No me extraña –la interrumpió él mordazmente–. Te doy cinco segundos, ni uno más, para salir de esta habitación y un minuto para abandonar esta casa sin que yo te eche –añadió furioso. Se inclinó y 
Miley se dio cuenta de que se disponía a sacudir las mantas para tirar la bandeja.

–¡No! –exclamó ella, pero más que una protesta era un ruego–. Es inútil que me amenaces porque no puedo marcharme. Perdí las llaves del coche en la nieve. Pero aunque no las hubiera perdido, no me iría hasta que oigas lo que he venido a decirte.

–No me interesa –replicó él, dispuesto a tirar la improvisada bandeja de la cama. Tuvo que detenerse acosado por un nuevo mareo, y se enfureció aún más.

–Anoche no te comportaste así –argumentó ella, casi cogiendo al vuelo la bandeja–. No creí que te molestara tanto que preparara una bolsa de hielo para tu jaqueca.

Al oír esto, Nick se detuvo y su rostro reflejó su indescriptible apabullamiento.

–¿Qué has hecho? –preguntó en un murmullo ahogado.

–Acabo de decírtelo. Una bolsa de hielo para tu dolor de cabeza.
Miley se alarmó al ver que él se cubría el rostro con las manos y dejaba caer la cabeza sobre la almohada, mientras le temblaban los hombros. Su cuerpo empezó a sacudirse cada vez más. Se retorció con tal violencia que la cabeza se deslizó fuera de la almohada y el somier de la cama crujió. Miley pensó que se trataba de un ataque de apoplejía o se había atragantado e iba a morir asfixiado.

–¿Qué te pasa? –inquirió horrorizada, pero su pregunta solo pareció exacerbar los síntomas del moribundo–. ¡Voy a llamar una ambulancia! –gritó 
Miley  dejando la bandeja en el suelo y encaminándose hacia la puerta–. Hay un teléfono en mi coche...

Mientras bajaba por la escalera oyó la risa de Nick, al parecer incontrolable.
Miley se detuvo, se volvió y escuchó atentamente. Comprobó que lo que había tomado por una apoplejía era en realidad un acceso incontenible de risa. Inquieta, pensó en las causas de esa risa. Quizá se debiera al largo tubo de goma... A ella le disgustó desde el principio, y si lo había usado fue como única alternativa.

Al llegar a la puerta de la habitación de Nick se detuvo, indecisa. Sentía una dolorosa timidez. Se le ocurrió pensar que su inquietud no dejaba de tener un lado positivo. Después de todo, gracias a su acceso de hilaridad, Nick todavía no la había echado de la casa. Incluso enfermo y en la cama, Nicholas Farrell era el más formidable enemigo con el que jamás se había enfrentado. Y cuando estaba furioso, resultaba aterrador. Sin embargo, no importaba lo que dijera o hiciera, no importaba lo irracional que se mostrara, había llegado la hora de intentar firmar la paz.

Con decisión, 
Miley se metió las manos en los bolsillos, entró en la habitación y avanzó adoptando una expresión confusa.

Cuando la vio, Nick tuvo que reprimir un nuevo acceso de risa. Pero de pronto Nick dejó de sonreír al pensar que 
Miley debía de haberse enterado de que Intercorp había adquirido el terreno de Houston tan anhelado por ella. Sin duda también sabría que si lo quería iba a costarle diez millones de dólares más de lo esperado. Por eso estaba allí, para tratar de engatusarlo y hacer lo que fuera necesario para arrancarle la propiedad del terreno por el mismo precio que él había pagado. Estaba dispuesta a todo, hasta prepararle y servirle el desayuno. Asqueado por el torpe intento de manipulación, esperó a que ella hablara, pero como no lo hizo, le preguntó con tono imperioso:

–¿Cómo supiste que estaba aquí?
Miley notó enseguida el alarmante cambio en el tono de voz de Nick.

–Anoche fui a tu apartamento –explicó–. En cuanto a la bandeja...

–Olvida eso –la interrumpió Nick, impaciente–. Te he preguntado cómo me encontraste.

–Tu padre estaba en el apartamento y tuvimos una conversación. Me dijo que estabas aquí.

–Debes de haberte mostrado muy convincente para engañar a mi padre y convencerle de que mereces su ayuda –replicó Nick con evidente desprecio–. Mi padre no te daría un minuto...
Miley deseaba tanto que él la escuchara y la creyera que sin darse cuenta de lo que hacía se sentó a su lado en la cama y lo interrumpió.

–Tu padre y yo estuvimos hablando y le expliqué algunas cosas. Me creyó, Nick. Después de... entendernos, me dijo dónde estabas para que pudiera venir y explicártelo también a ti.

–Pues empieza –la instó Nick, apoyando la cabeza en la almohada–. Pero sé breve.

Nick estaba atónito por el hecho de que 
Miley hubiera sido capaz de ganarse a un enemigo tan natural como el mayor de los Farrell. Sería curioso observarla representando tan magistralmente su papel.
Miley contempló aquel rostro frío y temible respiró hondo, obligándose a mirarlo a los ojos, los mismos que momentos antes parecían cálidos.

–¿Hablarás? –insistió Nick–. ¿O vas a quedarte ahí sentada mirándome?

Ella se sintió intimidada, pero no apartó la mirada.

–Hablaré –dijo al fin–. La explicación es un poco complicada...

–Y también convincente, espero –le espetó él con tono de burla.

En lugar de responderle con la ira que había utilizado contra él en el pasado, ella asintió con la cabeza y musitó:

–Así lo espero yo también.

–Pues empieza. Pero no te vayas por las ramas ni entres en detalles. Solo los puntos más importantes, es decir, qué quieres que crea, qué me ofreces y qué pretendes a cambio. En realidad, esta última parte puedes ahorrártela, pues sé qué quieres de mí. Pero me interesa conocer cómo piensas obtenerlo.

Las palabras de Nick eran como latigazos en la lacerada conciencia de 
Miley  pero siguió mirándolo y empezó a hablar con sinceridad.

–Quiero que creas lo que voy a contarte, porque es la verdad. Lo que te ofrezco es la paz, que es lo que quería hacer anoche cuando fui a tu casa. Y lo que pretendo a cambio –prosiguió obviando su intención inicial de ocultar aquella parte– es una tregua. Un entendimiento entre nosotros. Lo deseo de veras.

Al oír sus últimas palabras los labios de Nick se torcieron en una sonrisa irónica.

–¿Eso es lo que quieres? ¿Una tregua, un entendimiento? –La ironía de su voz sugirió a 
Miley la inquietante idea de que él se estaba refiriendo al terreno de Houston–. Te escucho –añadió Nick al verla vacilar–. Ahora que comprendo tus razones puramente altruistas, oigamos lo que ofreces a cambio.

Sus palabras estaban llenas de desconfianza, dudando incluso de que ella pudiera ofrecer algo que no fuera sórdido e insignificante. En vista de ello, 
Miley decidió presentarle su más importante concesión, una concesión que para él era de vital importancia.

–Te ofrezco la recalificación de tu terreno de Southville –dijo, y se dio cuenta de la momentánea sorpresa de Nick ante la franca admisión de que ella estaba al corriente de este asunto–. Sé que mi padre vetó tu petición y quiero que sepas que nunca he estado de acuerdo con eso. Discutí con él por ese motivo mucho antes de que tú y yo almorzáramos juntos.

–De pronto has adquirido un gran sentido de la justicia.
Miley sonrió.

–Sabía que reaccionarias así. Lo entiendo. Yo en tu lugar haría lo mismo. Sin embargo, debes creerme porque puedo probar lo que te estoy diciendo. En cuanto vuelvas a presentar tu petición, será aprobada. Mi padre me ha dado su palabra de que no solo no se interpondrá, sino que intercederá en tu favor. En cuanto a mí, te doy mi palabra de que él mantendrá la suya.

Nick soltó una risa breve y desagradable.

–¿Qué te hace pensar que me fío de tu palabra o de la suya en este o en cualquier otro asunto? Te propongo un trato –añadió con un velado tono de amenaza–. Si de aquí a las cinco de la tarde del martes mi petición se aprueba sin volver a someterla, suspenderé las querellas criminales que, de lo contrario, mis ahogados presentarán el miércoles contra tu padre y contra el senador Davies. Una querella por intento de influir ilegalmente en la acción de funcionarios públicos y otra contra los mejores intereses de su comunidad.

Miley le tembló el estómago. Nick no solo había planeado lo que decía, sino que lo había hecho con una rapidez inusitada. Había puesto en práctica de manera fulminante la estrategia de su venganza. Recordó lo que la revista Business Week había dicho de él: «Un hombre que representa un regreso a los días en que el ojo por ojo era considerado como justicia y no como venganza cruel e inhumana».

Reprimiendo un escalofrío de temor, 
Miley se recordó que a pesar de todo lo que se había escrito de Nick, a pesar de que tenía todas las razones del mundo para despreciarla, había intentado tratarla con cordialidad en el baile a beneficio de la ópera, y también el día en que almorzaron juntos. Solo al verse empujado más allá de todo límite dispuso su artillería pesada contra su padre y contra ella. Este hecho armó de valor a Miley , que de pronto sintió una gran ternura por aquel hombre dinámico y furioso, que no obstante había demostrado ser tan comedido.

–¿Qué más? –preguntó Nick con impaciencia, y se sorprendió ante la dulzura que reflejaba el rostro de 
Miley.

–No habrá más actos de venganza por parte de mi padre.

–¿Significa eso que puedo ser miembro de ese pequeño y elitista club de campo? –se mofó Nick.

Ruborizándose, la joven hizo un gesto de asentimiento.

–No me interesa. Nunca me ha interesado.¿Qué más tienes que ofrecerme? –Al verla vacilar y retorcerse los dedos Nick perdió la paciencia–. No me digas que eso es todo. ¿No me ofreces nada más? ¿Y ahora esperas que olvide, perdone y te dé lo que realmente deseas?

–¿Qué es lo que realmente deseo?

–¡Houston! –aclaró él con voz gélida–. Entre los generosos motivos de tu visita has olvidado el de los treinta millones que anoche te hizo correr hasta mi casa de Chicago. ¿O estoy juzgando injustamente la pureza de tus acciones, 
Miley?

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