jueves, 16 de enero de 2014
Paraíso Robado - Cap: 47
A medianoche Nick todavía estaba despierto, con los ojos cerrados y obsesionado con el hecho de que Miley dormía al otro extremo del pasillo. A las doce y media se levantó de la cama, cogió el frasco de pastillas y se tragó una de las que causaban somnolencia como efecto secundario. A la una y cuarto de la madrugada volvió a tomar el frasco y engulló otro comprimido.
Las pastillas lo hicieron dormir, pero de inmediato empezó a soñar. Soñó con Miley ... desnuda. Le acariciaba ansiosamente el cuerpo, haciéndola gemir de placer. Él la penetraba y le provocaba un orgasmo tras otro, hasta que por fin ella se asustaba al ver que él no parecía capaz de detenerse.
–¡Nick, basta, me estás asustando!
Seguía penetrándola mientras ella le rogaba que se detuviera...
–¡Nick, por favor, basta!
Mientras le decía que estaba durmiendo...
–¡Basta, estás soñando!
Y lo amenazaba con llamar al médico...
–¡Si no te despiertas, voy a llamar a un médico!
Él no quería a un médico, quería a Miley . Intentó ponerse encima de ella, pero la joven lo inmovilizó y colocó una mano sobre su frente... Le ofreció café...
–¡Por favor, despierta! Te he traído café...
–¿Café?
–¡Maldita sea, estás soñando! –le susurró al oído–. Y sonríes al soñar. Ya está bien, ¡despierta!
Fue la maldición lo que sacó a Nick de su sopor. Miley nunca decía improperios, por lo que algo andaba mal en su sueño. Había un error...
Se obligó a abrir los ojos y su mirada tropezó con el hermoso rostro que tenía muy cerca. Se esforzó en volver a la realidad. Miley se inclinaba sobre él y lo sostenía por los hombros. Parecía preocupada.
–¿Qué pasa? –le preguntó Nick.
Miley lo soltó y se sentó a su lado en la cama, dejando escapar un suspiro de alivio.
–Te agitabas en la cama, y hablabas en voz tan alta que te oí desde mi habitación. No podía despertarte y me asusté, pero no tenías fiebre. Te he traído café –concluyó, y con un gesto señaló la mesita de noche. Nick se incorporó obedientemente. Se apoyó contra el respaldo de la cama y hundió una mano en el pelo, como intentando desprenderse de los últimos vestigios del sueño.
–Son esas pastillas –explicó–. En dos de ellas debe de haber la fuerza de una cabeza nuclear.
Miley tomó el frasco y leyó la inscripción.
–Aquí dice que solo debes tomar una.
Nick no replicó. Tendió el brazo y cogió la taza de calé, que bebió con placer. Después reclinó la cabeza y cerró los ojos, y así permaneció durante unos minutos, permitiendo que el calor y la cafeína obraran el pequeño milagro.
Miley recordaba los despertares de Nick. Sabía que durante los primeros minutos no pronunciaba palabra, así que se puso de pie y con aire distraído se dedicó a ordenar la mesita de noche, después puso el albornoz de Nick al pie de la cama. Cuando acabó, se topó con la mirada de Nick, ya más alerta; su rostro parecía relajado, casi juvenil, y muy apuesto.
–¿Te sientes mejor? –le preguntó Miley, sonriendo.
–Mucho mejor. Preparas un gran café.
–Se supone que toda mujer posee una especialidad culinaria, para lucirla cuando se presenta la ocasión.
Nick reparó en el brillo divertido de los ojos de la joven y sonrió perezosamente.
–¿Quién dijo eso? –quiso saber.
–Lo leí en una revista en el consultorio del dentista –aseguró ella, reprimiendo la risa–. Mi gran especialidad es el café. Bien, ¿quieres desayunar?
–Depende. Si vas a servirlo en botellas y frascos como ayer, no –bromeó Nick.
–Yo en tu lugar lo pensaría mejor antes de insultar a la cocinera. Bajo la pileta hay un detergente que parecería azúcar si lo pusiera en el tazón de cereales.
Nick se echó a reír y luego apuró el resto del café.
–En serio –le dijo Miley , sonriéndole desde el pie de la cama. Era una diosa dorada vestida con pantalones vaqueros; un ángel de pícara mirada–. ¿Qué quieres desayunar?
Te quiero a ti, pensó Nick mientras una oleada de deseo se adueñaba de su cuerpo. La quería a ella de desayuno. Anhelaba arrastrarla a la cama, hundir las manos en su sedosa cabellera y gozar de su cuerpo atormentado por el deseo. Quería sentir las manos de Miley, quería poseerla y hacerla gemir, pidiendo más y más.
–Cualquier cosa que hagas –musitó Nick, tapándose con las mantas para que Miley no viera que estaba excitado–, lo tomaré en la cocina, después de ducharme.
Cuando Miley salió, Nick cerró los ojos y apretó los dientes, atrapado entre la rabia y la incredulidad. A pesar de todo lo ocurrido en el pasado, ella aún ejercía el mismo poder sobre él. ¡Y si solo se tratara de lujuria! Eso podría perdonárselo, pero en cambio, aquel repentino deseo de fundirse en ella una vez más, de ser... amado por ella.
En los últimos diez años se había acostado con docenas de mujeres, todas más experimentadas de lo que era Miley cuando la dejó embarazada. Sin embargo, con todas ellas el acto sexual no había sido más que un simple placer físico compartido. En cambio, con Miley fue un acto de profunda y mortificante belleza. Así lo había sentido él entonces, tal vez porque estaba tan loco por ella que no fue capaz de establecer la diferencia entre la imaginación y la realidad. A los dieciocho años Miley lo había cautivado, pero ahora, a los veintinueve, era una amenaza aún mayor para su equilibrio mental, porque los cambios que se habían producido en ella lo intrigaban y atraían. A la sofisticación juvenil de Miley se añadía ahora un toque de elegancia, aunque en sus ojos aun brillaba la misma dulce vulnerabilidad. Su sonrisa pasaba de provocativa a luminosa, según su humor. En su adolescencia Miley poseía un candor que a él le encantó y sorprendió; ahora era una brillante mujer de negocios que no obstante todavía parecía tan natural como siempre. Y lo más sorprendente era que no daba importancia a su belleza, o si lo hacía, nadie podría adivinarlo. Nick la había observado el día anterior y no la había visto mirarse al espejo del comedor ni siquiera un instante. La belleza de Miley había madurado y su figura había adquirido un exuberante esplendor, que le permitía resultar tan atractiva vestida con vaqueros y jersey como con el abrigo de piel y el vestido negro que luciera el día del almuerzo.
A Nick le ardía la sangre, poseído por el deseo de explorar y acariciar las nuevas curvas que la joven había adquirido. De pronto, su mente traicionera le presentó una tentadora solución: si la poseía una vez más, solo una vez, tal vez se apagara aquella sed, aquel deseo ardiente que ella le inspiraba. Y por fin Miley saldría para siempre de su vida. Maldiciendo en silencio, Nick saltó de la cama y se puso el albornoz. Era una locura pensar en acostarse con ella... aunque solo fuera una vez.
¿Acostarse con ella de nuevo? Se detuvo en seco. Por primera vez desde que Miley llegara se sentía capaz de pensar con lucidez, sin la interferencia de las pastillas y de la enfermedad, ¿Para qué diablos había ido Miley hasta allí?
La joven había respondido a esta pregunta: «Quiero una tregua...».
Bien, se la había concedido. Así pues, ¿por qué no se había marchado? Sin duda no había viajado hasta allí para jugar al ama de casa. De modo que debía de haber alguna otra razón para quedarse y traerle el café a la cama, cuidarlo y hacer todo lo posible para desarmarlo una vez mas.
De pronto, la respuesta cayó sobre él como un jarro de agua fría. Su propia estu/pidez por no haberse dado cuenta antes lo dejó perplejo. ¿Acaso no había dicho Miley que deseaba el terreno de Houston y que Bancroft no podía permitirse el lujo de pagar treinta millones de dólares por él?
¡Ahí estaba! Esa mujer era una droga. Le había anestesiado la mente. Quería arrancarle el terreno de Houston por el precio de veinte millones, lo pagado por Intercorp. Y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por conseguir su propósito. Su abyecta disculpa, el presunto deseo de una tregua, su comportamiento de dulce esposa... Todo había sido urdido con el propósito de bajar sus defensas, de barrerlas y hacerle capitular. Asqueado por la hipocresía de la mujer, y también por su propia estu/pidez, Nick se dirigió a la ventana, descorrió la cortina y vio que la nieve cubría el camino de salida de la casa. Lo perseguía la imagen de Miley sentada a su lado en la cama, mansamente. «Lo aceptaré como penitencia», creyó recordar que había dicho ella.
¿Penitencia?, pensó Nick, furioso. ¿Mansedumbre? Miley no tenía en todo su ser el menor asomo de mansedumbre. Ella y su padre pisotearían sin remordimiento alguno a todo el que se interpusiera en su camino, y lo harían convencidos de que era su derecho divino. Miley había aprendido a ser tenaz, ese era su único cambio. Sin duda se metería en la cama con él si con ello conseguía el terreno de Houston. Al pensarlo, Nick sintió repugnancia, no lujuria.
Volviéndose, cogió del suelo su maleta, la abrió y sacó el teléfono móvil que siempre llevaba consigo. Cuando en la casa vecina Sue O’Donell contestó la llamada, Nick la informó breve e impacientemente del estado de la familia y después añadió:
–Mi casa está bloqueada por la nieve. ¿Quieres pedirle a Dale que limpie el camino de entrada?
–Claro que sí –le respondió enseguida la mujer–. Regresará esta tarde y te lo enviaré de inmediato.
Furioso por este aplazamiento, pero sin otra alternativa, Nick colgó y luego se metió en el cuarto de baño. Antes de que su lujuria lo indujera a hacer algo que luego lamentaría, algo que le costaría el poco orgullo que le quedaba, era necesario sacar a Miley de la casa. Ahora solo tenía que encontrar las llaves del BMW. Recordaba vagamente la noche en que ella llegó. Se había agachado cerca de la rueda delantera, la del asiento del conductor. Por allí debían de estar las dichosas llaves. La idea de tener que sumergirse y escarbar en la nieve le resultaba menos desagradable que tener a Miley bajo su mismo techo durante otro día entero con su correspondiente noche. Si no encontraba las llaves, le haría un puente al coche. Cuando abrió el grifo de la ducha se preguntó si el coche tendría una alarma electrónica que lo desconectaría si le hacía el puente. En ese caso intentaría otra cosa, todo menos permitir que Miley se quedara. En cuanto el camino estuviera despejado, le concedería cinco minutos para recoger sus cosas y largarse de allí.
Todavía abotonándose la camisa, Nick bajó con decisión por la escalera. Miley se volvió al verlo cruzar el umbral de la cocina mientras se ponía una chaqueta de cuero. Luego observó cómo se dirigía a la puerta de la casa.
–¿Adónde vas?
–A buscar tus llaves. ¿Recuerdas dónde te cayeron?
Sorprendida, Miley se disponía a responder cuando vio la expresión crispada de la cara de Nick.
–Se me cayeron al pasar por delante del capó, pero no hay razón para que salgas a buscarlas ahora...
–Sí que la hay –repuso él con acritud–. Esta farsa ya ha durado bastante. Y no pongas esa cara de sorpresa, Miley. Estás tan aburrida como yo de esta comedia de felicidad conyugal. –La joven se estremeció al oír estas palabras. Era como si la hubieran abofeteado. Pero Nick no había acabado–. Admiro tu tenacidad, Miley. Quieres el terreno de Houston por veinte millones y además un divorcio rápido y amistoso, sin publicidad. Te has pasado dos días cuidándome y engatusándome para conseguir ambas cosas. Bueno, tu intento ha fracasado. Ahora vuelve a la ciudad y compórtate como la buena ejecutiva que eres. Llévarne a los tribunales por el asunto de Houston y pide el divorcio, pero déjate de farsas ridículas. El papel de esposa humilde y enamorada no te sienta bien, y debes de estar tan harta de él como lo estoy yo.
Giró sobre los talones y abriendo la puerta, salió. Miley permaneció con la mirada fija, sintiendo una mezcla de pánico y decepción. ¡Nick había dicho que aquellos dos días habían sido una farsa aburrida! Secándose unas lágrimas de frustración, se mordió un labio e intentó concentrarse en el guiso que estaba preparando. Era obvio que había dejado pasar las mejores oportunidades para contarle a Nick que no había abortado voluntariamente, y por otra parte, no tenía la más remota idea de lo que lo había puesto de tan malhumor. ¡Cómo le disgustaba que Nick fuera tan voluble! Siempre había sido así. Una nunca sabía qué estaba pensando o qué iba a hacer. Antes de salir de su casa de Chicago, ella estaba decidida a contarle la verdad de lo ocurrido hacía once años, pero ahora dudaba que a él le importara, aun en el caso de que la creyera. Cogió un huevo y lo rompió con tanta fuerza contra un lado de la sartén que la yema se derramó fuera del recipiente.
Nick estuvo buscando las llaves durante diez minutos, pero su esfuerzo resultó inútil. Cuando la humedad traspasó los guantes, renunció. Mirando por la ventanilla del vehículo, comprobó el sistema de alarma y le pareció que solo podía desconectarse con la propia llave del coche. Aunque forzara la portezuela con una ganzúa y entrara para hacerle el puente al maldito automóvil, su sistema de alarma lo dejaría paralizado.
–El desayuno está listo –anunció Miley , inquieta, entrando en el salón después de haber oído el portazo que dio Nick al volver al interior de la casa–. ¿Has encontrado las llaves?
–No –dijo él, esforzándose por mantener la calma–. Hay un cerrajero en la ciudad, pero los domingos no está.
Miley sirvió el desayuno, huevos revueltos, y se sentó frente a él. Intentando desesperadamente restaurar siquiera la sombra de la relación del día anterior, preguntó en voz baja.
–¿Te importaría decirme por qué de pronto has decidido que este fin de semana ha sido un aburrido complot que yo he urdido?
–Digamos que con la salud he recuperado también el buen juicio –se limitó a responder Nick.
Durante los diez minutos del desayuno ella trató de entablar conversación, pero Nick siempre le contestó con monosílabos. Apenas terminó de comer, se puso en pie y anunció que se iba al salón a embalar las cosas.
Miley lo observó salir de la cocina. El corazón se le contrajo, pero empezó a limpiar cacerolas y a poner las cosas en su sitio corno un autómata. Cuando terminó, se dirigió al salón.
–Hay mucho que guardar –comentó, decidida a encontrar el modo de recuperar a Nick–. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
Nick percibió el ruego que encerraban esas palabras y una nueva oleada de lujuria volvió a poseerlo. Se irguió y se quedó mirándola. Podrías subir conmigo y ofrecerme tu cuerpo, pensó.
–Haz lo que quieras.
Miley se preguntó por qué de pronto él la consideraba aburrida e irritante. Patrick había dicho que su hijo había enloquecido de dolor al descubrir lo del presunto aborto, y que casi le costó la vida su negativa de recibirlo en el hospital. Miley pensó que su suegro exageraba, pero ahora estaba segura de que no era así, y esa certeza la hizo sentirse desesperada. Sin embargo, no la sorprendió. Nick siempre había sido un hombre capaz de asumir grandes responsabilidades, pero era imposible saber qué pensaba y qué sentía. Confiando contra toda esperanza que mejoraría su humor si lo dejaba solo, Miley se pasó la mañana guardando ropa de cama y el contenido de los armarios. Nick le había dicho durante el desayuno que donarían la ropa a una organización de caridad. Los recuerdos familiares, en cambio, había que conservarlos.
A mediodía bajó a la planta baja. Almorzaron sándwiches; y aunque Nick no se mostró amistoso, por lo menos contestó siempre que ella le hizo alguna pregunta. Miley supuso que estaba de mejor humor.
Cuando terminó de limpiar la cocina, lanzó una mirada de satisfacción al resultado de su obra, se dirigió al salón, donde Nick estaba metiendo en cajas libros y una cantidad de objetos más o menos triviales pero sin duda de gran valor sentimental. Miley se detuvo en el umbral de la puerta, viendo cómo la camisa que llevaba Nick se ajustaba a su cuerpo con el movimiento de sus músculos. Él se había cambiado los pantalones vaqueros después de buscar las llaves en la nieve, y en su lugar se había puesto unos grises que se ceñían a sus caderas y a lo largo de sus piernas musculosas.
Miley tuvo la tentación de rodearle por detrás la cintura con los brazos y apoyar la mejilla contra su espalda. Se preguntó cómo reaccionaría él. Lo más probable era que se la sacara de encima con rudeza.
Mentalizada para el rechazo, avanzó hacia Nick, pero después de haber soportado durante horas su imprevisible temperamento, ella también estaba nerviosa y a punto de estallar. Observó cómo él ponía cinta adhesiva a la última caja de libros.
–¿Puedo hacer algo para ayudarte? –preguntó.
–No lo creo, porque he terminado –contestó él sin molestarse en volver la cabeza.
Miley se puso rígida y sus mejillas enrojecieron de ira. Hizo un último esfuerzo para ser cortés.
–Voy al cuarto de Julie a empaquetar unas cosas que dejó. ¿Quieres que antes te prepare una taza de café?
–No –repuso Nick.
–¿Alguna otra cosa?
–¡Por el amor de Dios! –estalló él, volviéndose–. Deja de actuar como una esposa paciente y lárgate de aquí.
La ira asomó a los ojos de Miley , que apretó los puños y luchó contra el deseo de llorar y abofetear a Nick.
–Está bien –replicó, tratando de mantener en lo posible la dignidad–. Puedes preparar tu maldita comida y comértela solo. –Se encaminó hacia la escalera.
–¿Qué diablos quieres decir con eso? –le exigió Nick.
Ella estaba ya en el rellano. Se volvió y lo miró como una diosa altiva y enfadada, la cabellera cubriéndole los hombros.
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