sábado, 25 de enero de 2014
Paraíso Robado - Cap: 51
En medio de la enorme sala de conferencias contigua a su despacho, Nick, con las manos en las caderas, lo observaba todo con ojos críticos. Dentro de media hora llegaría Miley, y él quería desesperadamente impresionarla con todos los oropeles de su éxito. Se sentía como un muchacho excitado y había cometido las mismas tonterías. Por ejemplo, a su lado estaban la recepcionista y una secretaria, convocadas por él. Dos chicas cuyos nombres hasta entonces ni siquiera se había dignado preguntar. Sin embargo, ahora Nick quería saber qué opinaban sobre el aspecto general del lugar. Había llamado también a la oficina de Vanderwild para que este acudiera tan pronto como recibiera el mensaje. Vanderwild y Miley eran de la misma edad y el joven tenía buen gusto. No estaría de más escuchar su opinión.
–¿Qué cree usted, Joanna? –le preguntó a la secretaria. Tenía la mano puesta en el regulador de voltaje que controlaba los pequeños focos del techo–. ¿Demasiada luz o demasiado poca?
–Creo que... está bien así, señor Farrell –le contestó Joanna, intentando ocultar la sorpresa que le provocaba descubrir que su formidable jefe también estaba sujeto a debilidades tan humanas como la duda, y que además por fin se había tomado la molestia de aprender su nombre y el de la recepcionista. En cambio, su sonrisa devastadora no la sorprendió. Lo habían visto sonreír en reuniones con sus ejecutivos, en periódicos y revistas, pero hasta hoy, ninguna mujer empleada en Haskell Electronics había sido favorecida por una sonrisa de Nicholas Farrell. Ambas, Joanna y Valerie, se esforzaban por no parecer tan nerviosas y halagadas como en realidad estaban.
Valerie dio un paso atrás, estudiando el efecto del conjunto de la sala.
–Creo que las flores de la mesa son un acierto, le dan un toque agradable. ¿Quiere que me encargue de que un florista cambie el ramo todos los martes?
–¿Para qué? –inquirió Nick, tan absorto en el problema de la iluminación que olvidó momentáneamente que había inducido a pensar a sus empleadas que su repentino interés en el aspecto del salón era estético, sin relación alguna con la visita prevista para ese día.
A pesar de haber tomado una decisión, Nick siguió deliberando. Con las cortinas cerradas el recinto parecía más exuberante y confortable. ¿O quizá recordaba un restaurante caro? Nick ya no sabía decirlo.
–¿Abiertas o cerradas? –preguntó a las dos jóvenes al tiempo que apretaba un botón y corría automáticamente metros y metros de cortinas. Al ver el espectáculo del perfil de Chicago, las dos mujeres no tuvieron más remedio que dar una opinión contraria a la de su jefe.
–Abiertas –dijo Joanna.
–Abiertas –convino Valerie.
Nick miró afuera. El día estaba nublado, triste. La reunión con Miley se prolongaría al menos durante una hora y para entonces sería de noche y la vista resultaría espectacular.
–Cerradas –dijo, apretando de nuevo el botón y observando cómo se corrían de nuevo las cortinas–. Las abriré cuando haya anochecido –agregó pensando en voz alta.
Y enseguida pensó en la reunión. Sabía que su obsesión por esos pequeños detalles era absurda. Aun en el caso de que Miley se dejara impresionar por los cuarenta mil dólares de cristalería y demás objetos de su pequeño reino, aunque se mostrara cordial, relajada y cortés al principio, con toda seguridad no iba a gustarle el entorno, y menos el anfitrión, cuando abordaran la cuestión.
Suspiró, anhelando y temiendo a la vez el inicio de las hostilidades. Por fin se acordó distraídamente de las dos chicas que esperaban instrucciones.
–Gracias a las dos. Me han sido de mucha ayuda –les dijo, pero su mente estaba en otra parte, en el aspecto de su cuartel general. Sonrió cálidamente a las chicas, que por una vez se sintieron valoradas y admiradas. Pero Nick les estropeó la fiesta al preguntar a Joanna–: Si usted fuera una mujer, ¿encontraría atractivo este lugar?
–Lo encuentro atractivo –le contestó Joanna rígidamente–, aunque no soy más que un pequeño robot, señor Farrell.
Nick tardó un momento en asimilar la fría respuesta, pero cuando miró a las dos empleadas ya estaban cerca de la puerta del despacho de la señorita Stern. Nick se acercó a Eleanor.
–¿Por qué está ofendida esa chica? –inquirió a su secretaria, cuyo único interés, al igual que el suyo, era cumplir con su trabajo y no hacer amistades ni flirtear en la oficina.
La señorita Stern se alisó el severo traje gris y se quitó el lápiz de la oreja.
–Supongo –dijo sin ocultar su desdén hacia Joanna– que tenía la esperanza de que usted se diera cuenta de que ella es una mujer. Ha estado alimentando esa esperanza desde el día que usted llegó.
–Pues está perdiendo el tiempo –declaró Nick–. Entre otras cosas, es una empleada. Solo un idi/ota se acuesta con sus propias empleadas.
–Tal vez usted debería casarse –sugirió la señorita Stern sin dejar de repasar las páginas de su bloc de dictado, en busca de unas cifras que quería discutir con el jefe–. En mis tiempos eso habría arruinado las aspiraciones de cualquier otra mujer.
En el rostro de Nick se dibujó lentamente una sonrisa. Apoyó una cadera en la mesa de conferencias, sintiendo la repentina necesidad de contarle a alguien su recién descubierta verdad.
–Estoy casado –declaró, clavando la mirada en el rostro de la secretaria, a la espera de ver reflejado el asombro.
La señorita Stern pasó una página y dijo con indiferencia:
–Mis más sinceras felicitaciones a ambos.
–Lo digo en serio –insistió Nick, frunciendo el entrecejo.
–¿Debo pasarle esta información a la señorita Avery? –le preguntó Eleanor con ironía–. Hoy ya ha llamado dos veces.
–Señorita Stern –insistió Nick con firmeza, y por primera vez en tantos años de relación estéril desde el punto de vista humano lamentó no haber trabado amistad con su secretaria–, me casé con Miley Bancroft hace once años. Va a venir aquí esta tarde.
Ella lo miró por encima de la montura de sus gafas.
–Tiene mesa reservada para dos esta noche en Renaldo. ¿Los acompañará la señorita Bancroft? ¿A usted y a la señorita Avery? De ser así, llamaré y pediré mesa para tres.
–He anulado la cita con... –empezó a decir Nick, pero se interrumpió y en su rostro apareció una expresión risueña–. ¿Me equivoco al detectar un matiz de censura en su voz?
–Se equivoca, señor Farrell. Usted dejó bien claro desde el principio que censurar sus actos no formaba parte de mi trabajo. Si recuerdo bien, declaró concretamente que no deseaba conocer mis opiniones personales ni que le trajera pastel el día de su cumpleaños. Solo pedía mis conocimientos y mi tiempo. Bueno. ¿Me necesita en la reunión para tomar notas?
Nick tuvo que reprimir una carcajada al comprender que a su secretaria todavía le dolía la observación que hizo el día que la contrató.
–Creo que es una buena idea que tome notas. Preste especial atención a cualquier cosa, importante o no, que la señorita Bancroft o su abogado aprueben. Mi intención es aferrarme a la menor concesión que hagan.
–Muy bien –musitó ella, y se volvió para marcharse.
La voz de Nick la detuvo antes de salir.
–¿Señorita Stern? –La mujer se volvió con gesto altivo. Tenía el lápiz y el bloc preparados–. ¿Tiene usted un nombre? –preguntó con tono burlón.
–¡Por supuesto! –replicó ella, mirándolo fijamente.
–¿Puedo usarlo?
–Claro. Pero dudo que Eleanor me siente mejor que Nicholas.
Nick abrió mucho los ojos ante el rostro inexpresivo con que su secretaria fue capaz de pronunciar aquellas palabras. Luego volvió a reprimir la risa, pues no sabía si la mujer hablaba en serio o bromeaba.
–¿No cree que usted y yo... podríamos relacionarnos de un modo algo menos formal? –preguntó él.
–Doy por sentado que se refiere a una relación más relajada, como suele darse entre jefe y secretaria.
–A eso me refiero.
Eleanor arqueó pensativamente una ceja, pero esta vez Nick advirtió el brillo de una sonrisa en sus labios.
–¿Tendré que traerle pastel el día de su cumpleaños?
–Es probable –respondió Nick con una sonrisa mansa.
–Tomaré nota de ello –aseguró Eleanor, y cuando en efecto empezó a escribir, Nick rompió a reír–. ¿Alguna otra cosa? –le preguntó la mujer, y por primera vez en once años le sonreía. La sonrisa surtió un efecto electrizante en su rostro.
–Hay algo más –añadió Nick–. Es muy importante y me gustaría que le prestara toda la atención del mundo.
–La tiene.
–¿Qué opina de esta sala de conferencias? ¿Le parece impresionante o solo ostentosa?
–Tengo la casi total certeza –contestó Eleanor con rostro imperturbable, después de contemplar el enorme recinto– de que la señorita Bancroft se quedará atónita de admiración.
Nick se sorprendió al ver que sin añadir palabra la señorita Stern le volvía la espalda y casi huía de allí. No obstante, él habría jurado que a su secretaria le temblaban los hombros.
Peter Vanderwild se paseaba nerviosamente por el despacho de la secretaria del jefe, esperando que la vieja foca saliera de la oficina de este y le diera permiso para entrar. Al verla surgir con inusual premura, Peter se preparó para sentirse como el colegial que ha faltado a clase y es convocado por el director.
–El señor Farrell desea verme –le dijo el joven, esforzándose por ocultar la agitación que le causaba la llamada urgente de Nick–. Me aseguró que se trataba de algo muy importante, pero no dijo de qué se trataba y por eso no he traído ninguna carpeta.
La señorita Stern habló con una voz extraña en ella, como estrangulada.
–No creo que necesite documento alguno, señor Vanderwild. Puede pasar.
Peter la miró con curiosidad y luego entró en el despacho del jefe. No habían pasado más de dos minutos cuando volvió a salir y, sumamente alterado, tropezó con una esquina de la mesa de Eleanor. Ella levantó la mirada y le preguntó:
–¿Pudo contestar la pregunta del señor Farrell sin necesidad de sacar papeles?
Peter necesitaba urgentemente que alguien lo tranquilizara, por lo que se arriesgó a sufrir el sarcasmo de la señorita Stern.
–Sí, pero... no estoy seguro de haber respondido bien. Señorita Stern –imploró–, ¿a usted qué le parece la sala de conferencias? ¿Impresionante u ostentosa?
–Impresionante –obtuvo por respuesta, y los hombros de Peter se relajaron de alivio.
–Eso es lo que dije yo.
–Ha sido la respuesta adecuada.
Peter la miró asombrado al advertir que ella lo observaba con divertida simpatía. Traumatizado por el descubrimiento de que bajo aquella máscara glacial se ocultaba un componente humano, el joven se preguntó si habría sido su propia rigidez la culpable de la falta de aprecio con que la señorita Stern lo había tratado hasta entonces.
Decidió que le compraría a Eleanor una caja de bombones como regalo de Navidad.
Stuart esperaba en el vestíbulo, portando un maletín. Pronto se presentó Miley.
–¡Estás maravillosa! –exclamó él al estrecharle la mano–. Perfecta, tranquila y sosegada.
Después de pensarlo durante una hora, Miley se había decidido por un vestido de lana de color amarillo, que contrastaba con el abrigo azul marino. Había leído en alguna parte que a los hombres el color amarillo les parecía agresivo sin llegar a ser hostil. Con la esperanza de reforzar esta presunta impresión, se había recogido el pelo en lugar de llevarlo suelto.
–Cuando te vea, Farrell nos dará todo lo que le pidamos –profetizó galantemente Stuart cuando se dirigían a los ascensores–. ¿Cómo podría resistirse?
La última vez que Nick la había visto estaba desnuda y en la cama con él, cosa que en ese momento la avergonzaba.
–Todo esto no me gusta nada –dijo con voz temblorosa, mientras entraban en el ascensor.
Apenas vio las puertas de metal, pues solo pensaba en el recuerdo de la risa y la conversación tranquila que había compartido con Nick en Edmunton. No es justo considerarlo un adversario, se recordó. Habían llorado juntos la muerte de su bebé; él había hecho lo posible por consolarla. Eso era lo que tenía que repetirse para combatir los nervios. Nick no era su adversario.
La recepcionista de la planta dieciséis se puso de pie cuando Stuart dio sus nombres.
–Síganme, por favor. El señor Farrell los está esperando. Los demás ya están aquí.
La pose estudiada de Miley sufrió un pequeño golpe cuando al entrar en el despacho de Nick no reconoció el lugar. La pared de un extremo había desaparecido, de modo que ahora el despacho daba abiertamente a una sala de conferencias del tamaño de una pista de tenis. A la mesa se hallaban sentados Nick y otros dos hombres, al parecer hablando de trivialidades. Él alzó la cabeza, la vio y, levantándose presuroso de la silla, se dirigió a ella con pasos largos y decididos. En su rostro se reflejaban la distensión y la simpatía. Vestía un espléndido traje azul oscuro que le sentaba a la perfección, camisa blanca y corbata de seda azul y marrón. De algún modo, aquel atuendo tan formal acentuó la inquietud de Miley.
–Permíteme que te ayude con el abrigo –se ofreció Nick, enojando a Stuart, que se quitó el suyo sin pronunciar palabra.
Demasiado nerviosa y tímida para mirarlo de frente, Miley le obedeció de forma instintiva, mientras se esforzaba por contener el temblor que le recorría el cuerpo, especialmente cuando al quitarle el abrigo los dedos de él le rozaron los hombros. Temiendo que Nick se hubiera dado cuenta, bajó la cabeza y miró sus guantes, que metió en su bolso azul. Entretanto, Stuart ya estaba en la mesa de conferencias y estrechaba las manos del bando contrario. Miley lo siguió, pero cuando su abogado se disponía a hacer las presentaciones, Nick empezó a actuar de un modo incongruente, como si aquello fuera una reunión social y él su anfitrión; una fiesta en honor de Miley.
–Miley –dijo él con una sonrisa y clavándole la mirada–, quisiera presentarte a Bill Pearson y a David Levinson.
Consciente de que Nick estaba a su lado en una actitud sutilmente posesiva y protectora, ella miró a los dos letrados y les tendió la mano. Ambos eran altos, casi tanto como Nick, y vestían de manera impecable, con trajes a medida. Emanaban un aire de elegante confianza en sí mismos, de superioridad. Comparado con ellos, Stuart parecía pequeño e insignificante, con su más bien escaso pelo castaño y sus viejas gafas de montura metálica, más propias de un estudiante. En realidad, pensó Miley nerviosamente cuando Stuart se presentó a Nick, su abogado parecía no solo superado en número, sino también desbordado en clase.
Como si hubiera intuido sus pensamientos, Nick dijo:
–Bill y Dave están aquí para velar por tus intereses tanto como por los míos.
Al oír esto, Stuart, que ya había iniciado el movimiento de sentarse, le lanzó a Miley una mirada burlona que era todo un poema. «No creas eso ni por un instante», parecían decir sus ojos, y Miley se sintió mucho más tranquila. Stuart podía ser más joven y menudo, menos distinguido, pero no iba a ser engañado ni superado por nadie.
Nick también advirtió la mirada del abogado de Miley pero la ignoró. Volviéndose hacia ella, que se disponía a sentarse, le puso una mano bajo el codo para impedir que lo hiciera. Empezaba a poner en práctica la primera fase de su plan.
–Cuando llegasteis habíamos decidido tomar algo –mintió a Miley que lo observaba confusa. Miró mordazmente a sus abogados–. ¿Qué desean tomar, caballeros?
–Whisky con agua –contestó enseguida Levinson, comprendiendo que se trataba de una orden y que debía beber algo aunque no le apeteciera. Apartó la carpeta que había estado a punto de abrir.
–Lo mismo –dijo Pearson, y se reclinó en el sillón como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Nick se volvió hacia Stuart.
–¿Y usted?
–Perrier –respondió concisamente el abogado–. Con limón, si es posible.
–Naturalmente.
Nick miró a Miley, que negó con la cabeza.
–No quiero nada.
–Entonces, ¿querrás ayudarme a traer las bebidas? –le pidió Nick, decidido a hablar a solas con ella durante unos instantes–. Tengo entendido que estos tres hombres se han visto ya las caras con frecuencia. Seguro que encontrarán algo de qué hablar mientras nosotros preparamos las copas.
Tras insinuar de este modo a sus abogados que debían mantener ocupado a Stuart, agarró a Miley por el codo. Levinson se había lanzado ya a un animado diálogo en torno a un polémico proceso aparecido en la prensa. Pearson no dejaba de contribuir con sus observaciones, y ambos hombres hablaban en voz alta para darle a Nick la intimidad que este les había pedido con tanta astucia.
El bar era una superficie semicircular, hecha de listones verticales de cristal biselado. Como estaba situado en el hueco de una pared, Nick desapareció de la vista de los abogados cuando rodeó la barra. Miley se quedó al otro extremo, mirando fijamente los cristales como hipnotizada por los reflejos multicolores de la luz cuando se estrellaba contra ellos. Nick puso hielo en cinco vasos, después añadió whisky a tres de ellos y vodka a uno. Mirando el frigorífico que había a su lado, debajo de la barra, dijo como sin darle importancia:
–¿Te importaría sacar el Perrier?
Miley asintió en silencio y se dispuso a obedecer, aunque, como observó Nick, no sin recelo. La joven evitó mirarlo a la cara; sacó la botella de Perrier y un limón y depositó ambas cosas sobre la barra, después hizo ademán de volver a su sitio inicial.
–Miley –dijo Nick, al tiempo que posaba una mano sobre su brazo–. ¿Por qué no quieres mirarme?
Ella se sobresaltó al notar el contacto de la mano de Nick y apartó el brazo; pero lo miró, y al hacerlo, la tensión casi se desvaneció de su rostro elegante. Incluso logró esbozar una tímida sonrisa.
–No sé por qué –admitió–. De todos modos, me siento incómoda aquí y todo esto me resulta muy violento.
–Te lo mereces –bromeó él, tratando de que la conversación fuera distendida–. ¿Nadie te ha dicho que no está bien dejar a un hombre en la cama con una nota por toda explicación? Tu conducta lleva a ese hombre a preguntarse si todavía sientes algún respeto por él.
Ella ahogó una risita ante el acertado comentario de Nick, que sonrió.
–Fue una tontería –admitió Miley. Ninguno de los dos cayó en la cuenta de que era increíble que la conversación fluyese siempre con tanta facilidad entre ellos, aunque las circunstancias no lo aconsejaran y aunque no se hubieran visto en mucho tiempo–. No puedo explicarte por qué lo hice. La verdad es que no me entiendo ni a mí misma.
–Yo sí creo entenderlo. Toma, bebe esto. –Le tendió el vaso de vodka con hielo que le había preparado. Ella hizo un gesto de rechazo y Nick insistió–: Te ayudará a soportar esta reunión. –Esperó a que ella hubiera bebido un sorbo y luego empezó a contarle por qué la había citado allí.
–Ahora quisiera pedirte un favor.
Miley percibió la repentina seriedad de su voz y clavó en él una mirada escrutadora.
–¿Qué clase de favor?
–¿Te acuerdas que en mi casa me pediste una tregua?
Miley asintió, recordando con punzante claridad cómo se había sentado a su lado en la cama y entrelazado las manos en señal de paz.
–Ahora soy yo quien te pide una pequeña tregua, un alto el fuego. Solo desde el momento en que mis abogados empiecen a hablar hasta que salgas de esta sala.
Un sentimiento de alarma se apoderó de Miley . Lentamente dejó el vaso sobre el mostrador y observó con cautela las inescrutables facciones de Nick.
–No te entiendo.
–Te pido que escuches los términos de mi oferta y que recuerdes que no importa que por... –Hizo una pausa, intentando encontrar la palabra exacta, aquella que describiera el estado anímico de Miley cuando escuchara su oferta (¿enfurecedora, ultrajante, obscena?)––. No importa que por extrañas que puedan parecerte mis condiciones, hago lo que con toda honestidad creo que es mejor para los dos. Mis abogados te expondrán mis alternativas legales si rehúsas mi oferta, y al principio te sentirás acorralada, pero te pido que no te levantes y abandones la sala ni que nos mandes al diablo. Por furiosa que te sientas, no hagas ninguna de estas dos cosas. Finalmente, te ruego que me concedas cinco minutos, tiempo que utilizaré para intentar convencerte de que aceptes mis condiciones. Si no lo logro, eres libre de mandarme al diablo y marcharte de aquí. ¿Estás de acuerdo?
La alarma de Miley se convirtió en pánico, aunque en realidad Nick solo le estaba pidiendo que se quedara allí durante una hora más o menos.
–Yo accedí a tus condiciones –le recordó él–. ¿Es pedir demasiado que tú accedas ahora a las mías?
Incapaz de resistirse a la fuerza de este argumento, Miley meneó la cabeza con lentitud.
–Supongo que no. Está bien, acepto. Tregua.
Vio con sorpresa cómo Nick le tendía la mano del mismo modo que ella lo había hecho en su casa. Su corazón dio un brinco cuando depositó su mano en la de él y Nick cerró los dedos en un estrecho apretón.
–Gracias –susurró.
Miley recordó que ella había pronunciado la misma palabra. Asombrada al comprender que aquel momento, en casa de Nick, había sido conmovedor también para él, intentó sonreírle mientras le devolvía la respuesta que recibiera en Edmunton.
–De nada.
Consciente de la estratagema urdida por Farrell para quedarse a solas con Miley , Stuart permitió que los otros abogados siguieran hablando del polémico proceso de la prensa. Calculó el tiempo necesario para preparar cinco copas y cuando hubo pasado, hizo girar su sillón, situándose sin contemplaciones de espaldas a Bill y Levinson. Además, con todo descaro estiró el cuello para mirar a los ocupantes del bar. Esperaba ver a Farrell acosando a Miley y se llevó un buen desengaño. Lo que vio fue a una pareja de perfil y en una postura tan desconcertante que se quedó momentáneamente desorientado. Lejos de intentar acosarla, Farrell le tendía la mano y la miraba con una sonrisa... que Stuart interpretó como... tierna. Por su parte, Miley, que casi siempre guardaba la compostura, estrechó la mano de Nick mirándolo con una expresión desconocida en ella. Era una vulnerable expresión de cariño, se dijo el abogado.
Apartó la mirada y se volvió hacia sus colegas. Al cabo de un minuto, Farrell y Miley trajeron las bebidas sin que Stuart aún tuviera una explicación verosímil para el comportamiento de ambos.
Después de que Farrell acompañara a Miley a su sitio, Pearson rompió el fuego.
–¿Empezamos, Nick?
La ubicación de cada uno en la mesa llamó la atención de Stuart desde el principio. Pearson y no Farrell, como habría sido lo normal, ocupaba la cabecera. Inmediatamente a la izquierda de Pearson se sentaba Miley y a su lado, Stuart. A la derecha, Levinson, que así tenía enfrente a Miley . Nick, por su parte, se sentó al lado de Levinson. Siempre observador, siempre atento a los detalles más pequeños, Stuart se preguntó si Farrell había situado a Pearson a la cabecera de la mesa para que este pareciera responsable, a los ojos de Miley de lo que ella estaba a punto de oír. O bien, pensó también Stuart, quizá Nick, que en aquel momento se reclinaba en el sillón y cruzaba las piernas, deseaba observar atentamente las reacciones de Miley durante la reunión, lo cual le habría resultado imposible de hacer con el mismo descaro de haber ocupado la cabecera de la mesa.
Instantes después Pearson empezó a hablar, y sus palabras fueron tan inesperadas o incongruentes que Stuart frunció el entrecejo en un gesto de cautelosa sorpresa.
–Aquí hay mucho que considerar –comenzó Pearson dirigiéndose a Stuart, que de inmediato adivinó que su colega pretendía causar un impacto emocional en Miley–. Aquí tenemos a una pareja que hace once años hizo solemnes votos matrimoniales. Ambos sabían entonces que el matrimonio es un estado al que no se accede a la ligera o...
Stuart le interrumpió, entre divertido y enojado.
–Bill, no nos recites toda la ceremonia matrimonial. Ya pasaron por ahí hace once años, y por eso estamos ahora aquí. –Se volvió hacia Nick, que manoseaba distraídamente su pluma de oro–. Mi cliente no está interesada en la opinión de su abogado sobre el estado de cosas. ¿Qué quiere usted y qué ofrece a cambio? Vayamos al grano.
En lugar de reaccionar con enojo ante la deliberada provocación de Stuart, Nick le hizo un breve gesto a Pearson de que obedeciera al abogado de Miley.
–Muy bien –añadió Pearson, olvidando su papel de mediador amable–. La situación es la siguiente: tenemos muchas razones para entablar una querella criminal contra el padre de tu cliente, Stuart. Como resultado de la irresponsable interferencia de Philip Bancroft, nuestro cliente se vio privado del derecho de asistir al funeral de su hijo, privado de su derecho de consolar y ser consolado por su esposa después de la muerte del bebé de ambos. Más aún, fue inducido a creer, erróneamente, que su esposa deseaba divorciarse de él. En resumen, se vio privado de once años de matrimonio. El señor Bancroft, no contento con eso, interfirió en los negocios de nuestro cliente al tratar de influir de manera ilegal en las decisiones de la comisión recalificadora de Southville. Son asuntos que, naturalmente, podríamos dilucidar ante los tribunales...
Stuart observó a Farrell, que miraba a Miley . Por su parte, esta tenía la vista clavada en Pearson, y estaba muy pálida, furioso por verla soportar ese trance inesperado, Stuart se dirigió con desdén a Pearson:
–Si todo casado que tiene un suegro entrometido le llevara a los tribunales, estos estarían colapsados. Te sacarían de la sala a carcajadas.
Pearson arqueó las celas y lo miró en actitud retadora.
–Lo dudo. La interferencia de Bancroft fue extremadamente malévola. Cualquier jurado dictaminaría contra Bancroft por lo que, en mi opinión, fueron actos indefendibles. Actos de una sorprendente maldad. Y eso antes de que empecemos a abordar la intervención de Bancroft en el caso de la comisión recalificadora de Southville –agregó, y levantó una mano para silenciar la protesta de Stuart–. Además, ganemos o no ante el tribunal de justicia, el mero hecho de presentar estas querellas levantaría tal tormenta pública... Creo que la salud del señor Bancroft no podría soportar tan desagradable publicidad de sus actos. Hasta es posible que la misma firma Bancroft & Company se resintiera.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
LO AMÉ LO AMÉ LO AMÉ!!! POR FAVOR SIGUE SUBIENDO PRONTO!!
ResponderEliminaraaawww me encantaron los capitulos!!!!
ResponderEliminarno puedes dejarla ahi!
SIGUELA!!!!