jueves, 16 de enero de 2014

Paraíso Robado - Cap: 45



Ella volvió a sorprenderlo al menear la cabeza y admitir serenamente:

–Ayer me enteré de que habías comprado ese terreno de Houston y estás en lo cierto, fue lo que me impulsó a ir a tu casa.

–Y después aquí, a toda velocidad –agregó él con sarcasmo–. Y ahora estás dispuesta a hacer o decir lo que sea con tal que yo acceda a venderte el terreno por el precio de compra. ¿Hasta dónde piensas llegar?

–No te entiendo.

–Tus pobres concesiones no serán lo mejor que puedas ofrecerme.

Ella se disponía a replicar, pero Nick estaba harto de esa farsa.

–Te ahorraré la respuesta –dijo con acritud–. Nada de lo que puedas decir o hacer, ahora o en el futuro, cambiará un ápice mi postura. Puedes merodear alrededor de mi cama, ofrecerte a meterte en ella, pero el terreno de Houston seguirá costándote treinta millones si quieres comprarlo. ¿Está claro?

La reacción de Miley lo tenía atónito. La había martilleado con cada una de sus frases, amenazándola con querellas judiciales de dominio público y el consiguiente escándalo social, insultándola hasta rebajarla. La había sometido al mismo hostigamiento que hacía sudar o enfurecerse a sus adversarios del mundo de las finanzas, pero no había conseguido hacerle perder el control. De hecho, 
Miley lo miraba de un modo que, de no haber sabido que era imposible en ella, le habría parecido casi tierno y contrito.

–Está muy claro –contestó la joven, incorporándose parsimoniosamente.

–Doy por sentado que te marchas.

Ella meneó la cabeza y sonrió con timidez.

–Voy a destapar el plato de tu desayuno y merodear alrededor de tu cama.

–¡Por el amor de Dios! –estalló Nick, temiendo perder el control de la situación–. ¿Es que no has entendido lo que acabo de decirte? Nada de lo que hagas me hará cambiar de opinión con respecto al terreno de Houston.

El rostro de 
Miley recuperó su expresión habitual, aunque sus ojos no dejaron de reflejar dulzura al mirar a Nick.

–Te creo –musitó.

–¿Y bien? –exigió él. Su ira había dado paso a un desconcierto total, que atribuyó al efecto del medicamento. Con tanto sopor resultaba difícil concentrarse.

–Acepto tu decisión como una especie de... penitencia por desmanes pasados. –Hizo una pausa y añadió–: No podías haber encontrado un castigo más duro, Nick –admitió sin rencor–. Deseaba con toda mi alma esos terrenos y va a dolerme mucho verlos en manos de otros. No podemos permitirnos el lujo de pagar treinta millones. –Nick la miró invadido por un sentimiento de incredulidad y ella siguió hablando con una sonrisa sombría–: Me has quitado algo que deseaba con verdadera desesperación. Bueno, ahora que lo has hecho, ¿podemos decir que estamos en paz y concedernos una tregua indefinida?

El primer impulso de Nick fue mandarla al diablo, pero él no se dejaba llevar por los impulsos cuando había un trato de por medio. En realidad, hacía tiempo que había aprendido a postergar sus emociones en favor de la razón y la lógica. Esto le recordó que él mismo había deseado mantener con 
Miley una especie de acuerdo civilizado y que, de hecho, lo había intentado en sus dos últimos encuentros. Ahora ella se lo ofrecía, admitiendo al mismo tiempo su derrota. Sí, Miley le concedía la victoria y lo hacía con una elegancia asombrosa, casi irresistible. De pie frente a él, esperando sus palabras, con la hermosa cabellera cubriéndole los hombros y las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, Miley Bancroft parecía más una colegiala azorada en el despacho del director que una alta ejecutiva. Al mismo tiempo, seguía presente en ella el aspecto de la joven orgullosa de alta sociedad que era.

Al mirarla, Nick comprendió la obsesión que había sentido por ella. 
Miley Bancroft era la quinta esencia de lo femenino: inconstante e imprevisible, dulce y altiva, seria y graciosa, serena y voluble, increíblemente correcta... y provocativa.

Nick se preguntó qué sentido tenía continuar aquella guerra con ella. Si accedía a sellar la paz, ambos podrían seguir sus respectivos caminos sin nada de qué arrepentirse ni lamentarse. El pasado debía haber sido enterrado años atrás; por lo que, sin duda, había llegado la hora de enterrarlo en la actualidad. Él había consumado su venganza, diez millones de dólares, porque estaba seguro de que Bancroft compraría. Conseguirían los treinta millones. Mientras pensaba en ello, de pronto se acordó de la bandeja que le había traído 
Miley y tuvo que ahogar el impulso de reír. Ella notó el cambio de expresión de Nick y lo interpretó como un signo de capitulación. La tensión de los hombros de la joven se aflojó un poco y en sus ojos apareció una luz de alivio. El hecho de que ella pudiera adivinar lo que sentía molestó a Nick, que decidió prolongar el misterio.

Cruzó los brazos sobre el pecho.

–No hago tratos en la cama.

No la engañó.

–¿Quizá un desayuno puede hacerte cambiar de humor? –le preguntó con una sonrisa.

–Lo dudo –replicó Nick, pero la sonrisa de la joven era tan contagiosa que también sonrió.

–También yo –bromeó 
Miley, tendiéndole la mano–. ¿Tregua?

Nick reaccionó instintivamente y le tendió la mano, pero antes de que las estrecharan, 
Miley retiró la suya y con una sonrisa seductora dijo:

–Antes de que sellemos el pacto quiero advertirte algo.

–¿Qué?

–Estaba pensando en entablar una querella judicial contra ti con respecto al terreno de Houston –comentó medio en broma–. No quiero que lo que te dije antes te lleve a creer que acepto la pérdida del terreno como una penitencia voluntaria. Me refería a que si el tribunal no te obliga a vender al precio actual de mercado no solo aceptaré el veredicto, sino que no te guardaré ningún rencor. Espero que comprendas que sea cual sea el desenlace se trata de un asunto de negocios y no de algo personal.

Los ojos de Nick brillaron con una expresión divertida.

–Admiro tu honestidad y tenacidad –dijo con sinceridad–. No obstante, te sugiero que reconsideres tu decisión de llevarme a los tribunales. Te costará una fortuna entablar un juicio por fraude o lo que sea, y además perderás.
Miley sabía que probablemente estaba en lo cierto, pero en ese momento la pérdida del terreno de Houston no le importaba demasiado. Se sentía feliz porque había ganado algo más importante que un pleito. De algún modo, había conseguido que la furia de aquel hombre orgulloso se transformara en risa, arrancándole una tregua.

Ambos sonrieron, y en aquel momento de calor y comprensión la muralla de odio que los había separado empezó a resquebrajarse. Lentamente 
Miley levantó la mano y se la tendió a Nick en un gesto de amistad conciliadora. Abrumada por la intensidad del momento, observó cómo él también tendía la mano y luego sintió el contacto de sus dedos.

–Gracias –susurró ella, buscando la mirada de Nick.

–De nada–dijo él, prolongando el contacto. Luego las manos se separaron. Y desapareció el pasado.

–No sabía cómo te sentirías esta mañana. Supuse que no tendrías mucho apetito, pero de todos modos decidí prepararte un desayuno.

–Tiene muy buen aspecto –mintió Nick con la mirada fija en el contenido de la bandeja–. El aceite de castor es uno de mis manjares preferidos. Como aperitivo, claro. Y la nariz me indica que ese pegamento del frasco azul es el plato principal.
Miley lanzó una carcajada y cogió un plato sobre el que había un bol.

–Te doy mi palabra de que lo del aceite de castor fue una broma.

Ahora que la batalla de los sentimientos hostiles había concluido, Nick advirtió que estaba a punto de perder otra batalla, la del sueño. Le invadían oleadas de somnolencia y le pesaban los párpados. Ya no se sentía enfermo, sino exhausto. Era obvio que, al menos en parte, las malditas pastillas eran responsables de este estado.



–Aprecio el gesto, pero no tengo hambre –se excusó.

–Lo suponía –contestó ella, mirándolo con la misma dulzura con que lo había hecho durante toda la mañana–. Pero a pesar de eso, tienes que comer.

–¿Por qué? –replicó él con cierto malhumor, y pensó que once años atrás, la misma 
Miley que le había preparado el desayuno no sabía ni encender el horno y no tenía el menor interés en aprenderlo. Conmovido por su solicitud, se incorporó con dificultad, dispuesto a devorar cualquier cosa que ella hubiera preparado.
Miley se sentó en la cama, a su lado.

–Tienes que comer para recuperar las fuerzas –comentó, y le entregó el vaso de la bandeja, que contenía un líquido blanco.

Nick cogió el vaso y lo miró con cautela.

–¿Qué es esto?

–Encontré una lata en la despensa. Es leche caliente.

Nick hizo un gesto, pero se llevó obedientemente el vaso a los labios y bebió un sorbo.

–Con crema –precisó 
Miley al verlo atragantarse.

Nick le devolvió el vaso, se reclinó y cerró los ojos.

–¿Por qué con crema? –murmuró con voz ronca.

–No lo sé. Porque mi niñera me daba la leche así cuando yo estaba enferma.

Nick abrió los ojos y en su mirada gris apareció un destello de humor.

–Y pensar que de pequeño envidiaba a los niños ricos...
Miley rió y empezó a quitar la cubierta del plato del desayuno.

–¿Qué hay ahí? –preguntó él, presa de pánico.
Miley puso al descubierto dos tostadas frías, y Nick suspiró con una mezcla de alivio y cansancio. Pensó que no podría mantenerse despierto el tiempo necesario para masticarlas.

–Me lo comeré más tarde, te lo prometo –dijo tratando de mantener los ojos abiertos–. Ahora lo que quiero es dormir.

Parecía tan agotado que 
Miley accedió.

–Está bien, pero al menos tómate un par de aspirinas. Si las tragas con leche, es menos probable que te perjudiquen el estómago. –Le dio las aspirinas y el vaso de la leche con crema. Nick hizo una mueca y obedeció.

Satisfecha, 
Miley se puso de pie y preguntó:

–¿Necesitas alguna otra cosa?

Nick tembló convulsivamente.

–Un cura –jadeó.

Ella se echó a reír. El sonido musical de su risa quedó flotando en la habitación, mientras Nick, ya solo, se hundía en un sueño soporífero.

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