miércoles, 10 de abril de 2013

Secrets Of The Night - Cap: 25


Miley jamás en su vida se había sentido más violenta. Cuando llegó a casa, entró como una flecha y cerró con llave todas las puertas, como si aquello fuera a servir de algo. No tenía una conciencia clara del camino hasta llegar a casa, pero sí que se acordaba con todo detalle de cada paso que había dado para salir del palacio de justicia, con la cara ardiendo y los muslos pegajosos, y con todas aquellas miradas de curiosos que hicieron que le entraran ganas de encogerse. Pero no se había encogido; en lugar de eso, salió caminando con la cara muy alta y un aire de «atrévete a decirme algo». Aquel farol debió de funcionar, porque nadie la detuvo.

Saltó del lavabo en cuanto Nick la soltó y se encerró en uno de los retretes, sacudida por una risa incontrolable al tiempo que trataba de recomponer un poco su aspecto. La aparición de sus bragas por encima de la puerta reavivó las carcajadas.
–¿Quieres cerrar la boca? –oyó que musitaba Nick enfadado, pero no era capaz de controlar su histeria. Dijo algo más, pero no lo entendió, y un momento más tarde se oyó el chirrido de la puerta que indicaba que se había ido. Al instante se abrió de nuevo, y unas zapatillas de color azul marino asumieron la residencia del cubículo contiguo al de Miley. La propietaria de las zapatillas era también la propietaria de la voz chillona, y estaba sumamente indignada.
–Debería decírselo al sheriff –dijo en tono hosco, lo bastante alto para que Miley la oyera por encima de la risa–. ¡Echando un polvo en el servicio de señoras! A saber quién habría podido entrar, a lo mejor una madre con niños pequeños, y hala, los niños viéndolo todo. Desde luego, es que da asco que algunas personas no tengan ya vergüenza...
La diatriba fue acompañada del ruido de un chorro constante de orina en el inodoro. Era evidente que parte de la ira de la señora se debía a que necesitaba urgentemente entrar en el baño.
Procurando controlar la risa, Miley aprovechó la preocupación de la mujer y salió a toda prisa del servicio. Cuando se vio en el pasillo, intentó adoptar un aire de normalidad y se dirigió a su coche con paso presuroso. Nick no estaba a la vista, pero tampoco lo buscó. Probablemente se habría escondido en el servicio de caballeros.
Se dejó caer en una silla de la cocina y se cubrió la cara con las manos, gimiendo de mortificación. ¿Qué le estaba pasando, para no ser capaz de decirle que no en un lugar público?
¡Los lavabos del palacio de justicia! Hasta Renée había sabido ser más discreta.
En aquel instante sonó el teléfono, pero no se movió para atenderlo. En su lugar lo hizo el contestador del despacho, y oyó la voz grave de Nick, pero estaba demasiado lejos para entender lo que decía. Colgó, y minutos más tarde el teléfono sonó de nuevo. Esa vez, no obstante, Miley reconoció la voz de Margot. Sabía que debería contestar, pero no lo hizo; sencillamente no podía sostener una conversación normal, aún tenía los nervios excitados y temblaba físicamente por los efectos del torrente de adrenalina. No comprendía cómo se volvían adictos los yonquis, porque el bajón la estaba poniendo enferma.
Cuando calculó que las rodillas aguantarían su peso, se levantó y se encaminó hacia el cuarto de baño. Lo que necesitaba en aquel momento, por encima de cualquier otra cosa, era una ducha.

Nick sacudió la cabeza negativamente, incrédulo, mientras conducía hacia la casa de Miley.
Estaba seguro de que se encontraba allí aunque no hubiera contestado al teléfono. No podía creerse lo que los dos habían hecho, ni la intensidad de la atracción que había convertido aquello en algo irresistible. No había hecho nada tan idi/ota ni siquiera cuando era adolescente, y Dios sabe que en aquella época estaba más salido que un potro.
Lanzó un bufido de risa contenida. ¡Menuda bruja! Miley había corrido a esconderse en uno de los retretes, riéndose como si estuviera loca, y lo había dejado allí con una mano en la puerta para mantenerla cerrada y los pantalones a la altura de las rodillas. Cambió de postura rápidamente y se puso de espaldas contra la puerta mientras se subía los pantalones. Las bragas de Miley estaban tiradas en el suelo, de modo que las recogió y se las pasó por encima de la puerta del retrete, y ella, en vez de callarse como él le había ordenado, estalló en nuevas carcajadas. La bruja de fuera del cuarto de baño no se iba, seguía aporreando la puerta, haciendo cada vez más ruido. Entre ella y Miley, casi lo estaban volviendo sordo.

Por fin le dijo a Miley que se reuniría con ella fuera del edificio, pero no estaba seguro de que lo hubiera oído, a juzgar por sus gritos histéricos. No cabía hacer otra cosa que defenderse con cara dura. Después de echarse un vistazo para comprobar que todo estuviera abrochado y cerrado, abrió la puerta y salió, mirando con gesto torcido a una mujer regordeta y de rostro congestionado que no hacía más que revolverse indignada. Lo increpó furiosa, pero Nick la cortó en seco.
–El servicio de caballeros estaba lleno –le dijo–. ¿Qué esperaba que hiciera, **** en el pasillo?
Entonces entró en el servicio de caballeros que se encontraba al lado, y se apoyó contra la pared hasta que sus hombros dejaron de agitarse por el esfuerzo de reprimir la risa, porque la vieja bruja le había replicado:
–Entonces, ¿dónde ha meado, en el lavabo?
Oh, Dios. Se echó a reír de nuevo sin poder remediarlo. Conocía a aquella mujer, por lo menos de vista. Trabajaba en la oficina del asesor fiscal. Para la hora del almuerzo estaría circulando por todo el edificio la historia de que se lo había estado haciendo con alguna ful/ana en el lavabo de señoras, y a la mañana siguiente ya estaría enterada toda la ciudad.
Su sonrisa se esfumó. Miley resultaría mortificada.
Probablemente ya lo estaba de todos modos. No lo había esperado en la calle, sino que seguramente se habría marchado a su casa a la mayor velocidad posible y se habría atrincherado allí. Su pequeña puritana se debía de sentir fatal por la vergüenza sufrida.

Suspiró con alivio cuando vio su coche en la entrada. Él también entró, pero no se detuvo detrás del coche de Miley, sino que prosiguió hasta el patio trasero y rodeó el cobertizo abierto donde ella guardaba la cortadora de césped. Abundantes ramas de madreselva crecían sobre el cobertizo y trepaban por parte de un cable de acero que sujetaba un poste de electricidad, formando una buena pantalla que escondía el coche. Llevó el jaguar hasta que el capó tocó la madreselva y después se apeó del mismo y miró en ambas direcciones. No se veía la carretera en un sentido ni en el otro, lo cual quería decir que el coche no era visible desde la carretera. Se sintió como un idi/ota, pero esperó que Miley apreciara que él se preocupase por su reputación.
Fue hasta la puerta de la cocina y dio unos golpecitos, aguardando con impaciencia. Miley no abrió, de modo que llamó otra vez.
–Miley, abre la puerta.

Miley se paró en seco al otro lado de la puerta con una mano en alto en dirección a la cortina.
Estaba a punto de apartarla hacia un lado para ver quién llamaba a la puerta de su cocina. Casi se había muerto del susto al oír el ruido de un automóvil que penetraba en la entrada y daba la vuelta a la casa. Se sintió aliviada al ver que se trataba de Nick, pero entre todas las personas a las que no se sentía capaz de enfrentarse en aquel preciso momento, Nick encabezaba la lista.
–Vete –le dijo.
El picaporte se sacudió.
–Miley. –Su nombre fue pronunciado despacio, con suavidad–. Abre la puerta, nena.
–¿Por qué?
–Tenemos cosas de que hablar.
Sin duda, pero no quería hablarlas. Quería ser una cobarde respecto de todo aquello y esconderse hasta haber superado la vergüenza.
–Tal vez mañana.
–Ahora. –Allí estaba otra vez, aquel toque suave, inflexible, que decía que en los próximos diez segundos la puerta caería hecha pedazos de una patada si no la abría ella. Impotente y resentida, giró la llave.

Nick pasó al interior e inmediatamente volvió a cerrar con llave, sin apartar un segundo la mirada de Miley. Ésta acababa de salir de la ducha y no había tenido tiempo de vestirse antes de oír el motor del coche. Había cogido la delgada bata que colgaba detrás de la puerta del baño y se la había puesto. No tenía nada de seductora; era lisa, de algodón blanco, con cinturón. Pero era plenamente consciente de que debajo estaba húmeda y desnuda. Se cerró las solapas sobre el pecho.
–¿De qué quieres que hablemos?
Una sonrisa increíblemente suave se extendió por el rostro de Nick al mirarla de arriba abajo.
–Más tarde –dijo al tiempo que la tomaba en sus brazos.

Dos horas después, ambos yacían sudorosos y exhaustos entre las sábanas revueltas de la cama. El sol del mediodía se abría paso por entre las láminas cerradas de las persianas arrojando finas bandas de luz sobre el suelo. Una suave brisa procedente del ventilador del techo se esparcía sobre la piel desnuda de Miley y le ponía la carne de gallina. Tenía el cuerpo tan sensible que se imaginaba poder sentir cómo se erguía cada uno de los finos pelillos de su cuerpo bajo aquel leve frescor. Ahora el corazón le latía lenta, gravemente, y sus venas y arterias vibraban a cada latido. Nick estaba tendido de espaldas, con los ojos cerrados y el pecho subiendo y bajando, mientras que ella estaba acurrucada de costado con la cabeza apoyada en el hombro de él.
Pasó mucho tiempo antes de que le pareciera que podía moverse. Sentía los miembros pesados e inertes, sin hueso. En aquellas dos horas él la había tomado tres veces, con tanta ferocidad como si lo del servicio de señoras no hubiera sucedido. Y por muy exigente e inmediato que hubiera sido el apetito de Nick, la respuesta de ella estuvo a la misma altura. Se aferró a él, clavándole las uñas en la espalda y levantando las caderas con avidez para recibir cada una de sus embestidas, y daba la sensación de que su ardor no hacía sino avivar el fuego de él. No sabía cuántas veces había alcanzado la satisfacción; esta última vez le había parecido una prolongada excitación que alcanzó su culminación para luego negarse a ceder, de modo que se vio inundada por un mar de sensaciones, borracha de placer.
Conforme su respiración fue aquietándose, Nick se movió y trató de levantar la cabeza, sólo para dejarla caer de nuevo con un gruñido.
–Dios, no puedo ni moverme.
–Entonces no te muevas –musitó Miley abriendo los ojos una rendija.
Un par de minutos más tarde, Nick volvió a intentarlo. Con gran esfuerzo alzó la cabeza y contempló despacio el revoltillo que formaban sus cuerpos desnudos en medio de la cama deshecha.
Su mirada se posó en el pene, que yacía blando sobre sus muslos.
–Tú, maldito loco –ladró–. ¡Esta vez, quédate ahí abajo!

Aquella extravagancia sobresaltó a Miley, que se echó a reír. Escondió la cara en el hombro de Nick, con todo el cuerpo agitado.
Nick dejó caer la cabeza sobre la almohada y atrajo a Miley hacia sí.
–Qué fácil te resulta reír –masculló–. Este maldito está intentando matarme. Nunca ha sido muy dado a quedarse quieto, pero esto es ridículo. Debe de pensar que tengo todavía dieciséis años.
–Él no piensa –señaló Miley, riendo con más ganas.
–Y que lo digas. Con algo que piensa, uno puede razonar. –Las risas de Miley se incrementaron aún más, y él le hizo cosquillas en revancha–. Deja de reírte –ordenó, aunque una sonrisa curvaba su boca–. Tú no sabes lo que es tener una parte prominente del cuerpo que no atiende a órdenes ni al sentido común.
–Pues no, pero sé lo que es estar cerca de una.
Nick soltó una risita y se frotó ociosamente el pecho con la mano.
–¿Sabes por qué los hombres ponen nombre a su po/lla?
–No, ¿por qué? –preguntó Miley procurando reprimir la risa.
–Para que las decisiones importantes de su vida no las tome un total desconocido.

Ambos rompieron a reír, y Miley tomó una esquina de la sábana para secarse los ojos. Nunca había visto aquel lado jocoso e impúdico de Nick, y estaba totalmente encantada.

Él se incorporó sobre el codo y sostuvo la cabeza de Miley en el hueco del brazo mientras le sonreía.
–De todas maneras, es culpa tuya –le dijo al tiempo que le apartaba un mechón de pelo rojo del rostro. Su mano continuó su lenta caricia por el cuello y la forma delicada de la clavícula, para cerrarse sobre un pecho.
–¿Mía? –preguntó ella indignada.
–Sí. –Tomó el seno con suavidad en su mano y lo levantó. Pasó levemente el dedo pulgar sobre el pináculo rosado del pezón y contempló fascinado cómo éste se endurecía rápidamente y se tornaba de color rojo–. Tus pezones se parecen a las frambuesas –dijo maravillado, y se inclinó para tomar aquella frambuesa en particular entre los labios y acariciarla con la lengua, empujándola adelante y atrás.

Miley se estremeció en sus brazos, alarmada por la inmediata punzada de deseo. No creía que pudiera soportarlo otra vez.
–No puedo –gimió, pero él advirtió que el otro pezón también estaba enhiesto.
Se echó hacia atrás y admiró su obra, el pezón enrojecido y brillante de humedad.
–Perfecto –dijo en tono ausente–, pero desde luego que yo tampoco puedo. –Miley tenía los pechos claros, con el brillo del satén, y con una piel tan traslúcida y fina que bajo su superficie se distinguía el recorrido azulado de las venas. Eran firmes, llenos y altos, y no lograba apartar las manos de ellos. Diablos, es que no podía apartar las manos de ella, y punto–. Imagínate lo bonitos que estarán cuando estén llenos de leche.

Ella le dio una palmada en el hombro.
–¡Ya te he dicho que no estoy embarazada!
–Eso no lo sabes –bromeó Nick.
–Sí lo sé.
–Podrías tener alguna irregularidad.
–Yo nunca soy irregular.
–Podrías serlo esta vez.
Miley lo miró con el ceño fruncido, y entonces volvió a lo que él había dicho antes.
–¿Por qué es culpa mía?
–Tiene que serlo –respondió él, razonable–. Cada vez que tú está cerca, me pongo duro.
–Yo no hago nada. Tiene que ser culpa tuya.
–Tú respiras. Es evidente que con eso basta. –Volvió a dejarse caer sobre la cama y tiró de Miley, de modo que ésta quedó tumbada a medias encima de él. Con la mano libre le acarició la esbelta espalda y las curvas redondeadas de las nalgas–. En parte se debe a cómo hueles, a miel y canela, dulce y picante a un tiempo.
Miley alzó la cabeza y lo miró fijamente, atónita.
–A mí siempre me ha encantado cómo hueles tú –confesó–. Incluso cuando era pequeña. Pensaba que tenías el mejor olor del mundo, pero nunca he sabido describirlo con exactitud.
–¿Así que ya estabas loca por mí desde pequeña? –quiso saber Joe, complacido.
Para ocultar su expresión, Miley volvió a acomodar la cabeza en el hueco de su brazo e inhaló el delicioso aroma masculino que acababa de mencionar.
–No –dijo con suavidad–. No era ninguna locura.

Nick gruñó y se puso más cómodo, poniendo un muslo de ella encima de sus caderas. Miley sintió el pene vibrar como advertencia contra la suave piel de su pierna y después ceder de nuevo.
–Yo solía estar preocupado por ti –murmuró con la voz cada vez más soñolienta–. Eso de andar por los bosques tú sola...
Miley guardó silencio por espacio de unos instantes.
–¿Me veías muy a menudo?
–Un par de veces.
–Yo te vi a ti –dijo ella haciendo acopio de valor.
–¿En el bosque?
–En la casa de verano. Con Lindsey Partain. Te vi por la ventana.
Él abrió los ojos de golpe.
–¡Pequeña intrusa! –exclamó, y le pellizcó el trasero con fuerza–. Seguro que viste de todo.
–Desde luego que sí –afirmó Miley, frotándose las posaderas indignada. Se vengó retorciéndole el vello del pecho y tirando de él.
Nick soltó una exclamación y se frotó el pecho.
–¡Ay!
–La venganza es dulce –dijo ella–. Y rápida.
–Me acordaré de eso –repuso él mirándose el pecho–. Diablos, me has dejado una calva.
–De eso, nada.
Miley se frotó la mejilla contra él y cerró los ojos recreándose en sentirlo, tan cálido, sólido y vital. Se encontraba en el paraíso desde el momento en que él la tomó en brazos y la llevó a la cama. Estar allí tumbada con él, tan relajada, desaparecida toda hostilidad y con el deseo plenamente saciado, era más de lo que se había atrevido a anhelar en su vida. Ninguno de sus problemas estaba resuelto, y sin duda la hostilidad aparecería de nuevo, pero en aquel preciso instante era feliz.
Tan feliz, de hecho, que hubo sólo una pizca de dolor mezclado con la curiosidad cuando dijo:
–A Lindsey Partain le hiciste el amor en francés.
Nick había cerrado los ojos, adormecido, pero volvió a abrirlos de golpe.
–¿Qué?
–Te oí. Le hiciste el amor en francés. Le dijiste muchas palabras cariñosas y cumplidos.


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