sábado, 20 de abril de 2013

Archeron - Cap: 2


El Diario de Ryssa.
Princesa de Didymos.







23 de Junio, 9548 A.C


Mi madre,la Reina Aara, yacía en su cama dorada, su cuerpo bañado en sudor, su cara pálida mientras una asistente le apartaba el rubio cabello húmedo de sus ojos azul claro. Incluso, a través del dolor, nunca había visto que mi madre pareciera más llena de alegría de lo que parecía ese día y me pregunté si había sido así de feliz ante mi propio nacimiento.
El aposento estaba atestado por funcionarios de la corte y mi padre, el rey, estaba de pie al lado de la cama con su Jefe de Estado. Las largas ventanas de cristal estaban abiertas, dejando que el aire fresco brindara alivio al calor del día de verano.
—Es otro hermoso muchacho —proclamó felizmente la comadrona, envolviendo al recién nacido en una manta.
—¡Por la mano de la dulce Apollymi, Aara, me ha llenado de orgullo! —dijo mi padre mientras un fuerte grito alborozado traspasaba a los ocupantes del aposento—. ¡Gemelos para gobernar sobre nuestras islas gemelas!
Con sólo siete años de edad, salté arriba y abajo regocijada. Por fin, y después de numerosos abortos de mi madre y niños nacidos muertos, yo no tenía un hermano, sino dos.
Riéndose, mi madre acurrucó al segundo niño en su pálido seno mientras una comadrona secundaria limpiaba al primogénito.
Me moví sigilosamente por entre la muchedumbre para mirar al bebé primogénito que estaba con la comadrona. Diminuto y hermoso, se retorcía y luchaba por respirar a través de sus pulmones recién nacidos. Finalmente había tomado una profunda y despejada inhalación, cuando oí el grito de alarma de la mujer que lo sostenía.
—¡Zeus tenga misericordia, el mayor está mal formado, Majestades!
Mi madre alzó la vista con su frente arrugada por la preocupación.
—¿Cómo?
La comadrona se lo llevó.
Yo estaba aterrorizada de que algo estuviera mal. El bebé me pareció perfecto.
Esperé mientras el bebé estiraba sus manos hacia el hermano que había compartido la matriz con él durante esos pasados meses. Era como si buscara el consuelo de su gemelo.
En cambio, mi madre apartó a su hermano, de su vista y alcance.
 —No puede ser —sollozó mi madre—. Es ciego.
—No es ciego, Majestad —dijo la sabia más anciana, mientras se adelantaba por entre el grupo de gente. Sus ropajes blancos estaban profusamente bordados con hilos de oro y llevaba puesta una corona de oro ornamentada sobre su desvaído pelo gris—. Fue enviado a ti por los dioses.
Mi padre, el rey, entornó sus ojos furiosamente hacia mi madre.
—¿Fuiste infiel? —la acusó.
—No, nunca.
—¿Entonces cómo es que él salió de tus caderas? Todos aquí somos testigos.
Todos en el aposento miraron a la sabia quién clavó sus ojos sin expresión en el diminuto bebé indefenso que clamaba para que alguien lo sostuviera y le ofreciera consuelo. Calor.
Pero nadie lo hizo.
—Él será un destructor, este niño —dijo la sabia, su anciana voz en alto y timbrada de modo que todos pudieran oír su proclamación—. Su toque traerá la muerte a muchos. Ni siquiera los mismos dioses estarán a salvo de su ira.
Jadeé, sin entender realmente el significado de sus palabras.
¿Cómo podría un mero bebé hacer daño a alguien? Él era diminuto. Indefenso.
—Entonces ¡mátalo ahora! —ordenó mi padre a un guardia para que sacara su espada y matara al niño.
—¡No! —dijo la sabia, deteniendo al guardia antes de que él pudiera consumar la voluntad del rey—. Mata a este niño y tu otro hijo morirá también. Sus fuerzas de vida están ligadas. Ésta es la voluntad de los dioses, deberás criarlo hasta la edad viril.
El gemelo mayor sollozó.
Sollocé yo también, no entendía su odio por un simple bebé.
—No criaré un monstruo —gruñó mi padre.
—No tienes ninguna opción. —La sabia tomó al bebé de la comadrona y se lo ofreció a mi madre.
Fruncí el ceño ante la nota de satisfacción que vi en los ojos de la comadrona antes de que la hermosa mujer rubia se abriera paso por entre la gente para desaparecer de la estancia.
—Él nació de tu cuerpo, Majestad —dijo la sabia, arrastrando mi atención de vuelta hacia ella y mi madre—. Es tu hijo.
El bebé berreó aún más alto, estirándose otra vez para alcanzar a mi madre. Su madre. Ella se encogió alejándose de él, aferrando aún más que antes, estrechamente, al segundo en nacer.
—No lo amamantaré. No lo tocaré. ¡Aléjalo de mi vista!.
La sabia condujo al niño hasta mi padre.
—¿Y qué hay de ti, Majestad? ¿No lo aceptarás?
—Nunca. Ese niño no es hijo mío.
La sabia respiró hondo y presentó al niño a la cámara. Su agarre era flojo sin amor o compasión evidente en su toque.
—Entonces será llamado Nicholas por el Río dela Tragedia. Comoel río del Inframundo, su viaje será oscuro, largo y duradero. Será capaz de dar la vida y tomarla. Caminará por la vida, solo y desamparado, siempre buscando la bondad y siempre hallando la crueldad.
La sabia miró hacia abajo, al niño en sus manos y pronunció la simple verdad que perseguiría al niño por el resto de su existencia.
—Que los dioses se apiaden de ti, pequeño. Nadie más lo hará.

30 de Agosto, 9541 A.C


—¿Por qué me odian tanto, Ryssa?
Hice una pausa en mi telar para alzar la vista ante el tímido acercamiento de Nicholas. A la edad de siete años, él era un muchacho increíblemente hermoso. Su pelo de oro brillaba en el cuarto como si hubiera sido tocado por los dioses que parecían haberlo abandonado.
—Nadie te odia, akribos.
Pero en mi corazón yo sabía la verdad.
Y él también.
Se me acercó más y vi la roja y colérica huella de una mano en su rostro. No había lágrimas en sus arremolinantes ojos de plata. Había crecido tan acostumbrado a ser golpeado que ya no parecía molestarlo.
Al menos, en ninguna parte, que en su corazón.
—¿Qué sucedió? —pregunté.
Apartó la mirada.
Dejé mi telar y atravesé la corta distancia hasta su lado. Me arrodillé frente a él y suavemente le quité el pelo rubio de su mejilla inflamada.
—Cuéntamelo.
—Ella abrazó Styxx.
Yo sabía sin preguntar quién era ella. Él había estado con nuestra madre. Yo nunca había entendido como ella podía amarnos tanto a Styxx y a mí y, aún así, ser tan cruel con Nicholas.
—¿Y?
—Yo también quería un abrazo.
Entonces lo vi. Las delatoras señales de un muchacho que no quería nada más que el amor de su madre. El superficial temblor de sus labios, el leve lagrimeo de sus ojos.
—¿Por qué me parezco tanto a Styxx y aún así soy anormal, mientras que él no lo es? No entiendo por qué soy un monstruo. No me siento como uno.
No podía explicárselo, ya que yo, a diferencia de los demás, nunca había visto la diferencia. Cómo lamentaba que Nicholas no conociera a la madre como yo lo hacía.
Pero todos ellos lo llamaban monstruo.
Yo sólo veía a un chiquillo. Un pequeño niño que no quería nada más que ser aceptado por una familia que quería desposeerlo. ¿Por qué no podían mis padres mirarlo y ver el alma amable y suave que él era? Tranquilo y respetuoso, procuraba no dañar jamás a alguien o algo. Jugábamos juntos y nos reíamos. Sobre todo, lo sostenía mientras él lloraba.
Tomé su pequeña mano en la mía. Una mano suave. La mano de un niño. No había malicia en ella. Ningún crimen.
Nicholas siempre fue un niño sensible. Mientras que Styxx procuraba lloriquear y quejarse sobre cada mínima cosa, cogía mis juguetes y aquellos de cualquier otro niño cerca de él, Nicholas sólo había procurado hacer la paz. Consolar a aquellos a su alrededor.
Él parecía más mayor que un niño de siete años. Había momentos en que parecía incluso más mayor que yo.
Sus ojos eran extraños. Su arremolinado color plateando, traicionaba el derecho de nacimiento que lo vinculaba a los dioses. Pero con toda seguridad esto debería hacerlo especial no horrendo.
Le ofrecí una sonrisa que esperaba aliviara un poco su dolor.
—Un día, Nicholas, el mundo sabrá exactamente el niño tan especial que eres. Llegará el día en que nadie te temerá. Ya lo verás.
Me moví para abrazarlo, pero él se retiró. Estaba acostumbrado a que la gente le hiciera daño y aunque él supiera que yo no lo haría, todavía estaba poco dispuesto a aceptar mi consuelo.
Cuando me puse de pie, se abrió la puerta a mi sala de estar. Un gran número de guardias entró en ella.
Asustada ante la visión, retrocedí sin saber lo que querían. Nicholas aferró sus pequeños puños a la falda de mi vestido azul mientras se acurrucaba detrás de mi pierna derecha.
Mi padre y mi tío caminaron por entre los hombres hasta que se plantaron ante mí. Los dos eran prácticamente idénticos en aspecto físico. Tenían los mismos ojos azules, el mismo pelo rubio ondulado y la piel blanca. Aunque mi tío era tres años más joven que mi padre, uno nunca lo adivinaría al mirarlos. Podrían pasar fácilmente como gemelos.
—Te dije que estaría con ella —le dijo mi padre al tío Estes—. Está corrompiéndola de nuevo.
—No te preocupes —dijo Estes—. Me encargaré del asunto. Nunca más tendrás que preocuparte de él.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, espantada por su tono terrible. ¿Acaso tenían la intención de matar a Nicholas?
—No te importa —me contestó bruscamente mi padre. Nunca había oído un tono tan áspero viniendo de él antes. Hizo que se me helara la sangre.
Él agarró a Nicholas y lo empujó hacia mi tío.
Nicholas parecía aterrado. Alargó su mano hacia mí, pero mi tío lo cogió bruscamente por el brazo y lo apartó de un tirón.
—¡Ryssa! —me llamó Nicholas.
—¡No! —grité, tratando de ayudarle.
Mi padre me retiró y sujetó.
—Él va a un lugar mejor.
—¿A dónde?
—Ala Atlántida.
Vi con horror como se llevaban a Nicholas gritando para que yo lo salvara.
La Atlántidaestaba a un largo camino de aquí. Demasiado lejos, y hasta hacía muy poco tiempo, habíamos estado en guerra con ellos. Yo sólo había oído cosas terribles sobre aquel lugar y sobre todos lo que allí vivían.
Alcé la vista a mi padre, sollozando:
 —Estará asustado.
—Los de su clase nunca tienen miedo.
Los gritos de Nicholas y las súplicas negaban aquellas palabras.
Mi padre podría ser un rey poderoso, pero estaba equivocado. Yo conocía el miedo dentro del corazón de Nicholas.
Y conocía el miedo en el mío propio.
¿Volvería a ver a mi hermano algún día?

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