jueves, 4 de abril de 2013

Secrets Of The Night - Cap: 23


Llegar hasta allí no llevó mucho menos tiempo que si hubiera ido a pie, pero a pesar de toda la tensión, dio las gracias de no haber tenido que poner a prueba sus piernas con aquel temblor. Lo más probable era que se hubiera tropezado con todas las raíces y rocas del camino.

El Jaguar dobló la curva ronroneando y entonces apareció el coche de Miley. Se palpó buscando las llaves, y sus dedos encontraron un bolsillo vacío. Una sensación de pánico le atenazó las entrañas.
–He perdido las llaves –dijo con un hilo de voz. Naturalmente. Había tenido la falda prácticamente subida hasta la cabeza. Habría sido un milagro que las llaves hubieran permanecido dentro del bolsillo.
–Toma. –Un pequeño anillo aterrizó en su regazo–. Yo las he recogido.

Su mano fría se cerró sobre las llaves al tiempo que Nick detenía el Jaguar junto a su coche, y ella abrió la portezuela antes de que a él le diera tiempo de soltar el embrague y apagar el motor.
Salió dando tumbos, sin hacer caso de Nick, que le decía que aguardase, y buscó frenéticamente entre las llaves que tenía en la mano la que servía para abrir el coche. La encontró, y la hizo girar dentro de la cerradura. Nick estaba ya fuera del jaguar, rodeándolo por delante en dirección a ella.

Miley abrió la puerta de su coche de un tirón y se deslizó al interior.
Nick dijo:
–Miley.
Pero ella introdujo la llave en el contacto y arrancó, luego accionó la palanca de cambios y empezó a moverse con la puerta todavía abierta. Se inclinó y la cerró, arrancándola de las manos de Nick, y lo dejó allí de pie mientras daba marcha atrás demasiado deprisa por el camino hasta que encontró un espacio lo bastante ancho para dar la vuelta al coche.

Nick se quedó en medio del camino, contemplando las luces de los faros virar alocadamente, seguidas por los puntos rojos de las luces de posición hasta que desaparecieron de la vista. Tenía las manos cerradas en dos puños, tensas por el esfuerzo que le suponía reprimirse para no meterse en su coche y lanzarse detrás de Miley. Estaba tan temblorosa, había soportado tanta tensión, que la más ligera presión adicional podría hacer que se viniera abajo. Si la perseguía, era muy probable que se fuera directamente contra un árbol.
Regresó al coche maldiciendo furioso por lo bajo. Si se pudiera alcanzar el trasero, se habría dado una patada en él. ¡Dios, tenía que decir precisamente lo más idi/ota, imb/écil, lo más cruel de todo! No le pasó inadvertida la ironía que encerraba aquello. Había hablado con palabras dulces a más mujeres de las que recordaba, y ninguna de ellas había significado ni un comino para él. Pero con Miley, que era capaz de contraerle las entrañas, se las había arreglado para decir exactamente lo peor posible. Ella se había replegado inmediatamente, toda aquella pasión maravillosa se había convertido en cenizas, la expresión de su cara se había vuelto lisa y vacía como la de una muñeca.
Ya había visto aquella misma expresión otra vez, en otra noche que no olvidaría jamás, y rezó a Dios para no volver a verla nunca.

Los tumultuosos acontecimientos de aquel día también lo habían dejado a él un tanto tembloroso. Primero fue lo de encontrarse aquel maldito gato muerto en la cocina de Miley, después la frustración de intentar persuadirla de que podía estar en peligro, maldita sea, y de que por su bien debería marcharse de Prescott. Pero decirle aquello fue como hablar con un poste, excepto que el poste por lo menos no discutía con uno. Tenía aquella mirada tenaz, aquel gesto de levantar la barbilla, y seguía en sus trece más terca que una mula. Luego vino el enfado de Alex por haberla llevado en su coche, como si estuviera contaminada, maldita sea, y Mónica se había comportado como si él le hubiera dado una bofetada con un pescado.

Había ido hasta el lago en busca de soledad completa, y se había sentado en el porche apoyado en la pared, contemplando el reflejo de la luna en el agua y reflexionando sobre los irritantes sucesos del día cuando apareció Miley, silenciosa como un fantasma. Se la quedó mirando, sin creer lo que veían sus ojos, luchando contra el acceso de furia que le produjo ver que evidentemente había venido caminando por el bosque de noche, porque estaba claro que no había llegado en coche.
La vio dirigirse recto hacia el cobertizo para botes y recorrerlo con el haz de la linterna. ¿Qué diablos andaría buscando? Era la segunda vez que la pillaba merodeando por aquel lugar.
Y entonces fue cuando lo asaltó la lujuria, borrando todo lo demás. La había advertido, y el hecho de que ella estuviera allí significaba que estaba dispuesta a pagar el precio.
Deseaba creer que podría haberse detenido si Miley hubiera dicho que no, sin embargo, se alegraba de no haber hecho la prueba. Miley no había dicho que no, no había dicho nada, sino en que en vez de eso se había retorcido contra él como si intentara meterse debajo de su piel, y aquello le había hecho perder la cabeza por completo. Se mostró dulce y ardiente, arqueando el cuerpo bajo su contacto, ofreciendo su boca tierna y apasionada. En aquel momento nada ni nadie podría haberlo separado de ella, y aún le temblaba el cuerpo al recordarlo En cierta ocasión la había llamado puritana, y había dado justo en el blanco. Sacudió la cabeza en un gesto negativo, todavía intentando comprender lo que había conocido de ella aquella noche.

Miley Devlin Hardy, la hija de un borracho y de una pu/ta, no bebía, no fumaba y no follaba. Había conocido a vírgenes que no eran tan estrechas. Probablemente era virgen cuando se casó, y de pronto tuvo la certeza de que él era el único hombre que había estado con ella desde la muerte de su marido. A pesar de toda aquella ardiente sensualidad con la que había reaccionado, era un tanto mojigata; no juzgaba a los demás, pero ciertamente ella se guiaba por normas muy estrictas.

Era a causa de sus padres, por supuesto. Después de haberse criado como se había criado, estaba decidida a no parecerse nunca a ellos.
Para Nick, no había problema en ello, siempre que Miley no intentase atrincherarse y alejarse de él. Tenía la impresión de que aquello era precisamente lo que iba a hacer, y por nada del mundo iba él a permitir que se saliera con la suya.

*****
No pienses en ello. No pienses en él.
Miley se despertó temprano de un sueño inquieto, con los ojos pesados y la misma sensación de cansancio que cuando se acostó. La noche anterior había apartado a Nick de sus pensamientos, haciendo caso omiso de la vibración que aún persistía después de que él hubiera usado su cuerpo, incluso lo borró de su mente mientras se daba una ducha para lavar toda prueba de aquel uso. Pero a pesar de su fuerza de voluntad, la traicionó el subconsciente e introdujo a Nick en sus sueños, de modo que al despertarse se descubrió a sí misma buscándolo con las manos, y con el cuerpo temblando de deseo por él.
Durante cuatro años había reprimido las necesidades de su cuerpo con tal firmeza que terminaron siendo casi inexistentes, pero en lo que concernía a Nick no poseía el mismo control.
Más le valía admitirlo. La noche pasada él la había excitado despiadadamente, la había forzado a llegar a un final que no logró comprender, y ahora su cuerpo quería más. Por lo visto, no importaba que estuviera rígida y dolorida ni que él la hubiera desconcertado con palabras hirientes; físicamente, lo deseaba. Quería más de aquel placer violento y devastador. No sabía que pudiera ser así, y el descubrimiento la había dejado a la vez humillada y atónita.

Nick la había tratado como una pu/ta. Había seducido a Lindsey Partain con paciencia y ternura; ella lo había visto, de modo que conocía la diferencia. A Lindsey le había murmurado palabras de amor en francés, y a ella frases sexuales anglosajonas. Estaba claro que sólo merecían su consideración las mujeres que eran socialmente iguales a él. Se le encogía el corazón por la vergüenza, pero su cuerpo ansiaba más de aquel tratamiento brutal. A lo mejor Nick tenía razón al tratarla así; a lo mejor su herencia había permanecido sólo latente durante todos aquellos años y ahora volvía a la vida.
No iba a dejarla en paz; Miley sabía aquello tan bien como su propio nombre. Había intentado convencerla de que se marchara de Prescott a otro sitio para poder estar juntos, pero quizá fuera más eficaz la táctica contraria. Ella lo intentaría, pero no podría evitar a Nick del todo, y no sabía cuántos encuentros más podría soportar su autoestima.
Todavía tenía que averiguar quién había matado a Guy. Ahora ya no era tanto por sí misma, sino por Nick. La familia de Guy se merecía saber que él no los había abandonado. No había conseguido entrar en el cobertizo para botes, y necesitaba hacerlo. Necesitaba hablar con el detective Ambrose para saber si había encontrado al señor Pleasant. 

Necesitaba hacer más preguntas, inducir al asesino a que actuase, pues sólo si se movía podría ella verlo.
Aquel día la volvió loca el teléfono. Miley pensó en desenchufar el maldito aparato, pero se recordó a sí misma que aún tenía un negocio que dirigir. No disponía de una línea aparte para el fax, de modo que el teléfono tenía que seguir funcionando. En cambio, sí dejó que atendiera las llamadas el contestador. Por desgracia, la mayoría de ellas eran de Nick.
Su tono de voz en el primer mensaje fue a la vez exasperado y tranquilizador:
–Quería verte hoy, pero he tenido que ir a Nueva Orleans a primera hora de la mañana. Ahí es donde me encuentro ahora, y según parece no regresaré hasta esta noche, muy tarde.
Bueno, era un alivio, pensó Miley. Ahora ya no estaría todo el tiempo nerviosa, temiendo que él se presentase en cualquier momento en el porche de su casa.
El mensaje continuaba, ya en un tono más profundo, más íntimo:
–Tenemos que hablar, nena. ¿Quieres que pase a verte esta noche, cuando regrese a casa? Volveré a llamarte más tarde.
–¡No! –gritó Miley al teléfono al oír que él colgaba y el contestador se desconectaba.

Fue aproximadamente media hora más tarde cuando cayó en la cuenta. Nick estaba en Nueva Orleans; no estaba ansiosa por volver a la casa de verano, pero si fuera ahora, por lo menos estaría a salvo de ser detectada. Era posible que aquélla fuera la mejor oportunidad que iba a tener, y ni siquiera tendría que acercarse andando por el bosque.
Si rompiera la ventana, Nick sospecharía inmediatamente que había sido ella, puesto que la noche anterior la había pillado merodeando por el cobertizo de botes. Además, le resultaría difícil colarse por la ventana sin una escalera, y no tenía ninguna. Pero aún no era de noche, y ella nadaba bien. Lo que la noche anterior parecía impensable era muy factible bajo el brillante sol matinal.

El teléfono estaba sonando cuando salió de la casa con los aperos en la mano. Como normalmente no estaba preparada para aquella clase de aventuras, tuvo que conformarse. Se había puesto un bañador viejo y encima unos pantalones y una blusa. En una bolsa llevaba dos toallas y la linterna, que tal vez pudiera hacerle falta para registrar los rincones oscuros. La linterna no era sumergible, así que la metió dentro de una bolsa de plástico con cierre hermético. Para su seguridad personal, cogió también el cuchillo de cocina más largo que tenía. 

No sabía qué uso podría darle –esperaba no estar demasiado cerca de una serpiente furiosa como para tener que apuñalarla–, pero el hecho de llevarlo consigo la hacía sentirse mejor, de modo que se lo llevó.
Estaba casi alegre cuando condujo hasta la casa de verano. Ya había intentado registrar aquel lugar en dos ocasiones, y las dos veces la había atrapado Joe. A la tercera sería la vencida.
Cuando llegó al lago, decidió resueltamente no volver la vista hacia la casa de verano, pero no pudo escapar del todo a los recuerdos de lo que había sucedido en aquel porche. ¿Cómo iba a poder, cuando sentía una punzada entre las piernas a cada paso que daba? Pero también experimentó el débil aguijón del deseo, y se odió a sí misma por ello.
Se desvistió a toda prisa y golpeó la puerta del cobertizo para espantar a los posibles habitantes.
No oyó ningún correteo ni chapoteo en el agua, de modo que tal vez el interior estuviera despejado.
De todas formas, aporreó de nuevo la puerta y zarandeó la cadena, para mayor seguridad. Satisfecha de haber hecho todo lo posible al respecto, echó a andar por el embarcadero hasta llegar a la altura de la puerta del garaje que sellaba el cobertizo por el lado del lago.
Nick y Mónica, y los amigos de ambos, con frecuencia habían ido a bañarse allí en verano; en más de una ocasión Miley se había metido en el agua a hurtadillas, pero nunca cuando había delante otra persona. No le daba miedo estar sola en el agua, y sabía la profundidad que había alrededor del embarcadero. Con la linterna metida en la bolsa en una mano, se introdujo en el agua y buceó un poco, pero emergió con una ligera exclamación por la fría temperatura. Para julio y en agosto el agua estaría ya más templada, pero todavía estaban a finales de mayo y aún conservaba el frío del invierno. Nadó un poco a un lado y al otro para aclimatarse al agua y a la actividad, y al cabo de un momento la temperatura le pareció mucho mejor.

Debajo del cobertizo estaría oscuro. Encendió la linterna manipulándola a través de la bolsa, y no se dio más tiempo para pensar. Aspiró una gran bocanada de aire y se zambulló por debajo del borde de la puerta.
La visibilidad era muy mala, incluso con la linterna, y debajo del cobertizo era casi tenebrosa.
Por encima veía un rectángulo de luz, gracias a Dios no ocupado por ningún bote, lo cual habría dificultado más la subida. Se impulsó en dirección a la luz y sacó la cabeza del agua casi antes de darse cuenta de que había alcanzado la superficie. Sacó un brazo y se agarró del borde del bote para estabilizarse, y depositó la linterna sobre una superficie sólida. Sólo entonces se apartó el pelo de la cara para ver con claridad lo que la rodeaba.

El interior del cobertizo para botes estaba en penumbra y prácticamente vacío. Se izó fuera del agua y se quedó de pie, chorreando y mirando a su alrededor, dejando que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad. En otro tiempo el cobertizo estuvo atestado de colchonetas y llantas, y chalecos salvavidas colgados de ganchos en las paredes; el bote para hacer esquí acuático se hallaba escorado suavemente contra los bordes acolchados de la grada, y en un rincón había apilados varios recipientes de petróleo. Todo aquello había desaparecido. El cobertizo había sido vaciado y limpiado; lo único que contenía ahora era una cortadora de césped de las de empujar, un rastrillo para el patio y una escoba desgastada. No existía la menor posibilidad de que un único casquillo de bala siguiera estando allí después de doce años.


Aun sabiendo que sería inútil, de todos modos echó un vistazo. Alumbró todos los rincones con la linterna, se puso a cuatro patas y miró desde aquel ángulo. Nada.
Bueno, de todas maneras era muy difícil, se dijo para consolarse. Lo había intentado, y había disfrutado de un agradable baño matutino.
Volvió a sumergirse en el agua, pasó bajo la puerta y salió a la superficie a la luz del sol. Esta vez no había sorpresas aguardándola. Subió al embarcadero sin novedad y se quitó el traje de baño mojado, y a continuación se secó con la toalla y se vistió. Había tenido la previsión de traerse también ropa interior seca. Excepto por el pelo húmedo, su aspecto era perfectamente normal cuando regresó a casa.

El contestador guardaba dos mensajes más de Nick.
–¿Dónde te has metido, nena? ¿Piensas levantarte tarde y has desconectado el teléfono? Te llamaré más tarde.
Hundió el rostro entre las manos. El contestador emitió un pitido y reprodujo otro mensaje:
–No puedes retrasarlo indefinidamente. Tarde o temprano tienes que hablar conmigo. Coge el teléfono, nena.
Fue a la ducha para aclararse el pelo del agua del lago. Oyó sonar el teléfono incluso con el grifo abierto y procuró no hacer caso de la sensación de ser acosada. No le resultó fácil. Las llamadas continuaron todo el día, cada mensaje más irritado que el anterior. Nick dejó de mostrarse cariñoso y empezó a exigir:
–¡Miley, maldita sea, coge el teléfono! Si piensas que vas a poder ignorarme... –Y colgó sin terminar la amenaza.
Entre una y otra llamada de Nick, Miley hizo una a Nueva Orleans, pero no pudo hablar con el detective Ambrose. Le dejó un mensaje y esperó a que le devolviera la llamada.

Ya era por la tarde cuando se la devolvió. Miley levantó el auricular en cuanto oyó la voz del detective.
–Soy Miley Hardy, detective. ¿Ha encontrado ya al señor Pleasant?
–Nada, señora Hardy. Lo siento. Tampoco han encontrado su coche. –Suavizó el tono–. Francamente, la cosa no tiene buena pinta. No encaja con el tipo de persona que desaparecería de forma voluntaria; no tenía nada de que huir y nada adonde huir. Podría haber perdido el control del coche, haber sufrido un ataque al corazón, haberse dormido al volante... Si el coche se salió de la carretera y cayó a un pantano o un río... –Dejó la frase en suspenso, pero Miley no necesitaba que le dieran más detalles. El detective esperaba que al señor Pleasant lo acabara encontrando un pescador.
–¿Me tendrá informada? –susurró, parpadeando para contener las lágrimas.
–Sí, señora, en cuanto sepa algo.
Pero no iba a saber nada. Miley dejó el auricular en la horquilla. Guy Rouillard había sido asesinado. Ya no se trataba de una teoría; su madre lo había presenciado. El señor Pleasant había estado haciendo preguntas directas acerca de la desaparición de Guy. ¿Se habría quedado el asesino tan tranquilo, imaginando que no había pruebas, o lo habría puesto nervioso el hecho de que el señor Pleasant fuera un investigador? ¿Lo bastante nervioso para cometer otro asesinato, quizá?
Aquel hombrecillo encantador estaba muerto, y era culpa de ella.

Tan pronto como caló esa idea en su mente, la rechazó. No, no era culpa suya, era culpa del asesino. No estaba dispuesta a absolverlo ni del más mínimo resquicio de culpabilidad.
Encontrar una prueba del asesinato de Guy iba a ser sumamente difícil, después de doce años.
El señor Pleasant llevaba menos de dos semanas desaparecido. Sería más inteligente concentrarse en encontrar a éste último; las pruebas no estarían destruidas por el tiempo.

Si ella hubiera matado a alguien, ¿dónde habría escondido el cadáver? En el caso de Guy, la respuesta más probable era el lago. En el momento de cometerse el crimen, el bote estaba allí mismo. Nada más fácil que llevarlo hasta la parte más profunda del lago, añadir algo de lastre al cuerpo y empujarlo por la borda. En cambio, en el caso del señor Pleasant no había habido un recurso tan cómodo. Por una parte, probablemente no se encontraba junto al lago, y por la otra, no había bote. Así que, ¿dónde intentaría el asesino deshacerse del cadáver? En algún sitio en el que no fuera muy probable que lo viera nadie. Había abundante bosque alrededor para un enterramiento apresurado. Era frecuente que los cazadores se tropezaran con un cadáver que había permanecido meses, incluso años escondido en la tierra. Pero el asesino ya había tenido éxito en ocultar un homicidio, de modo que, ¿no sería probable que empleara el mismo método para deshacerse de un segundo cadáver? Si ella pensara eso, y lo pensaba, el lago privado de los Rouillard era el sitio donde había que buscar.

Pero no podía hacerlo sola. Estaba dispuesta a abordar casi cualquier tarea, pero era lo bastante sensata para saber cuándo necesitaba ayuda. Habría que dragar el lago, y eso requería botes, personas, equipos. El sheriff podría ordenar que se hiciera, pero tendría que convencerlo de que había una causa para ello y de que el lago era donde había que buscar. Y no podría hacerlo sin contarle lo que sabía acerca de Guy.

Y no podía contar lo que sabía de Guy sin contárselo primero a Nick. No podía permitir que se enterase por terceras personas, no podía permitir que su familia se viera inmersa en aquel lío sin avisarla. A pesar del dolor que aún le oprimía el pecho, a pesar del hecho de que estaba demasiado avergonzada de sí misma para encararse con él, de algún modo tendría que encontrar valor para decirle que su padre había sido asesinado, y no sabía si sería capaz de ello.

Como si le hubiera leído el pensamiento, en aquel momento sonó el teléfono. Miley cerró los ojos.
–¡Maldita sea, Miley! –La furia contenida de aquella voz le llegó con toda claridad–. Si no coges el teléfono y me dices que estás bien, voy a llamar a Mike McFane para que vaya ahí...
Miley tomó el auricular.
–¡Estoy bien! –chilló, y volvió a colgar. ¡Qué tipo más pesado!
El teléfono sonó otra vez, el tiempo justo para marcar de nuevo el número.
–De acuerdo –dijo cuando respondió el contestador, ya en un tono más controlado aunque todavía se percibía la irritación en cada palabra–. No debería haber dicho lo que dije. Fui un gilipo/llas, y lo siento.
–Yo también siento que seas un gilipo/llas –musitó Miley en dirección al teléfono.
–Mañana podrás darme una patada en el trasero o partirme la cara, lo que más te guste –prosiguió él–, pero no creas que vas a evitarme para siempre, porque no pienso permitirlo.

Se oyó un chasquido en la línea cuando colgó, y Miley rezó para que esta vez dejase de llamar.
Pero volvió a sonar el teléfono. Soltó un gemido. El contestador atendió la llamada.
–Anoche no usé preservativo –informó plácidamente.
–Ya me di cuenta –dijo ella en tono sarcástico.
–Me apostaría algo a que tú tampoco estás usando ningún anticonceptivo –dijo Nick-. Piensa en ello. –La línea chasqueó de nuevo.
–¡Maldito canalla! –exclamó Miley con el rostro congestionado por la ira. ¡Que pensara en ello!
¿Y cómo iba a pensar en otra cosa, ahora que él se lo había recordado tan amablemente?
Paseó furiosa por la casa, furiosa con Nick y consigo misma.

Ninguno de los dos tenía excusa; no eran dos adolescentes irresponsables que funcionasen según las hormonas y no con la cabeza, y sin embargo así era exactamente como se habían comportado.
¿Cómo habían podido ser tan descuidados? Debería haber pensado en la posibilidad de quedarse embarazada, pero se sentía tan molesta y desgraciada que no había reparado en las consecuencias.

Bien, pues ahora tenía las consecuencias delante, y con creces. ¡Como si no tuviera ya bastante de que preocuparse!
Estaba tan aterrorizada que pasó media hora antes de que se le ocurriera consultar el calendario y contar los días. Cuando lo hizo, exhaló un suspiro de alivio. Tenía que venirle la regla dentro de una semana, y ella siempre había sido muy regular. No había nada seguro, pero tenía las posibilidades a su favor.
A la mañana siguiente recibió otra nota. Desde que recibió la primera tenía cuidado de dejar el coche cerrado con llave, de modo que ésta estaba sujeta bajo el limpiaparabrisas. Se fijó en ella cuando se asomó por la ventana, y salió a investigar. Cuando vio de qué se trataba, no la tocó. No quiso saber lo que decía. Era evidente que llevaba allí toda la noche, porque el papel estaba húmedo de rocío y se le había corrido la tinta.

La noche anterior no había oído nada, y eso que había vuelto a dormir mal. Al menos era sólo una nota, en vez de un animal mutilado.
Estaba todavía en pijama, pues acababa de desayunar. Dejó la nota donde estaba y regresó al interior de la casa. Quince minutos después estaba vestida, maquillada, peinada y saliendo por la puerta.

Abrió el coche y dejó el bolso sobre el asiento. Con sumo cuidado de no romper el papel mojado, levantó el limpiaparabrisas y extrajo la nota sosteniéndola por una esquina entre el pulgar y el índice. A continuación entró en el coche y se dirigió recto al palacio de justicia.
Aparcó delante de la plaza y, sosteniendo la nota exactamente igual que antes, ascendió los tres peldaños largos y bajos. Había un mostrador de información nada más entrar, y se detuvo para preguntarle a una mujercilla de pelo azul dónde exactamente se encontraba el despacho del sheriff.
–Justo al final de ese pasillo, querida, y después a la izquierda. –La mujercilla señaló a su izquierda y Miley giró obediente.
El olor del palacio de justicia era sorprendentemente agradable y calmó un poco sus agitados nervios. Se componía de papel y tinta, productos de limpieza, la siempre cambiante mezcla de gente y el aroma gris frío de los suelos de mármol y de las salas. Había sido construido cincuenta o sesenta años antes, cuando los edificios poseían un carácter individual. Por supuesto, con el paso de los años había sido «modernizado» varias veces y se habían puesto luces fluorescentes para sustituir a las anteriores incandescentes, para que los empleados pudieran tener dolores de cabeza acordes con el abaratamiento del gasto de luz. Se adosaron a las ventanas aparatos de aire acondicionado que parecían percebes que crecieran al azar en las ventanas de los despachos. Sin embargo, en algunos lugares, de forma especial en los pasillos, todavía había ventiladores de techo que giraban perezosamente durante toda la jornada y mantenían el aire renovado y en movimiento.

Llegó al final del pasillo y torció a la izquierda, donde se encontró con otro pasillo que se extendía frente a ella. Cinco puertas más allá llegó a un juego de puertas dobles que estaban abiertas y que lucían medio letrero en la hoja izquierda que decía DEPART DEL y otro medio en la hoja derecha que rezaba AMENTO SHERIFF, de tal modo que formaban palabras completas sólo cuando se cerraban las puertas. Dentro se abría una habitación alargada con un mostrador que discurría hasta el fondo, detrás del cual había varias mesas, la radio y dos despachos, uno ligeramente más grande que el otro. El más grande tenía un cartel con el nombre sheriff McFane en la puerta, que estaba semiabierta, pero Miley no alcanzó a ver el interior desde donde se encontraba.
En las paredes colgaban fotografías de antiguos sheriffs, indicativo de los esfuerzos parroquianos por decorar el lugar. No hacía un efecto precisamente alegre.

Una mujer de mediana edad vestida con el uniforme marrón de los agentes levantó la vista cuando Miley se acercó al mostrador.
–¿En qué puedo servirla?
–Quisiera hablar con el sheriff McFane, por favor.
La agente observó a Miley por encima del borde de sus gafas de leer, y se vio claramente que la reconocía de la visita que había hecho dos días antes. Sin embargo, lo único que dijo fue:
–¿Cómo se llama?


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