jueves, 19 de septiembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 9


Hasta entonces nunca se había rebelado abiertamente, pues ello no hacía más que encender la ira paterna. Philip odiaba que se le opusieran, fuera quien fuese, y cuando se exasperaba, permanecía fríamente furioso durante semanas. Pero no era solo el miedo a su ira lo que había inducido a Miley a no protestar. En realidad, suspiraba por obtener la aprobación del padre. Por otra parte, comprendía lo humillado que se había sentido este por la conducta de su esposa y el escándalo social que provocó. Cuando Parker le habló del asunto, dijo que suponía que la actitud de Philip, aquel excesivo manto protector que desplegaba sobre su hija, tal vez se debiese al miedo de perderla, pues era todo lo que tenía; y en parte también podía ser motivado por el temor a que ella, sin darse cuenta, hiciera algo que diera nuevo pábulo a las habladurías creadas por el comportamiento de su madre. 

Aunque esta última posibilidad no le había gustado lo mas mínimo, Miley la aceptó. Y así se había pasado cinco semanas del verano intentando razonar con su padre. Tras fracasar en ello, la muchacha recurrió a las discusiones. Pero el día anterior las hostilidades habían alcanzado un punto álgido, y entre padre e hija se entabló la primera discusión furiosa. La Universidad del Noroeste había enviado la cuenta de la matrícula, y Miley se la había presentado a Philip. Le habló a su padre con voz pausada y serena.
–No voy a ir a Maryville. Iré a la Noroeste, donde obtendré un título que sirva para algo.
Philip apartó la factura y miró a su hija de tal modo que esta sintió que le temblaba el estómago.
–¿De veras? –se mofó Philip–. ¿Y cómo piensas pagar la matrícula? Ya te he dicho que yo no lo haré, y no puedes tocar un céntimo de tu herencia hasta que cumplas treinta años. Ya es demasiado tarde para solicitar una beca, y en cuanto a un préstamo bancario para estudios, dada tu posición social, nunca te lo otorgarían. Vivirás en casa e iras a Maryville. ¿Lo entiendes, Miley?

Todo el resentimiento acumulado durante años de terrible represión afloró y Miley perdió los nervios.
–¿Eres un ser totalmente irracional! –exclamó––. ¿Por qué no puedes comprender...?
Philip se puso de pie lenta y deliberadamente, observando a su hija con brutal desprecio.
–Lo comprendo muy bien –aseguró con voz gélida–. Comprendo que en esa universidad hay cosas que quieres hacer y gente con la que quieres hacerlas. Cosas que sabes muy bien que merecerían mi reprobación. Por eso quieres ir a una universidad grande y vivir en el campus. ¿Qué es lo que más te atrae, Miley ¿No será la oportunidad de alojarte en dormitorios mixtos, con los pasillos llenos de muchachos que se arrastrarán hasta tu cama? ¿O acaso...?
–¡Estás enfermo!
–¡Y tú eres como tu madre! Has tenido todo lo que se pueda desear, y no quieres más que la oportunidad de meterte en la cama con cualquiera que te lo pida!
–¡Maldito seas! –Miley se asombró ante la fuerza de su incontenible ira–. Nunca te perdonaré esto. ¡Nunca! –Se volvió y salió.

Tras ella, la voz de su padre sonó como un trueno.
–¿Adónde diablos vas?
–Afuera. Y otra cosa: no llegaré a casa a medianoche. Estoy harta de horarios.
–¡Vuelve!–le ordenó Philip.

Miley no le hizo caso y abandonó la casa. Cuando se vio sentada en el Porsche blanco que su padre le había regalado para su cumpleaños, su ira incluso aumentó. Su padre estaba loco. ¡Era un enfermo! Miley pasó la velada con Demi y deliberadamente no volvió a casa hasta casi las tres de la madrugada. Encontró a Philip esperándola, deambulando como un león enjaulado. Al verla, desató su ira y la increpó, pero esta vez Miley no se dejó intimidar por los insultos. Resistió el sucio ataque verbal, más aun, cada insulto surtía en ella un efecto contrario al que su padre se proponía. Reforzaba su decisión de desafiarlo y mantenerse en sus trece.


Protegido de intrusos y turistas por una alta cerca de hierro y un guardia en la puerta principal, el club de campo Glenmoor se extendía a lo largo de varias hectáreas de majestuoso césped, salpicado de arbustos en flor y de macizos de flores. El largo y tortuoso acceso al club estaba flanqueado por lámparas de gas, la sombra de poderosos arces y robles que llegaban hasta la puerta del edificio. Allí la carretera describía una curva en dirección a la autopista.

El edificio del club era una estructura irregular de tres plantas, de ladrillo blanco, con grandes pilares que se erguían a lo largo de la fachada. Estaba rodeado por dos campos de golf de tamaño reglamentario, y al otro lado por hileras de pistas de tenis. En la parte trasera del edificio las enormes puertas se abrían a amplias terrazas llenas de mesas con sombrillas y árboles en grandes macetas. Una escalera embaldosada descendía de la terraza inferior hasta las dos piscinas olímpicas que había más abajo. Esa noche estaba prohibido bañarse, pero las hamacas estaban dispuestas con los gruesos almohadones de siempre, de un amarillo brillante, para los miembros que desearan ver los fuegos artificiales acostados o aquellos que quisieran descansar entre baile y baile, cuando saliera la orquesta después de los fuegos.

Caía la noche cuando Miley llegó al club. Los empleados ayudaban a salir de sus coches a los recién llegados. Miley se dirigió al aparcamiento situado a un lado del edificio y encontró un hueco entre el reluciente Rolls del adinerado fundador de una fábrica textil y un Chevrolet sedán muy viejo, propiedad de un financiero mucho más rico que el del Rolls. Por lo general, sin saber por qué, la llegada de la noche solía animar a Miley , pero esta vez, al salir del coche, se sentía deprimida y preocupada. Aparte de sus vestidos, no tenía nada que vender para reunir el dinero necesario para pagarse los gastos universitarios. El Porsche esta a nombre de su padre, que por lo demás tendría el control de su herencia durante otros doce años. ¿De qué dinero disponía ella? Exactamente setecientos dólares en su cuenta bancaria. Estrujándose los sesos para encontrar el modo de pagar la matrícula, se encamino lentamente al club.

En noches especiales como aquella los vigilantes del club hacían las veces de empleados del aparcamiento. Uno de ellos se adelantó corriendo para abrirle la puerta a Miley.
–Buenas noches, señorita Miley –dijo el joven, sonriendo maliciosamente. Era un muchacho apuesto y musculoso, estudiante de medicina de la Universidad de Illinois. Miley lo sabía porque él mismo se lo había dicho la semana anterior, mientras ella intentaba tomar sol.
–Hola, Chris –saludó Miley con aire ausente.
Además de ser el día de la Independencia, el Cuatro de Julio era también el aniversario de la fundación del Glenmoor. Por lo tanto, el club estaba animadísimo. Los socios habían acudido en masa, circulaban por los pasillos e iban de habitación en habitación con sus cócteles en la mano, charlando y riendo. Vestían esmóquines y trajes de noche, atuendos obligados para una ocasión tan especial. El interior del club era mucho menos imponente y elegante que algunos de los nuevos clubes de campo erigidos en los alrededores de Chicago. Las alfombras orientales que cubrían los encerados pisos de madera estaban perdiendo lustre, y el robusto mobiliario antiguo de las diversas habitaciones creaba una atmósfera de pomposa complacencia más que de encanto.

En este sentido, Glenmoor era como la mayor parte de los primeros clubes de campo del país. Antiguos y muy exclusivos, su prestigio y poder de atracción no se basaban en el mobiliario ni en las instalaciones, sino en la posición social de sus socios. La riqueza por sí sola no bastaba para acceder a la codiciada condición de socio de Glenmoor. El dinero debía ir acompañado de una gran importancia social. En las raras ocasiones en que el solicitante reunía ambos requisitos, aún tenía que superar la prueba de fuego de la aprobación por unanimidad de su solicitud por parte de los catorce miembros que formaban el comité de admisión. Pasado este duro trámite, la asamblea general de socios se reunía para hacer las observaciones finales. En los últimos años se habían estrellado contra requisitos tan rígidos varios nuevos y exitosos empresarios, un sinnúmero de médicos, incontables dipu/tados, algunos jugadores de equipos famosos como los White Sox y los Bears, y un miembro del Tribunal Supremo del estado de Illinois.

A Miley  sin embargo, no le impresionaba el elitismo del club ni el de sus socios. Para ella, estos eran simplemente rostros familiares, algunos bien conocidos, otros muy poco o nada. Andando por el pasillo, iba saludando y sonriendo instintivamente a los conocidos, mientras pasaba por las distintas habitaciones en busca de las personas con las que se había citado. Uno de los comedores había sido acondicionado para esa noche como casino; en los otros dos habían desplegado un generoso bufet. Los tres estaban atestados. En la parte baja una orquesta se preparaba para tocar en la sala de banquetes del club, y a juzgar por el vocerío proveniente de abajo cuando Miley pasó junto a la escalera, también debía de hallarse congregada una buena multitud. Echó un vistazo en la sala de juego. Su padre era un empedernido jugador de cartas, como la mayoría de los que estaban en aquella habitación; pero Philip no estaba allí, ni tampoco el grupo de Jon. Tras inspeccionar todas las habitaciones de la planta salvo el salón principal del club, se dirigió hacia allí.

A pesar de su tamaño, la decoración del recinto estaba pensada para crear una atmósfera de intimidad y comodidad. Sofás confortables y butacones se agrupaban en torno a pequeñas mesas de té, y en las paredes los candelabros de bronce estaban siempre a media luz, arrojando un cálido resplandor sobre el liso revestimiento de roble. Por lo general, los pesados cortinajes de terciopelo estaban corridos tras los ventanales de la parte trasera del salón, aunque esa noche los habían abierto para que los huéspedes pudieran salir y pasear por la terraza anexa, donde una banda tocaba música de ambiente. A la izquierda, una barra de bar se extendía de un extremo a otro de la pared, y los camareros iban diligentemente de los clientes a la pared con estanterías repletas de botellas de toda clase de licores, bajo focos de luz mortecina.

Por supuesto, el salón estaba también atestado, y Miley estuvo apunto de volver a la planta baja, pero vio a Shelly Filmore y a Leigh Ackerman, quienes le habían telefoneado para recordarle su compromiso de asistir a la fiesta. Se hallaban de pie en un extremo del bar, con algunos de los amigos de Jonathan y una pareja mayor a la que Miley finalmente identificó. Se trataba del señor Russell Sornmers y su esposa, tíos de Jonathan. Miley se obligó a sonreír y se dirigió hacia ellos. De pronto se quedó rígida: justo a la izquierda de la pareja, Philip formaba parte de otro grupo.
–Miley –dijo la señora Sommers después de los saludos–, me encanta tu vestido. Por todos los santos, ¿dónde lo has comprado?
Miley tuvo que mirarse para recordar lo que llevaba puesto.
–En Bancroft –contestó.
–¿Seguro? –bromeó Leigh Ackerman.
Los Sommers se separaron para hablar con otros amigos. Miley no dejaba de observar a su padre, con la esperanza de que se mantuviera alejado de ella. Se quedó inmóvil durante un rato, nerviosa por la presencia de su padre, cuando de pronto cayó en la cuenta de que le estaba arruinando la velada. Eso la enfureció y la espoleó. Le demostraría que no iba a conseguir su propósito, más aun, que no se daba por vencida. Se volvió y le pidió a un camarero un cóctel de champán, después le dirigió una sonrisa deslumbrante a Doug Chalfont, fingiendo que estaba fascinada oyéndole hablar.

Fuera, la penumbra dio paso a la noche oscura. En el club el tono de las conversaciones aumentaba en proporción directa a la cantidad de alcohol ingerido. Miley iba por el segundo cóctel y se preguntaba si debería buscar un trabajo, dando a su padre una prueba más de que su intención de obtener un título universitario era muy firme. Miró al espejo de la barra y notó que la mirada de su padre estaba fija en ella. Tenía los ojos entrecerrados, con expresión de frío desagrado. Ociosamente, Miley  se preguntó qué sería lo que en aquel momento merecía la repulsa de su padre. Quizá su vestido sin tirantes, o más probablemente la atención que Doug Chalfont le dispensaba. Lo que sin duda no molestaba a Philip era la copa de champán. Miley no solo había sido educada para tablar como un adulto en cuanto aprendió a formular una frase, sino también a comportarse como tal. A los doce años su padre le permitía quedarse a la mesa cuando había huéspedes. A los dieciséis, Miley aprendió a oficiar de anfitriona, y bebía vino con los invitados, aunque, eso sí, con moderación.

A su lado, Shelly Filmore anunció que era hora de ir al comedor, pues de lo contrario corrían el riesgo de perder la mesa reservada. Miley trató de olvidar sus preocupaciones, recordando un poco tarde que se había propuesto pasarlo bien aquella noche.
–Jonathan dijo que se nos uniría en la mesa antes del comienzo de la cena. ¿Alguien lo ha visto? –Volviendo la cabeza a ambos lados en busca de Sommers, de pronto exclamó–: ¡Dios mío! ¿Quién es ese? ¡Qué hombre tan guapo! –Habló con un tono de voz más alto de lo que hubiera querido, suscitando así una oleada de interés, no solo por parte de los componentes del grupo de Jonathan, sino de otros invitados cercanos. Varios de ellos se volvieron siguiendo la mirada de Shelly.
–¿A quién te refieres? –preguntó Leigh Ackerman. Miley  estaba frente a la puerta, y al levantar la cabeza vio enseguida el objeto del entusiasmo de Shelly. De pie en el umbral, con la mano derecha oculta en el bolsillo del pantalón, había un hombre muy alto, de cabello casi tan negro como el esmoquin que lucía. Tenía las piernas largas y los hombros anchos. De ojos claros, las facciones de su rostro bronceado por el sol parecían ser obra de un artista que hubiera buscado la fuerza bruta, la virilidad, pero no la belleza masculina. Su firme mentón, la nariz recta y la mandíbula enérgica, eran expresión de una voluntad férrea. No, aquel hombre plantado en el umbral de la puerta, que parecía mirar distraídamente a la elegante concurrencia, no podía ser descrito como «apuesto» o «espléndido», pensó Miley. Quizá orgulloso, arrogante, duro... Además, a Miley nunca le habían atraído los hombres morenos de aspecto abiertamente masculino.
–¡Mirad qué hombros! –musitó Shelly, embelesada–. ¡Qué cara! –Volviéndose hacia Chalfont añadió–: Douglas, eso es auténtico **noallow**–appeal.
Doug miró al recién llegado y se encogió de hombros, sonriente.
–A mí no me produce ningún efecto. –Dirigiéndose a otro joven del grupo, al que Miley había conocido aquella misma noche, le preguntó–: ¿Y a ti, Rick? ¿Te produce alguna impresión?
–No lo sabré hasta que le vea las piernas –bromeó Rick–. Soy adicto a las piernas, razón por la que Miley sí me impresiona.

En aquel momento apareció Jonathan en el umbral de la puerta, caminando con cierta torpeza. Rodeó con un brazo los hombros del joven desconocido y miró alrededor. Miley advirtió que Sommers, que estaba bastante borracho, esbozó una sonrisa triunfal. De inmediato Leigh y Shelly estallaron en una sonora carcajada que confundió a Miley.
–¡Oh, no! –exclamó Leigh, mirando a Shelly y a Miley con cómica expresión de desencanto–. Por favor, no me digas que ese espléndido ejemplar es el obrero empleado por Jonathan para los pozos de petróleo.

La carcajada de Doug ahogó la mayor parte de las palabras de Leigh. Miley se inclinó hacia esta e inquirió:
–Perdona, ¿qué has dicho?
Leigh respondió con rapidez, pues Jonathan y el desconocido se acercaban hacia ellas.
–Ese hombre es en realidad un obrero de una función de Indiana. El padre de Jon lo ha obligado a dar un empleo en los pozos de petróleo que la familia posee en  Venezuela.
Desconcertada por las risas del grupo de Jonathan, como por la explicación de Leigh, Miley quiso saber más.
–¿Por qué lo trae aquí?
–¡Es una broma, Miley!  Jon está furioso con su padre por haberlo obligado a contratar a este hombre y luego habérselo puesto como ejemplo. En represalia, Jon trae aquí al joven modelo y lo ridiculiza ante los ojos de su padre. ¿Y sabes lo más divertido? La tía de Jon nos ha contado que los padres de este no vienen porque a último momento han decidido pasar el fin de semana en su casa de verano...

Jonathan los saludó en voz tan alta y turbia que incluso sus tíos y el padre de Miley,  que estaban en grupos separados, volvieron la cabeza.
–¡Hola a todos! –vociferó, agitando un brazo casi en semicírculo–. ¡Hola, tía Harriet, hola, tío Russell! –Esperó hasta haber captado la atención de todo el mundo–. Quisiera presentarles a mi camarada Nick Terrell... quiero decir, F–Farrell –barboteó, hipando–. Tía Harriet, tío Russell, saludad a Nick. ¡Es el más reciente ejemplo de mi padre! Ejemplo de cómo debería ser yo cuando crezca.
–¿Cómo está usted? –le preguntó cortésmente a Nick la tía de Jonathan. La mujer había apartado la mirada de su sobrino ebrio y trataba de esforzarse para mostrarse educada con él. ¿De dónde es usted, señor Farrell?
–De Indiana. –Su voz sonó tranquila y confiada.
–¿Indianápolis? –inquirió la mujer, frunciendo el entrecejo–. No recuerdo conocer a ningún Farrell de Indianápolis.
–No soy de allí. Además, estoy seguro de que usted no conoce a mi familia.
–¿De dónde es usted exactamente? –intervino el padre de Miley  siempre dispuesto a interrogar e intimidar a cualquier hombre que estuviera cerca de su hija.
Nick Farrell se volvió y Miley descubrió con admiración que el joven sostenía impávido la fulminante mirada de Philip Bancroft.
–Edmunton. Al sur de Gary.
–¿A qué se dedica? –le preguntó Philip con rudeza.
–Soy obrero en una fundición –se limitó a responder. Su actitud y sus palabras eran tan frías como las del padre de Miley.

Se produjo un silencio de asombro. Varias parejas de mediana edad, que esperaban a los tíos de Jonathan, intercambiaron miradas incómodas y se apartaron sin disimulo. La señora Sommers también decidió retirarse.
–Que pase usted una buena velada, señor Farrell –dijo con voz rígida, y asiéndose del brazo de su marido se dirigió rápidamente al comedor.
De pronto, todo el mundo se puso en movimiento.
–Bien–dijo Leigh Ackerman con viveza, mirando a los de su grupo menos a Nick Farrell, que se había apartado un poco–. ¡Vamos a comer! –Tomó el brazo de Jon y le hizo volverse hacia la puerta del comedor–. Reservé una mesa para nueve –añadió mordazmente.

Miley contó los presentes. Rabia nueve personas en el grupo... si se exceptuaba a Nick Farrell. Asqueada, permaneció inmóvil un momento. Su padre la vio cerca de Farrell y abandonó a sus amigos, que se dirigían hacia el comedor. Tocó el codo de Miley con mano.


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