jueves, 19 de septiembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 8


Miley nunca supo por qué su padre y Charlotte se odiaban mutuamente, pero por lo poco que oyó de la terrible discusión entre su padre y su abuelo aquel día en Palm Beach, la animosidad entre Philip y Charlotte era anterior, de cuando Cyril aún vivía en Chicago. Philip, alzando la voz para asegurarse de que la secretaria del abuelo lo oyera, llamó a Charlotte zo/rra ambiciosa. El abuelo tampoco se libró de sus insultos: le dijo que era un idi/ota, un viejo est/úpido  inducido a un matrimonio por interés del que no solo sacaría tajada la mujer, sino también sus hijos.

Aquella fue la última vez que Miley vio a su abuelo. Desde Palm Beach, Cyril siguió controlando sus inversiones, pero dejó enteramente en manos de su hijo la firma Bancroft & Company. En realidad, se había desentendido del negocio cuando trasladó su residencia a Florida. Los grandes almacenes apenas constituían una cuarta parte de la fortuna de los Bancroft, pero por la naturaleza del negocio acaparaban toda la capacidad de trabajo de Philip. Y a diferencia de las restantes y enormes posesiones de la familia, Bancroft era algo más que un gran paquete de acciones con buenos dividendos. Bancroft era el fundamento de la riqueza de la familia, y una fuente de orgullo para todos ellos.


Miley y su padre tomaron asiento en la biblioteca de la casa, junto a Charlotte y sus hijos. El abogado del difunto Bancroft inició la lectura.
–«Esta es la última voluntad y testamento de Cyril Bancroft...»
Los primeros legados, constituidos por grandes sumas, estaban destinados a diversas instituciones de caridad. En cuanto a los sirvientes del difunto, heredaron quince mil dólares cada uno.
Como el abogado insistió en contar con la presencia de Miley, esta dio por sentado que su abuelo le habría legado algo, aunque poco. A pesar de todo, casi dio un salto cuando Wilson Riley pronunció su nombre.
–«A mi nieta, Miley Bancroft, le dejo la suma de cuatro millones de dólares.»
Miley no podía creer lo que estaba oyendo. ¡Una suma tan enorme! Tuvo que esforzarse para concentrar su atención en las siguientes palabras de Riley.
–«Aunque la distancia y otras circunstancias me han impedido conocer bien a Miley, la última vez que la vi me resulté evidente que es una muchacha inteligente y cálida, que utilizará su dinero con sabiduría. Para asegurarme que así lo hace, estipulo que este dinero, con sus correspondientes dividendos, intereses, etc., permanezca en fideicomiso hasta que Miley alcance los treinta años de edad. Nombro a mi hijo, Phihp Edward Bancroft, fideicomisario. Él será el guardián único de la suma arriba citada.»

Haciendo una pausa para aclararse la garganta, Riley poso la mirada en Philip y en Charlotte, luego en los hijos de esta, Jason y Joel. Después prosiguió con la lectura del testamento.
–«Por amor a la equidad, en la medida de lo posible, he dividido el resto de mis bienes en partes iguales. Los receptores de las partes son mis restantes herederos. A mi hijo, Philip Edward Bancroft, le lego todas mis acciones e intereses en Bancroft & Company, los grandes almacenes que constituyen aproximadamente una cuarta parte de mi fortuna.»
Miley no entendía lo que había oído. «Por amor a la equidad», el abuelo le había legado a su único hijo, ¿qué? ¿Una cuarta parte de su fortuna? Si el abuelo había querido legar equitativamente sus bienes, debería haberlos dividido entre su mujer y su hijo por igual. Pero al parecer no lo hizo así, y Charlotte se llevaba las tres cuartas partes. Absorta en esta idea, oyó, como desde la lejanía, la voz del abogado.
–«A mi esposa Charlotte y a mis legalmente adoptados hijos Jason y Joel lego por partes iguales el resto de mis bienes. Estipulo, además, que Charlotte Bancroft actúe como fideicomisaria de las herencias de Jason y Joel, hasta qué estos cumplan la edad de treinta años.»

Las palabras «legalmente adoptados» traspasaron el corazón de Miley, pues se percató de que en el rostro de su padre se reflejaba el sentimiento de haber sido traicionado. Philip volvió la cabeza con lentitud y clavé la mirada en Charlotte, pero ella lo observaba impávida. Una sonrisa maliciosa y triunfante iluminó su cara.
–Zo/rra intrigante –masculló Philip entre dientes–. Dijiste que conseguirías que los adoptara y así ha sido.
–Te lo advertí hace años. Y ahora te advierto que aún no se ha firmado la paz. –Gozando con la ira de Philip, su sonrisa se amplió–. Piénsalo, Philip. Pasa las noches despierto preguntándote cuál será mi próximo golpe y qué te quitaré. Mantente despierto, torturándote y preocupándote, como me mantuviste despierta hace dieciocho años.

Philip apretó con fuerza las mandíbulas y los músculos de su cara se pusieron de relieve. Estaba haciendo un gran esfuerzo para no dar la respuesta que aquella mujer merecía. Miley apartó la mirada de ambos y la dirigió hacia los hijos de Charlotte. El rostro de Jasón era la pura réplica del de su madre, triunfal y malicioso. Joel, en cambio, tenía la mirada fija en sus zapatos, el entrecejo fruncido. «Joel es blando –había dicho Philip hacía años–. Charlotte y Jason son como codiciosas barracudas, pero al menos uno sabe qué esperar de ellos. Pero ese Joel me pone la carne de gallina. Hay en él algo muy extraño.»

Como intuyendo que Miley lo estaba mirando, Joel levantó la cabeza. La expresión de su cara era cuidadosamente neutra. Miley no halló en él nada extraño o amenazador. De hecho, la última vez que lo vio con ocasión de la boda, Joel se había esforzado en ser amable con ella. Miley recordaba que sintió lástima de él, porque su madre mostraba una evidente preferencia por Jason, que a su vez, dos años mayor que su hermano, no ocultaba el desprecio que este le inspiraba.

De pronto, Miley notó que le resultaba imposible respirar por más tiempo la atmósfera de aquella estancia.
–Si me lo permite –añadió al abogado, que en ese momento extendía unos papeles sobre la mesa–, esperaré fuera hasta que usted termine.
–Tendrá que firmar estos papeles, señorita Bancroft.
–Los firmaré antes de que usted se vaya, cuando mi padre los haya leído.

En lugar de retirarse a su habitación, Miley salió de la casa. Oscurecía. Bajó por la escalera de entrada y la brisa del anochecer le refrescó el rostro. A su espalda se abrió la puerta, y al volverse, pensando que sería el abogado que requería su presencia para la firma, vio a Joel, que se había detenido y parecía tan asombrado como ella por aquel duelo. Joel vaciló como quien desea quedarse y no está seguro de ser bien recibido.

A Miley le habían repetido mil veces que debía ser amable con sus huéspedes, así que intentó sonreír.
–Se está bien aquí fuera, ¿verdad?
Joel asintió con la cabeza, aceptando la tácita invitación de Miley. Bajó los escalones que los separaban. A los veintitrés años, el joven era unos centímetros más bajo que su hermano mayor y menos atractivo. Se detuvo frente a Miley sin saber qué decir.
–Has cambiado –musitó finalmente.
–Supongo que sí. Solo tenía once años la última vez que nos vimos.
–Después de lo ocurrido aquí esta noche, desearás no habernos conocido nunca.
Todavía aturdida por el testamento de su abuelo e incapaz de asimilar por el momento lo que ello significaba para el futuro, Miley se encogió de hombros.
–Tal vez después sienta lo que dices, pero en este momento estoy simplemente aturdida.
–Quiero que sepas –dijo Joel, vacilante–, que no hice nada para robarle a tu padre el cariño ni el dinero de tu abuelo.

Miley se sentía incapaz de odiarlo y también de perdonarle el injusto robo de la herencia paterna. Suspiró y miró al cielo. Luego preguntó:
–¿Qué quiso decir tu madre al afirmar que mi padre aún tenía deudas pendientes con ella?
–Todo lo que sé es que se han odiado desde que yo recuerdo. No tengo la más remota idea de cómo empezó todo, pero estoy seguro de que mi madre no se detendrá hasta haberse vengado.
–¡Dios, qué lío!
–Señora –replicó Joel con voz firme–, esto acaba de empezar.
Miley sintió un escalofrío al oír esta profecía. Miró fijamente a Joel, que se limitó a arquear las cejas y no dio más explicaciones.
Miley sacó un vestido del armario, lo extendió sobre la cama y se quitó la bata de baño. Era el vestido que había escogido para el baile del Cuatro de Julio.

El verano, que se inició con un entierro, había degenerado en una batalla, que duraba ya cinco semanas, en torno a la universidad donde estudiaría Miley  En realidad, a esas alturas, ya no podía hablarse de batallas, sino de guerra total. En el pasado, Miley siempre había cedido a los deseos de su padre para complacerlo. Si él se mostraba innecesariamente rígido, ella se decía que esa conducta nacía del cariño y el miedo que sentía por ella. Si se comportaba con brusquedad, era debido a la fatiga que le causaban sus múltiples responsabilidades. Miley siempre había encontrado excusas para disculpar a su progenitor. Pero ahora era distinto. No estaba dispuesta a renunciar a sus sueños solo para tranquilizar a un padre que se aferraba a una actitud absurda. Miley había descubierto tardíamente que los planes de Philip chocaban con los suyos. Sin embargo, se trataba de su vida, no de la vida de su padre.

Desde su adolescencia, ella había dado por sentado que algún día tendría la oportunidad de seguir los pasos de sus antecesores y ocupar el lugar que le correspondía en Bancroft & Company. Todos los hombres de las sucesivas generaciones de la familia Bancroft habían llegado con orgullo y paso a paso, jerarquía a jerarquía, a la cumbre de la empresa. Primero, director de departamento, y de ahí, peldaño a peldaño, hasta la vicepresidencia, para alcanzar finalmente la presidencia y el puesto de jefe del ejecutivo. Después aún quedaba un destino: dejar los demás cargos a sus hijos y convertirse en presidente del directorio. En casi un siglo de existencia de Bancroft ni una sola vez un miembro de la familia había dejado de seguir este curso; y nunca un Bancroft fue ridiculizado por la prensa o por los empleados de los grandes almacenes debido a su incompetencia o por no merecer los cargos que eventualmente ostentaba. Miley creía, o mejor aún, sabía que, si se le daba la oportunidad, llevaría a cabo su tarea con éxito. Todo lo que deseaba o esperaba era esa oportunidad, y la única razón de que su padre no quisiera dársela era que ella no era el hijo que había deseado.

Sintiéndose frustrada y a punto de echarse a llorar, se enfundó el vestido. Mientras se dirigía al tocador, iba luchando con el cierre de la espalda. Se observó frente al espejo con absoluta falta de interés. Era un vestido de noche, sin tirantes, que había comprado semanas antes para la ocasión. Estaba abierto por los lados y se cruzaba en los pechos, en un multicolor arcoiris de gasa de seda pastel pálido, estrechándose en la cintura para luego caer graciosamente hasta las rodillas. Miley se cepilló el pelo, pero se limitó a recogérselo en un moño, dejando unos mechones sueltos para suavizar el efecto. El pendiente de topacio rosado hubiera sido el complemento perfecto para aquel vestido, pero esa noche su padre asistiría tanmbién a Glenmoor y Miley no quería darle el placer de verla con el topacio. En su lugar, se puso unos pendientes de oro con piedras rosadas incrustadas y brillantes. Llevaba el cuello y los hombros al descubierto. El peinado le daba un aspecto más sofisticado y el bronceado que había adquirido contrastaba maravillosamente con el vestido, aunque de no haber sido así, a Miley no le habría importado ni se habría vestido de otro modo. 

Su aspecto le era indiferente, y de hecho iba al baile solo porque no soportaba la idea de quedarse en casa zolviéndose loca con sus pensamientos y su frustración. Además, había prometido su presencia a Shelly Filmore y al resto de los amigos de Jonathan.
Sentada ante el tocador, se puso unas medias rosas de seda, que había comprado a juego con el vestido. Al levantar la cabeza, su mirada tropezó con un ejemplar enmarcado del Business Week que colgaba de la pared. En la portada de la revista aparecía una fotografía del majestuoso edificio que albergaba los grandes almacenes Bancroft en el centro de la ciudad. Situados ante la puerta principal, aparecían unos porteros con uniforme. El edificio, de catorce pisos, era un hito en la historia arquitectónica de Chicago, y los porteros constituían un símbolo histórico del permanente acento que los almacenes ponían en la calidad y en el servicio.

En las páginas interiores de la revista había un largo y entusiasta artículo sobre la empresa. Entre otras cosas, aseguraba que un producto que llevara la etiqueta Bancroft era símbolo de categoría, y que la ornamentada letra B de la bolsa de compras era el emblema del cliente que sabía elegir. El artículo se ocupaba también de alabar la notable capacidad de los herederos del fundador en lo concerniente a la dirección del negocio. Al parecer, el fundador de la dinastía, James D. Bancroft, había transmitido sus genes a sus sucesores, pues todos ellos demostraron el mismo talento –y amor– para la venta al por menor.

El articulista había entrevistado al abuelo de Miley y le preguntó si eso era cierto. Cyril rió y luego afirmó que, en efecto, tal cosa era posible. Añadió, sin embargo, que James Bancroft había iniciado una tradicíón que pasaba de padres a hijos y que consistía en preparar y entrenar al heredero desde que este dejaba la guardería y comía con sus padres. En la mesa se le hablaba al niño de todo lo que ocurría en los almacenes. Para el pequeño, esos retazos diarios de información constituían el equivalente a los cuentos para dormir. Todo ello generaba excitación y curiosidad, mientras los conocimientos le eran sutilmente inculcados... y asimilados. Pasado un tiempo, al ya adolescente se le presentaban problemas sencillos y se le pedía que los resolviera. El chico casi nunca acertaba, pero tampoco se pretendía que lo hiciera. El objetivo era enseñar, estimular, alentar.

Al final del artículo, hablando de sus sucesores, Cyril decía (y a Miley se le hizo un nudo en la garganta al recordarlo) que su hijo ya se había hecho cargo de la presidencia, y añadía: «Tiene una hija, y tengo toda la fe del mundo en que cuando Miley tome las riendas de Bancroft lo hará admirablemente bien. ¡Cómo desearía vivir para verlo!”. Miley sabía que si su padre se salía con la suya, ella nunca llegaría a la presidencia de Bancroft. Aunque Philip siempre le había hablado del negocio, aunque la había aleccionado con el mismo énfasis con que él mismo había crecido, se oponía inflexiblemente a que trabajara allí. Miley lo descubrió poco después de la muerte del abuelo, una noche, mientras cenaba con su padre. En el pasado, ella había mencionado muchas veces su intención de seguir los pasos de la familia y ocupar su puesto en Bancroft, pero Philip había hecho oídos sordos o no le había creído. Aquella noche, sí la tomó en serio. Con brutal franqueza, le dijo que no esperaba que le sucediera nunca en el cargo, porque él no lo deseaba. Ese era un privilegio reservado a un futuro nieto. Luego puso a Miley al corriente –con gran frialdad– de otra tradición familiar a la que él iba a ser fiel: las mujeres Bancroft no trabajaban en los grandes almacenes ni en ninguna otra parte. Su deber consistía en ser madres y esposas ejemplares, y en dedicar las cualidades que poseyeran a empeños cívicos y caritativos.

Miley no estaba dispuesta a aceptar el papel que su padre pretendía asignarle. No podía; ya era demasiado tarde. Mucho antes de enamorarse de Parker –o de creer que se había enamorado– los almacenes habían sido el objeto de su amor. A los seis años de edad, llamaba por su nombre a todos los porteros y guardias de seguridad de Bancroft. A los doce conocía los nombres los vicepresidentes y sabía qué funciones desempeaba cada uno de ellos. A los trece le había pedido a su padre que la llevara consigo a Nueva York, donde había pasado una tarde en Bloomingdale. La acompañaron a hacer un recorrido por el lugar, mientras Philip asistía a una reunión en el auditorio. Cuando regresaron a Chicago, más o menos ella tenía una opinión formada de por qué Bancroft era superior a Bloomie.
Ahora, a los dieciocho años, poseía un conocimiento general de aspectos tales como los problemas de los sueldos de los empleados, los márgenes de beneficios, las técnicas de mercado y las tendencias de los productos. Estas cosas la fascinaban, y quería estudiarlas en la universidad. No iba a malgastar los cuatro siguientes años de su vida estudiando lenguas románicas y el arte del Renacimiento.
Cuando se lo dijo a su padre, este asestó tal ****azo a la mesa que los platos saltaron por el aire.
–Irás a Maryville, como lo hicieron tus dos abuelas. Y seguirás viviendo en casa. ¡En casa! –le espetó–. ¿Está claro? Asunto zanjado. –Se levantó de la silla y se marchó.
De niña, Miley siempre lo había complacido. Con sus notas, con sus modales, con su comportamiento. En realidad, había sido una hija modélica. Pero ahora por fin se daba cuenta de que el precio a pagar por satisfacer a su padre y mantener la paz familiar era demasiado alto. Exigía que su individualidad quedara subyugada; exigía la renuncia a todos sus sueños. Y exigía también el sacrificio de su vida social.

En estos momentos, el mayor problema de Miley o era la absurda actitud de su padre en relación con sus citas o a qué fiestas asistía, a pesar de que le estaba amargando el verano y era causa de grandes fricciones. Ahora que había cumplido dieciocho años, su padre la vigilaba aún más, como era de esperar. Si tenía una cita, Philip daba su aprobación después de someter a un detenido interrogatorio al pretendiente, al que trataba con insultante desprecio, con la obvia intención de intimidarlo para que nunca lo intentara de nuevo. El horario que imponía a su hija era ridículo: a medianoche debía estar de vuelta en casa. Si Miley quería quedarse en casa de su amiga Demi, Philip inventaba un pretexto para telefonear y asegurarse de que estaba allí. Si al anochecer quería salir a dar un paseo en coche, su padre exigía conocer el itinerario y, a su regreso, preguntaba toda clase de detalles. Después de tantos años en colegios privados donde imperaban las reglas más estrictas, Miley deseaba descubrir lo que era gozar de una libertad completa. Se lo había ganado, lo merecía. La idea de vivir en casa cuatro años más, bajo la mirada cada vez más implacable de su padre, le resultaba insoportable y le parecía del todo innecesario.

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