En el vestíbulo de la casa de Philip Bancroft, Jonathan Sommers vacilaba incómodo, buscando entre la multitud que, como él, se había congregado para dar el pésame en el día del funeral de Cyril Bancroft. Sommers detuvo a uno de los mozos que pasaba con una bandeja de bebidas, y cogió dos copas destinadas a otros huéspedes. Mezcló el vodka con tónica y dejó el vaso vacío en una gran maceta con un helecho; después bebió un sorbo de whisky del otro vaso, pero de inmediato arrugó la nariz, porque no era Chivas Regal. El vodka, más la ginebra que había bebido fuera, en el coche, le hizo sentirse más capaz de soportar las formalidades del funeral. A su lado, una mujer entrada en años que se apoyaba en un bastón lo miraba con curiosidad. Come los buenos modales requerían que él le hablase, el joven trató de hallar una frase cordial apropiada para la ocasión.
–No me gustan los funerales –dijo por fin–. ¿Y a usted?
–A mí me encantan –respondió ella con tono afable–. A mi edad, un funeral es un triunfo, porque no soy la protagonista.
Jon reprimió una carcajada, aunque solo fuese porque habría sido una grave falta de etiqueta. Le habían enseñado a observar las formas. Excusándose, dejé el vaso en una mesita y fue en busca de un whisky mejor. A sus espaldas la anciana tomó el vaso y delicadamente bebió un sorbo.
–Whisky barato –musitó con disgusto, dejando el vaso sobre la mesita.
Minutos más tarde, Jon vio a Parker Reynolds, de pie en una habitación contigua a la sala de estar. Le acompañaban dos muchachas y otro hombre. Sommers se detuvo en el mueble bar para proveerse de otra bebida, luego se unió a su amigo.
–Gran fiesta, ¿eh? –preguntó con una sonrisa sarcástica.
–Creí que te disgustaban los funerales y que nunca ibas a ellos –comentó Parker cuando cesó el coro de saludos.
–Los odio –confirmó Sommers–. No he venido aquí para dar el pésame por la muerte de Cyril Bancroft, sino para proteger mi herencia. –Bebió un sorbo, como si quisiera disipar la rabia contenida en sus siguientes palabras–. Mi padre me amenaza con desheredarme de nuevo, con la diferencia de que, en mi opinión, esta vez el viejo bastardo habla en serio.
Leigh Ackerman, una muchacha de pelo castaño y bonita figura, lo miró entre divertida e incrédula.
–¿Tu padre va a desheredarte por no asistir a funerales?
–No, querida. Mi padre me desheredará si no siento cabeza y hago algo útil con mi vida. En este caso, significa que tengo que asistir a los funerales de viejos amigos de la familia, como este, y participar en la más reciente empresa familiar. De lo contrario, adiós a los adorables caudales de la herencia.
–Suena fuerte –dijo Parker, pero su sonrisa no tenía nada de solidario–. ¿Cuál es ese nuevo negocio al que quiere asociarte tu padre?
–Pozos de petróleo. Más pozos de petróleo. Esta vez el viejo ha llegado a un acuerdo con el gobierno venezolano para la exploración petrolífera.
Shelly Filmore se miró en un espejito de marco dorado por encima del hombro de Jon y se llevó un dedo a la comisura de los labios para reparar un pequeño borrón de carmín.
–No me digas que quiere enviarte a Sudamérica.
–No tanto –replicó Jonathan con amargo sarcasmo–. Mi padre me ha convertido en un glorificado entrevistador de aspirantes. Yo recluto a los equipos que han de desplazarse a Venezuela. Es decir, reclutaba... ¿No sabéis lo que hizo el viejo cretino?
Los amigos estaban tan acostumbrados a las quejas de Jon contra su padre como lo estaban a sus borracheras, pero de todos modos lo dejaron hablar para enterarse del último acontecimiento.
–¿Qué hizo? –le preguntó Doug Chalfont.
–Me vigiló. Me examinó, mejor dicho. Cuando ya había elegido a los primeros quince hombres, sanos y experimentados, se presenta el viejo e insiste en verlos él en persona, es decir, que quiso juzgar mi capacidad para elegir. Rechazó a la mitad de mis escogidos, y el único candidato que realmente le causó una gran impresión fue un tipo llamado Farrell, que trabaja en una fábrica de acero y a quien yo iba a descartar. Lo más cerca que Farrell ha estado de un pozo de petróleo fue hace dos años, en un campo de maíz de Indiana, donde trabajé en unos pozos muy pequeños. Nunca ha visto un gran pozo como los que vamos a perforar en Venezuela. Y por si esto fuera poco, a Farrell le importan un comino los malditos pozos de petróleo. Su único interés es la recompensa de ciento cincuenta mil dólares que se le pagará si se queda dos años al pie del cañón en Venezuela. Se lo dijo a mi padre en la cara.
–¿Y por qué lo aceptó tu viejo?
–Le gustó el estilo de Farrell –contestó Jonathan con voz burlona, y luego apuré su vaso de un trago–. Le gustaron las ideas de Farrell con respecto a lo que iba a hacer con el dinero de la recompensa. Mie/rda, temí que el viejo cambiara de idea y fuera a darle a Farrell mi puesto en lugar de enviarlo a Sudamérica. Pero no. El mes que viene tengo que traer a Farrell a Chicago para «familiarizarlo con nuestro modo de operar y presentarle gente».
–Jon –dijo Leigh con calma–, O te estás emborrachando o tu voz está subiendo de volumen.
–Lo siento –se excusó Sommers–, pero durante dos días enteros tuve que soportar a mi padre entonando las excelencias de este tipo. Os aseguro que Farrell es un arrogante y ambicioso hijo de pu/ta. No tiene clase, no tiene dinero, no tiene nada.
–Suena divino –bromeó Leigh.
Como los otros permanecían en silencio, Jon se puso a la defensiva.
–Si creéis que exagero, lo traeré al club para el baile del Cuatro de Julio. Veréis con vuestros propios ojos la clase de hombre que mi padre desearía que fuera su hijo.
–No seas idi/ota –le espetó Shelly–. A tu padre quizá le guste ese hombre como empleado, pero te castrará si te presentas en Glenmoor con alguien así.
–Ya lo sé –convino Jon con una sonrisa forzada–. Pero valdrá la pena.
–No nos mortifiques con él si lo traes aquí –le advirtió ella después de intercambiar una mirada con Leigh–. No vamos a pasar la noche tratando de entretener a un obrero solo porque tú quieras molestar a tu padre.
–No habrá ningún problema. Dejaré que Farrell se las arregle solo, que haga el ridículo delante de mi padre, que estará observando cómo se debate en un mar de dudas ante el dilema de qué tenedor usar. Después de todo, fue el viejo quien me pidió que «lo presentara» y lo «cuidara» durante su estancia en Chicago.
Parker sonrió ante la expresión feroz de Sommers.
–Debe de haber un modo más sencillo de resolver tu problema.
–Lo hay –respondió Jon–. Puedo buscarme una mujer rica que corra con los gastos de mi estilo de vida, y entonces le diré a mi padre que se vaya a la mie/rda. –Miró a un lado e hizo señas a una bonita camarera que estaba repartiendo las bebidas de una bandeja. La chica se acercó, presurosa, y Jon le sonrió.
–No solo eres bonita –le dijo al tiempo que depositaba su vaso vacío en la bandeja y tomaba otro lleno–. Eres un salvavidas.
La muchacha sonrió con nerviosismo y se ruborizó. Todos, incluido Jon, advirtieron que no era insensible a su musculoso cuerpo ni a sus agradables rasgos. Inclinándose hacia ella Sommers le susurró:
–¿No estarás trabajando aquí para gastarnos una broma y resulte que tu padre sea dueño de un banco obtenga un asiento en la bolsa?
–¿Qué? Quiero decir, no –farfulló ella, encantadoramente nerviosa.
Jon sonrió maliciosamente.
–¿Ningún asiento en la bolsa? ¿Y qué hay de algunas fábricas o pozos de petróleo?
–Es... fontanero –respondió ella.
Jon dejó de sonreír y respiró hondo.
–Entonces el matrimonio está descartado. La candidata que obtenga mi mano deberá poseer ciertos requisitos sociales y económicos. Sin embargo, podríamos tener una aventura. ¿Por qué no me esperas en mi coche dentro de media hora? Es el Ferrari rojo aparcado frente a la puerta principal.
La chica se alejó con expresión a la vez ofendida e intrigada.
–Estás hecho un cretino –dijo Shelly.
Doug Chalfont le dio un codazo de complicidad a Jon y ahogó una risita.
–Te apuesto cincuenta dólares a que cuando salgas la chica te estará esperando en el coche.
Jon volvió la cabeza y se disponía a contestar cuando una rubia espléndida, que lucía un ajustado vestido negro, de cuello alto y mangas cortas, atrajo su atención. La muchacha bajaba por la escalera que conducía a la sala de estar. Se quedé mirándola boquiabierto, mientras ella se detenía para intercambiar unas palabras con una anciana pareja. Un grupo de gente le impidió verla y él se inclinó para seguir contemplándola.
–¿A quién miras? –le preguntó Doug, siguiendo su mirada.
–No sé quién es, pero me gustaría averiguarlo.
–¿Dónde está? –inquirió Shelly, y de pronto todos miraron hacia el mismo punto.
–¡Allí! –exclamó Jon, señalando con el brazo en el momento en que se dispersaba el grupo y se veía de nuevo a la joven rubia.
Parker la reconoció y sonrió.
–Hace años que todos la conocen, aunque últimamente no la hayan visto.
Cuatro rostros perplejos se volvieron hacia él. Su sonrisa se hizo más amplia.
–Esa señorita, amigos míos, es Miley Bancroft.
–¡Estás loco! –exclamó Jon. Clavó la mirada en la joven, pero no vio en ella nada que le recordara a la desmañada y sencilla adolescente que había sido Miley. Tras la pubertad, habían desaparecido las gafas, el aparato dental y la diadema que le sujetaba el pelo lacio. Ahora, aquella cabellera dorada estaba recogida en un mono sencillo, con mechones sobre las orejas, enmarcando un rostro sublime. La joven levantó la mirada, vio a alguien a la derecha del grupo de Jon y saludó cortésmente con la cabeza. Sommers pudo entonces vislumbrar sus ojos. Desde la distancia que lo separaba de ella, vio aquellos enormes ojos verdes, y de pronto los recordó, mirándole, hacía ya de eso una eternidad.
Extrañamente exhausta, Miley permanecía de pie, con discreción, escuchando a la gente que le hablaba, devolviendo sonrisas, pero incapaz de asimilar el hecho de que su abuelo hubiera muerto y que por eso se congregaba allí tanta gente. Aunque no se sentía muy apenada, dado el poco trato con su abuelo, notaba una fuerte opresión en el pecho.
Había visto a Parker en el entierro y sabía que podía hallarse en algún lugar de la casa, pero puesto que aquella era una ocasión triste, sería un error y una falta de respeto lanzarse a su búsqueda con la esperanza de hacer realidad el romántico idilio que tanto deseaba. Además, se estaba cansando de tomar siempre la iniciativa. Le tocaba el turno a Parker. De pronto, como si al pensar en él hubiera convocado su presencia, Miley oyó una voz masculina dolorosamente familiar susurrándole al oído.
–Aquí hay un tipo que me ha amenazado con matarme si no te llevo para que pueda saludarte.
Con la sonrisa en los labios, Miley se volvió y apoyó las manos en las palmas tendidas de Parker. Se le aflojaron las rodillas cuando el joven la atrajo hacia sí y le dio un beso en la mejilla.
–Estás muy hermosa –musitó–. Y pareces cansada. ¿Daremos uno de nuestros paseos cuando termine esto?
–Está bien –concedió ella, sorprendida y aliviada ante la firmeza de la voz de Parker.
Miley se vio en el ridículo trance de ser presentada a cuatro personas que ya conocía; cuatro personas que casi la habían ignorado años atrás, cuando las viera por última vez, y que ahora parecían gratificantemente deseosas de entablar amistad con ella y de incluirla en las actividades del grupo. Shelly la invitó a una fiesta que se celebraría días después, y Leigh insistió en que se les uniera en Glenmoor con ocasión del baile del Cuatro de Julio.
Deliberadamente, Parker le presentó a Jon en último lugar.
–No puedo creer que seas tú –dijo Sommers con la lengua ya un poco pastosa por el alcohol–. Señorita Bancroft –masculló con su más provocadora sonrisa–, le estaba diciendo a mis amigos que necesito con urgencia una esposa rica y guapa. ¿Te casarías conmigo la semana que viene?
El padre de Miley le había hablado de los frecuentes altercados de Jonathan con su familia. Miley dio por sentado que la urgencia del joven quizá se debiera a una de estas peleas. Pero todo en Jon le pareció extraño.
–El fin de semana sería una buena fecha –respondió, esbozando una amplia sonrisa–. Mi padre me desheredará por casarme antes de obtener mi título universitario, eso por descontado. Pero viviremos con tus padres.
–¡Por Dios, no! –exclamó Sommers, y todos se echaron a reír, incluido él mismo.
Tocando el codo de Miley, Parker acudió en su ayuda.
–Miley necesita un poco de aire fresco. Vamos a dar un paseo.
Ya en el exterior, caminaron por el césped y por el camino de entrada.
–¿Cómo lo resistes? –le preguntó él.
–Estoy bien, de veras. Solo un poco cansada. –En el silencio que siguió, Miley trató de encontrar algo ingenioso que decir, pero terminó optando por la sencillez. Habló con sincero interés–: Este último año deben de haberte ocurrido muchas cosas.
Parker asintió, y sus siguientes palabras deshicieron el castillo de naipes de Miley.
–Serás de los primeros en felicitarme. Voy a casarme con Sarah Ross. En la fiesta del sábado haremos público nuestro compromiso oficial.
Miley se sentía mareada. ¡Sarah Ross! La conocía y no le gustaba. Aunque extremadamente bonita y vivaracha, a Miley siempre le había parecido vacía y vanidosa.
–Espero que seas muy feliz –dijo la muchacha, ocultando su decepción y sus dudas.
–Yo también lo espero.
Estuvieron paseando durante media hora. Primero hablaron de los planes de futuro de Parker, luego de los de Miley. Esta pensaba, con un punzante sentimiento de pérdida, que era maravilloso conversar con Parker, siempre tan comprensivo y alentador. El joven se mostró completamente de acuerdo con que ella quisiera estudiar en la Universidad del Noroeste.
Se dirigían a la puerta principal de la casa cuando frente a ellos se detuvo una limusina, de la que salió una llamativa mujer de pelo castaño, flanqueada por dos jóvenes de algo más de veinte años.
–Vaya, parece que la afligida viuda se ha decidido a hacer su aparición –comentó Parker con atípico sarcasmo, mirando a Charlotte Bancroft. Esta llevaba relucientes pendientes de diamantes, y a pesar del sencillo traje gris que vestía, resultaba atractiva.
–¿Has observado que no derramó una sola lágrima en el entierro? Esa mujer tiene algo que me recuerda a Lucrecia Borgia.
De alguna forma, Miley estaba de acuerdo con la comparación.
–No está aquí para aceptar condolencias. Quiere que se lea el testamento tan pronto como se marchen los invitados, para poder regresar esta misma noche a Palm Beach.
–Hablando de marcharse –dijo Parker, echando un vistazo a su reloj–. Tengo una cita dentro de una hora. –Se inclinó y besó fraternalmente a Miley en la mejilla–. Despídeme de tu padre.
Miley lo observó alejarse, llevándose consigo todos los románticos sueños de su adolescencia. La brisa estival ondulaba su cabello, y sus pasos eran largos y firmes. Parker abrió la portezuela del coche, se quitó la chaqueta negra de su traje de luto y la deposité en un asiento. Después alzó la mirada y se despidió con la mano.
Luchando contra la sensación de pérdida, Miley se obligó a adelantarse para saludar a Charlotte. Durante la ceremonia fúnebre, Charlotte no les había dirigido una sola palabra a ella ni a su padre. Se mantuvo de pie, flanqueada por sus hijos, la mirada en blanco.
–¿Cómo te sientes? –le preguntó Miley con cortesía.
–Impaciente por volver a casa –le respondió la mujer con frialdad–. ¿Cuándo hablamos de negocios?
–Aún hay mucha gente en la casa –señaló Miley despreciando la actitud de Charlotte–. Tendrás que preguntar a mi padre lo de la lectura del testamento.
Charlotte volvió sobre sus pasos y se dirigió a Miley con rostro glacial.
–No he hablado con tu padre desde aquel día en Palm Beach. La próxima vez que lo haga será cuando yo tenga todos los ases en la mano y él venga a mí implorando. Hasta ese día tendrás que actuar de mensajero, Miley.
A continuación, entró en la casa seguida de sus hijos, que parecían su guardia de honor.
Miley la miró hasta que se perdió de vista tras la puerta. Sintió un escalofrío ante tanto odio. Conservaba en el recuerdo aquel día en Palm Beach al que Charlotte se refería. Hacía ya siete años. Ella y su padre volaron a Florida por invitación del abuelo, que había trasladado allí su residencia después de su primer infarto. Cuando Philip y Miley llegaron, descubrieron que no habían sido invitados a pasar las vacaciones de Pascua, sino más bien a asistir a una boda: la de Cyril Bancroft con Charlotte, su secretaria de los últimos veinte años. Ella tenía treinta y ocho: Cyril, treinta más. Charlotte aportó al matrimonio dos hijos adolescentes, apenas unos años mayores que Miley.
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