domingo, 22 de septiembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 13


–En realidad –contestó él con voz serena–, estoy esperando que tú empieces.
–Ya. –El acceso de ira de Miley dio paso a un sentimiento de tristeza e incertidumbre. Observó a Nick, que seguía aparentemente tranquilo. Contra lo que había pensado momentos antes, decidió pedirle consejo. ¡Necesitaba hablar con alguien! Cruzó los brazos sobre el pecho, como protegiéndose de la reacción de Nick, y echó la cabeza hacia atrás, tragando con fuerza.
–En realidad, he venido por un motivo concreto.
–Lo supuse.
Ella lo miró tratando de adivinar si también habría dado por descontadas otras cosas, pero la expresión de Nick seguía siendo impasible. Miley elevó de nuevo mirada y los ojos se le llenaron de lágrimas.
–Estoy aquí porque... –Se interrumpió, incapaz pronunciar la deshonrosa palabra.
–Porque estás embarazada –concluyó él con voz queda.
–¿Cómo lo has adivinado? –preguntó Miley amargamente.
–Solo dos cosas podían haberte traído aquí. Esa noticia era una de ellas.

Ahogándose en su dolor, Miley le hizo la pregunta lógica.
–¿Cuál es la otra?
–¿Mis aptitudes de bailarín?

Bromeaba, y para Miley fue tan inesperado que pudo evitar echarse a llorar. Se cubrió la cara y sollozó amargamente. De pronto notó que las manos de Nick se posaban sobre sus hombros, y consintió en que la atrajera hacia sí en un fuerte abrazo.
–¿Cómo puedes bromear en una situación como esta? –masculló finalmente Miley , la cabeza sobre el pecho de Nick, sintiéndose algo reconfortada con su abrazo. El joven le puso un pañuelo en la mano y, temblorosa, ella trató desesperadamente de recuperar el control–. ¡Adelante, dilo! –le espetó a Nick, secándose los ojos con el pañuelo–. Fui una est/úpida al permitir que ocurriera algo así.
–Eso no voy a discutírtelo.
–Gracias –repuso Miley con tono sarcástico. Se sonó la nariz–. Ahora me siento mucho mejor. –Pensó que Nick mostraba una calma admirable, mientras que ella no hacía más que empeorar las cosas.
–¿Estás segura de que estás embarazada?
Miley hizo un gesto de asentimiento.
–Esta mañana fui a una clínica y me dijeron que de seis semanas. Y por si lo preguntas, también puedo asegurarte que el niño es tuyo.
–No lo dudo –respondió él sardónicamente. Los llorosos ojos verdes de Miley lo miraron ofendidos. Era un malentendido, y Nick meneó la cabeza y añadió para aclarar el asunto–: No es la cortesía lo que me impidió preguntarte, sino un conocimiento elemental de la biología. No tengo ninguna duda de que soy el padre.

Ella esperaba recriminaciones, palabras de disgusto y enojo. El hecho de que Nick hubiera reaccionado con tanta calma, con una lógica tan fría, le resultaba increíblemente tranquilizador y a la vez desconcertante. Clavó la mirada en el botón de la camisa azul de Nick, y le oyó lanzar con voz serena la terrible pregunta que ella se había planteado desde el principio.
–¿Qué deseas hacer?
–¡Matarme! –contestó ella con desesperación.
–¿Y como segunda alternativa?
Ella negó con la cabeza al detectar en su voz un atisbo de ironía. Arqueó las cejas, lo miró y se asombró una vez más de la fuerza indomable reflejada en aquel rostro enérgico, consolándose al percibir una sorprendente comprensión en su mirada. Miley dio un paso atrás, pensativa, y sintió una punzada de decepción cuando él bajó enseguida los brazos. Pero aun así, le había contagiado su tranquila aceptación de los hechos y se sentía más dueña de sí misma, de sus propias ideas.
–Todas mis opciones son horribles. Los de la clínica me aconsejaron que abortara... –Esperó un instante, pensando que Nick apoyaría la propuesta sin más preámbulos. Sin embargo, advirtió que él apretaba los dientes forma casi imperceptible. Miley ya no sabía qué pensar. Desvió la mirada y añadió con voz trémula–: No creo que pueda enfrentarme al aborto, y desde luego, no sola. Y si pudiera, después mi conciencia no me dejaría vivir. –Tragó saliva e intentó dar mayor firmeza su voz–. Podría tener el niño y entregarlo en adopción, pero ¡Dios mío, eso no resolvería nada! Para mí no. De todos modos tendría que contarle a mi padre que soy una madre soltera, y eso le rompería el corazón. Nunca me perdonaría, lo sé. Además.., no dejo de pensar en lo que sentiría mi hijo, preguntándose por que me deshice de él. Sé que pasaría el resto de mi vida mirando a los niños, preguntándome cuál de ellos es el mío y si él vaga por la vida buscando a su madre en el rostro de todas las mujeres. –Se secó otra lágrima–. No seré capaz de vivir con la duda y la culpa. –Miró el rostro inescrutable de Nick–. ¿No vas a decir nada? –imploró.
–Solo cuando oiga algo con lo que no esté de acuerdo –declaró él con tono autoritario–. Entonces te interrumpiré.

Desalentada por su voz pero consolada por sus palabras, Miley exclamó:
–¡Dios mío! –Frotó nerviosamente las manos contra su pantalón castaño y prosiguió–: Mi padre se divorció de mi madre porque ella se acostaba con todos. Si ahora le digo que estoy embarazada, me echará a la calle. No tengo dinero, aunque heredaré algo al cumplir los treinta años. Hasta entonces, puedo intentar salir adelante con mi hijo...
–Nuestro hijo –la interrumpió Nick con firmeza.
Miley asintió temblorosamente, aliviada por la matización de Nick.
–La última posibilidad es... Bueno, no te va a gustar. A mí tampoco me gusta. Es obscena... –Se le quebró la voz a causa de la angustia y la humillación; después hizo acopio de coraje y agregó–: Nick, si estuvieras dispuesto a ayudarme a convencer a mi padre de que nos enamoramos y hemos decidido casarnos... Al cabo de unas semanas le diríamos que estoy embarazada. Naturalmente, cuando nazca el niño, nos divorciaremos. ¿Estarías de acuerdo con una solución así?
–Con grandes reservas –respondió él, tras una larga pausa.
Humillada por la vacilación de Nick y su insultante conformidad, Miley apartó la mirada.
–Gracias por tu galantería –ironizó–. Estoy dispuesta a poner por escrito que no te pediré nada para el niño y que te prometo el divorcio. Tengo un lápiz en la cartera. –Se dirigió al coche con la idea de escribir el documento allí mismo.

Al pasar por delante de Nick, este la agarró del brazo, obligándola a detenerse.
–¿Cómo diablos quieres que reaccione? –preguntó con acritud–. ¿ No crees que es muy poco romántico por tu parte decir que encuentras «obscena» la idea de casarnos? ¿Y de empezar a hablar de divorcio en cuanto mencionas el matrimonio?
–¿Poco romántico? –repitió Miley mirando sus facciones duras, sin saber si echarse a reír ante su falta de tacto o abandonarse a la ira. Pero entonces resonaron en su mente las palabras de Nick y se sintió como una niña irreflexiva–. Lo siento –se disculpó mirando fijamente aquellos enigmáticos ojos grises–. Lo siento de veras. No quise decir que sea obsceno que te cases conmigo. Me refería al hecho de casarnos porque estoy embarazada. Se supone que el matrimonio es... para personas que se quieren.

Aliviada, observó que la expresión de Nick se dulcificaba.
–Si llegamos al juzgado antes de las cinco –dijo Nick, incorporándose con decisión–, sacaremos la licencia hoy mismo y nos casaremos el sábado.
La obtención de una licencia matrimonial le resultó a Miley un acto asombrosamente sencillo y carente de sentindo. De pie al lado de Nick, facilitó la documentación necesaria para demostrar su edad y su identidad. Nick estampó su firma y ella hizo lo mismo debajo. Después salieron del viejo edificio, que se hallaba en el centro de la ciudad, y tras ellos un conserje se apresuró a cerrar las puertas. Un compromiso matrimonial. Así de sencillo, carente de toda emoción.
–Llegamos en el último minuto –comentó Miley con una alegre y frágil sonrisa, pero sintiendo un nudo en el estómago–. ¿Adónde vamos ahora? –preguntó ya dentro del coche, dejándolo conducir a él sin poner objeción alguna.
–Voy a llevarte a casa.
–¿A casa? –repitió ella, al advertir que Nick no parecía más feliz que ella por lo que habían hecho–. No puedo ir a casa hasta después de casada.
–No me refería a tu fortaleza de Chicago –bromeó él, sentándose al volante–. Me refería a mi casa.
Cansada y perpleja, la descripción que Nick hizo de casa la hizo sonreír un poco, porque empezaba a comprender que a Nicholas Farrell no lo intimidaba nada ni nadie. En ese momento Nick puso un brazo en el respaldo del asiento de Miley y la sonrisa de la joven desapareció en cuanto él empezó a hablar.
–Accedí a sacar la licencia, pero antes de dar el paso final tenemos que llegar a un acuerdo sobre ciertas cosas.
–¿Qué cosas?
–Todavía no lo sé. Hablaremos cuando lleguemos.
Casi una hora después, Nick dobló por una carretera comarcal flanqueada de prolijos maizales, y muy pronto enfiló un camino lleno de baches. El automóvil traqueteó al cruzar un puentecito de tablones que abrazaba un arroyo; luego tomó una curva, y Miley vislumbró por primera vez el lugar que Nick llamaba su casa. En marcado contraste con los trabajados campos que se divisaban en la distancia, la pintoresca casa rural, de madera, parecía desierta. Sin duda necesitaba una buena mano de pintura. En el jardín la maleza le estaba ganando la batalla al pasto; y en el granero, que se hallaba a la izquierda de la casa, una puerta colgaba precariamente de un solo gozne. A pesar de todo, se notaba que en el pasado alguien había querido y cuidado ese lugar. Las rosas florecían en un enrejado, al lado del porche, y un viejo columpio de madera pendía de la rama de un roble gigantesco que se erguía en el patio.

Durante el camino, Nick le contó a Miley que su madre había muerto siete años antes tras una larga lucha contra el cáncer, y que ahora vivía con su padre y con su hermana de dieciséis años. Abrumada por los nervios ante la idea de conocer a la familia de Nick, Miley ladeó la cabeza hacia la derecha y miró a un campesino que trabajaba el campo con un tractor.
–¿Es tu padre?
Nick se inclinó para abrirle la puerta, luego siguió la mirada de ella y respondió:
–Es un campesino. Vendimos hace años casi toda la tierra que poseíamos y la que nos quedó se la arrendarnos a él. Después de la muerte de mi madre, mi padre perdió todo interés por la tierra, que tampoco era mucha.

Al subir los peldaños que conducían al porche, Nick observó que Miley estaba muy tensa. Le puso una mano en el brazo.
–¿Ocurre algo malo?
–Estoy muerta de miedo. Tu familia...
–No hay nada que temer. Mi hermana creerá que eres excitante y sofisticada porque vienes de la gran ciudad. –Después de una pausa vacilante, añadió–: Mi padre bebe, Miley . Empezó cuando supo que la enfermedad de mi madre era incurable. Ahora tiene un empleo fijo y nunca abusa. Te lo digo para que lo comprendas y, si fuera necesario, pases por alto algunos detalles. Hace un par de meses que no se emborracha, pero eso puede cambiar en cualquier momento. –Nick no pedía excusas, solo exponía un hecho; y lo hacía con voz tranquila e imparcial.
–Lo comprendo –mintió Miley , que nunca había conocido a ningún alcohólico.

No tuvo que seguir preocupándose, porque en ese momento se abrió la puerta de tela metálica y de ella salió presurosamente una muchacha esbelta, con el mismo pelo negro de Nick e idénticos ojos grises. La joven clavó la mirada en el Porsche de Miley.
–¡Eh, Nick, es un Porsche! –Llevaba el pelo casi corto como el de su hermano, lo que destacaba aún sus bonitas facciones. Se volvió hacia Miley y la miró con reverente asombro– ¿Es tuyo?
Miley asintió, sorprendida por la inmediata simpatía que le inspiró aquella adolescente que tanto se parecía a Nick, aunque su carácter era el polo opuesto: todo lo que el tenía de reservado lo tenía ella de extrovertida.
–Debes de ser muy rica –prosiguió la muchacha ingenuamente–. Me refiero a que Laura Frederickson es muy rica, pero nunca ha tenido un Porsche.
Miley se quedó perpleja al oír la referencia al dinero. También sintió curiosidad. ¿Quién sería Laura Frederickson? Nick parecía muy enojado por las palabras de su hermana.
–¡Basta, Julie! –le advirtió.
–Oh, lo siento –se disculpó ella, sonriéndole, y se volvió hacia Miley –. ¡Hola! Soy la increíblemente maleducada hermana de Nick. Me llamo Julie. ¿Vas a pasar? –Abrió la puerta–. Papá subió hace un ratito –le dijo a Nick–. Esta semana tiene el turno de las once, así que cenaremos a las siete y media. ¿Te parece bien?
–Sí, claro –respondió Nick, y colocando una mano en la espalda de Miley , la invitó a entrar. La joven miró alrededor mientras el corazón le latía con fuerza, esperando la inevitable llegada del padre. El interior de la casa era parecido a su aspecto exterior, con evidentes muestras de decadencia por todas partes, eclipsando el encanto de un estilo antiguo. Los suelos de madera estaban deteriorados; las alfombras, gastadas. Frente a una chimenea de ladrillo con estanterías empotradas en la pared, había un par de sillones verdes junto a un sofá tapizado con una tela estampada con dibujos, que tiempo atrás habían parecido hojas de otoño. Detrás del salón se hallaba el comedor, con muebles de arce, y más allá una puerta abierta dejaba entrever la cocina. A la derecha, una escalera conducía desde el  comedor al primer piso.

Miley vio que por la escalera bajaba un hombre muy alto y delgado, de pelo ya grisáceo y rostro ajado. En una mano llevaba un diario plegado; en la otra, un vaso que contenía un líquido de color ámbar oscuro. Por desgracia, Miley no vio al hombre hasta el último momento, y la inquietud que la abrumaba mientras paseaba la vista por la casa aún se reflejaba en su rostro cuando clavó la mirada en el vaso que sostenía el  padre de Nick.
–¿Qué pasa aquí? –preguntó el hombre al entrar en el salón. Primero miró a Miley y a Nick y finalmente a Julie, que deambulaba en torno de la chimenea, admirando con disimulo los pantalones de Miley , sus sandalias italianas y su camisa de safari ocre.

En respuesta a su padre, Nick hizo las presentaciones de rigor.
–Miley y yo nos conocimos durante mi estancia en Chicago el mes pasado –informó Nick–. Nos casaremos el sábado.
–¡Qué...! –exclamó el padre.
–¡Fantástico! –gritó Julie, atrayendo la atención todos–. Siempre he querido tener una hermana mayor, pero nunca imaginé que se presentara con su propio Porsche.
–Su propio ¿qué? –inquirió Patrick Farrell a su incontenible hija.
–Porsche –repitió Julie extáticamente, y dirigiéndose a la ventana corrió la cortina para que su padre viera de qué estaba hablando. El coche de Miley centelleaba bajo el sol, blanco, elegante y lujoso, tan fuera de lugar como la propia Miley. Así debió de pensarlo Patrick, porque cuando su mirada se apartó del vehículo para clavarse en Miley , frunció de tal modo su poblado entrecejo que las arrugas entre sus desvaídos ojos azules se convirtieron en profundos surcos.
–¿Chicago? –masculló–. Solo estuviste unos pocos días en Chicago.
–¡Amor a primera vista! –declaró Julie, rompiendo el tenso silencio–. ¡Qué romántico!

Patrick Farrell había reparado en la inquietud de Miley cuando esta miraba la casa momentos antes, y la atribuyó al desdén que le inspiraba no solo la vivienda, sino también él mismo. Sin embargo, en el rostro de la joven no se reflejaba más que el miedo que le inspiraba su propio e incierto futuro.
Patrick Farrell miró a Miley a los ojos.
–Amor a primera vista –dijo, parafraseando a su hija y estudiando a Miley con evidente desconfianza–. ¿Eso es lo que pasó?
–Claro –intervino Nick, dispuesto a cambiar de tema. Sin esperar respuesta, rescató a Miley preguntándole si deseaba descansar antes de la cena. Ella se habría aferrado a un clavo ardiente para escapar de aquella situación. Jamás había sufrido una humillación mayor, salvo cuando le confesó a Nick que estaba embarazada. Así pues, asintió y Julie sugirió que fuera a su propia habitación. Nick salió y sacó del coche el equipaje de Miley.

Ya en el dormitorio, la joven se desplomó en el lecho de cuatro columnas de Julie. Nick dejó la maleta en una silla.
–Lo peor ya ha pasado –susurró.
Sin mirarlo, Miley meneó la cabeza y se retorció las manos.
–No lo creo. Esto es solo el principio. –Eligió el menor de los problemas que vislumbraba en su horizonte–: Tu padre me ha odiado en cuanto me vio.
–Eso no hubiese sucedido si no hubieras mirado el vaso de té que llevaba en la mano como si fuera una serpiente enroscada –ironizó Nick.
Tumbada en la cama, Miley dirigió la mirada al techo y tragó saliva, avergonzada y desconcertada.
–¿Eso hice? –preguntó con voz ronca, cerrando los ojos como para desterrar la imagen.
Nick se quedó mirando aquella desolada beldad echada sobre la cama como una flor marchita. La recordó seis semanas atrás, en el club de campo, riendo maliciosamente y haciendo todo lo posible para distraerlo. Notó los cambios producidos en la joven, y un sentimiento extraño y desconocido le atravesó el corazón. Pensó en lo absurdo de la situación actual de ambos: dos perfectos desconocidos que, no obstante, se conocían íntimamente.

En comparación con cualquier otra mujer con la que hubiese tenido relaciones sexuales, Miley era de una inocencia evidente. Y sin embargo, estaba embarazada de su hijo.
Además, los separaba un inmenso abismo social. Un abismo que salvarían por medio del matrimonio para luego ampliarlo con el divorcio.
No tenían nada en común, excepto una asombrosa noche de amor. Amor dulce y cálido, cuando la seductora muchacha se había convertido en sus brazos en una virgen asustada y después en un lacerante placer. Una inolvidable noche de amor que lo había perseguido desde entonces, una noche en la que fue víctima de la seducción de Miley , para luego convertirse en persistente seductor, desesperado como nunca en su vida por crear un clima que nunca olvidarían.

Y sin duda lo había conseguido. Fruto de todo ello, se había convertido en padre.
Una esposa y un hijo no formaban parte de la vida que Nick se había trazado. Por otra parte siempre había sabido, desde que forjara sus planes hacía diez años, que tarde o temprano ocurriría algo y él tendría que adaptarse a las nuevas circunstancias. La responsabilidad hacia Miley y el niño llegaba en un momento muy inoportuno, pero él estaba acostumbrado a cargar con grandes responsabilidades. No, aquella carga no le molestaba tanto como otras cosas, la más importante de las cuales era la ausencia de esperanza y alegría en el rostro de Miley Bancroft. La posibilidad de que a causa de lo ocurrido seis semanas antes nunca más se iluminara aquel rostro fascinante era algo que a Nick le dolía más de lo que habría creído posible. 

Con este sentimiento, se inclinó hacia ella y, tomándola por los hombros, le susurró unas palabras que más que una broma, sonaron como una orden.
–¡Levanta ese ánimo, bella durmiente!
Miley abrió los ojos y vio la sonrisa de Nick. Se sentía miserablemente confusa.
–No puedo –musitó con voz ronca–. Vamos a cometer una locura. Casándonos, solo empeoraremos las cosas, para nosotros y para el niño.
–¿Por qué dices eso?
–¿Por qué? –replicó ella, enrojeciendo de humillación–. ¿Cómo puedes preguntarme por qué? ¡Dios mío, desde aquella noche no has querido saber nada de mí! Ni siquiera me has telefoneado. ¿Cómo puedes...?
–Pensaba llamarte –interrumpió Nick. Miley abrió desorbitadamente los ojos al oír las increíbles palabras–. Al volver de Venezuela dentro de un par de años –prosiguió él. De no haberse sentido tan mal, Miley se habría echado a reír, pero lo que oyó a continuación la llenó de asombro–. Si hubiera tenido la más remota esperanza de que deseabas verme, te habría llamado mucho antes.
Dividida entre la incredulidad y una dolorosa esperanza, Miley cerró los ojos, tratando inútilmente de afrontar su situación emocional. Era excesivo en todos los sentidos: demasiada desesperación, demasiado alivio, demasiada esperanza y demasiado gozo.
–¡Levanta ese ánimo! –insistió Nick, súbitamente feliz al comprender que ella sí deseaba verlo de nuevo. Después de aquella noche, Nick había dado por sentado, entre otras cosas, que a la dura luz del día Miley vería las cosas más claras y se impondría la realidad. Él no tenía dinero ni pertenecía a la alta sociedad. Obstáculos ambos insalvables. Pero al parecer, estaba equivocado.

Miley respiró hondo, con cierta dificultad, y hasta que la oyó hablar Nick no se dio cuenta que intentaba valerosamente seguir su consejo: animarse. Con sonrisa trémula, la muchacha murmuró, sombría:
–¿Vas a ser un marido protestón?
–Supongo que mi papel es el opuesto.
–¿De veras?
–Bueno, son las esposas las que protestan.
–¿Qué hacen los maridos?
Nick le lanzó una fingida mirada de superioridad y respondió:
–Los maridos mandan.
En contraste con sus palabras, la sonrisa y la voz de Miley fueron de una dulzura angelical:
–¿Qué quieres apostar?
Nick desvió la mirada de los labios de la muchacha y la clavó en sus ojos, brillantes como joyas. Hipnotizado, contestó con toda honestidad:
–Nada.
Y entonces ocurrió algo inesperado para Nick. En lugar de alegrarse, Miley se echó a llorar. De inmediato él se sintió culpable, pero Miley le echó los brazos al cuello y lo atrajo hacia sí, refugiándose en su brazo e invitándolo a que se tendiera a su lado en la cama. Temblorosa y entre sollozos, cuando por fin habló sus palabras eran casi ininteligibles.
–Dime. La prometida de un granjero, ¿tiene que preparar conservas de frutas y verduras?
Nick reprimió la risa y le acarició la exuberante cabellera.
–No.


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