domingo, 22 de septiembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 12


–¿Tienes idea de lo excitante y receptiva que eres? –le preguntó Nick con voz ronca y teblorosa, rozando la mejilla de Miley con los labios.
Ella no contestó, porque la realidad de lo que había hecho empezaba a infiltraese en su conciencia, quería rechazarla. Ahora no. Todavía no. Nada debía estropear aquel momento. Cerró los ojos y escuchó las dulces palabras que Nick seguía susurrándole, mientras con un dedo le rozaba la mejilla.
Y entonces él hizo una pregunta que exigía respuesta.
–¿Por qué? –inquirió con voz suave–. ¿Por qué ahora? ¿Por qué conmigo?

Miley se puso tensa ante aquella pregunta. Suspiró con un sentimiento de pérdida y, tendiendo los brazos, tomó la colcha de lana que había en un extremo del sofá y se envolvió en ella. Había conocido la intimidad física del sexo, pero nadie le había advertido del extraño e incómodo sentimiento que sobrevenía después. Se sentía emocionalmente desnuda, al descubierto, indefensa, torpe.
–Creo que será mejor que nos vistamos –dijo con nerviosismo–. Después responderé a tus preguntas. Enseguida vuelvo.

En su habitación Miley se puso una bata azul y blanca y se la sujetó con un cinturón. Bajó por las escaleras, todavía descalza. En el pasillo miró el reloj. Su padre no tardaría más de una hora en volver.
Encontró a Nick hablando por teléfono en el estudio, completamente vestido a excepción de la corbata, que se había metido en un bolsillo.
–¿Qué dirección es esta? –le preguntó a Miley. Ella se la dio y Nick informó a la agencia de taxis–. Les he dicho que vengan dentro de media hora. –Se dirigió a la mesa de té y cogió la copa de coñac.
–¿Puedo servirte alguna otra cosa? –preguntó Miley,  puesto que era lo propio de una buena anfitriona cuando la velada se acercaba a su fin. ¿O era el recibimiento propio de una camarera?, pensó con nerviosismo.
–Me gustaría que contestaras mi pregunta –dijo él. –Quiero saber qué te decidió a hacer lo que has hecho esta noche.

Miley creyó advertir cierta tensión en su voz, aunque su rostro no reflejaba emoción alguna. La joven suspiró, apartó la mirada y la fijó tímidamente en las incrustaciones de la madera del escritorio.
–Durante años mi padre me ha tratado como a una ninfómana y nunca he hecho nada para merecerlo. Cuando esta noche insististe en que tenía que haber una razón para que él me «vigilara», en mi interior se encendió una luz. Creo que llegué a la conclusión de que si de todos modos iban a tratarme como a una ramera, no estaría mal saber lo que es acostarse con un hombre. Al mismo tiempo tenía la loca idea de castigarte a ti... y a él. Quería demostraros que estabais equivocados.

Un ominoso silencio siguió a estas palabras. Por fin, Nick lo interrumpió bruscamente.
–Podrías haberme sacado de mi error con solo de decir que tu padre es un cretino tiránico y receloso. Te habría creído.
Miley sabía que él estaba en lo cierto. Le dirigió una mirada inquieta, preguntándose si la frustración y la ira la habían inducido a acostarse con él o si en realidad le habían servido de excusa para hacer lo que deseaba desde el momento en que conoció a Nick y cayó víctima de su magnetismo sexual. Lo había utilizado. Sí, de un modo extraño había utilizado a una persona por la que sentía gran simpatía para castigar a su padre.

Se produjo otro silencio, más prolongado, durante el cual Nick parecía considerar sus palabras y lo que no había dicho. Fueran cuales fuesen las conclusiones a que llegó, no debieron de gustarle mucho, pues de pronto dejó el vaso en la mesa y miró su reloj. Luego dijo:
–No es necesario que me acompañes.
–Te enseñaré el camino.
Frases amables entre dos extraños que una hora antes se habían entregado a la pasión. Miley se puso de pie pensando en ello. En aquel momento, Nick reparó primero en sus pies descalzos, después en el rostro y en la cabellera suelta. Vestida con una simple bata, Miley no era la misma joven del club, con su vestido sin tirantes y su esmerado peinado. Antes de que él hablara, Miley supo lo que le preguntaría.
–¿Cuántos años tienes?
–No tantos... como crees.
–¿Cuántos? –insistió él.
–Dieciocho.

Miley esperaba una reacción más o menos temible, pero él se quedó mirándola durante un largo instante y después hizo algo que a ella le pareció absurdo. Se volvió, se inclinó sobre el escritorio y anotó algo en un pedazo de papel.
–Es mi número de teléfono en Edmunton –dijo con calma, tendiéndole la nota a Miley –. Permaneceré allí otras seis semanas. Después Sommers sabrá el modo de ponerse en contacto conmigo.

Cuando Nick se fue, Miley se quedó pensativa. Aquel número de teléfono... Si al dárselo trataba de sugerirle que lo llamara alguna vez, era una acción arrome, grosera y completamente odiosa. Y por supuesto, humillante.

Durante casi toda la semana siguiente Miley se sobresaltaba cada vez que sonaba el teléfono, temerosa que fuera Nick. El recuerdo de lo que habían hecho le causaba una enorme vergüenza, y quería olvidarlo y olvidar aquel hombre.
Pero pasó otra semana y se dio cuenta de que en realidad no quería olvidar a Nick. Tras librarse del sentimiento de culpa y el miedo a ser descubierta, se descuidó pensando constantemente en Nick y reviviendo aquellos momentos que días antes quería olvidar. Por la noche, tendida en la cama con la cara apretada contra almohada, sentía el sabor de los labios de Nick en las mejillas y en el cuello, y recordaba cada palabra que él le había susurrado con un ligero temblor en la voz. Pensó también en otras cosas, como el placer que le había producido pasear con él por el parque de Glenmoor y la manera en que se había reído con las anécdotas que ella contaba. Miley se preguntaba si también Nick pensaría en ella; y si lo hacía, por qué no llamaba.
Tras otra semana sin que Nick diera señales de vida, Miley concluyó que ella debía de ser «prescindible» y que sin duda no le parecía lo bastante «excitante» ni «receptiva». Trató de recordar todo lo que ella le había dicho. ¿Pudo haberlo ofendido inconscientemente? Por ejemplo, cuando le contó la razón por la que se había acostado con él, ¿no lo habría herido en su orgullo? Resultaba difícil de creer. Nicholas Farrell no dudaba su virilidad y del atractivo que ejercía sobre las mujeres. Le había seguido el juego solo minutos después de haberla conocido, en cuanto empezaron a bailar. Así pues, lo más probable era que no hubiese llamado debido a su edad. Miley era demasiado joven para que Nick se molestara por ella.

A la semana siguiente Miley decidió olvidarlo. Llevaba un retraso en su menstruación de dos semanas y la joven deseaba de todo corazón no haber conocido nunca a ese hombre. Con el paso de los días, Miley no podía pensar en otra cosa que no fuera la posibilidad de un embarazo. Una posibilidad aterradora. Demi estaba en Europa y no tenía a nadie a quien recurrir en busca de apoyo. Esperó y rezó, prometiendo fervientemente a Dios que si no estaba embarazada no volvería a hacer el amor hasta después de casarse.

Pero o bien Dios no escuchaba sus oraciones o era inmune al soborno. De hecho, la única persona que parecía advertir que Miley se debatía en silenciosa agonía era su padre.
–¿Qué te pasa, Miley? –le preguntaba una y otra vez.
–No me pasa nada.
Hasta hacía poco el mayor problema de su vida era a qué universidad ir. Ahora eso carecía de importancia y ella estaba demasiado preocupada para discutir con su padre sobre lo ocurrido con Nick en Glenmoor, demasiado ausente para seguir pugnando con él, dominada por aquella terrible ansiedad.

Habían transcurrido seis semanas y ya llevaba dos faltas en su período. Miley se sentía aterrorizada. Trataba de infundirse ánimos pensando que no se sentía mal por las mañanas ni en ningún otro momento del día, pero de todos modos concertó una cita con el médico.
Acababa de hacerlo cuando su padre llamó a la puerta de la habitación. Entró esgrimiendo un gran sobre que le entregó a su hija. En el remitente se leía «Universidad del Noroeste».
–Tú ganas –dijo Philip sin más retórica–. No puedo soportar verte así por más tiempo. Quieres ir a esa universidad, pues ve. Pero los fines de semana vendrás a pasarlos aquí, y eso no es negociable.
Miley abrió el sobre, en el que le notificaban que había sido aceptada para el semestre de otoño. La joven hizo un esfuerzo por sonreír.

Miley no acudió a su propio médico, porque era un un viejo amigo de su padre. Había concertado la cita muy lejos de su casa y su ambiente, en la zona sur de Chicago, para tener la seguridad de no encontrar alguna cara conocida. En una sórdida clínica de planificación familiar el atareado médico que la atendió confirmó los peores temores de la joven: estaba embarazada.
Miley escuchó el diagnóstico con mortal tranquilidad, pero durante el viaje de regreso a casa empezó sentirse aturdida, y ya en su habitación se vio poseída por el pánico. No podía afrontar la idea del aborto, ni estaba dispuesta a entregar a su hijo en adopción. Tampoco se sentía capaz de decirle a su padre que iba a convertirse en madre soltera y, en consecuencia, en el nuevo escándalo de la familia Bancroft. Solo le quedaba una alternativa. Llamó al número que Nick le había dado. Al no obtener repuesta, telefoneó a Jonathan Sommers y, con el pretexto de que Nick había olvidado un objeto personal, le pidió la dirección. Sommers se la dio y le comentó que Farell aún no había salido hacia Venezuela.

Philip no se encontraba ese día en la ciudad, circunstancia que Miley aprovechó. Metió lo imprescindible en una pequeña maleta, dejó una nota informando de que estaba con unos amigos y subió al coche para dirigirse a Indiana.
En su desesperado estado mental, Edmunton le pareció una ciudad sombría: un cúmulo de chimeneas, fábricas y acererías. La dirección de Nick la llevó a una distante zona rural que le produjo la misma triste impresión que la ciudad. Después de media hora de viajar por una carretera rural y luego por otra, Miley tuvo que renunciar a encontrar la calle de Nick, y se detuvo para preguntar en una ruinosa estación de servicio.

Un mecánico obeso, de mediana edad, se quedó mirando primero el Porsche de Miley y después a ella, de un modo que hizo que la joven se estremeciera. Le indicó la dirección que buscaba y entonces el hombre se volvió y gritó:
–Eh, Nick. ¿No es esta tu calle?
Miley abrió los ojos desorbitadamente cuando el hombre que estaba reparando un camión viejo sacó la cabeza de debajo del capó. Era Nick. Tenía las manos llenas de grasa, vestía unos vaqueros viejos y raídos y poseía el aspecto del mecánico de un pueblo remoto y semiabandonado. Miley quedó tan asombrada y estaba tan asustada de su embarazo, que fue incapaz de ocultar sus sentimientos mientras se dirigía hacia él. Nick se dio cuenta y dejó de sonreír. Sus facciones se endurecieron y cuando habló, sus palabras carecían de toda emoción.
–Miley –dijo con un breve gesto de asentimiento–. ¿Qué te trae por aquí?

No la miró, sino que se concentró en limpiarse las manos con un trapo que se sacó del bolsillo trasero del pantalón. Miley tuvo la opresiva sensación de que él sabía la causa de su presencia allí, lo que explicaba la repentina frialdad de su acogida. Deseó morir, con la misma convicción que deseó no haber acudido a aquel lugar. Sin duda cualquier ayuda que Nick le prestara sería forzada.
–En realidad... nada –mintió Miley , acompañando sus palabras de una sonrisa vacía. Volvió al coche y tenía ya una mano en la palanca de cambios cuando añadió–: Salí a pasear y sin darme cuenta me metí por esta zona. Supongo que será mejor que me vaya y...

Nick levantó la mirada y ella se interrumpió. Aquella mirada parecía conocer todos los secretos de su corazón.
Nick abrió la portezuela del Porsche.
–Yo conduciré –dijo, y Miley obedeció de inmediato. Bajó del coche para cederle el asiento del conductor y, rodeando el vehículo, se sentó a su lado. Por su parte, Nick se dirigió al tipo rollizo que permanecía junto al Porsche, observando la escena con la repulsiva fascinación de una persona más educada–. Volveré dentro de una hora.
–Diablos, Nick, ya son las tres y media –le recordó el hombre, y al sonreír dejó al descubierto una dentadura mellada–. Tómate el resto del día. Una mujer con tanta clase como esa merece pasar más de una hora contigo.


Miley se sintió totalmente humillada y, por si fuera poco, Nick pareció furioso al arrancar el coche y ir a toda velocidad por la tortuosa carretera rural, levantando una nube de polvo.
–¿Te importaría ir más despacio? –rogó Miley con voz temblorosa. Para su sorpresa y alivio, Nick obedeció. Tratando de romper el hielo, ella tomó la iniciativa–. Creí que trabajabas en una fundición –fue lo primero que se le ocurrió decir.
–Y así es. Pero los fines de semana me saco unos dólares como mecánico.
–¡Oh! –musitó ella, incómoda. Poco después tomaron una curva y Nick dirigió el coche al claro de un pequeño bosque. Había una vieja mesa para picnic. Al lado de una destartalada parrilla de ladrillo se veía una angosta tabla de madera caída, con la inscripción «Terreno de esparcimiento para automovilistas. Cortesía del club de Leones de Edmunton».

Nick apagó el motor y, en el silencio que siguió, Miley miró hacia delante, sintiendo en los oídos los frenéticos latidos de su corazón. Intentaba adaptarse al hecho de que aquel extraño que estaba a su lado era la misma persona con la que había reído y hecho el amor apenas seis semanas antes. El dilema que la había llevado hasta allí pendía sobre su cabeza como una espada de Damocles, y se sentía presa de la indecisión. Trataba de reprimir el llanto. Él hizo un movimiento y Miley dio un respingo, mirándolo fijamente. Nick bajó del coche, se acercó a la portezuela de Miley y la abrió para que ella saliera. La muchacha miró alrededor con falso interés.
–Bonito paisaje –dijo con voz tensa–. Pero de veras, tengo que volver a casa. Se me ha hecho tarde.
Nick se apoyó en la mesa para picnic y arqueó las cejas, como quien espera algo más. Miley pensó que deseaba una explicación verosímil de su visita. De todos modos, el incómodo silencio de Nick y su mirada fija amenazaban con destruir el precario control que ella se esforzaba en mantener. Los pensamientos que durante aquel día la habían torturado la mortificaban de forma más descarnada que nunca. Estaba embarazada y a punto de convertirse en madre soltera; su padre enloquecería de ira y dolor. ¡Estaba embarazada! Y el responsable de su angustia se hallaba sentado frente a ella. La observaba retorcerse como si no importara, con la indiferencia del científico que ve con el microscopio los frenéticos movimientos de un insecto. 

Súbitamente furiosa, Miley se volvió contra su verdugo e inquirió:
–¿Estás enojado por algo, o con tu silencio pretendes demostrar tu perversidad?

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