miércoles, 11 de septiembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 4


Diciembre de 1973
El sonido de campanas que Nick Farrell oía en su cabeza se vio superado por el del ritmo acelerado de su corazón. Se hundía en el cuerpo ansioso y exigente de Laura, que quería más y con las caderas lo obligaba a penetrarla. Estaba como loca, cerca del éxtasis... Las campanas empezaron a sonar rítmicamente, pero no con los melodiosos tañidos de las de las torres de la iglesia en el centro del pueblo, ni los resonantes del cuartel de bomberos al otro lado de la calle.
–Eh, Farrell. ¿Estás ahí dentro? –Campanas.
Sin duda estaba «dentro». De hecho, muy cerca del estallido final, pero las campanas seguían allí.
–Maldito seas, Farrell... ¿Dónde diablos estás? –Entonces el sonido penetró en su mente: fuera, junto a los surtidores de la estación de servicio, alguien tocaba el timbre y gritaba su nombre.
Laura se quedó rígida y emitió un pequeño alarido.
–¡Oh, Dios, ahí fuera hay alguien! –Demasiado tarde. Él no podía detenerse y tampoco quería. No había deseado hacerlo allí, pero ella le insistió, lo convenció, y ahora su cuerpo se mostraba insensible a la amenaza de la intrusión. Se aferré a las nalgas redondeadas de Laura, la tumbó, la embistió con fuerza y alcanzó el orgasmo. Tras un pequeño descanso, se separó del cuerpo de la chica, con suavidad pero también con prisa y se sentó. Ella procedió a bajarse y alisarse la falda y a ajustarse el suéter. Entonces Nick la llevó a ocultarse tras una pila de neumáticos y se situó frente a la puerta, justo en el momento en que esta se abría. Owen Keenan entró, receloso y ceñudo.
–¿Qué diablos pasa aquí, Nick? Casi he echado abajo este lugar con mis gritos.
–Estaba haciendo una pausa –replicó Nick, mesándose el negro pelo, lógicamente despeinado–. ¿Qué quieres?
–Tu padre está borracho, en Maxine. El sheriff va para allá. Si no quieres que pase la noche en la cárcel, será mejor que llegues primero.
Cuando Owen se hubo marchado, Nick recogió del suelo el abrigo de Laura, sobre el que habían hecho el amor, le quitó el polvo y ayudó a la chica a ponérselo. Nick sabía que una amiga la había traído, lo que significaba que él tendría que llevarla de vuelta.
–¿Dónde has dejado tu coche? –le preguntó Nick.
Laura se lo dijo y él asintió.
–Te llevaré allí antes de ir a rescatar a mi padre.
Las luces de Navidad colgaban en las esquinas de la calle principal. Sus colores se desdibujaban a causa de la nevada que estaba cayendo. En el extremo norte del pueblo una guirnalda roja de plástico colgaba sobre un letrero que rezaba: «Bienvenidos a Edmunton, Indiana. Población: 38.124». De un altavoz proporcionado por el club Elks surgían las notas de Noche de paz,confundiéndose con las de Jingle Bells que emergían de un trineo de plástico colocado en el techo de la ferretería de Horton. Aquella nieve suave y las luces navideñas obraban milagros. En efecto, a la cruda luz del día Edmunton era una pequeña ciudad provinciana encaramada en la pendiente de un valle poco profundo. De sus acererías se elevaban al cielo apiñadas chimeneas, dispersando incesantemente nubes de humo y de vapor en elaire. La oscuridad era un manto negro que cubría el sombrío espectáculo; ocultaba el extremo sur de la ciudad, donde las buenas viviendas daban paso a las chozas, las tabernas y las casas de empeño. Más allá, la tierra de labranzadesnuda en invierno.

Nick estacionó su furgoneta de reparto en un rincón oscuro del aparcamiento situado junto a la tienda de Jackson, donde Laura había dejado su coche. La muchacha se arrimó a él.
–No lo olvides –le susurró, echándole los brazos al cuello–; tienes que recogerme esta noche a las siete, al pie de la cuesta. Terminaremos lo que empezamos hace una hora. Pero Nick, no asomes la cara. Mi padre vio tu furgoneta aquí la última vez y empezó a hacer preguntas.
Nick la miró y de pronto sintió asco. Asco de sí mismo, por la atracción sexual que la chica ejercía sobre él. Laura hermosa, rica, mimada y egoísta. Él era consciente de todo eso.

Se había dejado utilizar por Laura, había consentido en ser para ella un objeto sexual, viéndose arrastrado a encuentros clandestinos, a intentos furtivos, permitiendo que ella lo hiciera esperar al pie de la cuesta y no enfrente de su casa, como sin duda hacían sus amigos socialmente aceptables.
Aparte de la atracción sexual, él y Laura no tenían nada en común. El padre de Laura Frederickson era el ciudadano más rico de Edmunton, y su hija estudiaba primer curso en una costosa universidad del Este. Nick trabajaba en una fábrica de acero durante el día, asistía a las clases nocturnas de la delegación local de la Universidad Estatal de Indiana y los fines de semana se ganaba unos dólares como mecánico.

Nick abrió la portezuela para que Laura saliera y le dio un ultimátum con voz dura e inflexible.
–Esta noche te paso a buscar por la puerta de tu casa o haces otros planes sin contar conmigo.
–Pero ¿qué diré a mi padre cuando vea tu furgoneta frente a la casa?
Insensible a la aterrada mirada de la chica, Nick respondió con voz sardónica:
–Dile que mi limusina está averiada.



Diciembre de1973
La larga hilera de limusinas se deslizaba con lentitud hacia la puerta principal del hotel Chicago Drake. Al llegar, iban bajando sus jóvenes ocupantes.
Los porteros se movían de uno a otro lado, escoltando desde el automóvil hasta el vestíbulo a todo grupo de recién llegados. Ni en las palabras de los porteros ni en la expresión de sus rostros había el menor signo de condescendencia o regocijo. Esos jóvenes huéspedes, luciendo traje de etiqueta y largos vestidos de fiesta, no eran chicos corrientes que asistían a un baile de gala o a la celebración de una boda. No parecían asombrados en aquel entorno lujoso, ni se mostraban inseguros en cuanto a la manera de comportarse. Eran los hijos de las mejores familias de Chicago, lo cual se reflejaba en su porte y en la confianza y seguridad con que se movían. Si algo delataba su edad, era tal vez el entusiasmo, la efervescencia que les provocaba la velada que tenían ante sí.

Hacia el final de la procesión de automóviles con chófer, Miley observaba desde el suyo cómo iban saliendo los demás. Estaban allí para asistir a la cena con baile anual de la señorita Eppingham. Esta noche sus alumnos, cuyas edades oscilaban entre los doce y los catorce años, tendrían que demostrar que el curso de comportamiento social que ella había impartido durante seis meses no había caído en saco roto. Eran habilidades que cuando fueran adultos necesitarían para moverse con seguridad en el refinado estrato social al que pertenecían. Por esta razón, esa noche los cincuenta estudiantes pasarían por la fila de recepción, ocuparían su puesto en las mesas de un lujoso banquete compuesto de doce platos, y después protagonizarían el baile.

Miley observaba por la ventanilla de su automóvil aquellas caras alegres y confiadas que se reunían en el vestíbulo. Era, de todos los invitados e invitadas, la única que llegaba sola, según comprobó al ver que las otras chicas salían de los coches en grupo o acompañadas por una «escolta», que frecuentemente se componía de hermanos o primos mayores, ya graduados en el curso de la señorita Eppingham. Con el corazón desolado, Miley observaba los preciosos trajes de las otras chicas, sus espléndidos peinados con los rizos entrelazados con cintas de terciopelo o sostenidos por brillantes diademas.

La señorita Eppingham había reservado para esta ocasión el Gran Salón de Baile, al que Miley accedió desde el vestíbulo de mármol con el estómago y las rodillas temblorosas por los nervios. Sentía una gran aprensión. Se detuvo en el rellano y luego se dirigió directamente al tocador de señoras. Ya dentro, se situó frente al espejo, con la esperanza de tranquilizarse ante su aspecto. En realidad, y teniendo en cuenta los escasos recursos con que había contado Demi, no estaba tan mal. Lucía una flor de seda prendida en su rubia cabellera, peinada con raya al costado, cayéndole hasta los hombros. 

Miley decidió, con más esperanza que convicción, que la flor le daba un misterioso aire mundano.
Abrió el bolso y extrajo el pintalabios color melocotón de Demi. Se retocó los labios. Satisfecha, se desabrochó el collar de perlas y lo metió en el bolso, haciendo lo propio con las gafas. Mucho mejor, se dijo con la moral alta. Si no bizqueaba y las luces mantenían el salón en la penumbra, existía la posibilidad de que Parker la considerara bonita.

Fuera del salón de baile los congregados se saludaban con la mano y se reunían en grupos. Sin embargo nadie la saludó a ella o la llamó y dijo «espero que nos sentaremos juntos». No era culpa de ellos, Miley lo sabía. En primer lugar, la mayor parte de los presentes se conocían entre sí, eran amigos desde la más tierna infancia, al igual que sus padres. Todos ellos celebraban juntos sus respectivas fiestas de cumpleaños. La alta sociedad de Chicago constituía un gran círculo cerrado, los adultos se ocupaban de que conservase ese carácter y de que sus vástagos, por supuesto, fueran admitidos. La única voz discordante era la del padre de Miley. Con actitud algo contradictoria, deseaba que su hija figurase entre la élite, pero al mismo tiempo no quería verla mezclada con la gente de su edad y su clase, pues los consideraba malas compañías a causa de la excesiva permisividad de sus padres.

Miley pasó sin dificultad por la fila de recepción y se dirigió a las mesas del banquete. Cada asiento estaba indicado en tarjetas grabadas, de modo que, con disimulo, Miley sacó las gafas del bolso y buscó su nombre. Cuando lo localizó en la tercera mesa, descubrió que la habían puesto con Kimberly Gerrold y Stacey Fitzhug, dos de las jovencitas que habían sido «duendes» con ella en la fiesta de Navidad.
–Hola, Miley - la saludaron a coro, mirándola con aquella especie de burlona condescendencia que siempre la hacía sentir torpe y tímida. Sin decir más, siguieron hablando con los chicos sentados entre ellas. La tercera muchacha era la hermana menor de Parker, Rosemary, que saludó a Miley con un vago gesto de indiferencia. Después le susurró algo al oído al muchacho que estaba a su lado y este rió, al tiempo que taladraba a Miley con la mirada.
Reprimiendo con fuerza la incómoda convicción de que Rosemary estaba hablando de ella, Miley miró vivamente alrededor, fingiendo estar fascinada con los recargados adornos rojos y blancos de Navidad. 

La silla a su derecha había quedado vacía a causa de una gripe intempestiva que retuvo en cama al joven que debía ocuparla. Cuando Miley se enteró de esta desgraciada circunstancia se sintió aún más incómoda, pues sería la única en no tener un compañero de mesa.

Iba transcurriendo la cena, plato tras plato. Miley escogía instintivamente el cubierto apropiado entre los once, colocados en torno a los platos. En su casa era habitual comer siguiendo este ceremonial, al igual que en las casas de muchos de los otros estudiantes de la señorita Eppingham. Así pues, ni siquiera la indecisión distraía a Miley del aislamiento que sentía mientras escuchaba a sus compañeros de mesa comentar las últimas películas.
–¿La has visto, Miley  –le preguntó Steven Mormont, adhiriéndose tardíamente a las reglas de la señorita Eppingham, quien sostenía que nadie en una mesa debía quedar fuera de la conversación.
–No. Me temo que no. –Se salvó de tener que decir más, porque en aquel momento empezó a tocar la orquesta y corrieron las cortinas que los separaban de la pista de baile. Era la indicación de que debían darse por concluidas las conversaciones en las mesas y dirigirse ceremoniosamente al salón.

Parker había prometido presentarse a la hora del baile, y estando allí su hermana, Miley tenía la seguridad de que el muchacho cumpliría su promesa. Además, el club de estudiantes de su universidad celebraba una fiesta en otro de los salones de baile, de manera que Parker estaba en el hotel. Miley se puso de pie, se alisó el cabello, apretó la barriga y se dirigió a la pista.
Durante las dos horas siguientes la señorita Eppingham desplegó sus mejores artes de anfitriona, circulando entre sus huéspedes y asegurándose de que todos y cada uno de ellos tuviera con quien hablar y con quien bailar. Una y otra vez, Miley se dio cuenta de que la señorita le enviaba a un chico remiso con la orden de que la sacara a bailar.

Hacia las once, todos los chicos y las chicas de la señorita Eppingham se habían dividido en grupitos, y la pista de baile estaba casi desierta, debido sin duda a la música de la orquesta, obviamente anticuada, Miley era una de las cuatro parejas que todavía estaban bailando, y su compañero, Stuart Whitmore, hablaba animadamente de su objetivo en la vida, que era unirse a la firma de abogados que presidía su padre. Como Miley, era serio e inteligente. Por ello lo prefería a ninguno de los otros chicos de aquella multitud, sobre todo después de sacarla a bailar espontáneamente, sin ser enviado por nadie. Miley lo escuchaba, pero su mirada no se apartaba de la puerta del salón de baile, hasta que de pronto apareció Parker con tres de sus amigos de la universidad. Parker tenía un aspecto espléndido, con su esmoquin negro, su abundante pelo rubio y su rostro bronceado por el sol. El corazón de Miley latió con fuerza. Al lado de Parker, los demás chicos, incluidos los que lo acompañaban, parecían seres insignificantes.
Advirtiendo que Miley se había puesto rígida, Stuart interrumpió su discurso acerca de los requisitos de la facultad de derecho y miró hacia la puerta.
–Oh. Allí está el hermano de Rosemary –dijo.
–Sí, ya lo sé –musitó Miley, con aire ensoñador.
Stuart advirtió su reacción e hizo una mueca.
–¿Qué tiene Parker Reynolds que les quita el aliento a todas las chicas?–preguntó con ironía–. ¿Por qué lo prefieres? ¿Porque es más alto, porque es mayor y más agradable que yo?
–No debes subestimarte –contestó Miley, con sinceridad pero algo distraída. Observaba a Parker, que en aquel momento cruzaba el salón en dirección a su hermana para sacarla a bailar–. Eres muy inteligente y agradable.
–Tú también.
–Serás un abogado brillante, como tu padre.
–¿Te gustaría salir conmigo el sábado por la noche?
–¿Qué? –Miley suspiró y miró a Stuart–. Bueno... –añadió apresuradamente–, es muy amable de tu parte, pero mi padre no me permite salir con chicos. No me lo permitirá hasta dentro de dos años, cuando cumpla los dieciséis.
–Gracias por desairarme con tanta amabilidad.
–¡No te he desairado! –replicó Miley, pero se olvidó de todo al ver que uno de los amigos de Rosemary Reynolds se la había arrebatado a su hermano y este se volvía y se encaminaba a la puerta–. Perdóname, Stuart –dijo Miley con cierta desesperación–, pero tengo que darle algo a Parker. –Sin percatarse de que estaba atrayendo las miradas de gran parte de la concurrencia, corrió por la pista desierta y alcanzó a Parker justo cuando estaba a punto de salir con sus amigos. Estos le dedicaron una mirada curiosa, como si fuera un insecto entrometido, pero la sonrisa de Parker era auténtica y cálida.

–Hola, Miley. ¿Te estás divirtiendo?
Miley asintió con la esperanza de que Parker recordara que le había prometido un baile. Luego sintió que el alma se le caía a los pies al darse cuenta de que el muchacho solo esperaba que ella le dijera qué la traía allí. Se ruborizó al advertir que estaba mirando a Parker como quien adora a un dios en silencio.
–Tengo... tengo algo que darte –farfulló con voz temblorosa, mientras buscaba en su bolso–. Bueno... mi padre quiere que te dé esto. –Sacó el sobre con las entradas de la ópera y la tarjeta de cumpleaños, pero con tan mala suerte que el collar de perlas se escurrió del bolso y cayó al suelo. Se agachó de inmediato para recogerlo, al mismo tiempo que también lo hacía Parker y sus frentes chocaron con fuerza. Miley se disculpó y, al incorporarse, el pintalabios de Lisa también cayó al suelo. Jonathan Sommers, uno de los amigos de Parker, se inclinó para recogerlo.
–Oye, ¿por qué no vacías tu bolso y así lo recogemos todo de una sola vez? –bromeó Jonathan. Su aliento olía a alcohol.

Miley advirtió horrorizada las risas disimuladas de los alumnos de la señorita Eppingham. Prácticamente le tiró el sobre a Parker, y metió a toda prisa en el bolso las perlas y el pintalabios. Luego se volvió, conteniendo las lágrimas y con el propósito de emprender una ignominiosa retirada. Entonces Parker se acordó finalmente del baile que le había prometido.
–¿Qué hay del baile que me prometiste? –preguntó con amabilidad.
Miley se volvió con la mirada encendida.
–Oh, lo había... olvidado. ¿Quieres? ¿Deseas bailar?
–Es la mejor oferta que me han hecho en toda la noche –aseguró el muchacho con galantería. En aquel momento la orquesta atacaba los compases de Bewitched, Botbered, and Bewildered. Miley se dejó llevar por Parker y sintió que su sueño se hacía realidad. Bajo la punta de sus dedos sentía la suave textura del negro esmoquin de Parker y la sólida firmeza de su espalda. El joven usaba una colonia maravillosa. ¡Y qué bien bailaba! Miley se sentía tan perdidamente abrumada que expresó su pensamiento en voz alta:
–Eres un bailarín maravilloso.
–Gracias.
–Y estás muy guapo con este esmoquin.
Parker esbozó una suave sonrisa, y Miley echó la cabeza atrás.
–También tú estás muy bonita –susurró el muchacho.

Miley sintió el rubor de sus mejillas y fijó la mirada en el hombro de Parker. Por desgracia, con todo lo ocurrido con el bolso, el alfiler que sujetaba la flor de seda se había aflojado y esta se corrió hacia abajo, colgando tontamente de su tallo de alambre engarzado en el pelo. Miley no se dio cuenta de lo ocurrido. Su mente estaba ocupada en la tarea de encontrar algo sofisticado e ingenioso que decir. Por fin, inclinando atrás la cabeza, lanzó una pregunta con el más vivo interés.
–¿Cómo estás pasando las vacaciones de Navidad?
–Muy bien –contestó Parker, bajando la mirada hasta el hombro de Miley y su flor caída–. ¿Y tú?
–También muy bien –respondió con torpeza. Parker la soltó en cuanto terminó la música. Se despidió con una sonrisa. Consciente de que no debía quedarse allí mirándolo alejarse, Miley se volvió con rapidez y entonces se vio reflejada en un espejo. La flor de seda pendía est/úpidamente del pelo, y se la arrancó con la esperanza de que hubiera permanecido en su sitio mientras bailaban.

En la cola del guardarropa contempló detenidamente la flor que ahora llevaba en la mano. ¿Y si le había estado colgando y balanceándose en el pelo durante el baile con Parker? Miró a la chica que estaba a su lado, y esta, como si le hubiera leído el pensamiento, asintió con la cabeza.
–Sí. La flor te colgaba mientras bailabas con él.
–Me lo temía.
La muchacha le sonrió con simpatía, y de pronto Miley se acordó de su nombre. Brooke Morrison. Miley siempre la había considerado agradable
–¿A qué colegio vas a ir el año que viene? –inquirió Brooke.
–Bensonhurst, en Vermont –contestó Miley.
–¿Bensonhurst? –repitió Brooke, arrugando la nariz–. Eso está en mitad de ninguna parte, con un reglamento propio de una cárcel. Mi abuela fue a Bensonhurst.
–También la mía –replicó Miley con un triste suspiro, deseando que su padre no mostrara tanta insistencia en enviarla allí.


Demi y la señora Ellis estaban sentadas en el dormitorio de Miley cuando esta abrió la puerta.
–¿Y bien? –preguntó Lisa dando un salto–. ¿Cómo te fue?
–Maravillosamente –le contestó Miley, e hizo una mueca–. Si exceptuamos que se me cayó el contenido del bolso cuando le di a Parker la tarjeta de cumpleaños. O que sin darme cuenta le dije lo guapo que estaba y lo buen bailarín que era. –Se dejó caer en la silla que Demi acababa de dejar libre y en ese momento advirtió que la habían cambiado de lugar. En realidad, todo el dormitorio estaba dispuesto de un modo distinto.
–Bueno, ¿qué te parece? –preguntó Demi con una sonrisa descarada, mientras Miley miraba lentamente alrededor y en su rostro aparecía una expresión de sorpresa y felicidad. Además de cambiar los muebles de lugar, Demi había prendido flores de seda de las columnas de la cama. No satisfecha con eso, había hecho acopio de plantas de otras partes de la casa. Con todo ello, el austero dormitorio de Miley tenía ahora un aire femenino de jardín.
–¡Demi, eres asombrosa!
–Claro –contestó su amiga–. La señora Ellis me ayudó –añadió sonriendo con ironía.
–Yo me limité a traer las plantas –objetó el ama de llaves–. El resto lo hizo Demi. Espero que tu padre no tenga nada que objetar –concluyó la mujer, al tiempo que se levantaba para salir. Por el tono de su voz, era obvio que no las tenía todas consigo.

Cuando hubo salido, Demi dijo:
–De alguna manera tenía la esperanza de que tu padre se asomara y viera lo que yo estaba haciendo. Le tenía preparado un gran discursito. ¿Quieres oírlo?
Miley le devolvió la sonrisa y asintió.
Adoptando asombrosamente los modales más finos y con una dicción impecable, Demi comenzó su discurso:
–Buenas noches, señor Bancroft. Soy amiga de Miley y me llamo Demi Pontini. Quiero ser diseñadora de interiores, y por eso he estado practicando aquí. Espero que no tenga nada que objetar. ¿Verdad, señor?
Lo hizo tan bien que Miley acabó por reír. Luego comentó:
–No sabía que quisieras ser diseñadora de interiores.
Demi la miró burlonamente.
–Suerte tendré si termino la escuela secundaria. Ir a la universidad a estudiar diseño... ¡Qué utopía! Somos pobres. –Se interrumpió un momento y añadió con asombro–: La señora Ellis me dijo que tu padre es el Bancroft de Bancroft & Company. ¿Está de viaje o algo así?
–No, tiene una comida con los del comité ejecutivo –contestó Miley  Luego, dando por sentado que Demi se quedaría tan fascinada ante el funcionamiento interno de la compañía como lo estaba ella, continuó–: La orden del día es realmente excitante. Dos de los directores opinan que Bancroft debería extenderse a otras ciudades. El interventor asegura que fiscalmente seria una decisión irresponsable, pero todos los ejecutivos insisten en que el aumento de ventas que produciría la expansión compensaría con creces el desembolso fiscal extra y, en consecuencia, los beneficios de la empresa aumentarían.
–Para mí, todo eso suena a chino –dijo Demi, más pendiente de un mueble que había en un rincón del dormitorio. Lo desplazó un poco hacia delante y el efecto fue sorprendente.
–¿A qué escuela secundaria vas a ir? –preguntó Miley a su amiga, admirándola y pensando que era muy injusto que Demi no pudiera ir a la universidad y potenciar al máximo su talento.
–Kemmerling –contestó Demi.

Miley pestañeó. Para ir a Saint Stephen pasaba por delante de Kemmerling. ¡Qué diferencia! Saint Stephen era un edificio viejo pero bien mantenido e inmaculadamente limpio. Kemmerling, en cambio, era una enorme escuela pública, fea, con estudiantes de aspecto duro y desarrapado. Su padre repetía siempre que una buena formación solo se obtenía en un buen colegio. Largo rato después de que Demi se quedara dormida, Miley permanecía despierta y maquinando. La idea que le bullía en la cabeza requeriría una estrategia más cuidadosa que ninguna otra que hubiera planeado, salvo la de sus citas imaginarias con Parker.



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