domingo, 8 de septiembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 3


Desalentada, Miley se miró otra vez al espejo mientras la señora Ellis, a sus espaldas, asentía en señal de aprobación. Cuando las dos habían salido de compras la semana anterior, el vestido de terciopelo le había parecido a Miley de un brillo resplandeciente. Esa noche, en cambio, el terciopelo marrón tenía un aspecto apagado; y los zapatos, teñidos a juego, parecían propios de una matrona, con sus tacones bajos y gruesos. Miley sabía que los gustos de la señora Ellis eran los de una mujer madura; además habían tenido que contar con las instrucciones del padre, quien dejó bien sentado que el vestido debía ser «adecuado a una jovencita de la edad y la educación recibida por Miley . Habían llevado tres vestidos a casa para el visto bueno de Philip, y aquel fue el único que, según él, no era demasiado «atrevido» o «ligero».

Mirándose al espejo, Miley solo se sentía satisfecha de su peinado. Solía soltarse la cabellera cubriéndole los hombros, peinada con una raya al costado y luciendo una horquilla junto a la oreja. Sin embargo, las observaciones de Demi la habían convencido de que necesitaba un estilo nuevo y más sofisticado. 

Esa noche, había conseguido que la señora Ellis le recogiera el cabello en un moño alto, con gráciles rizos en las orejas. Miley creía que aquel peinado le quedaba muy bien.
Philip entró en la habitación con un puñado de entradas para la ópera.
–Park Reynolds necesitaba dos entradas para Rigoletto y le dije que podía utilizar las nuestras. ¿Quieres dárselas al joven Parker esta noche cuando...? –Alzó la mirada, observó a su hija y frunció el entrecejo–. ¿Qué le has hecho a tu pelo? –preguntó.
–Decidí cambiar un poco esta noche.
–Miley, lo prefiero como te lo peinas siempre. –Posó una mirada de intensa desaprobación sobre la señora Ellis–. Cuando le di este empleo –empezó–, creo que especificamos cuáles serían sus funciones. Además de las tareas de mantenimiento de la casa cuando fuera necesario, usted tenía que aconsejar a mi hija en los asuntos femeninos. ¿Acaso ese peinado es su idea de...?
–Padre, yo le pedí a la señora Ellis que me peinara así –intervino Miley.  La señora Ellis había palidecido y estaba temblando.
–En tal caso antes deberías haberle pedido consejo.
–Sí, claro –musitó Miley.  Detestaba decepcionar o enojar a su padre, ya que él la hacía sentirse singularmente responsable del éxito o fracaso del día o la noche si ella lo ponía de mal humor.
–Bueno, no pasa nada –concedió Philip, al ver que Miley estaba sinceramente arrepentida–. La señora Ellis puede arreglarte el peinado antes de marcharte. Te he traído algo, querida. Un collar. –De un bolsillo de la chaqueta extrajo una caja de terciopelo de color verde oscuro–. Puedes ponértelo esta noche, combinará perfectamente con el vestido. –Miley esperó mientras su padre abría la caja. ¿Sería un medallón de oro o...?–. Son las perlas de tu abuela Bancroft –anunció Philip, y su hija tuvo que esforzarse para ocultar su desolación mientras él extraía el largo collar de perlas–. Vuélvete para que te lo ponga.

Veinte minutos después, Miley se hallaba de nuevo frente al espejo y, al mirarse, intentaba persuadirse con valentía de que estaba bonita. Su peinado era el de siempre, pero el añadido de las perlas era la gota que colmaba el vaso. La abuela las había llevado puestas casi todos los días de su vida; murió con ellas colgadas del cuello. Ahora Miley las sentía como fragmentos de plomo contra sus escasos pechos.
–Perdón, señorita.
La voz del mayordomo, al otro lado de la puerta, la hizo volverse en redondo.
–En el vestíbulo hay una tal señorita Pontini que dice ser condiscípula y amiga de la señorita.
Miley, atrapada, se hundió en el borde de la cama, intentando febrilmente encontrar un modo de salir del atolladero. Pero no lo había, y lo sabía.
–Hágala pasar, por favor.
Apenas había transcurrido un minuto cuando Demi entró en el dormitorio. Miraba a todas partes como si de pronto se encontrara en otro planeta.
–Intenté llamarte –se excusó–, pero tu teléfono estuvo ocupado durante una hora, de modo que decidí arriesgarme y venir. –Hizo una pausa y se volvió, escrutándolo todo–. ¿Quién es el dueño de este montón dc piedras?

En cualquier otra ocasión tan irreverente descripción de su casa hubiera hecho reír a Miley,  pero ahora solo pudo contestar con un tenso murmullo:
–Mi padre.
El rostro de Demi se endureció.
–Lo imaginé cuando el hombre que me abrió la puerta se refirió a ti como «la señorita Miley  con el mismo tono de voz que el padre Vickers emplea para decir «la santa Virgen María». –Giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta.
–¡Demi, espera! –imploró Miley.
–Ya te has divertido a mi costa. De veras que este ha sido un gran día –añadió sarcásticamente, volviéndose–. Primero Mario me saca de paseo con el coche e intenta quitarme la ropa. Y cuando voy a casa de mi «amiga», me encuentro con que se ha estado riendo de mí.
–¡No, eso no es cierto! –exclamó Miley- . Te hice creer que Fenwick, nuestro chófer, era mi padre solo por miedo a que la verdad se interpusiera entre las dos.
–Oh, claro –replicó Demi con sarcástica incredulidad–. Pobre niña rica, deseando desesperadamente hacerse amiga de la insignificante chica pobre que soy yo. Apuesto a que tú y tus ricos amigos os habéis reído a carcajadas de mi madre porque te ha rogado que vengas a compartir nuestros espaguetis y...
–¡Cállate! –la interrumpió Miley. –. ¡No entiendes nada! Me gustan tus padres, quería ser tu amiga. Tú tienes hermanos y hermanas, tías y tíos, y todas las cosas que yo siempre he deseado tener. ¿Crees que porque vivo en esta est/úpida casa todo es maravilloso? ¡Mira cómo te ha cambiado! Una sola mirada y ya no quieres saber nada de mí, y así ha sido siempre en la escuela desde el primer día. Y para tu información –concluyó–, te diré que adoro los espaguetis. ¿Adoro las casas como la tuya, donde la gente se ríe y grita...!
Se interrumpió al ver que la ira daba paso al sarcasmo en el rostro de Demi.
–Te gusta el ruido, ¿es eso?
–Supongo que sí –contestó Miley, sonriendo con desánimo.
–¿Y qué hay de tus amigos ricos?
–En realidad, no tengo ninguno. Quiero decir que conozco a gente de mi edad a la que veo de vez en cuando, pero todos van a los mismos colegios y han sido amigos durante años. Para ellos soy una intrusa. Una rareza.
–¿Por qué te envía tu padre a Saint Stephen?
–Cree que ahí te forman el carácter. Su hermana y mi abuela fueron a ese colegio.
–Tu padre parece un tipo extraño.
–Supongo que lo es. Pero sus intenciones son buenas.

Demi se encogió de hombros y comentó con tono afable:
–En tal caso, se parece mucho a la mayoría de los padres.
Era una pequeña concesión, una sutil sugerencia de que ambas tenían algo en común. Luego se produjo un silencio. Separadas por un lecho con dosel de estilo Luis XIV y por un enorme abismo social, dos inteligentísimas adolescentes reconocían las múltiples diferencias que las separaban, mirándose con una mezcla de esperanza y cautela.
–Supongo que será mejor que me vaya –dijo Demi.
Miley miró con desolación el bolso de nailon que Demi había traído con su ropa. Era obvio que venía dispuesta a pasar la noche. Miley levantó la mano en un gesto mudo de súplica, luego la dejó caer, consciente de que era inútil.
–Yo también tengo que salir pronto –dijo.
–Que lo pases... bien.
–Fenwick puede llevarte a casa cuando me deje en el hotel.
–Tomaré el autobús –empezó a decir Demi, pero entonces reparó por primera vez en el atuendo de Miley y una expresión de horror apareció en su rostro.
–¿Quién elige tus vestidos? ¿Hellen Keller? Supongo que no irás a llevar eso esta noche, ¿verdad?
–Sí. ¿No te gusta?
–¿Quieres saberlo de veras?
–Creo que no.
–Dime. ¿Cómo describirías este vestido?
Miley se encogió de hombros con expresión apesadumbrada.
–¿La palabra anticuado significa algo para ti?
Demi tuvo que morderse un labio para contener la risa.
–Si sabías que era feo, ¿por qué te lo compraste? –preguntó arqueando las cejas.
–Le gustó a mi padre.
–Tu padre tiene un gusto asqueroso.
–No deberías hablar así. Asqueroso... –Miley pronunció la palabra en un susurro, consciente de que, por otra parte, Demi tenía razón en cuanto al vestido–. Esas palabras te hacen parecer dura y fuerte, pero no lo eres... realmente. Yo no sé vestirme, no sé peinarme, pero sé cómo se debe hablar.

Perpleja, Demi se quedó mirándola fijamente, y en aquel momento empezó a concretarse un fenómeno: la unión entre dos espíritus dispares que de pronto caen en la cuenta de que ambos tienen mucho que ofrecerse mutuamente. Demi esbozó una sonrisa, luego ladeó la cabeza y escrutó con aire pensativo el vestido de Miley.
–Baja un poco los hombros, a ver si así está mejor –dijo de pronto.
Miley también sonrió y obedeció a Demi.
–Tu pelo es horrible. Asque... No, terrible –se corrigió de inmediato. Luego miró alrededor y sus ojos se iluminaron al ver un ramo de flores de seda sobre el tocador.
–Una flor en el pelo o en el sujetador podría quedarte bien.

Con el instinto certero de los Bancroft, Miley presintió que la victoria estaba al alcance de la mano, y que era el momento de actuar,
–¿Te quedarás aquí esta noche? Volveré alrededor de las doce, y podemos quedarnos levantadas hasta la hora que nos dé la gana. Nadie nos molestará.
Demi vaciló, al cabo de un momento sonrió y dijo:
–Está bien. –Pareció olvidarse del asunto y se concentró de nuevo en el aspecto de su amiga–. ¿Por qué te compras zapatos con tacones tan anchos?
–Así no parezco tan alta.
–¡Ser alta está de moda, idi/ota! ¿Es necesario que lleves esas perlas?
–Me lo pidió papá.
–Puedes quitártelas en el coche. ¿O no?
–Se sentiría muy mal si llegara a enterarse.
–No seré yo quien se lo diga. Te prestaré mi lápiz de labios –añadió mientras buscaba en su bolso–. ¿Y las gafas? ¿Es absolutamente necesario que las lleves?
–Solo si necesito ver –bromeó Miley.

Miley salió tres cuartos de hora más tarde. En cierta ocasión Demi había presumido de tener talento para decorar cualquier cosa (ya fueran personas o estancias), y ahora Miley le creía. La flor de seda que llevaba en el pelo, tras una oreja, la hacía sentirse más elegante y menos desaliñada. El suave toque de colorete en las mejillas le daba más vida y la pintura de los labios, aunque Demi dijera que era de un tono demasiado vivo para ella, le añadía edad y sofisticación. Llena de una confianza desconocida hasta entonces, Miley se detuvo en el umbral del dormitorio y se volvió para despedirse con un gesto de Demi y de la señora Ellis. Luego susurró a su amiga, con una sonrisa:
–Si quieres redecorar mi cuarto mientras estoy fuera, puedes hacerlo a tu antojo.
Demi levantó los dedos pulgares con gesto desenvuelto.
–No hagas esperar a Parker.


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4 comentarios:

  1. jeny muchas gracias por seguir subiendo, me encanta tus noves, y esta no es la excepcion, me encnto, presiento que me hara llorar mucho, siguela porfis =D

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  2. awww me encantooooo
    los capis estuvieron increibles
    me encanta la amistad de miley y demi
    esta buenisima la novela
    siguelaaa
    besoos

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