A la mañana siguiente, temprano, Fenwick llevó a Demi de regreso a su casa, mientras Miley bajaba a desayunar con su padre. Lo encontró leyendo el diario. En otras circunstancias Miley habría sentido curiosidad por el resultado de la reunión de la noche anterior, pero ese día su mente estaba ocupada por un asunto más apremiante. Saludó a su padre, se sentó y de inmediato puso en práctica su plan, sin importarle que él estuviera aún inmerso en el artículo que leía.
–¿No has dicho siempre que una buena formación es vital? –empezó Miley. El padre asintió, aunque sin prestarle atención–. ¿Y no has dicho también que hay escuelas públicas sin suficientes profesores y equipos?
–Sí –contestó Philip, todavía ausente.
–¿Y no me dijiste que la compañía de la familia Bancroft ha estado patrocinando Bensonhurst durante décadas?
–Humm... –murmuró él al tiempo que pasaba la hoja.
–Bueno –concluyó Miley, tratando de ocultar su creciente excitación–, en Saint Stephen hay una estudiante... Una chica estupenda, de una familia muy devota. Muy inteligente, con mucho talento. Le gustaría ser diseñadora de interiores, pero tendrá que ir a Kemmerling, porque sus padres no se pueden permitir el lujo de enviarla a una escuela mejor. ¿No es triste?
–Humm –volvió a mascullar Philip, que frunció el entrecejo ante un artículo sobre Richard Daley, Los demócratas no eran santos de su devoción.
–¿No crees que es trágico que se pierda tanto talento, tanta inteligencia y ambición?
Finalmente su padre levantó la mirada del periódico y contempló a su hija con repentino interés. A los cuarenta y dos años Philip era un hombre atractivo y elegante, de porte brusco, penetrantes ojos azules y pelo castaño que empezaba a encanecer en las sienes.
–¿Qué estás sugiriendo, Miley?
–Una beca. Si Bensonhurst no ofrece ninguna, podrías pedirles que utilicen parte del dinero de la donación.
–Y también podría especificar a quién debe serle otorgada la beca, ¿no es así? Apuesto a que la quieres para esa chica de la que me has estado hablando. –Hablaba con un tono pausado para que Miley entendiera que su propuesta era inmoral, pero la hija sabía demasiado bien que su padre creía en el uso del poder y de las influencias siempre y cuando fuese en beneficio de sus propósitos. En realidad, para eso servía el poder, según él mismo le había dicho muchas veces,
Ella asintió despacio, con una sonrisa.
–Sí.
–Ya veo.
–Nunca encontrarías a nadie que lo mereciera más que ella –insistió Miley y súbitamente añadió–: Si no hacemos nada por Demi, es probable que la pobre algún día termine viviendo de la beneficencia. –La beneficencia era un asunto que despertaba la indignación de Philip. Miley deseaba desesperadamente seguir hablando de Demi.
Deseaba decirle a su padre lo mucho que le importaba su amistad, pero un sexto sentido le indicó que no lo hiciera. Philip siempre había sido un celoso protector de su hija, hasta el punto de que ningún niño o niña de su edad le parecía bastante bueno como compañero de Miley Era más verosímil hacerle creer que Demi merecía una beca por sí misma que por ser la amiga de su hija.
–Me recuerdas a tu abuela Bancroft –dijo Philip al cabo de un momento–. Con frecuencia se tomaba un interés personal por cualquier persona merecedora de algo pero poco favorecida por la fortuna.
Miley se sintió culpable, pues su interés por Demi, por tenerla a su lado en Bensonhurst, tenía tanto de egoísta como de noble. Sin embargo, las palabras de su padre la hicieron olvidar este análisis de sus sentimientos.
–Llama a mi secretaria mañana. Dale toda la información que tengas acerca de esta muchacha y dile que recuerde que llame a Bensonhurst.
Durante las tres semanas siguientes, Miley vivió una agonía, a la espera de las noticias de su padre. Temía decirle a Demi lo que tramaba, por si el asunto fracasaba y su amiga sufría una cruel decepción; pero, por otra parte, no podía creer que Bensonhurst rechazara la petición de su padre. En la actualidad, las muchachas americanas eran enviadas a colegios de Suiza o Francia, y no a Vermont, y menos aún a Bensonhurst, con las corrientes de aire de sus dormitorios de piedra, su rígida reputación y sus normas. Por supuesto, como en el pasado, el colegio no carecía de plazas libres, y era difícil que se arriesgaran a ofender a su padre.
Un día de la cuarta semana de espera llego una carta de Bensonhurst, Miley merodeó ansiosamente en torno de la silla de su padre, mientras este abría el sobre y leía el contenido.
–Aquí dice –desveló por fin Philip– que le otorga a la señorita Pontini la única beca de la escuela, basándose en sus magníficas notas y en la recomendación de la familia Bancroft.
Miley dio un respingo de alegría que mereció la desaprobación de su padre con una mirada de reproche. Philip prosiguió.
–La beca cubre la matrícula, la comida y el alojamiento. Ella tendrá que pagarse el viaje a Vermont y los gastos personales.
Miley se mordió un labio. No había pensado en el costo del viaje a Vermont ni en los gastos personales, pero enseguida se dijo que casi con certeza se le ocurriría una solución a este nuevo problema. Quizá lograría convencer a su padre de que hicieran el viaje juntos en automóvil, en cuyo caso Demi podría acompañarlos.
Al día siguiente Miley llevó al colegio los folletos de Bensonhurst y la carta en que se anunciaba la concesión de la beca. El día se le hizo interminable, pero por fin se vio sentada a la mesa de los Pontini.
La madre de Demi no paraba de entrar y salir de la cocina, ofreciéndole pastelitos italianos tan ligeros como el aire y cannoli casero.
–Estás demasiado flaca, igual que Demi –dijo la señora Pontini, y obedientemente Miley mordisqueó un dulce, al tiempo que abría su bolsa de la escuela y sacaba los folletos de Bensonhurst, que desparramó sobre la mesa.
Resultaba un poco torpe en su papel de filántropa. Se excitó hablando de Bensonhurst y Vermont, del placer de viajar... Después declaró que a Demi se le había concedido una beca en Bensonhurst. Se produjo un silencio total, mientras la señora Pontini y Demi asimilaban las últimas palabras de Miley. De pronto, Demi se puso de pie.
–¿Qué soy yo? –exclamó furiosa–. ¿Tu última obra de caridad? ¿Quién diablos crees que eres?
Salió corriendo por la puerta trasera y Miley la siguió.
–Demi, solo quería ayudar.
–¿Ayudar? –le espetó Demi, enfrentándose a su amiga–. ¿Qué te hace pensar que me gustaría ir a un colegio con un puñado de ricos, esnobs como tú, que me considerarían un caso de caridad? Puedo imaginarlo... una escuela llena de zo/rras mimadas, que se quejan de tener que arreglárselas con los mil dólares mensuales para gastos que sus padres les mandan...
–Nadie sabría que estás becada, a menos que tú misma lo dijeras... –empezó Miley, pero enseguida se detuvo, a su vez herida e irritada–. No sabía que me considerabas una «rica esnob» o una «zo/rra mimada».
–Lo que hay que oír. Ni siquiera puedes pronunciar la palabra zo/rra sin atragantarte. Eres tan asquerosamente remilgada, tan superior...
–Demi, tú eres la esnob, no yo –interrumpió Miley con voz serena y cansina–. Todo lo ves a través del dinero. Y no tienes que preocuparte de no encajar en Bensonhurst. Soy yo, no tú, la que parece no encajar en ninguna parte. –Pronunció aquellas palabras con tal dignidad que su padre se habría sentido enormemente complacido. Después se volvió y se marchó.
Fenwick la esperaba frente a la casa de los Pontini, y Miley se hundió en el asiento trasero del coche. Se dijo que había algo raro en ella y que así lo entendía la gente, pues no encajaba ni con los de su propia clase social ni con los demás. No se le ocurrió pensar que el problema quizá fuera de ellos, no suyo; que en realidad su finura, su sensibilidad, provocaba el rechazo o la burla de todos. Demi sí pensó en ello, mientras observaba cómo el Rolls se ponía en marcha. Odiaba a Miley Bancroft por poder jugar a la adolescente hada madrina, y se despreciaba a sí misma por la fealdad y la injusticia de sus sentimientos.
Al día siguiente Miley se hallaba sentada en su lugar habitual, arrebujada en su abrigo, comiendo una manzana y leyendo un libro. Por el rabillo del ojo vio que se le acercaba Demi, por lo que trató de concentrarse más en la lectura.
–Miley –dijo Demi–. Siento lo de ayer.
–Está bien –musitó Miley sin levantar la mirada del libro–. Olvídalo.
–No es fácil olvidar que me comporté de un modo tan horrible con la persona más dulce y amable que he conocido en toda mi vida.
Miley la miró, luego volvió a clavar la vista en el libro.
–Ahora ya no importa –repuso con tono afable, pero dando a entender que todo había terminado.
Lejos de rendirse, Demi se sentó al lado de Miley y agregó con terquedad:
–Ayer me comporté como una bruja por un montón de razones est/úpidas y egoístas. Sentí compasión de mí misma porque me estabas ofreciendo esa magnífica oportunidad de ir a un colegio especial, de sentirme un ser especial, y sabía que nunca podría aceptarla. Quiero decir que mi madre necesita ayuda en casa, pues somos muchos hermanos. Y aunque no fuera así, necesitaría dinero para el viaje a Vermont y los gastos de estancia.
Miley no había contemplado el hecho de que la madre de Demi no quería o no podía prescindir de ella; era terrible que la señora Pontini, por haber engendrado ocho hijos, quisiera retener a uno de ellos a su lado, convirtiendo a su hija mayor en madre a tiempo parcial.
–No pensé que tus padres no te dejarían ir –admitió mirando a Demi a la cara por primera vez–. Yo creía que los padres siempre quieren lo mejor para sus hijos, darles la mejor educación posible.
–Tienes razón a medias –convino Demi, y Miley advirtió que su amiga parecía tener algo nuevo que decir–. Mi madre así lo quiere. Cuando te marchaste, tuvo una gran discusión con mi padre. Según él, una chica no necesita ir a buenos colegios para luego casarse y tener niños. Entonces mi madre lo amenazó con una gran cuchara y después se precipitaron los acontecimientos. Mamá llamó a mi abuela, mi abuela a mis tíos y tías, y todos vinieron a casa y muy pronto estaban recolectando dinero para mí. Se trata de un préstamo. Supongo que si estudio mucho en Bensonhurst, después habrá alguna universidad que me proporcione una beca. Y cuando termine mis estudios encontraré un gran empleo y les devolveré a todos el dinero prestado.
Sus ojos brillaban cuando, impulsivamente, tomó una mano de Miley y la estrechó con fuerza.
–¿Cómo se siente una cuando se sabe responsable de haber cambiado la vida de otra persona? –preguntó con dulzura–. Mis sueños se han hecho realidad para mí, y también para mi madre y mis tías...
De pronto Miley sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
–Una se siente... muy bien,
–¿Crees que podremos compartir una habitación?
Miley asintió y su rostro se iluminó de alegría.
Cerca de ellas, un grupo de chicas comían juntas. Vieron asombradas un espectáculo insólito: Demi Pontini, la nueva alumna, y Miley Bancroft, la más rara de la escuela, se habían levantado de pronto y estaban llorando y riendo al mismo tiempo, abrazadas y saltando sin parar.
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