domingo, 8 de septiembre de 2013

Paraíso Robado - Cap: 1


Diciembre de 1973
Acostada en su cama con dosel, Miley cogió una vez más su álbum de recortes, abierto junto a ella. En esta ocasión separó cuidadosamente del mismo una fotografía del Chicago Tribune. Al pie de la misma se leía: «Hijos de la alta sociedad de Chicago, disfrazados de duendes, participaron en la fiesta de Navidad que con fines benéficos se celebró en el Memorial Hospital de Oakland». Seguía la lista de los nombres. La fotografía era de buen tamaño y en ella aparecían los «duendes» –cinco chicos y seis chicas, una de las cuales era Miley  repartiendo regalos a los niños en el pabellón infantil del centro hospitalario. A la izquierda de la foto, de pie y dirigiendo el acto, se veía a un apuesto adolescente de unos dieciocho años, y del que la leyenda decía: «Parker Reynolds III, hijo del señor y la señora Reynolds, de Kenilworth».

Miley se comparó con toda la objetividad de que fue capaz con las otras chicas vestidas de duende. Se preguntaba cómo se las arreglaban para fingir que tenían buenas piernas y generosas cunas, mientras que ella...
–¿Rolliza? –Pronunció la palabra con una mueca de disgusto en el rostro–. Parezco un gnomo, no un duende.
No era justo que las otras chicas, que tenían catorce años –apenas le llevaban unas semanas–, tuvieran un aspecto tan maravilloso mientras que ella era un gnomo con el pecho plano y un aparato dental. Observó su figura en la foto y una vez más lamentó el acceso de vanidad que la había impulsado a quitarse las gafas, pues sin ellas tenía tendencia a bizquear; y en efecto, en aquella horrible foto bizqueaba. Me convendría usar lentes de contacto, se dijo. Centró la mirada en la figura de Parker. Una sonrisa soñadora se dibujó en su rostro mientras apretaba contra su pecho liso el recorte. Era verdad que no tenía senos. Todavía no. Y al paso que iba, nunca los tendría.
La puerta de su dormitorio se abrió y Miley se apresuró a ocultar la fotografía. En el umbral estaba la señora Ellis, la robusta ama de llaves de sesenta y cuatro años de edad. Venía a recoger la bandeja de la cena.
–No te has comido el postre –dijo la mujer.
–Estoy gorda, señora Ellis –contestó la muchacha. Para demostrarlo, saltó de la vieja cama y se dirigió al espejo colgado encima del tocador–. Míreme –dijo, señalando con un dedo acusador a su imagen reflejada en el espejo–. ¡No tengo cintura!
–Todavía no eres una mujer… Eso es todo.
–Tampoco tengo caderas. Parezco un palo con piernas. Con este aspecto, ¿cómo voy a tener amigos?
La señora Ellis, que llevaba en la casa menos de un año, puso cara de asombro e inquirió:
–¿Que no tienes amigos? ¿Por qué no?
Miley necesitaba desesperadamente alguien en quien confiar.
–He fingido que las cosas van bien en la escuela, pero la verdad es que marchan terriblemente mal. Soy... una inadaptada. Siempre lo he sido.
–¡Qué barbaridad! Algo debe ir mal con tus compañeros de colegio...
–No. El problema no es de ellos, sino mío. Pero voy a cambiar. Me pondré a régimen y haré algo con este horrible cabello.
–¡No es horrible! –replicó la señora Ellis, mirando primero la larga cabellera rubia de la muchacha, que le cubría los hombros, y luego sus ojos color turquesa–, Tus ojos son preciosos y tu pelo es muy agradable. Agradable y abundante y...
–Descolorido.
–Rubio.

Miley se miraba tercamente al espejo, mientras su mente exageraba los defectos reales de su cara y su cuerpo.
–Mido un metro sesenta y cinco. Tuve suerte de dejar de crecer antes de convertirme en un gigante. Pero no soy tan horrible, de eso me di cuenta el sábado.
La señora Ellis frunció el entrecejo, confundida:
–¿Qué ocurrió el sábado para hacerte cambiar de opinión acerca de tu físico?
–Ningún cataclismo –respondió Miley y pensó: Un cataclismo... Parker me sonrió en la fiesta de Navidad. Me trajo una gaseosa sin que se la pidiese. Me dijo que no me olvidara de reservarle un baile el sábado, en la fiesta de Eppingham.

Hacía setenta y cinco años que la familia de Parker había fundado el gran banco de Chicago, en el que estaban depositados los fondos de Bancroft & Company. La amistad entre ambas familias, los Bancroft y los Reynolds, había resistido el paso de las generaciones.
–Todo va a cambiar ahora, no solo mi aspecto –aseguró Miley al tiempo que se apartaba del espejo–. ¡Tendré una amiga! Hay una chica nueva en la escuela, y no sabe que todos me detestan. Es inteligente, como yo, y me llamó anoche para preguntarme algo sobre los deberes. ¡Me llamó!, y estuvimos hablando de muchas cosas.
–Me había dado cuenta de que no traías amigos de la escuela a casa –comentó la señora Ellis, retorciéndose las manos con cierto desaliento–. Pero pensé que era porque vives muy lejos.
–No, no es eso. –Miley se arrojó sobre la cama y miró fijamente las prácticas zapatillas que llevaba puestas, que parecían pequeñas copias de las que usaba su padre. A pesar de su riqueza, este sentía un hondo respeto por el dinero, por lo que la ropa de la hija era de excelente calidad, pero siempre adquirida cuando la necesitaba y teniendo en cuenta su duración–. No encajo, ¿sabe?
–Cuando yo era una muchacha –dijo la señora Ellis con una mirada de comprensión–, siempre desconfiábamos de los que sacaban buenas notas.
–No se trata de eso –repuso Miley con una sonrisa forzada–. No tiene nada que ver con mi aspecto ni con mis notas. Es... todo esto. –Hizo un gesto con la mano como para abarcar el enorme y austero dormitorio, incluyendo su desfasado mobiliario. Una habitación que, por lo demás, guardaba un gran parecido con las otras cuarenta y cinco que componían la mansión de los Bancroft–. Todo el mundo cree que soy un ***** raro porque papá insiste en que Fenwick me lleve ala escuela con elcoche.
–¿Puedo preguntar qué hay de malo en eso?
–Los otros alumnos van caminando o en el autobús del colegio.
–¿Y bien?
–¡Pues que no se presentan con chófer y RollsRoyce! –Con cierta tristeza añadió–. Sus padres son fontaneros y contables. Uno de ellos es empleado nuestro en los grandes almacenes.

La señora Ellis no podía rebatir la lógica de este razonamiento, pero tampoco estaba dispuesta a admitir su verdad.
–Sin embargo, a esa nueva alumna... ¿no le parece raro que Fenwick te lleve al colegio?
–No –contestó Miley  sonriendo maliciosamente–. Por la sencilla razón de que cree que Fenwick es mi padre. Le dije que trabaja para unos ricachones, dueños de unos grandes almacenes.
–¡No habrás hecho eso!
–Sí lo hice. ¿Y sabe qué? No me arrepiento. En realidad, debería haber inventado esa historia hace años, desde el primer día que pisé la escuela. Pero no quería mentir.
–¿Acaso ahora ya no te importa mentir? –le preguntó la señora Ellis con una mirada de reprobación.
–No es una mentira. Bueno, digamos que lo es solo a medias –se defendió Miley con tono implorante–. Me lo explicó papá hace ya mucho tiempo. Mira, Bancroft & Company es una sociedad anónima, y una sociedad anónima tiene por dueños a sus accionistas. De modo que, como presidente, papá es, técnicamente, un empleado de los accionistas de esta firma. ¿Lo comprendes?
–Creo que no –respondió la mujer lisa y llanamente–, ¿De quién son las acciones?
–Nuestras, en su mayoría –contestó, sintiéndose culpable.

Los famosos almacenes Bancroft & Company se encontraban en el centro de Chicago, y al ama de llaves todo ese asunto sobre la propiedad de los mismos le resultaba desconcertante. Por su parte, a menudo Miley exhibía una misteriosa comprensión del negocio, lo cual no sorprendía a la señora Ellis, teniendo en cuenta que el padre no mostraba interés alguno en su hija excepto cuando le daba lecciones relativas al negocio familiar, actitud que despertaba la ira del ama de llaves. De hecho, esta pensaba que Philip Bancroft era seguramente el responsable de que la joven no fuera popular entre la gente de su edad. El padre la trataba como a un adulto e insistía en que hablara o actuara como tal en todo momento. En las contadas ocasiones en que Miley invitaba a un chico se comportaba como su anfitriona. El resultado era que ella se sentía cómoda entre los adultos y totalmente perdida entre los de su misma edad.
–En una cosa tiene usted razón –agregó Miley . No puedo seguir engañando a mi amiga Demi Pontini. Verá, creí que si le daba la oportunidad de conocerme, después, cuando le confesara que Fenwick no era mi padre sino solo mi chófer, ya no le importaría. Y todavía no se ha enterado porque no conoce a nadie en la escuela y en cuanto terminan las clases tiene que volver deprisa a su casa. Tiene siete hermanos y debe echar una mano en las tareas del hogar.

La señora Ellis tendió una mano y torpemente le dio a Miley unos golpecitos de aliento en un brazo. Se esforzó en hallar unas palabras de ánimo.
–Por la mañana las cosas parecen menos negras –aseguró, recurriendo a uno de los habituales tópicos en los que ella misma encontraba gran consuelo. Tomó la bandeja y se encaminó hacia la puerta. Ya en el umbral, se detuvo y añadió alzando la voz como quien se dispone a impartir una lección magistral–: Y recuerda: a cada perro le llega su hora.
Miley no supo si reír o llorar.
–Gracias, señora Ellis. Muy alentador. –Observó en silencio cómo la puerta se cerraba tras el ama de llaves, después volvió a coger el álbum de recortes. Cuando devolvió a su lugar la fotografía arrancada, se quedó mirándola durante largo rato. Pasó con suavidad un dedo por la boca sonriente de Parker. La idea de bailar con él la hizo temblar con una mezcla de terror y esperanza. Aquel día era jueves y el baile estaba programado para el sábado. A Miley  le parecían años de espera.

Con un suspiro, ojeó las páginas del enorme álbum, empezando por la última. En las primeras había recortes muy antiguos, ya amarillentos, con los contornos y los colores desdibujados. El álbum había pertenecido a su madre, Caroline, y contenía la única prueba tangible en toda la mansión de la existencia de Caroline Edwards Bancroft. Todo cuanto se relacionara con ella había sido eliminado de la casa, siguiendo órdenes de Philip Bancroft.

Caroline Edwards había sido actriz. En honor a la verdad, y según la crítica, una actriz no muy buena, pero sin duda rutilante. Miley se detuvo en las fotografías devastadas por el tiempo, pero no se molestó en leer las críticas porque las conocía de memoria. Sabía que Cary Grant había acompañado a su madre durante la ceremonia de los premios de la Academia en 1955; y también que David Niven había declarado que era la mujer más hermosa que hubiera visto en toda su vida. Y que David SelzAlexis quiso contratarla para una de sus películas. Entre los datos que Miley poseía figuraba otro: su madre había actuado en tres espectáculos musicales de Broadway y en esa ocasión la prensa criticó su interpretación y ponderó sus bien formadas piernas. La prensa rosa insinuó que Caroline había vivido aventuras románticas con casi todos los galanes con los que trabajó. Tenía varios recortes de su madre: envuelta en pieles, en una fiesta celebrada en Roma; luciendo un escotado vestido negro de noche, mientras jugaba a la ruleta en Montecarlo. En una de las fotografías aparecía en la playa de Mónaco cubierta tan solo por un diminuto biquini; en otra esquiaba en Gstaad con un campeón olímpico suizo. A Miley le resultaba obvio que dondequiera que su madre estuviese siempre se rodeaba de hombres apuestos.

El último recorte guardado por su madre estaba fechado seis meses después de aquel en que aparecía con el esquiador. Vestía un magnífico traje de boda, blanco, y la cámara la tomó riendo y bajando presurosamente los escalones de la catedral, del brazo de Philip Bancroft y bajo una lluvia de arroz. Los cronistas de sociedad se habían superado a sí mismos con las más exageradas descripciones de la boda. La recepción se celebró en el hotel Palmer House y estuvo cerrada a la prensa, pero los reporteros pudieron hacer el listado de todos los famosos presentes, desde los Vanderbilt y los Whitney hasta un magistrado del Tribunal Supremo y cuatro senadores de Estados Unidos.
El matrimonio duró dos años, tiempo suficiente para que Caroline quedara embarazada y diera a luz, tuviera una sórdida aventura con un domador de caballos y luego se largara a Europa con un falso príncipe italiano que había sido huésped del matrimonio. Aparte de eso, Miley no sabía mucho más, excepto que su madre nunca se había molestado en enviarle una nota o una tarjeta de cumpleaños. El padre de Miley, celoso guardián de la dignidad y de los antiguos valores, afirmaba que su mujer era una zo/rra egoísta sin la menor noción de la fidelidad conyugal o de sus responsabilidades maternales. Cuando Miley tenía un año de edad, Philip pidió el divorcio y la custodia de su hijita. No dejó de desplegar toda la artillería pesada a disposición de los Bancroft –incluyendo influencias sociales y políticas– para asegurarse de ganar el juicio. Pero no tuvo necesidad de recurrir a eso, pues, como él mismo le confesó a Miley  Caroline ni siquiera se molestó en asistir a la audiencia y mucho menos en oponerse a su marido.

Cuando le otorgaron la custodia de Miley, Phihp puso enseguida manos a la obra. Tenía que asegurarse de que la hija no seguiría los pasos de la madre. No, Miley sería otro eslabón en la larga cadena de dignas mujeres Bancroft. Como sus predecesoras, llevaría una vida ejemplar, dedicada a las obras de caridad acordes a su rango social. Mujeres sobre las que nunca había planeado la sombra de la más leve sospecha.

Cuando Miley alcanzó la edad de ir a la escuela, a su padre se le planteó un problema. Había descubierto con enojo que se estaban relajando las reglas de conducta social, incluso las de su propia clase. Muchos de sus conocidos empezaban a adoptar una actitud más liberal con respecto al comportamiento infantil; en consecuencia, enviaban a sus hijos a escuelas «progresistas», como Bently y Ridgeview. Al visitar esos colegios oyó frases como «clases sin estructura» y conceptos tales como «auto expresión». De inmediato llegó a la conclusión de que el supuesto progresismo de esas escuelas no significaba otra cosa que indisciplina, con el consiguiente hundimiento de los niveles académicos y de conducta. Así pues, rechazó ambos colegios y llevo a Miley a conocer Saint Stephen, una escuela privada de monjas benedictinas a la que habían asistido su tía y su misma madre.

Visitaron la escuela y a Philip le gustó lo que vio. Veinticuatro niñas vestidas con recatados uniformes sin mangas de tartán gris y azul y diez niños con camisa blanca y corbata azul se pusieron de pie respetuosamente, como impulsados por un resorte, cuando la monja le enseñó a Philip el aula. Eran alumnos de primer grado. Aquellas treinta y cuatro voces entonaron al unísono un «buenos días, hermana». Además, en Saint Stephen aún enseñaban según los viejos y buenos cánones; no como en Bently, donde Philip había visto a niños pintar con el dedo mientras otros, que elegían aprender, se dedicaban a las matemáticas. Además, aquí Miley recibiría una estricta educación moral.
Philip era consciente de que el barrio donde se encontraba Saint Stephen se había deteriorado, pero estaba obsesionado por la idea de que su hija fuera educada del mismo modo que lo habían sido durante tres generaciones las dignas y rectas mujeres de la familia Bancroft. Resolvió el problema del barrio expeditivamente: el chófer de la familia llevaría a Miley a la escuela y la recogería a la salida.

Sin embargo, se le escapó un detalle. Los alumnos de Saint Stephen no eran una colección de jóvenes virtuosos, contrariamente a lo que se observara durante aquel primer día de su visita. Eran chicos corrientes, de extracción social nada brillante. Predominaban los de clase media baja e incluso algunos de familias pobres. Jugaban juntos y juntos iban a la escuela, y como un solo hombre compartían el mismo recelo hacia alguien que procediera de una clase social del todo distinta y mucho más próspera.
Miley no sabía nada de esto cuando llegó a Saint Stephen. Vestida como las demás, y llevando el almuerzo en una fiambrera nueva, se había sentido presa del nerviosismo propio de la niña de seis años que por primera vez se sienta en un aula repleta de desconocidos, aunque no tuvo verdadero miedo. Después de pasar su corta vida en relativa soledad, con la única compañía de su padre y los sirvientes, se sentía feliz de contar finalmente con amigos de su misma edad.

El primer día todo fue bien, pero al terminar las clases el curso de los acontecimientos cambió repentinamente cuando los alumnos se precipitaron al patio que hacía las veces de aparcamiento. Allí la esperaba Fenwick, de pie junto al Rolls y enfundado en su uniforme negro de chófer. Los chicos de mayor edad se detuvieron a contemplar el espectáculo y, poco después, habían identificado a Miley. Se trataba de una niña rica y, por lo tanto, «diferente».
Esta circunstancia los mantuvo alejados de ella. Distanciados y cautelosos al principio, al cabo de una semana habían descubierto nuevos detalles acerca de la «niña rica» y el abismo se agrandó. Miley se expresaba más como un adulto que como un niño, no sabía nada de sus juegos, y cuando a la hora del recreo intentaba unirse a ellos, su torpeza era evidente. Y lo peor de todo: bastaron unos días para que se convirtiera en la niña mimada de las monjas debido a su inteligencia.

Al cabo de un mes Miley había sido juzgada por todos los alumnos de Saint Stephen, que la consideraban una intrusa, un ser de otro mundo, condenándola al ostracismo. De haber sido lo bastante bonita como para despertar admiración, quizá con el tiempo se habría beneficiado, pero no lo era. A los nueve años un día se presentó en la escuela con gafas; a los doce años fue el aparato de ortodoncia; a los trece, era la chica más alta de la clase.
Todo había cambiado una semana antes, tras años de frustración y desesperanza durante los que creyó que nunca tendría un amigo. Demi Pontini se había matriculado en octavo grado. Era unos tres centímetros más alta que la propia Miley y caminaba como una modelo. Pero también resolvía complicados problemas de álgebra con el aire de un académico aburrido. El mismo día de su llegada, a la hora del desayuno, Miley se sentó en un bajo muro de piedra que circundaba los terrenos de la escuela para almorzar, como de costumbre, mientras leía un libro que sostenía en la falda. Al principio esa costumbre había sido como un estupefaciente contra la sensación de aislamiento. Cuando estaba en quinto, la droga se había convertido en una adicción. Miley era una lectora ávida.

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