–¿Has dormido bien? –preguntó Julie a la mañana siguiente. Estaba junto al banco de la cocina, untando con mantequilla las tostadas.
–Muy bien –le contestó Miley, tratando de disimular que había pasado buena parte de la noche haciendo el amor con el hermano de la muchacha–. ¿Puedo ayudarte a preparar el desayuno?
–Oh, no. Papá hace turnos dobles esta semana. Desde las tres de la tarde hasta las siete de la mañana. Cuando llega a casa, solo quiere comer enseguida y acostarse a dormir. Ya tengo su desayuno preparado. Nick no toma nada, excepto café. ¿Quieres llevárselo tú? Suelo hacerlo yo, justo antes de que suene el despertador, lo que ocurre a las... –Miró el reloj de la cocina, un objeto de plástico con forma de tetera–. Dentro de diez minutos.
Feliz ante la idea de hacer algo tan doméstico como despertar a Nick llevándole el café, Miley asintió, llenó un gran tazón y miró con gesto indeciso la azucarera.
–Lo toma sin leche y sin azúcar –informó Julie, sonriendo ante la vacilación de Miley- . Por cierto, por la mañana es un oso gruñón, de modo que no esperes una conversación alegre.
–¿De veras? –Miley tomó nota de ello.
–Bueno, no es que se porte mal. Sencillamente no habla.
Julie tenía razón, pero solo en parte. Cuando Miley entró a la habitación después de haber llamado a la puerta, Nick se volvió en la cama, abrió los ojos y pareció sumido en el mayor desconcierto. Como único saludo, esbozó una sonrisita de agradecimiento, mientras se incorporaba en la cama. La joven permaneció allí, indecisa, viéndolo tomar el café con avidez, como si en ello le fuera la vida. Cuando Miley se encaminó a la puerta, sintiendo que su presencia era innecesaria Nick tendió el brazo y la agarró de la muñeca, obligándola a sentarse en el borde de la cama.
–¿Por qué soy el único que está exhausto esta mañana? –preguntó el joven con la voz todavía un poco ronca por el sueño.
–Soy muy madrugadora –respondió Miley –. Tal vez por la tarde me caiga de cansancio.
Nick observó la indumentaria de la muchacha. Llevaba una camisa a cuadros de Julie, que se había anudado a la altura de la cintura, y pantalones cortos blancos, también de Julie.
–Pareces una modelo –dijo.
Era el primer piropo que le decía a excepción de las dulces palabras que le susurrara en la cama. Más que el hecho en sí, Miley trató de recordarlo por la ternura con que había sido dicho.
Patrick llegó del trabajo, comió y se fue a la cama. Julie se marchó a las ocho y media, tras despedirse alegremente y anunciar que después de las clases iría a casa de su amiga y pasaría allí de nuevo la noche. A las nueve y media Miley decidió llamar a su casa. Contestaría el mayordomo y ella le daría un mensaje para Philip. Sin embargo, fue Albert quien atendió la llamada y le dio un mensaje del padre. Tenía que regresar de inmediato, y más le valía que explicara su desaparición de modo convincente. Miley le dijo a Albert que le comunicara a su padre que tenía un motivo maravilloso para no estar en casa, y que regresaría el domingo.
Después el tiempo pareció detenerse. Con cuidado para no despertar a Patrick, entró en el salón en busca de algo para leer. La biblioteca ofrecía varias alternativas, pero Miley estaba demasiado inquieta para concentrarse en una novela. En la estantería superior, entre ejemplares de revistas y periódicos, encontró un viejo folleto sobre las diversas maneras de hacer ganchillo. Lo leyó con creciente interés, mientras en su mente aparecían imaginativas formas de patucos de bebé.
Como no tenía nada mejor que hacer, decidió intentar lo del ganchillo. Así pues, sacó el coche y se dirigió a la ciudad para comprar el material necesario. En la tienda de Jackson Sack compró una revista de hacer ganchillo, media docena de madejas de lana y una gruesa aguja de madera que, según el vendedor, era la más apropiada para los principiantes. Se disponía ya a entrar en el coche, que había estacionado frente a Tru Value Hardware, cuando se le ocurrió que quizá ella podría encargarse de la cena de aquel día. Dejó en el coche lo que acababa de comprar, volvió a cruzar la calle y entró en el supermercado. Estuvo deambulando por los pasillos durante largos minutos, asaltada por las dudas (muy justificadas) con respecto a sus habilidades de cocinera. En el mostrador de la carne removió muchos paquetes, mordiéndose el labio. La noche anterior Julie había preparado un estupendo pastel de carne picada; lo que ella hiciera no podía ser más que algo sencillo. Paseó la mirada por los paquetes de bistecs, de costillas de cerdo, de hígado de ternera; por fin su vista tropezó con salchichas y tuvo una inspiración. Con suerte, la cena de esa noche sería una nostálgica aventura en lugar una catástrofe culinaria. Sonriente, compró las salchichas y una gran bolsa de malvaviscos.
De vuelta en casa, Miley se sentó con la aguja de ganchillo y la revista, que incluía instrucciones ilustrativas. Puso manos a la obra con diligencia. Como la aguja y la lana eran muy gruesas, le salían puntos de más de centímetro de grosor.
La mañana daba paso a la tarde cuando resurgieron preocupaciones latentes en Miley . Se dedicó con furia al ganchillo, intentando olvidarlas. No quería pensar en pediatras, en dolores de parto, en si Nick exigiría derechos de visita, en la guardería, en lo que Nick quiso decir al referirse a un matrimonio verdadero...
A las dos de la tarde el embarazo, que hasta entonces no había dado señales de vida, se manifestó con una tensa sensación de sueño y cansancio. Miley dejó la aguja y se enroscó casi con gratitud en el sofá, al tiempo que dirigía una mirada al reloj. Tenía tiempo de dormir un rato y luego esconder el ganchillo y prepararse para la llegada de Nick... La idea de que volviera a ella después de una dura jornada de trabajo la llenaba de deleite. De pronto recordó cómo Nick le había hecho el amor y a los pocos instantes tuvo que pensar en otra cosa, pues sintió que su cuerpo se inflamaba de deseo. Se dio cuenta de que corría el serio peligro de enamorarse del padre de su bebé. ¿Serio peligro? Sonrió. ¿Acaso podía haber algo más maravilloso? Siempre, claro está, que su amor fuera correspondido. Y Miley sospechaba que así era.
El sonido de grava aplastada bajo las ruedas de un automóvil penetró por la ventana abierta, despertando Miley , que miró la hora ansiosamente. Eran las cuatro y media. Se incorporó y se mesó el pelo. Estaba a punto de recoger la lana y la aguja para esconderlo todo cuando se abrió la puerta y apareció Nick. El corazón de Miley latió de alegría.
–Hola –lo saludó con tono afable, y al hacerlo imaginó muchos días como este, en los que Nick regresaba por la tarde después del trabajo. Se preguntó si habría pensado en ella, y se reprochó por una pregunta tan tonta, Era ella quien había tenido tiempo de pensar, pues Nick se había pasado el día trabajando–. ¿ Cómo te ha ido?
Miley estaba de pie junto al sofá y Nick se quedó mirándola. Por su mente desfilaron escenas como aquella durante años, en que él regresaba a su princesa de cabellera dorada, que le sonreía de tal modo que lo hacia sentirse todopoderoso: mataría él solo el dragón, curaría el resfriado común y hallaría la solución política al problema de la paz universal.
–Me ha ido bien –contestó Nick, sonriendo–.¿Qué has hecho tú?
Miley había pasado la mitad del día preocupándose y la otra mitad pensando y soñando con él. Puesto que no podía decírselo, respondió:
–Decidí hacer ganchillo. –Exhibió una madeja para demostrar que no mentía.
–Muy doméstico –bromeó Nick, y recorrió con su mirada la alargada obra de Miley, que llegaba hasta debajo de la mesita de té. Asombrado, abrió los ojos desorbitadamente e inquirió–: ¿Qué te propones hacer?
–Adivínalo –dijo ella, con la esperanza de que a él se le ocurriera algo.
Nick se inclinó, cogió un extremo de la lana y retrocedió hasta que lo hubo extendido unos cuatro metros, hasta un rincón de la habitación.
–¿Una alfombra? –especuló gravemente.
Miley se esforzó por no reír y parecer ofendida.
–Claro que no.
Con discreción, Nick se acercó a ella y su rostro adquirió una expresión adusta.
–Dame una pista –dijo con tono afable.
–No tendrías que necesitar ninguna pista, porque lo que estoy haciendo salta a la vista. –Volvió a reprimir la risa y luego anunció–: Añadiré unos puntos de lana a lo que ya he hecho, para que sea más ancho. Después lo almidonaré e invadiré tu terreno, como en el monopoly.
Nick se echó a reír y la rodeó con sus brazos.
–He comprado algo para cenar –musitó Miley , retirando la cabeza sin desprenderse de sus brazos. Nick tenía la intención de llevarla a cenar a un restaurante. Sonrió, sorprendido.
–Creí que habías dicho que no sabías cocinar.
–Lo entenderás cuando veas qué he comprado –afirmó Miley, conduciendo a Nick a la cocina.
Miley sacó las salchichas y el pan.
–¡Qué lista! –exclamó él sin dejar de sonreír–. Imaginaste el modo de hacerme cocinar.
–Créeme –replicó ella con cómica seriedad–, es más seguro de ese modo.
Hacía apenas diez minutos que estaba en casa, y era segunda vez que él sentía como si su vida se iluminara con una oleada de luz y alegría.
Miley sacó una manta y la comida, y él preparó fuego. Pasaron la tarde fuera, devorando con alegría perritos calientes demasiado asados. Hablaron de diversos temas, desde la cuestión de Sudamérica hasta la insólita carencia de síntomas de embarazo en Miley , pasando por el grado apropiado de cocción de las salchichas. Terminaron de comer cuando moría el crepúsculo. Miley recogió los platos y entró en la cocina para lavarlos. Durante su ausencia, Nick juntó un montón de hojas y las arrojó al fuego.
Cuando Miley volvió a salir, percibió el olor acre de las hojas quemadas: era el aroma del otoño, su estación preferida, según comentó a Mart. Este estaba sentado en la manta, impertérrito, como si no fuera nada extraño que agosto oliera a octubre, como si la quema de hojas fuera una ocupación estival. La joven se sentó frente a él, sobre la manta, con los ojos brillantes.
–Gracias, Nick –dijo con sencillez.
–De nada –replicó él, y su voz sonó ronca incluso a sus propios oídos. Le tendió una mano y tuvo que reprimir su deseo cuando ella, en lugar de sentarse a su lado, lo hizo entre sus piernas y apoyó la cabeza en su pecho. El deseo dio paso a una sensación de deleite cuando la joven susurró, emocionada:
–Ha sido la mejor tarde de mi vida, Nick.
Él le rodeó la cintura con un brazo y sus dedos acariciaron con gesto protector aquel vientre liso en el que empezaba a gestarse el hijo de ambos. Intentó no parecer tan conmovido como realmente estaba. Con la otra mano le acarició el pelo y, despejando la nuca, la besó con cariño.
–¿Y qué me dices de anoche?
ella ladeó la cabeza para que Nick pudiera besarla en la boca y añadió:
–Ha sido la segunda mejor noche de mi vida.
Nick sonrió con los labios apretados contra la piel de Miley y le pellizcó una oreja. Todo su cuerpo estaba encendido de pasión, una pasión que recorría sus venas como un fuego incontenible. Posó sus labios en los de ella y Miley se mostró receptiva. Al principio le besó tiernamente, pero luego tomó la iniciativa. Nick perdió el control. Su mano se deslizó por debajo de la camisa de Miley y apresó un pecho palpitante. Ella gimió de placer. Con mucha suavidad la tumbó sobre la manta, la cubrió en parte con su cuerpo, le levantó la cabeza y volvió besarla. Se sentía en total armonía con ella. Por un momento Nick se quedé inmóvil, perplejo ante la intensidad de su propio deseo. Quizá por ello no advirtió que la fugaz vacilación de Miley se debía más bien a la inexperiencia y la incertidumbre, pues no estaba segura de sí misma y de cómo devolver sus caricias. Por otro lado, Nick pensó que no le importaba, pues nada podía frenar la pasión que sentía por ella. Le quitó la ropa con lentitud, temblándole las manos, y la estuvo besando hasta que ella se retorció mientras acariciaba con frenesí su ardiente piel. Las caricias y los gemidos de Miley enloquecían aún más a Nick, que profería cálidas palabras de placer. Ella hizo lo propio hasta que de pronto soltó un alarido y su cuerpo se arqueó al alcanzar el orgasmo.
Después Nick la abrazó bajo la manta y observó el cielo tachonado de estrellas, aspirando la nostálgica fragancia de un otoño temprano. En el pasado, el sexo había sido para él un simple intercambio de placer. Con Miley, era un acto de arrebatadora belleza, exquisita y torturante, mágica belleza. Por primera vez en su vida Nick se sentía plenamente satisfecho y en paz consigo mismo y con el mundo. Su futuro se presentaba más complicado que nunca, y sin embargo nunca se había sentido más seguro de que conseguiría moldearlo a gusto de ambos, el suyo y el de Miley. Es decir, si ella le daba la oportunidad... y el tiempo.
Necesitaba más tiempo para robustecer lo que todavía era un vínculo frágil que, por otra parte, se hacía más fuerte con cada hora que pasaban juntos. Si la convencía de que lo acompañara a Venezuela, entonces si tendría tiempo para fortalecer los lazos y el matrimonio perduraría. Al día siguiente llamaría a Jonathan Sommers y trataría de averiguar las condiciones de vida en su zona de trabajo, sobre todo en cuanto a la vivienda y los cuidados médicos. Para él no tenía importancia, pero Miley y el niño eran otra historia.
Si pudiera llevársela... Ese era el problema. No podía renunciar al trabajo de Venezuela. Por una parte, había firmado un contrato; por otra, necesitaba los ciento cincuenta mil dólares que iba a ganar para capitalizar su próxima inversión. Como los cimientos de un rascacielos, aquella suma era la base de su gran plan de futuro. Por supuesto, no era tanto como hubiera de deseado, pero bastaría.
Acostado junto a Miley, pensó en olvidarse de Venezuela y quedarse con ella, pero era imposible. La joven estaba acostumbrada a todo lo mejor. Tenía derecho a ello y él no deseaba quitárselo. Y la única esperaza de que él se lo proporcionara algún día pasaba por viajar a Venezuela.
La idea de dejarla y luego perderla ante la posibildad de que ella se cansara de esperar o dejara de tener fe en su éxito, en otras circunstancias lo habría vuelto loco. Pero tenía a su favor una carta: Miley llevaba en su seno al hijo de ambos. El niño le daría una fuerte razón para confiar en el padre y esperarlo.
El mismo embarazo que para Miley había supuesto una calamidad, a Nick le parecía un regalo inesperado del destino. Al dejarla en Chicago se marchó pensando en que pasarían al menos dos años antes de su regreso, cuando podrían celebrarlo a lo grande... siempre que entretanto no se la hubiera llevado otro. Miley era una joven hermosa y cautivadora, lo que significaba que mientras él estuviera ausente cientos de jóvenes pretenderían su mano. Y tal vez uno de ellos la consiguiera. Nick había sido muy consciente de ello durante aquella primera noche de amor.
Pero el destino había intervenido en su favor y le entregaba el mundo. El hecho de que la suerte nunca se hubiera aliado con la familia Farrell era algo que no iba a hundir a Nick en la desesperanza. En ese momento estaba dispuesto a creer en Dios, en el destino y en la bondad universal, gracias a Miley y el niño.
Lo único que le costaba era creer que aquella joven y sofisticada heredera que había conocido en un club de campo, aquella rubia fascinante que bebía cócteles de champán y se desenvolvía con tanta elegancia, estaba ahora tendida a su lado, dormida en sus brazos, y con un hijo suyo, de Nick Farrell, en el refugio de su vientre.
Sí; allí estaba su hijo.
Nick paseó los dedos por el abdomen de Miley y sonrió, pensando que ella no tenía idea de los sentimientos que a él le inspiraba el embarazo y el futuro hijo de ambos. Miley tampoco sabía cómo se sentía hacia ella por no haberse desembarazado del hijo ni del padre. Cuando la joven se presentó en Edmunton, entre alternativas que con gran repugnancia le había enumerado a Nick, figuraba el aborto. Él había sentido náuseas ante la sola mención de la palabra.
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