sábado, 16 de febrero de 2013

Secrets Of The Night, - Cap: 5


Nick consiguió recorrer poco más de medio kilómetro antes de que el temblor se volviera tan intenso que tuvo que detener el automóvil. Apoyó la cabeza en el volante y cerró los ojos en un intento de controlar las oleadas de pánico. Dios, ¿qué iba a hacer? jamás había estado tan asustado como ahora.

Se sintió invadido por la confusión y el dolor, igual que un niño que echa a correr para esconder la cara en las faldas de su madre, igual que aquel pequeño de los Devlin que intentaba ocultarse tras las delgadas piernas de su hermana. Pero él no podía acudir a Noelle; incluso cuando era niño ella apartaba de sí sus pequeñas manitas, y él había aprendido a recurrir a su padre para que lo tranquilizara. Aunque Noelle fuera más afectuosa, ahora no podía acudir a ella en busca de apoyo, porque ella lo buscaría a él por la misma razón. Ahora tenía la responsabilidad de cuidar de su madre y de su hermana.

¿Por qué había hecho Guy algo así? ¿Cómo podía haberse ido? La ausencia de su padre, su traición, causaron en Nick la sensación de que le habían desgarrado el corazón. Guy tenía a Renée de todas maneras; ¿qué le habría ofrecido ella para tentarlo a dar la espalda a sus hijos, su negocio, su patrimonio? Siempre había estado cercano a su padre, había crecido rodeado por su amor, siempre había sentido su apoyo como una sólida roca a su espalda, pero ahora esa presencia amorosa y tranquilizadora había desaparecido, y con ella los cimientos de su vida.
Estaba aterrorizado. Sólo tenía veintidós años, y los problemas que se cernían sobre él le parecían montañas imposibles de escalar. Noelle y Mónica no lo sabían aún; de algún modo tendría que encontrar la fuerza que necesitaba para decírselo. 

Tenía que ser una roca para ellas, y debía dejar a un lado su propio dolor y concentrarse en mantener a flote la situación económica de la familia, o se arriesgarían a perderlo todo. Aquélla no era la misma situación que tendría lugar si Guy hubiera muerto, pues Nick habría heredado las acciones, el dinero y el control. Tal como estaban las cosas ahora, Guy seguía siendo el dueño de todo, y no estaba allí. La fortuna de los Rouillard podía desmoronarse a su alrededor, inversores cautos abordarían el barco y diversas juntas administrativas se harían con el poder. Nick tendría que luchar como un hijo de pu/ta para conservar siquiera la mitad de lo que tenía ahora.

Él, Mónica y Noelle poseían algunos activos a su nombre, pero no serían suficientes. Guy había impartido a Nick un curso acelerado para dirigirlo todo, pero no le había otorgado el poder para hacerlo, a menos que hubiera dejado una carta que lo convirtiera en su delegado. Una esperanza desesperada se encendió en lo más recóndito de su cerebro. Una carta así, si es que existía, se encontraría en el escritorio del estudio.

Si no era así, tendría que llamar a Alex y pedirle ayuda para trazar una estrategia. Alex era un hombre de lo más inteligente y un buen abogado de empresa; podría tener un trabajo mucho más lucrativo en otra parte, pero estaba respaldado por el dinero de su familia y no sentía la necesidad de marcharse de Prescott. Había llevado hasta entonces todos los negocios de Guy, además de ser su mejor amigo, de modo que conocía su situación jurídica tanto o más que Nick.
Dios sabía, pensó Nick con gesto sombrío, que iba a necesitar toda la ayuda que pudiera conseguir. Si no existía un poder escrito, sería afortunado de conservar un techo bajo el que cobijarse.

Cuando levantó la cabeza del volante, ya había recuperado el control de sí mismo, había empujado el dolor hasta el fondo y lo había sustituido por una fría determinación. Por Dios, su madre y su hermana iban a pasarlo ya bastante mal haciendo frente a aquella situación; maldito fuera si permitía que perdieran también su hogar.

Metió la marcha y arrancó, dejando atrás los últimos retazos de su infancia sobre el desgastado camino de tierra.
En primer lugar fue a Prescott, a la oficina de Alex. Tendría que moverse deprisa para salvarlo todo.
Andrea sonrió de inmediato cuando entró, algo que las mujeres solían hacer al verlo. El color destacaba un poco su rostro redondo y agradable. Tenía cuarenta y cinco años, edad suficiente para ser su madre, pero la edad no tenía nada que ver con su instintiva reacción femenina a la presencia alta y musculosa del muchacho.
Nick devolvió automáticamente la sonrisa, pero su mente trabajaba a toda velocidad haciendo planes.
–¿Hay alguien con Alex? Necesito verlo.
–No. Está solo. Puedes entrar, cariño.
Nick rodeó la mesa de Andrea, entró en el despacho de Alex y cerró la puerta firmemente tras de sí. Alex levantó la vista de la organizada pila de archivos que había sobre su escritorio y se puso de pie. Su apuesto semblante estaba contraído por la preocupación.
–¿Lo has encontrado?
Nick negó con la cabeza.
–Renée Devlin también ha desaparecido.
–Oh, Dios. –Alex volvió a dejarse caer en su sillón, cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz–. No puedo creerlo. No creí que lo dijera en serio. Dios, ¿por qué iba a decirlo en serio? Ya estaba... –Se interrumpió y abrió los ojos, ligeramente sonrojado.
–Tirándosela de todas formas –terminó Nick sin ambages. Fue hasta la ventana y se quedó un momento allí, con las manos en los bolsillos, observando la calle. Prescott era una ciudad pequeña, sólo contaba con unos quince mil habitantes, pero aquel día un intenso tráfico rodeaba la plaza del palacio de justicia. Pronto todos aquellos habitantes se enterarían de que Guy Rouillard había abandonado a su mujer y a sus hijos para fugarse con la pu/ta de los Devlin.
–¿Lo sabe tu madre? –preguntó Alex con voz tensa.
Nick sacudió la cabeza negativamente.
–Todavía no. Se lo diré a ella y a Mónica al regresar a casa. –La impresión y el dolor de los primeros momentos habían desaparecido dejando detrás una implacable fuerza de voluntad y un cierto distanciamiento, como si se viera a sí mismo desde lejos en una película. Un poco de aquella distancia se filtraba en su tono de voz y le prestaba un tinte de seguridad y calma–. ¿Te ha dejado papá algún poder escrito para mí?

Era evidente que hasta entonces Alex sólo había pensado en las ramificaciones personales de la deserción de Guy. Ahora cayó en la cuenta de los aspectos jurídicos, y sus ojos se agrandaron de horror.
–Mie/rda –dijo, cayendo en una vulgaridad inusitada–. No, no lo ha dejado. Si lo hubiera hecho, yo habría sabido que decía en serio lo de fugarse y habría intentado detenerlo.
–Tal vez haya una carta en el escritorio de casa. Puede que llame dentro de un día o así. En ese caso, no habrá problemas en el aspecto económico. Pero si no hay ninguna carta y él no llama... No puedo permitirme el lujo de esperar. Tendré que liquidar todo lo que me sea posible antes de que la noticia de lo sucedido se extienda por ahí y los precios de las acciones caigan en picado como una piedra.
–Llamará –dijo Alex débilmente–. Tiene que llamar. No puede simplemente dar la espalda a una obligación económica como ésta. ¡Hay una fortuna implicada!
Nick se encogió de hombros. Su expresión era una hoja en blanco.
–Ya ha dado la espalda a su familia. No puedo permitirme el lujo de suponer que para él es más importante su negocio. –Calló durante unos instantes–. No creo que vuelva ni que llame. Creo que su intención era darle la espalda a todo y no regresar jamás. Me ha estado enseñando todo lo que ha podido, y ahora entiendo por qué. Si tuviera la intención de permanecer al frente de todo, no habría hecho esto.
–En ese caso, debería haber un poder escrito –insistió Alex–. Guy era un hombre de negocios demasiado agudo para no haberse ocupado de algo así.
–Puede ser, pero yo tengo que pensar en mi madre y en Mónica. No puedo esperar. Tengo que liquidar ya, y conseguir todo el dinero que pueda para tener algo con lo que trabajar y construir de nuevo. Si no lo hago, y si él no hace nada por arreglar la situación, no tendremos ni un orinal donde ****.
Alex tragó saliva, pero afirmó con la cabeza.
–De acuerdo. Me pondré a hacer lo que pueda para salvar tu situación legal, pero tengo que decirte que a menos que Guy se ponga en contacto contigo o haya dejado un poder escrito, va a ser un buen lío. Todo está bloqueado a no ser que Noelle se divorcie de él y el tribunal le conceda a ella la mitad de los activos, pero eso llevará tiempo.
–Tengo que hacer planes para lo peor –dijo Nick–. Iré a casa y buscaré esa carta, pero no esperes a tener noticias mías para empezar. Si no hay poder, llamaré inmediatamente al agente de bolsa y empezaré a vender. Pase lo que pase te lo haré saber. No digas nada hasta que yo te llame.
Alex se puso de pie.
–Ni siquiera se lo contaré a Andrea. –Se pasó las manos por el pelo, una indicación de que estaba preocupado, porque Alex no era dado a los gestos de nerviosismo. Sus ojos grises estaban oscurecidos por la angustia–. Lo siento, Nick. Tengo la sensación de que esto ha sido culpa mía. Debería haber hecho algo.
Nick movió la cabeza en un gesto negativo.
–No te eches la culpa. Como has dicho, ¿quién iba a pensar que hablaba en serio? No, las únicas personas a las que culpo son papá y Renée Devlin. –Esbozó una sonrisa glacial–. No se me ocurre nada que tenga ella y que sea tan bueno como para obligarlo a abandonar a su familia, pero evidentemente lo tiene. –Hizo una pausa, perdido por un instante en la negrura de sus pensamientos, y a continuación sacudió la cabeza y se encaminó hacia la puerta–. Te llamaré cuando descubra algo.


Una vez que se hubo ido, Alex se hundió de nuevo en su sillón con movimientos rígidos y sin fuerzas. Apenas consiguió controlar la expresión de su cara cuando Andrea apareció en el despacho, picada por la curiosidad.
–¿Qué pasa con Nick?
–Nada importante. Un asunto personal del que quería hablar conmigo.
La mujer se sintió decepcionada de que su jefe no confiara en ella.
–¿Hay algo que yo pueda hacer para ayudar?
–No, todo irá bien. –Alex dejó escapar un suspiro y se frotó los ojos–. ¿Por qué no te vas a comer y me traes un bocadillo o algo? Estoy esperando una llamada, así que no puedo moverme de aquí.
–Está bien. ¿Qué te apetece?
Él agitó la mano.
–Cualquier cosa. Ya sabes lo que me gusta. Sorpréndeme.
Andrea trajinó en la oficina por espacio de unos minutos, apagando el ordenador que él había comprado un año antes, guardando los disquetes, cogiendo su bolso. Cuando se marchó, Alex aguardó unos minutos más antes de pasar a la otra habitación y cerrar la puerta con llave. Entonces se sentó en la silla de ella y encendió el ordenador, y se puso a teclear a toda prisa.
–Maldito seas, Guy –susurró–. Eres un hijo de pu/ta.

Nick aparcó el Corvette delante de los cinco amplios escalones que conducían al porche cubierto y la doble puerta frontal, aunque a Noelle no le gustaba aquello y prefería que los coches de la familia estuvieran debidamente protegidos y fuera de la vista en el garaje anexo a la parte posterior de la casa. El camino de entrada delantero era para las visitas, que no debían poder distinguir qué miembros de la familia se encontraban en casa a juzgar por los vehículos allí aparcados. De esa manera, uno no sentía la obligación de admitir que estaba allí y no se veía forzado a recibir visitas no deseadas. Algunas de las ideas de Noelle eran claramente victorianas; por lo general él le daba el capricho, pero hoy tenía cosas más importantes en la cabeza, y además tenía prisa.

Subió de dos saltos los escalones y abrió la puerta. Era probable que Mónica lo hubiera estado observando desde la ventana del dormitorio, porque ya estaba bajando las escaleras velozmente con la ansiedad pintada en el rostro.
–¡Todavía no ha vuelto papá! –siseó, lanzando una mirada hacia el comedor de desayunar, donde se encontraba Noelle, alargando el desayuno de forma evidente–. ¿Por qué rompiste la ventana de su estudio y después saliste disparado de aquí como alma que lleva el diablo? ¿Y por qué has aparcado enfrente de la casa? Eso no le va a gustar a mamá.

Nick no respondió, sino que cruzó el vestíbulo a grandes zancadas en dirección al estudio, haciendo un ruido sordo con los tacones de las botas sobre el suelo de parquet. Mónica se apresuró a seguirlo y se coló en el estudio al tiempo que él se ponía a examinar, de uno en uno, los papeles que había sobre el escritorio de Guy.
–No creo que Alex haya dicho la verdad respecto de esa partida de póker –dijo con un leve temblor en los labios–. Llámalo otra vez, Nick. Que te diga dónde está papá.
–Dentro de un minuto –murmuró su hermano sin volver la mirada. Ninguno de los papeles que había en el escritorio era una carta de poderes. Empezó a abrir cajones.
–¡Nick! –Mónica levantó la voz bruscamente–. ¡Encontrar a papá es más importante que registrar su escritorio!
Nick se detuvo, respiró hondo y se irguió.
–Mónica, cariño, siéntate ahí y guarda silencio –le dijo en un tono amable que sin embargo llevaba una pizca de acero–. Tengo que buscar un papel muy importante que tal vez me haya dejado papá. Estaré contigo en un minuto.

Mónica abrió la boca para decir algo más, pero su hermano le dirigió una mirada que la hizo cambiar de opinión. En silencio, con una vaga expresión de perplejidad en la cara, se sentó, y Nick volvió a enfrascarse en su búsqueda.

Cinco minutos más tarde, se reclinó hacia atrás con el amargo sabor de la derrota en la garganta. No había ninguna carta. Aquello no era lógico. ¿Por qué se había tomado Guy tanto trabajo en enseñárselo todo, para luego marcharse sin dejarle los poderes? Tal como había dicho Alex, Guy era demasiado inteligente para no haberlo pensado. Si lo que pretendía era seguir estando él al frente de todo, ¿por qué se había molestado en impartir a su hijo tan intensiva instrucción? A lo mejor tuvo la intención de entregar las riendas a Nick y luego cambió de idea. Aquélla era la única explicación alternativa que podía haber. En tal caso, volverían a tener noticias suyas, dentro de unos días como máximo, porque sus tratos financieros eran demasiado complicados para dejarlos abandonados durante más tiempo.

Pero, como Nick le había dicho a Alex, no podía permitirse el lujo de suponer que alguien se haría cargo de la situación. No se imaginaba a su padre desentendiéndose de los negocios, pero hasta aquella mañana tampoco había podido imaginar que fuera capaz de abandonarlos a todos por Renée Devlin. Había sucedido lo imposible, de modo que, ¿cómo podía confiar a ciegas en cualquier otra cosa que siempre había dado como cierta en su padre? Sobre sus hombros pesaba gravemente la responsabilidad respecto de su madre y su hermana; no podía arriesgar el bienestar de las dos.

Hizo el ademán de ir a coger el teléfono, pero no estaba en la mesa. Recordó vagamente que lo había tirado y volvió la vista hacia la ventana, que ahora estaba cubierta por unos tablones, a la espera de cristales nuevos. Se levantó y salió al vestíbulo para usar el teléfono que había en la mesa situada al pie de las escaleras. Mónica fue tras él, aún silenciosa pero claramente resentida por ello.
Primero llamó a Alex. Éste contestó al primer timbrazo.
–No hay carta –dijo JNick lacónicamente–. Mira a ver qué puedes hacer para conseguirme un poder notarial o alguna otra cosa que proteja mi posición. –Un poder notarial era una opción complicada, pero tal vez se pudiera pulsar algunas teclas.
–Ya me he puesto con ello –repuso Alex en voz baja.
A continuación, Nick llamó a su agente de bolsa. Le dio instrucciones breves y explícitas. Si sucedía lo peor, necesitaría hasta el último céntimo de efectivo que pudiera reunir.

Después le tocaba la parte más difícil. Mónica lo miraba fijamente con la alarma dibujada en sus grandes ojos oscuros.
–Pasa algo malo, ¿verdad? –preguntó.
Nick hizo acopio de fuerzas mentalmente y luego cogió la mano de su hermana.
–Vamos a hablar con mamá –le dijo.
Ella fue a decir algo, pero Nick movió la cabeza en un gesto negativo.
–Sólo puedo decirlo una vez –dijo en tono áspero.
Noelle estaba disfrutando de su última taza de té y leyendo las páginas de sociedad del periódico de Nueva Orleans. Prescott tenía su propio semanario, en el que ella aparecía mencionada de forma regular, pero lo que verdaderamente contaba era salir en el periódico de Nueva Orleans.

Su nombre se citaba en él lo bastante a menudo como para convertirse en la envidia del resto de la sociedad local. Aparecía vestida de blanco, su color favorito, con el pelo oscuro y brillante recogido en un moño francés. Llevaba un maquillaje minimalista pero perfecto, y joyas caras pero comedidas. En Noelle no había nada chillón ni frívolo, nada sobresaliente, nada fuera de lugar, ningún color estridente; tan sólo líneas limpias y clásicas. Hasta sus uñas no mostraban nada más que un poco de brillo.

Levantó la vista cuando Nick y Mónica entraron en el comedor de desayunar, y su mirada se posó durante un instante en las manos entrelazadas de ambos. Pero no hizo comentario alguno al respecto, pues eso demostraría un interés personal y tal vez invitase a ser correspondido.
–Buenos días, Nick –saludó a su hijo en un tono perfectamente compuesto, como siempre.
Noelle podía sentir un odio violento hacia alguien, pero esa persona jamás podría distinguirlo por el tono de su voz, que nunca revelaba calidez, afecto, rabia ni ninguna otra emoción. Semejante exhibición sería vulgar, y Noelle no permitía que en ella nada cayera tan bajo.
–¿Pido otro poco más de té?
–No, gracias, madre. Necesito hablar contigo y con Mónica; ha ocurrido algo grave. –Notó que la mano de su hermana temblaba dentro de la suya, y se la apretó para tranquilizarla.
Noelle dejó el periódico a un lado.
–¿Quieres que hablemos más en privado? –preguntó, preocupada por el hecho de que alguno de los criados los oyese discutir cuestiones personales.
–No es necesario. –Nick acercó una silla a Mónica y después se situó detrás de ella con una mano apoyada en su hombro. Noelle se iba a sentir molesta por los matices sociales, por la vergüenza, pero el dolor de Mónica iba a ser mucho peor–. 

No conozco ningún modo de hacer esto más fácil. Papá no ha dejado ninguna nota ni nada parecido, pero por lo que parece se ha ido de la ciudad con Renée Devlin. Han desaparecido los dos.
Noelle se llevó una esbelta mano a la garganta. Mónica permaneció inmóvil, sin respirar siquiera.
–Estoy segura de que no se llevaría a una mujer así en un viaje de negocios –dijo Noelle con serena certeza–. Imaginaos el efecto que causaría.
–Madre... –Nick se interrumpió a sí mismo, conteniendo su impaciencia–. No se ha ido en un viaje de negocios. Papá y Renée Devlin se han fugado juntos. No va a volver.

Mónica dejó escapar un leve grito y se tapó la boca con ambas manos para reprimir el ruido. El rostro de Noelle perdió el color, pero sus movimientos fueron precisos al depositar la taza de té en el centro del plato.
–Estoy segura de que te equivocas, querido. Tu padre no arriesgaría su posición social por...
–¡Por el amor de Dios, madre! –estalló Nick, cuyo tenue control saltó como un hilo–. A papá le importa un comino su posición social. ¡Te importa a ti, no a él!
–Nicholas, no es necesario ser vulgar.
Nick hizo rechinar los dientes. Qué típico era de ella hacer oídos sordos a algo que le resultaba desagradable y concentrarse en lo trivial.
–Papá se ha ido –dijo, poniendo un deliberado énfasis en sus palabras–. Te ha dejado por Renée. Se han fugado juntos, y no va a volver. Todavía no lo sabe nadie, pero probablemente mañana por la mañana estará en boca de todo el mundo.
Noelle abrió los ojos al oír la última frase, y el horror invadió su expresión al comprender la humillación que sufriría su posición.
–No –susurró–. No sería capaz de hacerme algo así.
–Ya lo ha hecho.
Noelle se puso en pie aturdida, sacudiendo la cabeza a un lado y al otro.
–¿De... de verdad se ha marchado? –preguntó en un débil murmullo–. Me ha dejado por esa... esa... –Incapaz de terminar la frase, abandonó la habitación a toda prisa, casi huyendo.

En cuanto Noelle se hubo ido, en cuanto dejó de estar allí para contemplar con gesto ceñudo escenas impropias, Mónica se derrumbó sobre la mesa y se inclinó hacia adelante para hundir la cara en el brazo mientras violentos sollozos le surgían de la garganta y hacían temblar su esbelto cuerpo. Casi tan furioso con Noelle como lo estaba con Guy, Nick se arrodilló junto a su hermana y la rodeó con los brazos.
–Va a ser difícil –dijo–, pero saldremos de ésta. En los próximos días voy a estar muy ocupado en mantener el control de nuestras finanzas, pero estaré aquí por si me necesitas. –No se atrevía a decirle a su hermana que sobre ellos se cernía el desastre económico–. Ya sé que ahora es muy doloroso, pero lo superaremos.
–Le odio –sollozó Mónica con la voz amortiguada por el brazo–. Nos ha dejado por esa... ¡esa pu/ta! Espero que no vuelva nunca. ¡Le odio, no quiero volver a verle jamás!

Se apartó bruscamente de Nick y tiró su silla al suelo al separarla de la mesa. Todavía entre Sollozos, salió corriendo del comedor, y Nick oyó cómo subía las escaleras llorando a lágrima viva.
Un momento después se sintió en toda la casa el golpe de la puerta de su dormitorio al cerrarse.

Nick sintió deseos de enterrar también el rostro entre las manos. Tenía ganas de descargar un puñ/etazo sobre algo, preferiblemente la nariz de su padre. Tenía ganas de gritar su furia a los cuatro vientos. La situación ya era bastante grave; ¿por qué tenía que empeorarla Noelle preocupándose sólo por lo que dirían sus amistades? Por una vez, ¿por qué no podía ofrecer un poco de apoyo a su hija? ¿Es que no veía lo mucho que Mónica la necesitaba en aquel momento? Claro que nunca había apoyado a ninguno de ellos, así que, ¿por qué iba a hacerlo ahora? A diferencia de Guy, Noelle por lo menos era constante.

Necesitaba beber algo, algo fuerte. Salió del comedor y regresó al estudio a buscar la botella de whisky escocés que Guy siempre guardaba en el bar de detrás del escritorio. Oriane, su veterana ama de llaves, estaba subiendo las escaleras con un montón de toallas en los brazos y lo miró con curiosidad. Como no era sorda, estaba claro que había oído parte del revuelo. Pronto crecerían como la espuma las especulaciones entre Oriane, su esposo Garron, que se encargaba de la finca, y Delfina, la cocinera. Habría que decírselo, por supuesto, pero en aquel momento no tenía fuerzas para ello. Tal vez después de tomarse aquel whisky.
Abrió el bar, sacó la botella y sirvió un par de dedos del líquido ambarino en un vaso. Sintió en la lengua su gusto amargo y picante al tomar el primer sorbo, y después se echó al coleto el resto con un firme y rápido giro de la muñeca. Necesitaba el efecto sedante de la bebida, no su sabor.

Acababa de servirse una segunda copa cuando perforó el aire un aullido escalofriante que procedía del piso de arriba, seguido de la voz de Oriane que lo llamaba a gritos, una y otra vez.
Mónica. Nada más oír el chillido de Oriane, lo supo. Con el pecho atenazado por el miedo, salió a toda prisa del estudio y subió los peldaños de tres en tres con sus largas y potentes piernas.

Oriane corría escaleras abajo hacia él con ojos de espanto.
–¡Se ha cortado! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! Hay sangre por todas partes...
Nick la empujó a un lado y entró como una exhalación en el dormitorio de Mónica. Su hermana no estaba allí, pero vio la puerta del baño abierta y se lanzó sin dudarlo, sólo para detenerse congelado en el umbral.

Mónica había decorado ella misma su habitación y su cuarto de baño con delicados tonos rosa y blanco perla que les daban un aspecto absurdamente infantil. Normalmente, a Nick le recordaban al algodón de azúcar, pero ahora las baldosas rosas del suelo estaban cubiertas de oscuros manchones de sangre. Mónica estaba tranquilamente sentada sobre la tapa del inodoro de color rosa, mirando por la ventana con mirada vacía y las manos delicadamente entrelazadas sobre el regazo.

La sangre salía suavemente a borbotones de los profundos cortes que se había hecho en ambas muñecas y le empapaba las rodillas antes de deslizarse por sus piernas para acabar formando un charco en el suelo.
–Siento mucho toda esta conmoción –dijo con voz débil y extrañamente distante–. No esperaba que Oriane subiera aquí con toallas limpias.
–Dios –gimió Nick al tiempo que cogía una de las toallas que había dejado caer Oriane. Dobló una rodilla al lado de Mónica y la agarró de la muñeca izquierda.
–¡Maldita sea, Mónica, debería darte un par de azotes! –Le envolvió la muñeca en una toalla y luego se la ató con otra lo más fuerte que pudo.
–Déjame en paz –susurró ella, intentando tirar del brazo, pero ya estaba empezando a debilitarse de modo alarmante.
–¡Cállate! –ladró Nick, cogiéndole la otra muñeca y repitiendo la operación.–. Maldita sea, ¿cómo has podido hacer algo tan idi/ota? –Aquello, unido a todo lo que había pasado aquel día, era casi demasiado para él. El miedo y la rabia le inundaban el pecho, cada vez con más fuerza, hasta que creyó estar a punto de ahogarse–. ¿Te has parado a pensar en alguien más que no seas tú? ¿No has pensado que a lo mejor yo podía necesitar tu ayuda, que esto es para los demás tan duro como para ti?

Hablaba con los dientes apretados mientras tomaba a su hermana en brazos y pasaba a toda prisa junto a Noelle, que estaba simplemente de pie en el pasillo con una expresión de aturdimiento en su pálido semblante, y echaba a correr escaleras abajo, dejando atrás a Oriane y a Delfina, abrazadas la una a la otra en el descansillo.
–Llama a la clínica y di al doctor Bogarde que vamos para allá –ordenó al tiempo que salía de la casa por la puerta principal y se dirigía al Corvette que estaba allí aparcado.
–Voy a mancharte el coche de sangre –protestó Mónica débilmente.
–Te he dicho que te calles –soltó Nick–. No hables a no ser que tengas algo sensato que decir.

Probablemente, debería ser más sensible con alguien que acababa de intentar suicidarse, pero aquélla era su hermana, y maldito fuera si le permitía quitarse la vida. Estaba furibundo, y apenas podía controlar tal estado. Era como si su vida hubiera quedado destrozada en las últimas horas, y estaba harto de que las personas a las que quería cometieran ****eces.

No se molestó en abrir la puerta del Corvette, sino que simplemente se inclinó, depositó a Mónica en el asiento y después pasó por encima de ella para dejarse caer en el puesto del conductor.

Accionó el encendido, soltó el embrague y arrancó forzando el motor hasta su límite y dejándose los neumáticos en el asfalto. Mónica se desmoronó sobre la puerta de su lado con los ojos cerrados.
Nick le dirigió una mirada de pánico, pero no se arriesgó a tomarse el tiempo de parar. Mostraba una palidez mortal, y su boca estaba adquiriendo un leve tinte azulado. La sangre ya estaba rezumando de las toallas, con un rojo intenso que contrastaba con el blanco de la felpa. Había visto las heridas; no eran cortes superficiales, gestos que uno hace más bien para asustar y llamar la atención que para poner su vida en peligro. No, Mónica lo había hecho muy en serio. Su hermana podía morir porque su padre no podía resistirse a ir detrás de aquella pu/ta pelirroja.

Cubrió los veinticinco kilómetros que había hasta la clínica en menos de diez minutos. El aparcamiento estaba completo, pero fue hasta la entrada posterior del edificio de ladrillos de una sola planta y tocó el claxon, y después saltó fuera para sacar a Mónica del coche llevándola en brazos. La muchacha estaba totalmente inerte, con la cabeza caída hacia el hombro de Nick, y éste sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.
Se abrió la puerta y por ella salió rápidamente el doctor Bogarde, seguido por sus dos enfermeras.
–Llévala a la primera sala de la derecha –dijo, y Nick torció hacia un lado para atravesar el vestíbulo. Sadie Lee Fanchier, la enfermera de más autoridad, sostuvo la puerta de la sala de urgencias y Nick entró en ella con Mónica y la depositó sobre la estrecha mesa de vinilo cubierta con una sábana, que crujió al acusar el peso.
Sadie Lee estaba ya aplicando un brazal a Mónica para tomarle la presión arterial mientras el doctor Bogarde desanudaba los primeros auxilios que había practicado Nick. Bombeó aire rápidamente y escuchó por el estetoscopio apoyado en la cara interna del codo de Mónica.
–Siete y medio, cuatro.
–Cógele una vía –ordenó el doctor Bogarde–. Glucosa. –La otra enfermera, Kitty, se apresuró a seguir sus instrucciones.

El doctor Bogarde tenía la mirada fija en las muñecas de Mónica mientras trabajaba.
–Necesita sangre –dijo–. Y rápido. Tenemos que llevarla al hospital de Baton Rouge, aquí no puedo hacerlo. Y también necesitará un cirujano cardiovascular que le repare las venas. Yo puedo estabilizarla, Nick, pero no puedo hacer nada más.
Kitty colgó la bolsa de glucosa de la percha metálica e introdujo hábilmente la aguja intravenosa en el brazo de Mónica.
–No tenemos tiempo de hacer venir a una ambulancia hasta aquí –prosiguió el médico–. La llevaremos nosotros mismos, en mi coche. ¿Estás bien para conducir? –preguntó a Nick lanzándole una mirada penetrante.
–Sí. –La respuesta fue llana, inequívoca.
El doctor Bogarde dio unos leves golpecitos en las muñecas de Mónica.
–Está bien, se ha detenido la hemorragia. Kitty, necesito un par de mantas. Pon una en el asiento trasero de mi coche y con la otra envuelve a Mónica. Nick, cógela en brazos y ten cuidado con el gotero. Sadie Lee, llama al hospital y diles que vamos de camino, y luego llama a la oficina del sheriff para que despejen un poco las carreteras.

Nick tomó en brazos a su hermana con suavidad. El doctor Bogarde cogió la bolsa de glucosa en una mano y su maletín en la otra, y corrió al lado de Nick mientras éste llevaba a Mónica en dirección al Chrysler de cuatro puertas propiedad del médico. Bogarde subió primero, y después ayudó a Joe a colocar con cuidado a Mónica sobre el asiento de atrás. Colgó la bolsa de glucosa de la percha para trajes del interior del vehículo y se arrodilló en el suelo.
–No nos hagas dar muchos tumbos –instruyó a Joe al tiempo que éste deslizaba su largo cuerpo detrás del volante. El doctor Bogarde medía apenas uno setenta y ocho, de manera que el asiento estaba tan cerca del volante que Joe lo rozaba con el pecho. Pero no podía empujar el asiento hacia atrás, con el médico de cuclillas en el suelo–. Mantén una velocidad constante, así haremos un mejor tiempo. Y enciende las luces de emergencia.

A Nick lo asaltó un pensamiento violento acerca de los conductores en los asientos de atrás, pero se lo guardó para sí. Obedeciendo las órdenes, salió de la clínica más calmado de lo que había llegado, aunque su instinto le gritaba que pisara a fondo el pedal del acelerador y no levantase el pie. Tan sólo el hecho de saber que aquel espacioso sedán, construido más para la comodidad que para comerse la carretera, probablemente se saldría de una curva si lo forzaba igual que hacía con el Corvette lo hizo mantener una velocidad razonable.
–¿Cómo ha ocurrido esto? –quiso saber el doctor Bogarde.

Nick lo miró por el espejo retrovisor. El médico era un hombre pequeño y pulcro de astutos ojos azules. A pesar de su apellido, no era criollo ni inmigrante francés; debía de andar mediada la cincuentena y poseía un cabello rubio de color arena que comenzaba a encanecer. Nick lo conocía de toda la vida. Noelle nunca había acudido a él, pues prefería un médico urbano de Nueva Orleans, pero todos los demás de la familia iban a verlo por todo, desde el típico rasguño en la infancia hasta las gripes o el brazo que se rompió Nick haciendo deporte cuando tenía quince años.

Nickno quería contárselo todo y prefirió guardar los detalles en secreto un poco más, hasta que su agente de bolsa hubiera tenido tiempo de vender y Alex hubiera llevado a cabo sus maniobras legales, pero no le iba a ser posible ocultar del todo la noticia. Dio al doctor Bogarde el dato central, el único que importaba:
–Papá y mamá se han separado. Mónica... –Titubeó.
El doctor Bogarde lanzó un suspiro.
–Comprendo. –Todo el mundo sabía lo unida que estaba Mónica a Guy.
Nick se concentró en conducir. La suspensión del Chrysler contrarrestaba las desigualdades de la carretera y los neumáticos chirriaban sobre el pavimento. Volvió a percibir la sensación de irrealidad que había experimentado anteriormente. El calor del sol se filtraba por la ventana caldeándole la pierna cubierta por el vaquero y los altos pinos iban pasando por el costado a toda velocidad. El cielo era de un azul puro e intenso. Estaban en pleno verano, y todo le era tan familiar como su propio rostro. Aquello era precisamente lo extraño: ¿Cómo podía seguir todo igual, cuando su mundo acababa de derrumbarse a su alrededor?

A su espalda, el doctor Bogarde comprobó de nuevo el pulso y la presión arterial de Mónica.
–Nick –dijo en voz baja–. Más vale que te des prisa.

Eran las diez y media de la noche cuando Nick y el doctor Bogarde salían del hospital de Baton Rouge. A Nick le ardían los ojos de cansancio, y estaba entumecido a causa de la montaña rusa emocional que había vivido aquel día. Mónica había sido por fin estabilizada e intervenida, y estaba durmiendo apaciblemente, bajo sedantes. Había sufrido una parada cardiaca a poco de llegar al hospital, pero el equipo de urgencias consiguió reanimar su corazón casi inmediatamente. 

Le pusieron cuatro unidades de sangre antes de operarla, y otras dos más durante la intervención. El médico que se encargó de la tarea de reparación opinaba que no existían daños permanentes en la muñeca derecha, pero en la izquierda se había seccionado un par de tendones y tal vez no recuperase del todo la movilidad de aquella mano.

Lo único que le importaba a Nick era que iba a sobrevivir. Se había despertado durante breves instantes cuando la trasladaban de la sala de recuperación a la habitación privada que él le había conseguido, y había murmurado medio atontada:
–Lo siento, Nick –al verlo.

No sabía si con ello había querido decir que lamentaba haber intentado suicidarse, no haberlo conseguido o haberle causado a él tanta preocupación. Escogió creer que su hermana se refería a la primera posibilidad, porque no podía soportar la idea de que pudiera intentarlo de nuevo.
–Ya conduzco yo –dijo el doctor Bogarde, levantando la mano para darle una palmada en el hombro–. Tienes un aspecto horrible.
–Es que me siento horrible –masculló Nick–. Necesito un café.
Se alegró de que condujera el doctor Bogarde. Tenía la sensación de que su cerebro era un terreno baldío; probablemente no sería seguro que se encargara él de conducir, y además el coche era del médico. Las rodillas volverían a juntársele con la barbilla, pero por lo menos tendría espacio para respirar.
–Yo puedo solucionarte eso. Hay un McDonald's a unas pocas manzanas de aquí.
Nick se plegó para introducirse en el vehículo, y dio gracias a Dios de que el Chrysler tuviera un salpicadero acolchado. De no haber sido así, se habría llenado las espinillas de moratones.

Quince minutos más tarde, con un gran vaso de poliestireno llena de humeante café en la mano, contemplaba cómo pasaban las luces del tráfico de Baton Rouge. Algunos de los años más felices de su vida los había pasado allí, en la LSU. Había recorrido la ciudad entera, un muchacho indómito, lleno de energía, perpetuamente cachondo, a la caza de un poco de acción, y la había en abundancia. Nadie sabía divertirse mejor que alguien de ascendencia francesa, y Baton Rouge estaba lleno de personas como él. Aquellos cuatro años se los había pasado en grande.

No hacía tanto tiempo que había vuelto a casa para siempre, sólo habían transcurrido un par de meses, pero a él se le antojaba una vida entera. Aquel día de pesadilla, interminable, había acabado definitivamente con aquel muchacho tan fogoso, había marcado una nítida línea de separación entre las dos partes de su vida. Nick había ido creciendo poco a poco, como la mayoría de la gente, pero hoy habían volcado sobre sus hombros toda la responsabilidad de la vida adulta. Sus hombros eran lo bastante anchos para soportar la carga, de manera que hizo acopio de fuerzas e hizo lo que había que hacer. Si el hombre que emergió del naufragio era más serio y más despiadado que el que se había levantado de la cama aquella mañana... Bueno, aquél era el precio de la supervivencia, y lo pagaría con gusto.

Más problemas lo aguardaban en casa. En aquellas circunstancias, la mayoría de las madres habrían tenido que ser apartadas del lado de la cama de su hija con una barra de acero, pero Noelle no. Ni siquiera había podido hablar con ella por teléfono. En lugar de ello había hablado con Oriane, la cual le dijo que la señora Noelle se había encerrado en su habitación y no quería salir.
Obedeciendo órdenes suyas, Oriane le había transmitido a Noelle la información de que Mónica se pondría bien a gritos desde el otro lado de la puerta cerrada con llave.

Por lo menos no tenía miedo de que Noelle intentase la misma escena que Mónica. Conocía demasiado bien a su madre; estaba demasiado centrada en sí misma para causarse daño.

A pesar del café, lo venció el sueño de camino a casa, y se desperto solo cuando el doctor Bogarde detuvo el automóvil frente a la ente Ada trasera de la clínica. Había dejado bajada la capota del Corvette, pues tenía cosas más importantes en mente, de modo que los asientos extaban cubiertos de rocío. Se mojaría el trasero conduciendo de vuele AJ casa, y casi se sintió agradecido.
Tal vez aquello lo mantuviera despierto.
–¿Podrás dormir esta noche? –preguntó el doctor Bogarde–. Si lo necesitas, puedo darte algo.
Nick dejó escapar una breve carcajada.
–Mi problema será permanecer despierto hasta que llegue a casa.
–En ese caso, tal vez fuera mejor que durmieras en la clínica.
–Gracias, doc, pero si el hospital me necesita, me llamará a casa.
–Está bien. Entonces ten cuidado.
–Lo tendré. –Nick pasó la pierna por encima de la puerta del corvette y se deslizó hasta el asiento. Sí, sin duda se iba a calar el trasero. El frescor de la humedad lo hizo estremecerse.

Dejó la capota bajada para que el aire lo golpease en la cara. Los aromas de la noche eran dulces y despejados, más frescos que cuando estaban recalentados por el sol. Al dejar atrás Prescott, se cerró sobre él la oscuridad del campo, protectora y balsámica.
Sin embargo, un oasis de luminosidad perturbó la negrura. Jimmy Jo's, el motel local, seguía con las luces encendidas. El aparcamiento de grava estaba abarrotado de coches y camionetas, el rótulo de neón parpadeaba dando interminablemente la bienvenida y las paredes vibraban a causa de la música. Cuando se acercó, perforando la noche con el Corvette negro, salió del aparcamiento una desvencijada furgoneta que se cruzó en su camino haciendo rechinar los neumáticos contra el suelo.

Nickclavó el pedal del freno y el Corvette se detuvo derrapando.
La furgoneta patinó hacia un costado y estuvo a punto de volcar, pero logró enderezarse. Los faros de Nick iluminaron los rostros de los ocupantes, que lanzaban risotadas mientras el que ocupaba el asiento del pasajero, agitando una botella en la mano, sacaba medio cuerpo fuera y le gritaba algo.
Nick se quedó petrificado. No entendió lo que le habían gritado, pero no tenía importancia. Lo que importaba era que los ocupantes eran Russ y Spencer Devlin y que llevaban la misma dirección que él, la finca de los Rouillard.

Los muy hijos de pu/ta no se habían ido. Todavía estaban en su propiedad.
Notó cómo iba creciendo la cólera; una cólera fría, pero poderosa. Con extraño distanciamiento, la sintió venir, naciendo de los pies y ascendiendo poco a poco, como si fuera transmutando las células mismas de todo su cuerpo. Le alcanzó el vientre y le tensó los músculos, y a continuación le llenó el pecho antes de extenderse hacia arriba para explotar en su cerebro. Fue casi un alivio, ya que despejó la fatiga y las nieblas de su mente y dejó los procesos mentales frescos y precisos y todos los sistemas preparados para el máximo rendimiento.

Hizo girar el Corvette y enfiló de vuelta hacia Prescott. Al sheriff Deese le sentaría muy mal que lo despertasen a aquellas horas de la noche, pero Nick era un Rouillard, y el sheriff haría lo que él le dijera. Diablos, hasta disfrutaría haciéndolo. Librarse de los Devlin reduciría a la mitad la tasa de delincuencia de la zona.

******

Miley no había conseguido relajarse en todo el día. Había estado todo el tiempo casi enferma por la sensación de pérdida y desastre, incapaz de comer nada. Scottie, que se dio cuenta de su estado de ánimo, había estado temeroso y gimoteante, constantemente aferrado a sus piernas e interrumpiéndola mientras ella trataba mecánicamente de cumplir con sus tareas.
Aquella mañana, después de que Nick se marchase, había comenzado a hacer el equipaje, aturdida, pero Amos le había propinado una bofetada y le había gritado que no fuera idi/ota. A lo mejor Renée permanecía fuera un par de días, pero regresaría, y el viejo Rouillard no permitiría que aquel joven hijo de pu/ta los echase de su hogar.

Incluso en su desolación, Miley se preguntaba por qué su padre llamaba viejo a Guy, cuando éste tenía un año menos que él.
Al cabo de un rato, Amos había cogido la furgoneta y se había ido a tomar una copa. En cuanto se perdió de vista, Jodie se metió en el dormitorio y empezó a rebuscar en el armario de Renée.
Miley siguió a su hermana y la contempló atónita mientras ella empezaba a arrojar prendas sobre la cama.
–¿Qué estás haciendo?
–Mamá ya no va a necesitar todo esto –respondió Jodie alegremente–. Guy le comprará ropa nueva. ¿Porqué crees que no se llevó esto consigo? Pero puedo usarlo yo. Ella nunca me dejaba ponerme ninguna de sus cosas. –Aquello último lo dijo con una pizca de amargura. Sostuvo en alto un vestido amarillo con el cuello bordado de lentejuelas. A Renée le había sentado maravillosamente, con su cabellera pelirroja oscura, pero hacía un efecto horrible en contraste con los bucles color zanahoria de Jodie–. La semana pasada tuve una cita pasional con Lane 

Foster y quise ponerme este vestido, pero mamá no me lo dejó –dijo con resentimiento–. Tuve que llevar mi viejo vestido azul, que ya me lo había visto.
–No cojas la ropa de mamá –protestó Miley con los ojos llenos de lágrimas.
Jodie le dirigió una mirada de exasperación.
–¿Por qué no? Ya no va a necesitarla.
–Papá ha dicho que regresará.
Jodie soltó una carcajada.
–Papá no es capaz de distinguir su **** de un agujero en el suelo. Nick tenía razón. ¿Por qué diablos va a volver? No, aunque Guy se raje y vuelva corriendo a casa con ese témpano de hielo con el que está casado, mamá obtendrá de él lo suficiente para estar guapa durante mucho tiempo.




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