Tres años después
–Miley–dijo Renée impaciente–, haz callar de una vez a Scottie. Me está poniendo enferma con tanto gimoteo.
Miley dejó a un lado las patatas que estaba pelando, se limpió las manos y fue hasta la puerta de rejilla, donde estaba Scottie manoteando la rejilla y haciendo unos ruiditos que significaban que quería salir. Nunca lo dejaban salir solo porque no entendía lo que significaba «no salir del patio», y empezaba a caminar sin rumbo y acababa perdiéndose. La rejilla tenía un pestillo en lo alto, que él no podía alcanzar y que siempre estaba cerrado para evitar que saliera por sí mismo. Miley estaba ocupada con la cena, aunque era probable que sólo estuvieran ella y Scottie para comérsela, y en aquel preciso momento no podía salir con él.
Le apartó las manos de la rejilla y dijo:
–¿ Quieres jugar con la pelota, Scottie? ¿Dónde está la pelota?
Scottie, fácilmente distraído, echó a trotar en busca de su pelota roja toda mordisqueada, pero Miley sabía que eso no lo tendría ocupado mucho tiempo. Suspiró y volvió a las patatas.
Renée salió lentamente de su dormitorio. Esa noche iba vestida para matar, advirtió Miley, con un ceñido vestido corto de color rojo que dejaba al descubierto sus piernas largas y bien torneadas y que curiosamente no hacía mal contraste con su cabello. Renée tenía unas piernas estupendas; lo tenía todo estupendo, y lo sabía. Su abundante cabellera pelirroja formaba una nube y su penetrante perfume la seguía con un aura de un rojo intenso.
–¿Qué tal estoy? –preguntó, girando sobre sus tacones altos mientras se ponía unos pendientes de cristal barato en las orejas.
–Preciosa –respondió Miley, sabedora de que eso era lo que esperaba oír Renée, y no era nada menos que la verdad. Renée era tan amoral como un gato, pero también era una mujer de sorprendente belleza, con un rostro perfecto y ligeramente exótico.
–Bien, pues me voy. –Se inclinó para depositar un ligero beso en la cabeza de Miley.
–Que te diviertas, mamá.
–Así lo haré. –Dejó escapar una risita–. Desde luego que sí. –Soltó el pestillo de la puerta de rejilla y salió de la chabola exhibiendo sus largas piernas.
Miley se levantó para cerrar de nuevo el pestillo y se quedó mirando cómo Renée entraba en su reluciente cochecito deportivo y se marchaba. A su madre le encantaba aquel coche. Un día llegó conduciéndolo sin decir una sola palabra para explicar de dónde lo había sacado, aunque no había mucho que dudar al respecto. Se lo había regalado Guy Rouillard.
Al verla en la puerta, Scottie regresó y empezó a hacer de nuevo los ruiditos que indicaban que quería salir.
–No puedo sacarte –explicó Miley con paciencia infinita aunque el niño no entendiese gran cosa–. Tengo que hacer la cena. ¿Qué prefieres, patatas fritas o en puré? –Era una pregunta retórica, puesto que el puré de patatas le resultaba mucho más fácil de comer. Miley le acarició el pelo oscuro y volvió una vez más a la mesa y al cuenco de patatas.
Últimamente, Scottie no demostraba la misma energía de siempre, y cada vez con más frecuencia sus labios adquirían un tinte azulado cuando jugaba. Le estaba fallando el corazón, tal como habían dicho los médicos que iba a pasar. No iba a haber un trasplante milagroso para Scottie, aunque los Devlin hubieran tenido recursos para permitírselo. Los pocos corazones de niño que había disponibles eran demasiado valiosos para desperdiciarlos en un niño pequeño que jamás sabría vestirse solo, ni leer, ni manejar más que unas cuantas palabras farfulladas por mucho tiempo que viviera. «Gravemente retrasado» era la categoría que le habían asignado. Aunque a Miley se le formaba un nudo en el pecho cuando pensaba en que Scottie fuera a morirse, no sentía amargura por saber que no se iba a hacer nada por la frágil salud del niño. Un corazón nuevo no lo ayudaría, desde luego no de forma que importase. Los médicos no esperaban que hubiera vivido tanto, y ella cuidaría de él durante el tiempo que le quedara.
Durante una temporada se preguntó si no sería hijo de Guy Rouillard, y se sintió furiosa por él, por que no lo hubieran llevado a vivir en aquella gran casa blanca, donde tendría los mejores cuidados y sería feliz durante los pocos años que le quedasen. Como era retrasado, pensó, Guy estaba contento de mantenerlo fuera de la vista.
Lo cierto era que Scottie podría ser perfectamente hijo de Amos, y era imposible saberlo. No se parecía a ninguno de los dos hombres, simplemente se parecía a sí mismo. Ya tenía seis años, y era un niño apacible que se contentaba con las cosas más pequeñas y cuya seguridad radicaba en su hermana de catorce años. Miley cuidaba de él desde el día en que Renée lo trajo del hospital a casa, y lo protegió de los accesos de ira de su padre cuando estaba borracho y de las despiadadas burlas de Russ y Spencer. Renée y Jodie lo ignoraban la mayor parte del tiempo, lo cual a Scottie le parecía bien.
Jodie había pedido a Miley que saliese con ella aquella noche en forma de dos parejas, y se encogió de hombros cuando ésta se negó a hacerlo porque alguien tenía que cuidar de Scottie. De todos modos, Miley no habría salido con Jodie; su idea de pasarlo bien era muy distinta de la de su hermana. Jodie pensaba que divertirse consistía en robar algo de bebida ilegal, ya que sólo tenía dieciséis años, emborracharse y acostarse con el chico o grupo de chicos que estuviera por ahí esa noche. Todo su ser se estremeció de repulsión al pensar en ello. Había visto a Jodie entrar en casa apestando a cerveza y a sexo, con la ropa destrozada y llena de manchas, riendo tontamente por lo mucho que se había «divertido». Al parecer, nunca la molestaba que esos mismos chicos no le dirigieran la palabra si se la encontraban en público. Aquello sí molestaba a Miley. Le ardía la sangre de humillación al ver el desprecio en los ojos de la gente cada vez que la miraban a ella, a cualquiera de su familia. Esa gentuza de los Devlin, así los llamaban. Borrachos y ful/anas, todos ellos.
¡Pero yo no soy así! Aquel silencioso grito surgía en el interior de Miley algunas veces, pero siempre lo contenía. ¿Por qué la gente no veía nada más detrás de aquel apellido? Ella no se pintaba ni se ponía ropa demasiado corta o ajustada como hacían Renée y Jodie; ella no bebía, ni andaba por tugurios tratando de ligar con cualquier cosa que llevara pantalones. Vestía ropa barata y mal confeccionada, pero siempre iba limpia. Jamás se perdía un día de clase, si podía evitarlo, y sacaba buenas notas. Ansiaba respetabilidad, quería poder entrar en una tienda sin que las dependientas la observasen como halcones sólo porque formaba parte de aquella gentuza de los Devlin y todo el mundo sabía que eran capaces de dejar a cualquiera en pelotas. No quería que la gente hiciera comentarios a sus espaldas cada vez que la veían.
A ello no ayudaba el hecho de que físicamente se pareciera más a Renée que Jodie. Miley.
Poseía la misma cabellera abundante y pelirroja, vibrante como una llama, la misma piel de porcelana, los mismos pómulos y los mismos ojos, verdes y exóticos. Su rostro no lucía tanta perfección de proporciones como el de Renée, sino que era más delgado, de mandíbula más cuadrada, y con una boca igual de generosa pero no tan llena. Renée era voluptuosa; Miley era más alta y más esbelta, su cuerpo tenía una constitución más delicada. Por fin le habían crecido los pechos, firmes e insinuantes, pero Jodie a la misma edad llevaba ya un sujetador dos tallas mayor que el suyo.
Como se parecía a Renée, por lo visto la gente esperaba que actuase como ella también, y sin embargo nunca miraban más allá. La juzgaban por el mismo rasero que al resto de la familia.
–Pero algún día me marcharé, Scottie –dijo suavemente–. Ya lo verás.
Él no reaccionó a aquellas palabras, sino que se limitó a acariciar la rejilla.
Como siempre, cada vez que necesitaba animarse un poco, pensaba en Nick. Sus dolorosos sentimientos hacia él no habían disminuido en los tres años que habían transcurrido desde la vez en que lo vio haciendo el amor con Lindsey Partain, sino que se habían intensificado conforme fue madurando.
La asombrosa alegría con que lo contemplaba cuando tenía once años había crecido y cambiado, igual que le había ocurrido a ella misma. Ahora, cuando pensaba en él, se mezclaban las sensaciones físicas con las románticas en vivo contraste, y, dado el modo en que se había criado, los detalles eran mucho más nítidos y más explícitos de lo que cabría esperar en el caso de otras niñas de catorce años.
Sus sueños no tomaban el color sólo de lo que la rodeaba; el día en que vio a Nick con Lindsey Partain –actualmente Lindsey Moutonle– había proporcionado una gran cantidad de conocimientos sobre el cuerpo del muchacho. En realidad no le había visto los genitales, porque al principio estaba vuelto de espaldas a ella y cuando se situó encima las piernas de los dos amantes le habían estorbado la visión. Pero eso no importaba mucho, porque sabía cómo eran. No sólo llevaba toda la vida cuidando a Scottie, sino que su padre, y también Russ y Spencer, cuando estaban borrachos, tenían tantas probabilidades de no ser capaces de desabrocharse los pantalones y echar una meada delante de los escalones de la entrada como de usar el cuarto de baño.
Pero Miley conocía detalles suficientes del cuerpo de Nick para excitar sus sueños. Sabía cuán musculosas eran aquellas largas piernas, y que en ellas le crecía un vello negro. Sabía que sus nalgas eran pequeñas, redondas y prietas, y que tenía dos preciosos lunares gemelos justo encima.
Sabía que sus hombros eran anchos y poderosos, que su espalda era larga y con el hueco de la columna vertebral profundamente marcado entre las gruesas capas de músculos. En su ancho pecho tenía una ligera capa de vello negro.
Sabía que hacía el amor en francés, con voz profunda, en tono suave y arrullador.
Había seguido su carrera en la LSU con secreto orgullo. Acababa de graduarse con excelentes calificaciones en economía y administración de empresas, con el ojo puesto en hacerse cargo algún día de las propiedades de los Rouillard. Aunque era muy bueno en fútbol, no había querido hacer carrera como profesional, y en vez de eso había regresado a su casa para empezar a ayudar a Guy.
Ahora podría verlo ocasionalmente durante todo el año, en lugar de sólo durante el verano y las vacaciones.
Por desgracia, Mónica también había vuelto a casa definitivamente y estaba tan rencorosa como siempre. El resto del mundo era simplemente despectivo, pero Mónica odiaba activamente a toda persona que llevase el apellido Devlin. Sin embargo, Miley no podía censurarla, y a veces incluso la comprendía. Nadie había dicho nunca que Guy Rouillard no fuera buen padre; amaba a sus dos hijos y ellos lo amaban a él. ¿Cómo se sentiría Mónica al oír a la gente hablar del lío que tenía Guy con Renée desde hacía tanto tiempo, sabiendo que él era abiertamente infiel a su madre?
Cuando era más pequeña, Miley había fantaseado con la idea de que Guy también fuera padre suyo; Amos no tenía ningún papel en aquella fantasía. Guy era alto, moreno y excitante, su rostro delgado se parecía tanto al de Nick que, fuera como fuese, no podía odiarlo. Siempre había sido amable con ella, con todos los hijos de Renée, pero a veces hacía un esfuerzo especial por hablar con Nick y en una o dos ocasiones le había comprado algún pequeño detalle. Probablemente era porque se parecía a Renée, pensó Miley. Si Guy fuera su padre, Nick sería su hermano y ella podría idolatrarlo de cerca, vivir en la misma casa con él. Aquellas fantasías siempre la hacían sentirse culpable por Amos, y entonces procuraba estar de lo más amable con él para compensarlo. Sin embargo, últimamente se alegraba muchísimo de que Guy no fuese su padre, porque ya no quería ser hermana de Nick.
Quería casarse con él.
La más íntima de sus fantasías era tan sorprendente que a veces la dejaba atónita el hecho de que se atreviese siquiera a soñar apuntando tan alto. ¿Un Rouillard casado con una Devlin? ¿Una Devlin poniendo el pie en aquella mansión centenaria? Todos los antepasados de los Rouillard se levantarían de sus tumbas para expulsar a la intrusa. Los parroquianos quedarían horrorizados.
Pero continuaba soñando. Soñaba con vestirse de blanco, con recorrer el ancho pasillo de la iglesia mientras Nick la esperaba en el altar y se volvía para mirarla con aquellos ojos oscuros de pesados párpados y expresión intensa y deseosa, sólo para ella. Soñaba con que la tomaba en brazos y cruzaba con ella el umbral de la casa –no la casa de los Rouillard, no podía imaginar tal cosa, sino otra que fuera sólo de ellos dos, tal vez una cabaña donde pasar la luna de miel– y la llevaba hasta una gran cama que los estaba aguardando. Se imaginaba tendida debajo de él, rodeándolo con sus piernas igual que había visto hacer a Lindsey, lo imaginaba moviéndose, oía su voz seductora susurrarle al oído palabras de amor en francés. Sabía lo que hacían hombres y mujeres cuando estaban juntos, sabía dónde pondría él su cosa, aunque no pudiera imaginarse qué sensación le produciría.
Jodie decía que era una sensación maravillosa, lo mejor del mundo...
Scottie lanzó un penetrante aullido que sacó a Miley de su ensoñación. Soltó la patata que estaba troceando y se puso de pie de repente, porque Scottie no lloraba a menos que se hubiera hecho daño. Estaba de pie, inmóvil, junto a la rejilla, sosteniéndose el dedo. Miley lo cogió en brazos y lo llevó hasta la mesa para sentarse con él en las rodillas y examinarle la mano. Tenía un rasguño pequeño pero profundo en la punta del dedo índice; probablemente había pasado la mano por un agujero de la rejilla y se había clavado el alambre roto. De la minúscula herida había brotado una única gota de sangre.
–Vamos, vamos, no pasa nada –lo consoló abrazándolo y secándole las lágrimas–. Te pondré una tirita y se curará. A ti te gustan las tiritas.
Así era. Cada vez que Scottie se hacía un arañazo que necesitaba un vendaje,
Miley terminaba poniéndole tiritas por todas partes en los brazos y las piernas, porque el niño no dejaba de insistir hasta gastar todas las que hubiera en la caja. Miley había aprendido a sacar la mayoría de las tiritas y esconderlas, de modo que sólo quedasen dos o tres que Scottie pudiera ver.
Le lavó el dedo y sacó la caja de la balda superior, donde la guardaba para mantenerla fuera de su alcance. La carita redonda del niño resplandecía de placer mientras le ofrecía el dedo. Con gran teatralidad, Miley aplicó la tirita a la herida. Scottie se inclinó hacia adelante y miró el interior de la caja abierta, y a continuación soltó un gruñido y tendió la otra mano.
–¿También te has hecho daño en ésta? ¡Pobre manita! –Le besó la mano pequeña y regordeta y le puso una tirita en el dorso.
El niño se inclinó y observó de nuevo el interior de la caja, y mostró una ancha sonrisa al tiempo que levantaba la pierna derecha.
–¡Cielo santo! ¡Te has hecho daño por todas partes! –exclamó Miley, y le puso otra tirita en la rodilla.
Scottie examinó la caja otra vez, pero ya estaba vacía. Satisfecho, regresó trotando a la puerta y Miley volvió a ocuparse de la cena.
Con los largos días de verano, a las ocho y media era sólo el atardecer, pero para las ocho de aquella tarde Scottie estaba ya cansado y dando cabezadas. Miley lo bañó y lo acostó, y le acarició un momento el cabello con el corazón encogido por la pena. Era un niño tan dulce, ajeno a los problemas de salud que le impedirían llegar a hacerse adulto.
A las nueve y media oyó que llegaba Amos en su vieja camioneta, que traqueteaba y escupía por el tubo de escape. Acudió a soltar el pestillo de la rejilla para dejarlo entrar. El olor a whisky penetró con él, un tufo purulento de color amarillo verdoso.
Tropezó al llegar al umbral y se enderezó con esfuerzo.
–¿Dónde está tu madre? –graznó en aquel tono mezquino y desagradable que empleaba siempre que bebía, lo cual sucedía la mayor parte del tiempo.
–Salió hace un par de horas.
Avanzó dando tumbos hacia la mesa. Lo desigual del suelo hacía que sus pasos fueran mucho más arriesgados.
–Maldita zo/rra –musitó–. Nunca está aquí. Anda siempre meneando el trasero delante de ese novio rico que tiene. Nunca está aquí para hacerme la cena. Así, ¿cómo va a comer un hombre? –rugió de pronto, golpeando la mesa con el puño.
–La cena ya está hecha, papá –dijo Miley en voz baja, con la esperanza de que el rugido no despertase a Scottie–. Voy a servirte un plato.
–No quiero comer nada –replicó él, tal como Miley esperaba. Cuando bebía, nunca quería comer, sólo beber más–. ¿Hay algo de beber en esta maldita casa? –Se incorporó tambaleándose y empezó a abrir las puertas de los armarios y a cerrarlas violentamente cuando no encontraba lo que estaba buscando.
Miley se movió deprisa.
–Hay una botella en el dormitorio de los chicos. Voy por ella.
No quería que Amos entrase allí a trompicones, maldiciendo y probablemente vomitando, y despertase a Scottie. Entró como un rayo en la pequeña habitación a oscuras y buscó a ciegas debajo del colchón de Spencer hasta que su mano topó con un vidrio frío. Sacó la botella y regresó corriendo a la cocina. Sólo estaba llena hasta menos de la mitad, pero cualquier cosa serviría para aplacar a su padre. Quitó el tapón de rosca y tendió la botella a Amos.
–Aquí tienes, papá.
–Buena chica –repuso él, mientras se llevaba la botella a la boca con expresión satisfecha–. Eres una buena chica, Miley, no una pu/ta como tu madre y tu hermana.
–No hables así de ellas –protestó Miley., incapaz de escuchar. Una cosa era saberlo, y otra muy distinta hablar de ello. Como si él pudiera arrojar la primera piedra.
–¡Hablo como me da la maldita gana! –estalló Amos–. No me repliques, niña, o te doy una paliza.
–No te estaba replicando, papá. –Mantuvo el tono calmado, pero por prudencia se situó fuera de su alcance. Si no podía alcanzarla, no podría golpearla. Era propenso a arrojar alguna cosas pero ella era rápida y sus proyectiles rara vez le acertaban.
–Menudos hijos me ha dado ésa –dijo con desprecio–. Russ y Spencer son los únicos a los que puedo soportar. Jodie es una pu/ta como su madre, tú eres una listilla remilgada, y el último es un maldito idi/ota.
Miley mantuvo la cabeza girada para que su padre no pudiera ver las lágrimas que le arrasaban los ojos. Se sentó en el raído y hundido sofá y empezó a doblar la ropa que había lavado aquel día.
De nada servía hacer ver a Amos que la había herido. Si alguna vez olía la sangre, pasaba a matar, y cuanto más borracho estaba, más cruel se volvía. Lo mejor era no hacerle caso. Al igual que todos los borrachos, se distraía fácilmente, y Miley se imaginó que de todos modos pronto se quedaría dormido.
No sabía por qué le hacía daño aquello. Hacía mucho tiempo que había dejado de sentir nada por Amos, ni siquiera miedo. Ciertamente, allí no había nada que amar, el hombre que había sido hacía mucho que había quedado destruido por incontables botellas de whisky. Si alguna vez había mostrado alguna esperanza, ésta ya había desaparecido para cuando nació Miley, pero por alguna razón ella pensaba que siempre había sido muy parecido a como era ahora. Simplemente, era de esa clase de personas que siempre culpaban a los demás de sus problemas en lugar de hacer algo por corregirlos.
En ocasiones, cuando estaba sobrio, Miley creía comprender por qué Renée se había sentido atraída por él en otro tiempo. Amos tenía una estatura un poco superior a la media y un cuerpo fibroso que nunca había criado grasa. Conservaba el cabello oscuro, si bien ya clareando un poco en la coronilla, e incluso se podría decir que era un hombre apuesto... cuando no estaba bebido.
Borracho, como estaba ahora, sin afeitar y con el pelo revuelto y colgando en mechones sucios, los ojos enrojecidos y enturbiados por el alcohol y el rostro congestionado, no había en él nada de atractivo. Llevaba la ropa sucia y llena de lamparones, y olía que daba asco. A juzgar por la acidez de su aliento, había vomitado por lo menos una vez, y las manchas que llevaba en la parte delantera de los pantalones indicaban que no había tenido el debido cuidado al orinar.
Se terminó la botella en silencio y después eructó sonoramente.
–Tengo que ir a **** –anunció, y acto seguido se incorporó con pie inseguro y se dirigió a la puerta de entrada de la casa.
Los movimientos de Miley eran medidos, sus manos no temblaron en ningún momento mientras escuchaba el chorrito de orina repiquetear contra los escalones de la entrada, para que todo el que viniera a casa esa noche lo pisara al entrar. Lo primero que haría por la mañana sería limpiar el suelo.
Amos regresó al interior de la casa tambaleándose. No se había subido la cremallera de los pantalones, pero al menos no había dejado a la vista su sexo.
–Me voy a la cama –dijo, dirigiéndose a la habitación de atrás. Miley observó cómo daba un traspié y se enderezaba de nuevo sujetándose con la mano al marco de la puerta. No se desvistió, sino que se desplomó sobre la cama tal como estaba. Cuando Renée llegase a casa y se encontrase con Amos atravesado en la cama con aquella ropa sucia, armaría una bronca y despertaría a todo el mundo.
En cuestión de minutos, los profundos ronquidos de Amos levantaban eco por toda la atestada chabola.
Miley se levantó inmediatamente y fue al colgadizo que habían construido en la parte trasera, el cual compartía con Jodie. Sólo Amos y Renée tenían una cama como Dios manda; el resto dormía en jergones. Encendió la luz, una bombilla desnuda que despidió una luz hiriente, y se puso rápidamente el camisón. A continuación, sacó su libro de debajo del colchón. Ahora que Scottie estaba acostado y Amos durmiendo la borrachera, a lo mejor disponía de un par de horas de tranquilidad antes de que llegase nadie más. Amos era siempre el primero en llegar a casa, pero también era el primero que se levantaba.
Había aprendido a no vacilar cuando se le presentaba una oportunidad para disfrutar, sino a aprovecharla. En su vida había demasiado pocas para dejarlas pasar sin saborearlas. Adoraba los libros y leía cualquier cosa que cayese en sus manos. Había algo mágico en la manera en que podían hilvanarse las palabras para crear todo un mundo nuevo. Mientras leía podía abandonar aquella atestada chabola y viajar a mundos llenos de emoción, belleza y amor. Cuando leía, en su mente era otra persona, alguien que merecía la pena, en lugar de un miembro de aquella gentuza de los Devlin.
No obstante, había aprendido a no leer delante de su padre ni de los chicos porque, como mínimo, se burlaban de ella. Cualquiera de ellos, con su estilo más ruin, lo más probable era que le arrancara el libro de las manos y lo tirara al fuego, o por la taza del wáter, y que se riera a carcajadas como si los frenéticos esfuerzos de Miley por salvarlo fueran lo más gracioso que hubiera visto jamás. Renée gruñía por el hecho de que ella desperdiciara el tiempo leyendo en vez de hacer las labores de la casa, pero no le hacía nada al libro en sí. Jodie se reía de ella a veces, pero de forma despreocupada e impaciente. No entendía para nada por qué Miley prefería enterrar la nariz en un libro en lugar de salir a divertirse un poco.
Aquellos preciosos momentos de soledad, en los que podía leer en paz, eran para Miley lo mejor del día, a no ser que tuviera la suerte de ver a Nick. A veces pensaba que si no pudiera leer, ni siquiera durante unos minutos, se volvería loca y empezaría a chillar, y ya no podría parar. Pero no importaba lo que hiciera su padre, no importaba lo que oyese decir acerca de su familia, no importaba lo que hubieran estado haciendo Russ y Spencer o lo débil que pareciera Scottie, mientras pudiese abrir un libro para perderse entre sus páginas.
Aquella noche disponía de más de unos minutos para leer, para perderse en las páginas de Rebecca. Se acomodó en su jergón y sacó la vela que guardaba debajo de la cama. La encendió, la situó convenientemente, en equilibrio sobre una caja de madera que había a la derecha del jergón, y se colocó de forma que la espalda le quedara apoyada contra la pared. La luz de la vela, aunque pequeña, bastaba para contrarrestar el fuerte brillo de la bombilla y le permitía leer sin forzar demasiado la vista. Uno de aquellos días, se prometió a si misma, se compraría una lámpara. Ya se la imaginaba, una auténtica lámpara para leer que proyectara una luz brillante y suave. Y también tendría una de esas almohadas en forma de cuña para recostarse.
Uno de aquellos días.
Era casi medianoche cuando se rindió y dejó de luchar contra los párpados que se le cerraban.
Odiaba dejar de leer, pues no quería perder nada de aquel tiempo que tenía para ella misma, pero tenía tanto sueño que ya no se enteraba de lo que estaba leyendo, y desperdiciar la lectura se le antojaba mucho peor que desperdiciar el tiempo. Así que, con un suspiro, se levantó, volvió a guardar el libro en su escondite y después apagó la luz. Se metió ente las gastadas sábanas haciendo chirriar el jergón bajo su peso y sopló la llama de la vela.
Perversamente, en aquella súbita oscuridad, el sueño no venía.
Dio vueltas en el delgado jergón y se dejó llevar por una semifantasía, dormida a medias, en la que volvió a vivir el tenso y misterioso romance del libro que estaba leyendo. Supo de manera instantánea el momento en que Russ y Spencer llegaron a casa, cerca de la una. Entraron tambaleándose, sin el menor esfuerzo por no hacer ruido, riendo a carcajadas por algo que habían hecho aquella noche sus amigotes de copas. Los dos eran todavía menores de edad, pero una cosita tan insignificante como una ley nunca se ponía por medio cuando un Devlin quería hacer algo. Los chicos no podían ir a moteles de carretera, pero había otros muchos lugares en los que podían emborracharse, y se los conocían todos. A veces robaban la bebida, otras veces pagaban a alguien para que se la comprara, en cuyo caso robaban el dinero. Ninguno de los dos tenía trabajo, ni de media jornada ni de otra clase, porque nadie quería contratarlos. De todos era sabido que los chicos de los Devlin eran capaces de desvalijar a cualquiera.
–El tonto de Poss –reía Spencer–. ¡Buuum!
Aquello fue suficiente para que Russ estallase en risotadas y alaridos. De los fragmentos incoherentes que Miley acertó a oír, evidentemente «el tonto de Poss», fuera quien fuera, se había asustado por algo que había provocado el ruido de una fuerte explosión. Por lo visto, a los chicos les resultaba muy gracioso, pero probablemente por la mañana ya no se acordarían de ello.
Despertaron a Scottie, y Miley lo oyó gemir, pero no lloró, de modo que no se levantó de la cama. No le habría gustado entrar en el dormitorio de los chicos en camisón –de hecho, se habría muerto de miedo–, pero lo habría hecho si hubieran asustado a Scottie y lo hubieran hecho llorar.
Pero Spencer dijo:
–Cállate y vuelve a dormirte –y Scottie guardó silencio otra vez. Al cabo de unos minutos estaban todos dormidos y un coro de ronquidos subía y bajaba en la oscuridad.
Media hora después llegó Jodie. No hizo ruido, o por lo menos intentó no hacerlo, andando de puntillas con los zapatos en la mano. La acompañaba un tufo a cerveza y a sexo, todo mezclado en un remolino amarillo, rojo y pardo. No se molestó en desvestirse, sino que se dejó caer en su jergón y exhaló un profundo suspiro, casi como un ronroneo.
–¿Estás despierta, Miley? –preguntó al cabo de unos instantes con voz turbia.
–Sí.
–Ya me lo imaginaba. Deberías haber venido conmigo. Me he divertido horrores. –Aquella última frase tenía un deje de sensualidad–. No sabes lo que te estás perdiendo, hermanita.
–Entonces no me lo estoy perdiendo, ¿no? –susurró Miley, y Jodie soltó una risita.
Miley se adormeció ligeramente a la espera de oír el coche de Renée para cerciorarse de que todos estaban a salvo en casa. Dos veces se despertó con un sobresalto, preguntándose si Renée habría conseguido entrar sin despertarla, y se levantó para mirar por la ventana a ver si estaba allí su coche. Pero no estaba.
Aquella noche Renée no volvió a casa.
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