domingo, 10 de febrero de 2013

Perfecta Cap: 54


Todavía algo desorientada por las drogas que le habían administrado veinticuatro horas antes, Miley se llevó una mano a la cabeza dolorida y salió tambaleante del dormitorio en dirección a la cocina. Al llegar se detuvo en seco ante el espectáculo increíble que tenía ante la vista: junto a la piscina, Ted y Katherine estaban abrazados en una actitud decididamente apasionada. En ese momento Miley vivía en un estado de confusión, y sonrió ante la escena tan doméstica y acogedora.
–Han dejado la canilla abierta –comentó, y los tres se sobresaltaron al oír su voz, que parecía un graznido.
Ted levantó la cabeza y le sonrió, pero Katherine saltó como si la hubiesen sorprendido haciendo algo pecaminoso, y se apartó de Ted.
–¡Lo siento, Miley! –exclamó.
–¿Por qué? –preguntó Miley, dirigiéndose a un armario para sacar un vaso y servirse un poco de agua. La bebió, tratando de calmar su extraña sed.
–Siento que nos hayas encontrado así.
–¿Por qué? –volvió a preguntar Miley mientras volvía a llenar el vaso con agua, pero se le estaba empezando a aclarar la mente y los recuerdos pugnaban por surgir.
–Porque no deberíamos estar así delante de tí –balbuceó Katherine, incómoda–, cuando se supone que estamos aquí para ayudarte a afrontar lo que sucedió en México... –Sé interrumpió, horrorizada, al ver que el vaso se deslizaba de los dedos de Miley e iba a estrellarse contra el piso.
–¡No! –explotó Miley, apoyándose contra la mesada y haciendo un esfuerzo sobrehumano para borrar el recuerdo del rostro furioso de Nick justo antes de que la policía mexicana empezara a pegarle y luego del ruido que hizo su cuerpo al caer sobre el piso del aeropuerto. Se estremeció una y otra vez, cerró los ojos para tratar de no ver la escena, y después de un minuto, logró erguirse–. No vuelvas a hablar nunca de eso –pidió–. Yo estoy bien –agregó, con más decisión que verdad–. Ya terminó todo. Estaré bien si ustedes no hablan del asunto. Tengo que hacer un llamado –agregó, mirando el reloj de pared.

Y sin darse cuenta de que estaba haciendo lo contrario de lo que acababa de pedirles, tomó el teléfono, llamó a la oficina de Paúl Richardson y dio su nombre a la secretaria. Su última explosión emotiva la había dejado llena de miedo y como vacía. Al mirar sus manos y verlas temblorosas, se dio cuenta de que estaba tensa hasta el punto del colapso nervioso, y eso debía terminar de una vez por todas. Se recordó que la vida era dura para mucha gente, y que debía dejar de flaquear ante cada golpe. Ya. Enseguida. Tenía dos opciones: pedir la receta de un sedante y convertirse en una zombie, o enfrentar el futuro de una manera tranquila y racional. El remedio del tiempo curaría lo demás. No más lágrimas, se prometió. No más exabruptos. No más dolor. Había gente que dependía de ella, sus alumnos regulares y las mujeres a quienes enseñaba a leer por las noches. Sobre todo ellas, que la admiraban y a quienes debía demostrar cómo enfrentar la adversidad. 

Tenía que proseguir con sus clases. Tendría que empezar a trabajar y mantenerse ocupada. No debía desfallecer.
–Paúl –dijo, sólo con un leve temblor en la voz cuando él atendió–. Tengo que ver a Nick, tengo que explicarle...
Paúl le contestó con un tono comprensivo y bondadoso pero que no admitía discusión.
–Por el momento no será posible. Durante un tiempo no podrá recibir visitas en Amarillo.
–¿Amarillo? ¡Me prometiste que lo internarían en un instituto psiquiátrico para que fuera evaluado y recibiera tratamiento!
–Dije que trataría de lograrlo, y lo intentaré, pero esas cosas toman tiempo, y...
–No me vengas a decir ahora que “necesitas tiempo” –advirtió Miley, pero consiguió no perder la compostura–. El director de la cárcel es un monstruo. Es un sádico y pudiste comprobarlo en México. Hará azotar a Nick hasta que...
–Hadley no le pondrá una mano encima –interrumpió Paúl con suavidad–. Por lo menos eso es algo que te puedo prometer.
–¿Cómo lo sabes? ¡Yo necesito estar segura!
–Lo sé porque le advertí que tendríamos que interrogar a Jonas con respecto a la acusación de secuestro, y que esperábamos encontrarlo en perfectas condiciones físicas. Hadley sabe que me resulta desagradable y sabe que hablo en serio. No hará tonterías conmigo ni con el FBI, sobre todo cuando las autoridades carcelarias ya lo están investigando a raíz del levantamiento que se produjo el mes pasado en la prisión. Su trabajo y su piel le importan demasiado, y no va a arriesgarlos.
–Pero yo te advierto que no estoy dispuesta a permitir que se me utilice para acusar a Nick de secuestro –le recordó Miley con tono seguro.
–Ya lo sé –contestó Paúl, conciliador–. Es una manera de mantener controlado a Hadley, a pesar de que no creo que sea realmente necesario. Como te dije, el hombre ya sabe que las autoridades carcelarias están investigando su conducta y lo observan de cerca. –Oyó que Miley lanzaba un suspiro de alivio–. Tengo la impresión de que hoy estás un poquito mejor. Trata de descansar. Iré a verte este fin de semana.
–No creo que ésa sea una buena idea...
–Iré aunque no quieras verme –interrumpió él con firmeza–. Tú puedes preocuparte por Jonas, pero yo me preocupo por ti. Ese hombre es un asesino y tú hiciste lo que debías hacer, por el bien de Jonas y por el de todos. Jamás lo dudes.
Miley asintió, diciéndose con firmeza que Paúl tenía razón.
–Estaré bien –aseguró–. Te lo digo en serio. –Cuando cortó, miró a Katherine y a Ted–. Les aseguro que estaré bien –les prometió–. Ya lo verán. –En su rostro apareció una sonrisa trémula–. Es agradable saber que de esta pesadilla salió algo bueno... lo de ustedes dos.
Después de tomar el desayuno, obligada por Ted y Katherine, se levantó para hacer un segundo llamado telefónico. Con la firme intención de convencer a Liam Farrell de que pusiera en juego sus considerables influencias para lograr que internaran a Nick en un instituto psiquiátrico, Miley marcó su número privado de Chicago. La secretaria le pasó el llamado, pero cuando Farrell tomó el teléfono, su reacción fue mucho peor de lo que Miley hubiera podido imaginar.
–¡Per/ra maldita! –dijo con voz sibilante de furia–. ¡Debía haber sido actriz! ¡No puedo creer que fui lo suficientemente imb/écil para tragarme su actuación y permitir que me utilizara para atrapar a Nick!– Y con esas palabras cortó la comunicación.

Miley se quedó mirando el tubo que tenía en la mano y se dio cuenta de que el amigo de Nick no creía que él fuera culpable del asesinato de Tony Austin. Entonces, la necesidad de obtener lo que se proponía y al mismo tiempo explicar su posición se convirtió en una compulsión. Llamó a Chicago, obtuvo el número de teléfono de Bancroft & Compañía y pidió hablar con Demi Bancroft. Cuando la secretaria de Demi insistió en saber quién llamaba antes de comunicarla, Miley supuso que Demi se negaría a atenderla.
Sin embargo, a los pocos instantes se oyó la voz una voz fría y reservada, pero por lo menos estaba dispuesta a hablar con ella.
–No entiendo qué puedes querer conversar conmigo, Miley –fueron sus primeras palabras.
–¡Por favor, sólo te pido que me escuches! –dije Miley, sin poder evitar un tono de súplica–. Hace unos minutos llamé a tu marido para preguntarles si tenía alguna influencia para poder conseguir que internaran a Nick en algún instituto psiquiátrico pero cortó antes de que se lo pudiera decir.
–No me sorprende. Te odia con toda el alma.
–¿Y tú? –preguntó Miley, tragando con fuerza para tratar de tranquilizarse–. ¿Crees, como él, que la noche que estuvieron en casa tramé un plan para atrapar a Nick y entregarlo, y que los usé a ustedes?
–¿No fue eso lo que hiciste? –preguntó Demi, pero Miley notó cierta vacilación en su voz y se aferró a eso.
–¡No es posible que creas eso! –farfulló, desesperada–. ¡Por favor, te pido por favor que no lo creas! Después de que ustedes estuvieron en casa, fui a ver a la abuela de Nick y ella me contó la verdad acerca de la forma en que murió Justin, el hermano de Nick. ¡Demi, Nick lo mató de un tiro! Tres personas han muerto por haberse cruzado en su camino. Tienes que comprender que no pude permitir que siguiera matando más gente. ¡Por favor, créeme!
A cientos de kilómetros de distancia, Demi se recostó contra el respaldo de su sillón y se refregó la sien, recordando las risas y el amor vividos en el living de Miley.
–Te... te creo –dijo por fin–. Lo que viviste la noche en que Liam y yo estuvimos en tu casa no pudo ser una actuación. Amabas perdidamente a Nick y nada más lejos de tus pensamientos que la posibilidad de permitir que lo atraparan.
–Gracias –susurró Miley con sencillez–. Adiós.
–¿Estarás bien? –preguntó Demi.
–Ya no recuerdo lo que es “estar bien” –contestó Miley con una risa entrecortada. Pero enseguida se sacudió su autocompasión–. Lo soportaré. Estaré bien –dijo con tono amable.
Durante las semanas siguientes, Miley consiguió sobrevivir de la única manera que sabía: desterró por completo de su vida el televisor y la radio, se enfrascó en el trabajo y en una docena de actividades cívicas y religiosas, y se mantuvo en permanente actividad hasta que, por la noche, caía extenuada en la cama. En Keaton nadie dudaba de los motivos que la llevaban a desarrollar una actividad tan frenética, pero a medida que transcurrían los días, las miradas subrepticias y compasivas eran cada vez menos frecuentes y nadie fue nunca lo bastante tonto o desalmado como para felicitarla por su valentía de haber entregado a la policía al hombre a quien amaba.

Los días se convirtieron en semanas que transcurrían confusas, en medio de una actividad febril, pero lentamente, muy lentamente, Miley empezó a recuperar otra vez el equilibrio. Algunos días llegaban a pasar cuatro o cinco horas sin que pensara en Nick, había noches en que antes de dormirse no releía la única carta que le había escrito, y amaneceres en que no permanecía despierta, con la mirada fija en el cielo raso, recordando lo que él le decía mientras le hacía el amor.
Paúl pasaba todos los fines de semana en Keaton. Al principio se alojaba en el motel del pueblo, y luego, por invitación del matrimonio Mathison, en la casa de ellos. En vista de eso, todo el pueblo empezó a comentar que el agente del FBI que había llegado a Keaton para arrestar a Miley Mathison se había enamorado de ella. Pero Miley se negaba a considerar esa posibilidad. Lo hacía porque enfrentarla la obligaría a decirle a Paúl que estaba perdiendo el tiempo, y quería seguir viéndolo. Tenía que seguir viéndolo, porque Paúl la hacía reír. Y porque al verlo, recordaba a Nick. Así que empezaron a salir los cuatro, ellos dos y Ted y Katherine, y a la noche él la acompañaba hasta su casa y se despedía con un beso, cada vez más ardiente. Durante el sexto fin de semana que pasó en Keaton, la paciencia de Paúl empezó a flaquear. Habían ido los cuatro a un cine, y después Miley los invitó a tomar café en su casa. Cuando Ted y Katherine se fueron, Paúl tomó las manos de Miley y la obligó a ponerse de pie.
–He pasado un fin de semana maravilloso –dijo. Ella sonrió y su rostro se suavizó–. Me encanta que me sonrías –susurró Paúl–. Y para asegurarme que sonreirás cada vez que me recuerdes, te traje algo.
Metió la mano en el bolsillo, del que sacó una cajita chata, forrada en terciopelo. Se la entregó y se quedó mirándola mientras la abría. Era un pequeño payaso de oro con ojos de zafiros, que colgaba de una cadena hermosa y larga. Cuando Miley movió la cadena, notó que los brazos y piernas del payaso se movían, y rió.
–Es precioso –dijo–, y cómico.
–Muy bien. Te propongo que te saques esa cadena que tienes puesta y te lo pruebes –dijo Paúl refiriéndose a la delgada cadena que Miley usaba debajo de la blusa.
Miley levantó una mano para cubrirla, pero era demasiado tarde. Paúl ya la había sacado, poniendo al descubierto el anillo que Nick tenía en el bolsillo en el aeropuerto de ciudad de México.
Paúl lanzó una maldición en voz baja y la tomó de los hombros.
–¿Por qué? –preguntó, haciendo un esfuerzo evidente para no zamarrearla–. ¿Por qué te torturas usando esto? ¡Hiciste lo correcto al entregarlo!
–Lo sé –contestó Miley.
–Entonces no sigas pensando en él, ¡maldito sea! Está en la cárcel y allí seguirá durante el resto de su vida. Tú tienes tu propia vida, una vida que debería ser plena, con un marido e hijos. Lo que te hace falta –dijo, y su voz se suavizó mientras deslizaba las manos por los brazos de Miley– es acostarte con un hombre que te haga olvidar lo que viviste con él. Yo sé que se acostaron, Miley –dijo al ver que ella lo miraba sobresaltada–. Y no me importa.
Ella levantó el mentón y contestó con tranquila dignidad.
–Cuando deje de importarme a mí, estaré lista para alguien más. Pero no antes.
Entre frustrado y divertido. Paúl le acarició el mentón con el pulgar.
–¡Dios, qué cabeza dura eres! ¿Qué harías –dijo en tono de broma– si yo me fuera a Dallas y no volviera?
–Te extrañaría muchísimo.
–Y supongo que crees que por ahora me conformaré con eso –comentó irritado, porque sabía que era así.
Antes de contestar, Miley sonrió y asintió.
–Sí, porque te enloquece como cocina mamá.
Riendo, Paúl la tomó en sus brazos.
–Me enloqueces. Nos veremos el fin de semana que viene.

******


–Tiene que haber un error –dijo Emily, mirando alternativamente a su marido y al contador– Mi padre jamás hubiera comprado acciones ni invertido dinero en nada que tuviera alguna relación con Tony Austin.
–Los hechos demuestran lo contrario, señorita McDaniels –dijo con tranquilidad Edwin Fairchild–. A lo largo de los últimos cuatro años, ha invertido más de cuatro millones de su fondo fiduciario en Producciones TA, de propiedad del señor Austin Le aseguro que fue todo legal, aunque ciertamente no haya sido rentable, y debo agregar que su padre cometió un error, puesto que por lo visto Austin utilizaba el dinero exclusivamente para pagar su gastos. No implicó que hubiera mala fe por parte de señor McDaniels –aseguró al notar que Emily fruncí, el entrecejo–. Su padre compró las acciones de T para usted y están a su nombre. El único motivo por el que saco este tema, en mi calidad de nuevo consejero financiero, es porque creo que conviene vender las acciones a los herederos de Austin, siempre que quieran comprarlas, o cedérselas a cualquier precio, para que en la próxima declaración conjunta de réditos que hagan ustedes, podamos ponerlas en el rubro de pérdidas.
Emily luchó por ordenar sus pensamientos.
–¿Qué dijo mi padre acerca de esta pésima inversión en Producciones TA?
–No me corresponde a mí conversarlo con él, ni cuestionar sus criterios de inversión. Entiendo que su padre se ha encargado del manejo de su fondo fiduciario desde que usted era niña, y la forma en que haya decidido invertir para usted ese dinero es de exclusiva competencia suya. Todo eso es algo entre usted y él. El único motivo por el que yo estoy ahora involucrado es que hace muchos años que manejo los asuntos financieros de su marido y dado que ahora están casados, hay ciertos asuntos que les conciernen a ambos, como el impuesto a los réditos conjunto y demás.
–Mi padre no debe de haber sabido que Producciones TA era de Tony Austin –declaró Emily con firmeza.
Fairchild levantó las blancas cejas, como para demostrar que lo ponía en duda.
–Si eso es lo que prefiere creer...
–No se trata de lo que yo prefiera creer –contestó Emily, riendo–, sino que el hecho de que mi padre haya sido engañado hasta el punto de haber comprado acciones de la compañía de Tony Austin me parece algo... maquiavélico. Papá despreciaba a ese hombre.
–No comprendo cómo pudieron haberlo engañado –dijo el marido de Emily con tono cuidadosamente neutral, pues sabía lo sensible que era ella cuando se trataba de su padre–. Edwin y yo conversamos del asunto hoy, por teléfono, y es evidente que tu padre tuvo que comprarle las acciones directamente a Austin.
–¿Qué te hace pensar eso?
–Porque TA no cotiza en la bolsa. Como dijo Edwin hace algunos instantes, es una compañía privada y la única manera de comprar acciones sería a través de Austin o su representante.
Emily miró a su marido y al contador.
–¿Y Tony tenía representantes? –Edwin Fairchild se puso los anteojos y empezó a buscar un documento.
–Decididamente nunca le pagó a nadie para que lo representara. Según los informes corporativos de TA, que se pueden obtener en Sacramento, Austin era el único director, ejecutivo y accionista de la empresa. Al investigar el asunto por mi cuenta, averigüé que era también el único empleado de la firma. –Se sacó los anteojos y miró su reloj de pulsera de oro–. Ya son más de las seis. No era mi intención retenerlos tanto tiempo, pero creo que hemos tratado todos los puntos necesarios. Si deciden vender las acciones de TA a los herederos de Austin, será mejor que lo hagan cuanto antes, porque lo más probable es que más adelante ellos estén envueltos en procedimientos judiciales. En cuanto me avisen si van a vender o conservar esas acciones, estaré en condiciones de terminar las proyecciones impositivas del año próximo. *beep* asintió y Fairchild se volvió hacia Emily con tono conciliatorio.
–No se angustie, señorita McDaniels. Aun en el caso de que su padre haya perdido cuatro millones de su dinero en la compañía de Austin, podremos tomarlo como pérdidas contra las ganancias de sus otras inversiones. En ese caso los beneficios impositivos reducirán la pérdida a menos de tres millones.
–Yo no entiendo nada de finanzas ni de impuestos –les dijo Emily a ambos–. Mi padre siempre se ha encargado de eso en mi nombre.
–Entonces convendría que hablara con él del asunto de las acciones de TA. A lo largo de los últimos cinco años, él hizo cerca de veinte compras distintas, y debe de haber tenido en cuenta algún posible beneficio que nosotros desconocemos. Tal vez el señor McDaniels pueda darle alguna razón por la que convenga conservar esas acciones algún tiempo más.
–Gracias, señor Fairchild, eso es lo que haré.
–Antes de que se vayan –dijo el contador cuando Emily tomó el brazo de su marido-–, quiero que quede claro que, en todo lo demás, el manejo que ha hecho su padre de su fortuna es irreprochable. Ha invertido sabiamente su dinero y anotado cada centavo que gastó durante los últimos quince años, incluyendo el dinero invertido en Producciones TA.
Emily se puso tensa.
–No necesito que usted ni nadie me diga que mi padre ha hecho lo mejor para mis intereses. Siempre ha procedido así.
Una vez en el auto, Emily se arrepintió de sus palabras.
–Fui grosera con Fairchild, ¿verdad? –le preguntó a su marido.
En ese momento los detuvo la luz roja de un semáforo y *beep* aprovechó para mirarla.
–No estuviste grosera, te pusiste a la defensiva. Pero cuando se trata de tu padre, siempre te pones a la defensiva.
–Ya sé –suspiró ella–, pero hay un motivo.
–Que lo quieres y que él te dedicó su vida –recitó *beep*.
Emily lo miró a los ojos.
–Además hay otro motivo. Es bien sabido que, antiguamente, una cantidad de padres de niños actores malgastaron y hasta robaron el dinero que ganaban sus hijos. Aunque ahora hay leyes que impiden que eso suceda, mucha gente ha tratado a papá como si viviera de mi dinero.
–Es evidente que no conocen su departamento, porque de ser así no lo hubieran hecho –comentó *beep*–. Hace diez años que no lo hace pintar, y tendría que renovar todos los muebles. El barrio en que vive está en plena decadencia, y dentro de unos años allí ni siquiera será seguro salir a la calle.
–Ya sé todo eso, pero no le gusta gastar. –Volvió a referirse al tema anterior–. No te imaginas lo humillante que le ha resultado a veces ser mi padre. Todavía recuerdo lo que sucedió hace cinco años, cuando decidió comprar un auto. El vendedor estaba dispuesto a venderle un Chevrolet, hasta que yo acompañé a papá para ayudarlo a elegir el color. En cuanto el tipo me vio y se dio cuenta de quién era papá, le dijo con voz presuntuosa: «¡Esto cambia el asunto, señor McDaniels! Estoy seguro de que su hija preferiría mil veces que usted comprara ese elegante Seville que le gustaba, ¿no es cierto, querida?».
–Si a tu padre le preocupaba tanto lo que pensaba la gente –dijo *beep*, olvidando por un instante de disimular el disgusto que le provocaba su suegro–, bien podría haberse buscado un trabajo agradable y respetable, aparte de cuidar a su pequeña Emily. Entonces tal vez ahora tendría algo que hacer, aparte de emborracharse y compadecerse porque su hijita creció y se casó. –Miró de reojo a su mujer y al notar su expresión de desaliento le pasó la mano sobre el hombro–. Lo siento –dijo–. Es evidente que soy un celoso de porquería y que me desespera la relación increíblemente estrecha que existe entre mi mujer y su padre. ¿Me perdonas?
Emily asintió y llevó la mano de *beep* hasta su mejilla, pero él notó que seguía pensativa.
–No, veo que no me has perdonado –insistió él tratando de sacarla de ese estado de ánimo infrecuente y sombrío–. Una disculpa no basta. Merezco que me pegues un puntapié en el trasero. Merezco –agregó después de permanecer un instante pensativo– que me obligues a invitarte a comer a Anthony esta noche, a brindarte la comida más cara de Los Ángeles, y a quedarme allí sentado mientras todo el mundo mira a mi mujer con la boca abierta. –Ella le sonrió y sus famosos hoyuelos se marcaron en sus mejillas. *beep* le acarició la cara y dijo en voz baja–: Te quiero, Emily.
Ella lo miró, pero la sonrisa de *beep* se esfumó cuando lo desafió.
–¿Me quieres bastante para llevarme a la casa de papá antes de comer?
–¿Por qué? –preguntó él, irritado.
–Porque quiero aclarar con él ese asunto del dinero que invirtió en la empresa de Tony. No lo comprendo y me está volviendo loca.
–Supongo –dijo *beep*, encendiendo las luces de giro para indicar que iba a doblar para dirigirse a la casa del padre de Emily– que te quiero tanto que hasta estoy dispuesto a hacer eso.
Emily oprimió el timbre del departamento de su padre y después de una larga espera él mismo abrió la puerta, con un vaso de whisky en la mano.
–¡Emily, mi chiquita! –dijo, arrastrando las palabras y mirándola con los ojos inyectados en sangre en su rostro con una barba de tres días–. No sabía que vendrías.
Ignorando por completo al marido, pasó un brazo sobre los hombros de su hija y la hizo entrar. Con una punzada de frustración y pena, Emily se dio cuenta de que estaba borracho. No borracho perdido, pero trastabillante. En una época había sido un completo abstemio, pero durante los últimos años sus borracheras eran cada vez más frecuentes.
–¿Por que no prendes un poco de luz? –sugirió, encendiendo una lámpara.
–Me gusta la oscuridad –contestó él, apagándola–. Es dulce y segura.
–Yo prefiero que haya un poco de luz para que Emily no tropiece contra algo y se mate en la caída –dijo *beep* con firmeza, volviendo a encender la lámpara.
–¿Por qué decidiste venir? –le preguntó McDaniels a Emily, como si *beep* no existiera–. Ya nunca vienes a verme –se quejó.
–La semana pasada estuve aquí dos veces –le recordó Emily–. Pero para contestar tu pregunta, te diré que vine a hablar de negocios, si es que estás en condiciones de hacerlo. El contador de *beep* tiene algunas preguntas que debo contestar para que prepare la liquidación conjunta de réditos o algo por el estilo.
–Por supuesto, por supuesto. No hay problema, querida. Ven a mi estudio, donde guardo todos tus archivos.
–Yo tengo que hacer algunos llamados –le dijo *beep* a Emily–. Conversa con tu padre mientras hablo por teléfono.
Emily siguió a su padre hasta el piso de arriba, donde él había convertido un dormitorio en estudio, y McDaniels se instaló detrás del escritorio, que era la única superficie no abarrotada de cosas de la casa. Los archivos que se alineaban a sus espaldas, contra la pared, estaban cubiertos de fotografías enmarcadas de Emily... Emily cuando era bebita, cuando empezaba a gatear, a los cuatro años; Emily con su tutu de bailarina, con su disfraz del día de Todos los Santos, luciendo el traje que usó en su primer papel estelar;
Emily a los trece años con el pelo recogido en una cola de caballo, a los quince con el primer “corsage” que le mandó un chico. Y al mirar las fotografías, Emily se dio cuenta por primera vez de que su padre estaba con ella en casi todas. Y después notó otra cosa: la luz de la lámpara ubicada sobre el polvoriento escritorio resplandecía sobre los vidrios y los marcos de las fotografías, como si recién acabaran de limpiarlos.
–¿Qué necesitas saber, querida? –preguntó McDaniels, después de beber un trago de whisky.
Emily consideró la posibilidad de hablarle sobre la necesidad de que se sometiera a alguna clase de tratamiento para lo que claramente se había convertido en una adicción alcohólica, pero en las dos oportunidades anteriores en que había abordado el tema, su padre primero se mostró ofendido y después se enfureció. De manera que reunió coraje e inició con el mayor tacto posible el tema que la preocupaba.
–Papá, ya sabes lo agradecida que estoy por la manera en que has cuidado y administrado mi dinero durante todos estos años. Lo sabes, ¿verdad? –insistió al ver que él cruzaba los brazos sobre el pecho y la miraba sin ver.
–¡Por supuesto que lo sé! He guardado cada centavo que ganaste y lo he cuidado con mi vida. Nunca tomé nada para mí con excepción de un sueldo de veinte dólares la hora, y eso sólo cuando insististe en que debía hacerlo. ¡Estuviste tan divina ese día! –exclamó emocionado–. Tenías dieciséis años y enfrentaste a tu viejo padre como una mujer madura, y me dijiste que si no me adjudicaba un sueldo mayor me despedirías.
–Es cierto –dijo Emily, distraída–. Así que ni por un minuto quiero que creas que dudo de tu integridad por la pregunta que te voy a hacer. Sólo trato de entender tus razonamientos. No me quejo por el dinero que perdí.
–¿Por el dinero que perdiste? –preguntó él, enojado–. ¿A qué diablos te refieres?
–Me refiero a los cuatro millones que invertiste en Producciones Tony Austin a lo largo de los últimos cinco años. Esas acciones no tienen ningún valor. ¿Por qué lo hiciste, papá? Te consta que yo lo odiaba, y tenía la sensación de que tú lo despreciabas tanto o más que yo.
Durante un instante él permaneció inmóvil; después levantó la cabeza con lentitud, con los ojos hundidos brillantes como dos carbones ardientes y, sin darse cuenta, Emily se echó atrás en su sillón.
–Austin –dijo McDaniels, y su sonrisa fue al principio maliciosa, luego tranquilizadora.–. Ya no tienes que preocuparte más por él, querida. Yo me encargué de eso. Ya no tendremos necesidad de seguir comprando sus acciones ficticias. Lo mantendremos como un secreto entre tú y yo.
–¿Pero por qué tuvimos que comprar sus acciones? –preguntó Emily, increíblemente nerviosa por la expresión y la voz de su padre y por el ambiente de ese cuarto en penumbras.
–Él me obligó a hacerlo. Yo no quería. Ahora está muerto y no tengo que seguir comprando.
–¿Pero cómo es posible que te haya obligado a invertir cuatro millones de mi dinero en su compañía, si no querías hacerlo? –preguntó ella con voz más aguda de lo necesario.
–¡No me hables en ese tono! –retrucó él, repentinamente furioso–. Si no quieres que te pegue unas buenas palmadas.
Emily estaba tan sobresaltada por esa amenaza sin precedentes por parte de un hombre que en la vida le había levantado la mano, que se puso de pie.
–Hablaremos de esto en algún otro momento, cuando estés en condiciones de razonar.
–¡Espera! –Con sorprendente rapidez, él se inclinó sobre el escritorio y le aferró un brazo–. No me dejes, querida. Estoy asustado. Eso es todo. Estoy tan asustado que hace días que no duermo. Yo jamás te lastimaría, y lo sabes.

De repente parecía en verdad aterrorizado, y eso impresionó a Emily. Le palmeó la mano, con la sensación de ser la madre y no la hija de ese hombre, y le habló con suavidad.
–No me iré, papá. No tengas miedo. Dime lo que sucede. Yo comprenderé.
–¿Lo mantendrás en secreto? ¿Me lo juras? –Ella asintió, sorprendida ante la súplica tan infantil.
–Austin me obligó a comprar esas acciones. Nos estaba... chantajeando. Durante cinco largos años ese cretino nos ha estado extorsionando.
–¿Dices que nos chantajeó? –preguntó ella con una mezcla de incredulidad e impaciencia.
–Tú y yo somos un equipo. Lo que le sucede a uno le sucede al otro, ¿no es cierto?
–Supongo... supongo que sí –contestó Emily, cautelosa, tratando de que su temblor interior no se le notara en la voz–. ¿Por qué... nos chantajeaba Tony Austin?
Su padre bajó la voz hasta convertirla en un susurro conspirador.
–Porque sabía que nosotros matamos a Rachel. –Emily se levantó de un salto y se quedó mirándolo, petrificada.
–¡Eso es una locura! ¡Estás tan borracho que sufres alucinaciones! ¿Qué motivo pudiste tener para matar a la mujer de Nick?
–Ninguno.
Emily apoyó las manos sobre el escritorio.
–¿Por qué hablas así? ¡Es una locura!
–¡Nunca me digas eso! ¡Es lo que me dijo él, y no es cierto! Yo no estoy loco. Estoy asustado, ¿no lo entiendes? –dijo, con la voz convertida en un lloriqueo.
–¿Quién dijo que estás loco, papá? ¿Y qué es lo que temes? –preguntó Emily con paciencia, como si se estuviera dirigiendo a un octogenario confuso.
–La noche que lo maté, Austin dijo que yo estaba loco.
–¡Nicholas Jonas asesinó a Tony Austin! –afirmó ella–. Es lo que todos creen.
En los ojos de McDaniels apareció una expresión de completo terror y bebió de un trago el whisky que quedaba en su vaso.
–¡No todo el mundo lo cree! –exclamó, apoyando el vaso con fuerza contra la mesa–. Desde esa noche han venido a verme dos veces unos hombres, unos investigadores privados. Quieren que demuestre dónde estaba cuando ocurrió el crimen. Están trabajando para alguien... tiene que ser así, pero se niegan a decirme quién los contrató. Alguien sospecha de mí, querida, ¿no lo ves? Han deducido que Austin me estaba chantajeando y muy pronto se imaginarán por qué, y entonces sabrán que yo maté a Rachel y a Austin.
Emily trató de contestar con tono escéptico, a pesar de, que todas las fibras de su ser vibraban, enloquecidas de alarma.
–¿Y por qué ibas a matar a Rachel? McDaniels se pasó las manos por el pelo.
–No seas obtusa... ¡Yo quería matar a Austin! Quería que ese hombre muriera, pero el imb/écil de Jonas cambió de idea acerca de quién debía disparar el primer tiro.
Emily hizo un esfuerzo por respirar.
–¿Y por qué querías matar a Tony?
–¡Tú lo sabes! –dijo él, desplomándose sobre la silla y comenzando a llorar–. Le dio drogas a mi chiquita y la dejó embarazada. Tú creíste que yo no lo sabía, pero lo supe. –Cerró los ojos–. Empezaste a sentirte mal por las mañanas, y cuando llamé al consultorio de ese médico de Dallas para averiguar lo que tenías, la enfermera me lo dijo. Al oír mi apellido, creyó que era tu marido. –Se pasó las manos por los ojos y sollozó–. Tú sólo tenías dieciséis años y te dejó embarazada y después permitió que fueras sola a hacerte un aborto. Y mientras tanto, andaba con esa pu/ta de Rachel y se reían de ti a tus espaldas. Desde que te casaste, Austin me ha estado amenazando con contarle a tu marido que te embarazó... y que tú abortaste.
Emily tuvo que aclararse dos veces la garganta antes de poder hablar, y las palabras que pronunció no tenían nada que ver con la furia que rugía en su interior.
–*beep* está enterado de todo lo que me sucedió. Hace unas semanas hasta le dije que fue Tony. Y en su momento no te dije lo que me pasaba, porque no quería herirte ni que te avergonzaras de mí.
–Alguien está enterado de lo que hice –dijo McDaniels, enterrando la cabeza entre las manos mientras los sollozos le sacudían los hombros–. Cuando me entere quién es, lo mataré... –amenazó, levantando la cabeza. Entonces miró hacia la puerta y su mano se deslizó hacia el cajón del escritorio.
–Entonces será mejor que empiece por mí –dijo desde la puerta el marido de Emily, entrando en el cuarto y levantando a su mujer del sillón–, porque yo también estoy enterado.
En lugar de aterrorizarse, George McDaniels miró a su hija y le habló en tono conspirador.
–*beep* tiene razón, Emily. Me temo que tendremos que matar a tu marido. –Se puso de pie y Emily vio que la luz de la lámpara brillaba sobre el arma que tenía en la mano.
–¡No! –gritó, tratando de escudar a su marido con su cuerpo mientras él intentaba hacerla a un lado.
–¡Apártate, querida! –ordenó el padre–. No le dolerá. No sentirá nada. Estará muerto antes de tocar el piso.
–¡Papá! –gritó Emily, empujando a *beep* hacia la puerta–. Para herirlo a él, tendrás que dispararle a través de mi cuerpo. No... no quieres hacer eso, ¿verdad?
La voz de *beep* sonó tranquila, a pesar de que le clavaba los dedos en los brazos para obligarla a ponerse a salvo.
–Baje esa arma, George. Si me mata, tendrá que matar a Emily para impedir que ella se lo diga a la policía, y yo sé que sería incapaz de dañarla. Lo único que ha hecho ha sido tratar de protegerla.
El hombre del arma vaciló, y *beep* siguió hablando con suavidad.
–Baje el arma. Lo ayudaremos a explicar que sólo lo hizo para proteger a su hija.
–Estoy cansado de tener miedo –gimoteó él mientras Emily corría hacia el dormitorio de su padre, donde tomó el teléfono y marcó el 911–. No puedo dormir.
*beep* se adelantó con lentitud, extendiendo una mano.
–Ya no tendrá nada que temer. Los médicos le darán pastillas para ayudarlo a dormir.
–¡Usted está tratando de hacerme caer en una trampa, cretino! –gritó McDaniels, y *beep* saltó hacia el arma en el preciso momento en que su suegro le apuntaba con ella.
Desde el dormitorio Emily oyó la explosión sorda del disparo, el golpe de un cuerpo pesado que daba sobre el piso. Dejó caer el teléfono, giró sobre sus talones y cuando corría hacia el escritorio, chocó con su marido.
–¡No entres! –le advirtió *beep*. La abrazó y la volvió a llevar al dormitorio, donde tomó el teléfono.
–¡Papá! –gritó Emily.
–Tu padre estará bien –la tranquilizó *beep*, tratando de sujetarla mientras llamaba una ambulancia–. Al caer, se golpeó la cabeza contra el escritorio y está sangrando como un cerdo.




3 comentarios:

  1. awwwwwwwwwwwwwwwwwwwww ahora jeny eres mi nuevo amor siguela aunque sea yo la unica que comente por fis que amo esta novelaaaa

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  2. por cierto espero que sepan que nick no era el asesino desues de esto miley se dara cuenta q se equivoco con nick y estaran juntos

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  3. O.O que fuerte, al fin todo cobra sentido, hahaha y Miley, me sigue cayendo mal, espero que se arrepineto jajajaja (risa malvada, no me sale) ok ya, siguela

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