domingo, 10 de febrero de 2013

Perfecta Cap: 53


El doctor Delorik salió del dormitorio de su paciente y sonrió a la familia de Miley con expresión alentadora.
––Es una joven muy fuerte. En veinticuatro horas estará físicamente bien –prometió–. Si quieren, pueden entrar a desearle buenas noches. Está bajo el efecto de sedantes, de manera que es posible que no sabrá que no es de noche sino de mañana, y tal vez no responda y ni siquiera se dé cuenta de que ustedes estuvieron allí, pero de todos modos quizá la presencia de su familia la ayude a descansar mejor. Transcurrirán un par de días hasta que se sienta con ganas de volver a trabajar.
–Llamaré al director de la escuela para explicárselo –dijo enseguida la señora Mathison, y se puso de pie, mirando con ansiedad la puerta del dormitorio de Miley.
–No tendrá que darle demasiadas explicaciones a él o a ningún otro –respondió el médico–. Por si todavía no han prendido el televisor, les diré que lo que sucedió anoche en el aeropuerto de Ciudad de México está en todos los programas de noticias, completo, con videotapes proporcionados por los turistas que tenían minicámaras en el aeropuerto. La buena noticia es que, a pesar de los golpes que los policías mexicanos le dieron a Jonas, la prensa está presentando a Miley como una heroína que colaboró con la policía en una trampa inteligente para atrapar a un asesino.

Todos lo miraron sin dar muestras de placer ante la “buena noticia”, de manera que el médico se puso el sobretodo y continuó diciendo:
–Alguien debería quedarse con ella durante las próximas veinticuatro horas, sólo para vigilarla y para que no esté sola cuando despierte.
–Nos quedaremos nosotros –dijo James Mathison, rodeando con un brazo los hombros de su esposa.
–Si quieren que les dé un consejo médico, ustedes dos deben volver a su casa y descansar un poco –dijo el doctor Delorik con firmeza–. Usted está extenuada, Mary, y no quiero tener que internarla por un problema cardíaco a causa de todo este alboroto.
–El doctor tiene razón –dijo Ted, completamente decidido–. Ustedes dos vuelvan a casa a descansar un poco. Carl, tú y Sara vayan a trabajar y si quieren, vuelvan esta noche. De todos modos yo tengo dos días francos, de manera que me quedaré aquí.
–¡De ninguna manera! –lo contradijo Carl–. Hace dos días que no duermes, Ted, y además, cuando te quedas dormido, nada te despierta. Jamás oirás a Miley si llega a necesitarte.
Ted abrió la boca para discutir, pero de repente se le ocurrió una solución mejor.
–Katherine –preguntó–, ¿te quedarías aquí conmigo? Porque en caso contrario Carl y Sara perderán medio día de trabajo discutiendo conmigo. ¿O tienes algo especial que hacer?
–Quiero quedarme –contestó Katherine con sencillez.
–Entonces está decidido –dijo el reverendo Mathison, y toda la familia se encaminó hacia el dormitorio de Miley, mientras Katherine entraba en la cocina a prepararle el desayuno a Ted.
–Miley, querida, soy yo, papá. Mamá está conmigo.
En su sueño drogado, Miley sintió que algo le tocaba la frente y que la voz de su padre le hablaba en susurros, desde muy, muy lejos.
–Te queremos. Todo saldrá bien. Debes dormir.
Después oyó la voz de su madre, llorosa y suave.
–Eres muy valiente, querida. Siempre has sido valiente. Que duermas bien.
Algo áspero rozó su mejilla y Miley hizo una mueca y alejó la cabeza.
–Ésa no es manera de tratar a tu hermano preferido... sólo porque todavía no me haya afeitado... Te quiero, querida –dijo la voz de Carl.
Después le habló Ted, con su habitual tono de broma.
–Carl es un engreído. ¡Yo soy tu hermano preferido! Katherine y yo nos quedaremos aquí. Si te despiertas, llámanos enseguida y te serviremos como esclavos.
Y luego las voces se perdieron, se hundieron en la oscuridad para mezclarse con los otros sonidos extraños y con las imágenes angustiantes de gente que corría y gritaba, pistolas y luces giratorias y un par de ojos helados que se clavaban en ella y la herían como dagas doradas, y el ruido de aviones que rugían y rugían y rugían.
Katherine oyó que se cerraba la puerta de calle cuando estaba colocando tostadas, dulce y un vaso de jugo de frutas sobre una bandeja. Tal como se lo había prometido el día anterior, Ted la llamó en cuanto llegó de regreso con Miley y, como cuando ella llegó la familia ya estaba reunida, lo único que sabía sobre lo ocurrido en México era la breve y sin duda suavizada versión que Ted les contó a sus padres.

Se encaminó al living con la bandeja en la mano, y en la puerta se detuvo al ver a Ted hundido en el sofá, agachado hacia adelante, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos. Era una postura de tanta desesperanza, que Katherine enseguida se dio cuenta de que no sólo era provocada por el cansancio.
–Fue terrible lo de México, ¿verdad? –preguntó en voz baja.
–Peor que eso. Fue una pesadilla. La única bendición es que desde antes de que todo empezara, Miley estaba tan histérica, tan sobrepasada, tan tensa, que creo que no registró ni la mitad de lo que sucedía. Además, Paúl Richardson consiguió mantenerla alejada y donde no pudiera ver demasiado. Pero yo –agregó con tono sombrío– tuve una ubicación de ringside, y no estaba histérico. Dios, fue peor que todo lo que pude haber imaginado...
Al ver que Ted no sabía cómo empezar a explicarle lo sucedido, Katherine preguntó:
–¿Quieres decir que Jonas se puso violento? ¿Que trató de agredir a Miley?
–¿Violento? –repitió Ted con tono amargo–. ¿Que si trató de agredirla? Casi quisiera que lo hubiera intentado. Habría sido muchísimo más fácil para ella.
–No comprendo.
Ted lanzó un suspiro, se recostó contra el respaldo del sofá, miró el cielo raso y lanzó una carcajada sombría.
–No, no se puso violento. En el instante en que se dio cuenta de que lo habían identificado, quedó como petrificado, no trató de moverse ni de correr, sólo se quedó parado y se entregó sin luchar. Miró fijo a Miley y meneó la cabeza, advirtiéndole que se apartara y se ocultara... No retrocedió ni dijo una sola palabra, ni siquiera cuando lo esposaron y lo empujaron contra la pared para palparlo de armas. La policía de México no tiene problemas en utilizar lo que nosotros llamamos “fuerza injustificada”, y con el pretexto de palparlo lo empezaron a maltratar. Uno le golpeó los ríñones con la varita, otro detrás de las rodillas, y él no luchó, ni se defendió, ni emitió un sonido. Dios, en mi vida he visto actuar así a un hombre cuando lo apresan y las cosas se ponen violentas. Era como si estuviera tan desesperado por mantener las cosas en calma, que no le importaba lo que hicieran con él. Miley no alcanzaba a ver lo que estaba sucediendo, y sin embargo no hacía más que gritar, pidiendo que no lo lastimaran.
–Bebe esto antes de seguir contándome –dijo Katherine, alcanzándole un vaso de jugo de naranja. Ted se irguió y lo tomó con una sonrisa de agradecimiento–. ¿Y cómo terminó todo? –preguntó ella cuando Ted hubo terminado de beber el jugo.
Él meneó la cabeza y volvió a su postura anterior.
–Mira –dijo con tono cáustico–, lo que te conté hasta ahora fue la parte buena del asunto.
–¿Y la mala? –preguntó Katherine, atemorizada.
–Eso vino un poco después, cuando sacaban a Jonas a la rastra. Hadley, el director de la Penitenciaría de Amarillo, que además de hijo de pu/ta es un sádico, se detuvo a felicitar a Miley delante de Jonas.
–¿Y eso por qué lo convierte en un sádico?
–Para comprenderlo, tendrías que haber visto su sonrisa. Ante Jonas, que se hallaba allí parado, Hadley deliberadamente dio a entender que Miley había tramado todo el encuentro en México para poder atraparlo y entregarlo a la policía.
Katherine se llevó una mano al cuello y Ted asintió, como aprobando su inconsciente gesto defensivo.
–Acabas de ver el cuadro, y Jonas también lo vio. ¡Dios! ¡Hubieras visto su expresión! Era una expresión... asesina. Es la única palabra que se me ocurre, y ni siquiera alcanza a describirla. Entonces trató de llegar hasta Miley, o quizás haya tratado de alejarse, no sé, pero de cualquier manera los Federales utilizaron eso como excusa para empezar a castigarlo delante de Miley. Entonces ella se volvió loca y atacó a Hadley. Después se desmayó, gracias a Dios.
–¿Y por qué no hizo algo Paúl Richardson para impedir que sucediera todo eso?
Ted frunció el entrecejo y depositó el vaso sobre una mesa.
–Paúl tenía las manos atadas. Mientras estuviéramos del otro lado de la frontera, tenía que proceder de acuerdo con el sistema de ellos. El único motivo por el que estaba involucrado el FBI era porque había un cargo federal de secuestro contra Jonas. El gobierno mexicano accedió a cooperar con velocidad, pero los Federales tenían completa jurisdicción sobre Jonas hasta que lo hubieran entregado en territorio estadounidense.
–¿Y cuánto demorarán en hacerlo?
–En este caso, nada. En lugar de llevarlo en auto hasta la frontera, que es lo que normalmente hubieran hecho. Paúl los convenció de que lo trasladaran hasta allí en un pequeño avión privado. El avión que llevaba a Jonas despegó al mismo tiempo que el nuestro. Pero antes de que abandonáramos el aeropuerto, los Federales tuvieron un tardío ataque de conciencia social –agregó con sarcasmo–. Confiscaron las películas de todos los turistas que tenían consigo una cámara. Paúl pudo conseguir un par de videotapes que ellos pasaron por alto, no por cariño a los Federales, sino para impedir que Miley fuera vista aquí en películas. En el televisor del aeropuerto pude ver uno de los videos que algún turista logró tomar, pero casi todo el tiempo la cámara enfocaba a Jonas. Por lo menos eso es una bendición.
–Yo creí que Paúl volvería aquí con Miley.
Ted meneó la cabeza.
–Tenía que estar en la frontera para recibir a Jonas de manos de los Federales y luego entregárselo a Hadley.
Katherine lo estudió durante algunos instantes.
–¿Y eso es todo lo que sucedió?
–No –confesó él–. Hubo un detalle más, un golpe de muerte para Miley que no te conté.
–¿Qué fue?
–Esto –dijo Ted, metiendo la mano en el bolsillo de la camisa–. Jonas tenía esto y Hadley se lo entregó a Miley, gozoso.
Abrió la mano y dejó caer el anillo sin ceremonia alguna en la palma de la mano de Katherine, que lo miró con incredulidad. Luego se le llenaron los ojos de lágrimas.
–¡Dios mío! –susurró, mirando el resplandeciente círculo de diamantes–. Es evidente que quería darle algo muy especial. Este anillo es exquisito.
–No te pongas sentimental –advirtió Ted, pero su propia voz estaba ronca–. Ese hombre es un maníaco, un asesino...
Katherine tragó con fuerza y asintió.
–Ya sé.
Ted miró alternativamente el anillo que ella sostenía en la mano derecha y el enorme diamante que lucía en la izquierda.
–Es pequeño, comparado con el cascote que usas tú.
Ella rió.
–El tamaño no lo es todo, y además, Miley no hubiera podido usar un anillo como éste porque habría llamado la atención en todas partes. Así que le compró uno más lógico.
–Que no es más que una alianza con diamantes. Katherine negó con la cabeza.
–Este anillo no tiene nada de ordinario. El engarce no es de oro sino de platino, y la circunferencia completa está rodeada de diamantes.
–Sí, pero no son grandes –insistió Ted, tan aliviado como ella de no seguir hablando del tema anterior.
–El tamaño de las piedras tampoco es lo más importante –afirmó Katherine, haciendo girar el anillo entre sus dedos–. Estos diamantes son excepcionales y tienen un corte muy caro.
–Son cuadrados.
–Oblongos. El corte que tienen se llama “radiante”. Jonas tiene un gusto exquisito.
–Es un loco y un asesino.
–Tienes razón –dijo Katherine dejando el anillo sobre una mesa. Entonces levantó la mirada y Ted contempló ese rostro hermoso que antes lo hipnotizaba. Ahora Katherine estaba tan distinta... más madura, más suave, más dulce... preocupada por los demás en lugar de vivir pensando en sí misma. Y mil veces más deseable–. No empieces a culparte por lo que le sucedió a Miley–dijo con suavidad–. La salvaste de una vida infernal, y ella lo sabe.
–Gracias –dijo Ted en voz baja. Después estiró un brazo sobre el respaldo del sofá, echó atrás la cabeza y cerró los ojos–. ¡Estoy tan cansado, Kathy!
Como si en su cuerpo renaciera un recuerdo sin la aprobación de su mente extenuada, la mano de Ted se curvó sobre el hombro de Katherine y la atrajo hacia sí. Recién cuando la mejilla de ella descansó contra su pecho y Kathy apoyó una mano sobre su brazo, Ted se dio cuenta de lo que acababa de hacer. Pero le pareció bastante inofensivo.
–Tú y yo tuvimos suerte –susurró ella–. Nos vimos, nos enamoramos, nos casamos. Y después lo arrojamos todo al tache de basura.
–Ya sé. –La pena que percibió en su propia voz lo obligó a abrir los ojos sorprendido y enojado a la vez, y bajó la cabeza para mirarla. Katherine quería que la besara, lo tenía escrito en su rostro–. No –dijo Ted, cerrando los ojos. Ella frotó la mejilla contra su pecho y Ted sintió que su resistencia comenzaba a flaquear–. ¡No sigas! –advirtió–. Porque si no, iré a acostarme al cuarto de al lado. –Katherine se detuvo en el acto, pero no retrocedió enojada ni lo atacó, como él casi hubiera deseado. Minutos antes estaba muerto de cansancio, extenuado; pero en ese momento su cuerpo volvía a la vida y su voz parecía tener voluntad propia–. O te levantas –advirtió sin abrir los ojos–, o te sacas ese anillo que llevas puesto.
–¿Por qué? –preguntó ella en un susurro.
–¡Porque maldito sea si estoy dispuesto a hacerte el amor mientras uses el anillo de otro hombre!
Un diamante de un millón de años, valuado en un cuarto de millón de dólares, rebotó sobre una mesa baja. La voz de Ted fue una mezcla de risa y quejido.
–Kathy, eres la única mujer en el mundo capaz de hacer eso con ese anillo.
–Soy la única mujer en el mundo para ti.
Ted volvió a echar atrás la cabeza y cerró los ojos, tratando de ignorar la verdad de ese comentario, pero su mano ya se curvaba alrededor del cuello de Kathy, sus dedos le levantaban la cara. Abrió los ojos y la miró, recordando el infierno que había sido estar casado con ella... y el vacío que había sido su vida sin ella. También vio una lágrima que temblaba en las pestañas de Katherine.
–Ya sé que lo eres –susurró. Inclinó la cabeza y tocó con la lengua esa lágrima salada.
–Si me das otra oportunidad, te lo demostraré –prometió ella.
–Ya sé que lo harás –susurró Ted, besando una segunda lágrima.
–¿Me darás otra oportunidad?
Ted le levantó la barbilla, la miró a los ojos, y supo que estaba perdido.
–Sí

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