lunes, 11 de febrero de 2013

Perfecta Cap: 59


Liam y Demi intercambiaron sonrisas de profundo placer cuando Nick llegó al living con una valija. Liam se recostó contra el sillón, estiró las piernas y estudió con mirada sobradora el traje azul que Nick se había puesto.
–En California nadie se pone traje para asistir a una fiesta, Nick. Es algo que no se hace.
–¡Me olvidé de esa maldita fiesta! –exclamó él, mirando a sus invitados por la ventana–. Por favor, les pido que los atiendan en mi nombre... ¿Lo harán? Expliquen que se me presentó algo urgente. ¿Puedo disponer de tu piloto? –agregó, depositando distraído la valija en el piso mientras se anudaba la corbata.
–¿Sólo el piloto? –preguntó Liam, mirando a Demi que se había sentado en el brazo del sofá, con una mano sobre el hombro de su marido.
Nick se volvió cuando entró presurosa su ama de llaves para entregarle dos portafolios que él le había pedido que le preparara.
–Tu avión y tu piloto –aclaró Nick con impaciencia.
–Depende de adonde pienses ir.
Seguro de que tenía todo lo que necesitaría durante los días siguientes, Nick por fin prestó atención a su amigo.
–¿Adonde demonios creen que voy a ir?
–¿Cómo quieres que lo sepa? Si es a Keaton, Texas, ¿no crees que antes deberías llamar a Miley?
–No, porque no sé cómo reaccionará. No quiero que se vaya a alguna parte para no tener que encontrarse conmigo. Y si tomo un vuelo comercial, demoraré horas en llegar.
–¿Y qué apuro tienes? Ya la has dejado seis semanas esperando, mientras Richardson le tenía la mano, sin duda, y le ofrecía sus anchos hombros para que llorara sobre ellos. Además, los aviones privados son juguetes muy caros...
–No tengo tiempo para estas b... –Nick contuvo la mala palabra por Demi, se adelantó para despedirse de ella con un beso y se detuvo cuando en la puerta apareció Spencer O’Hara.
–Tengo el auto en la puerta, Liam. Y hablé con Steve por teléfono. Dice que el avión está lleno de combustible y listo para despegar. ¿Cuándo quiere partir, Nick?
–Creo que ahora mismo –bromeó Liam con sequedad.
Después de dirigir una mirada de disgusto a su amigo, Nick abrazó a Demi.
–Gracias –dijo en voz baja y con tono de enorme sinceridad.
–De nada –contestó ella, muy sonriente–. Dale cariños a Miley.
–Y transmítele mis sinceras disculpas –agregó Liam, poniéndose de pie con aire serio, mientras estrechaba la mano de Nick–. Buena suerte.
Lo miraron dirigirse a la puerta. Entonces Demi miró a su marido y su sonrisa se hizo más amplia.
–Ese hombre la quiere tanto que no le importa que mucha gente crea que es un imb/écil por buscarla después de lo que ella le hizo en la ciudad de México. Lo único que le importa es que ella también lo ame.
–Ya sé –contestó  Liam, mirando los ojos empañados de lágrimas de su mujer–. Es un sentimiento que conozco bien.
–Ajústese el cinturón y rece –bromeó el piloto por el intercomunicador, y el Lear comenzó el descenso en pleno anochecer, rumbo a la pista de cemento–. Si esa pista tuviera quince centímetros menos no podríamos aterrizar, y si estuviera más oscuro tendríamos que aterrizar en Dallas. Por lo visto, de noche no iluminan esta vereda. A propósito, su taxi lo espera.

Sin apartar la mirada de los videos de Miley, que había llevado consigo para volver a verlos en el avión, Nick se puso el cinturón de seguridad. Pero pocos instantes después levantó la vista sobresaltado cuando el piloto clavó los frenos en el momento en que el avión tocó la pista y el elegante avión carreteó con un chirrido de neumáticos. Por fin se detuvo a pocos centímetros del final de la pista.
–Después de dos aterrizajes en esta pista, el señor Farrell necesitará nuevos frenos –dijo el piloto, con voz algo temblorosa y un tono de profundo alivio–. ¿Qué planes tiene para esta noche, señor Jonas? ¿Quiere que me registre en un motel o que regrese a la Costa Oeste?
Nick estiró la mano hacia el botón del intercomunicador, situado en la consola entre ambos asientos, pero de repente vaciló y enfrentó la realidad que había tratado de ignorar durante todo el viaje. Ignoraba si ahora Miley no lo odiaría más de lo que en una época lo había amado. No sabía cómo lo iba a recibir ni cuánto tardaría en convencerla de que regresara con él a California, si es que lograba convencerla.
–Regístrese en un motel por esta noche, Steve. Enviaré el taxi de regreso a buscarlo.

El piloto todavía estaba apagando los motores cuando Nick bajó presuroso por la escalerilla del avión. El conductor del taxi se hallaba de pie junto a la puerta abierta del vehículo, luciendo un ridículo y poco auténtico uniforme de la Guerra Civil, suponiendo que fuera eso lo que pretendía ser.
–¿Sabe dónde vive Miley Mathison? –preguntó al subir al auto–. Si no lo sabe tengo que encontrar una guía. Olvidé traer la dirección.
–¡Por supuesto que sé dónde vive! –contestó el conductor, mirando a Nick con los ojos entrecerrados. Al reconocerlo, su expresión se tornó feroz. Subió al auto y cerró la puerta con fuerza innecesaria–. ¿Por casualidad usted se llama Jonas? –preguntó algunos minutos después, mientras pasaban frente a la escuela primaria y se internaban en un distrito agradable que se erigía alrededor del edificio de tribunales, con tiendas y restaurantes alrededor de una plaza.
Nick estaba distraído mirando el pueblo donde había crecido Miley.
–Sí.
A un kilómetro de distancia, el taxi se detuvo frente a una prolija casa de una planta con un jardín inmaculado y grandes árboles de copa, y Nick sintió que su corazón comenzaba a latir con nerviosa expectativa mientras metía la mano en el bolsillo en busca de dinero.
–¿Cuánto le debo?
–Cincuenta dólares.
–¡Usted debe estar bromeando!
–Para cualquier otro, este viaje vale cinco dólares. A un desgraciado como usted le cuesta cincuenta. Y ahora, si quiere que lo lleve adonde está Miley, en lugar de dejarlo aquí, donde no está, le costará setenta y cinco.
Presa de una mezcla de enojo, sorpresa y tensión, Nick ignoró la opinión que el individuo tenía de él y volvió a subir al taxi.
–¿Dónde está?
–En la escuela secundaria, donde se encarga del ensayo de una obra de teatro.
Nick recordó que había pasado frente a la escuela secundaria cuya plaza de estacionamiento estaba atestada de automóviles. Vaciló, desesperado por verla, por aclarar las cosas, por abrazarla, si ella se lo permitía.
–¿Por casualidad también sabe cuánto tiempo estará allí? –preguntó con sarcasmo.
–El ensayo puede durar toda la noche –dijo por puro rencor Hermán, el chofer.
–En ese caso, lléveme hasta allí. –El chofer asintió y arrancó el auto.
–No veo por qué tiene tanto apuro por verla ahora –dijo, dirigiendo una mirada asesina a Nick por el espejo retrovisor–. Después de haberla secuestrado y llevado a Colorado, la dejó sola durante todo este tiempo para que enfrentara sin ayuda a los periodistas y a la policía. Y cuando salió de la cárcel tampoco vino a verla. Ha estado demasiado ocupado con sus mujeres elegantes y sus fiestas para pensar en una chica dulce como Miley, que en su vida ha hecho mal a nadie. ¡La avergonzó delante de todo el mundo, delante de todo este pueblo! La gente que no es de Keaton la odia porque hizo lo correcto allá en México, aunque después resultó que era lo incorrecto. ¡Espero –dijo con tono vengativo en el momento en que detenía el auto frente a las puertas de la escuela secundaria– que le pinche un ojo cuando lo vea! Si yo fuera el padre de Miley, en cuanto me enterara de que usted está en el pueblo, tomaría la escopeta y saldría a buscarlo. Y espero que el reverendo Mathison lo haga.
–Tal vez se cumplan todos sus deseos –dijo Nick en voz baja, sacando un billete de cien dólares del bolsillo y entregándoselo–. Vuelva al aeropuerto a buscar a mi piloto. Como él no es ningún desgraciado, supongo que otros veinticinco dólares bastarán para pagar el viaje.
Algo en la voz de Nick hizo vacilar a Hermán, quien se volvió a mirarlo.
–¿Piensa hacer las paces con Miley? ¿Por eso ha venido?
–Lo voy a intentar. –Toda la hostilidad de Hermán se desvaneció.
–Su piloto tendrá que esperar unos minutos. No me puedo perder esto. Además, quizás usted necesite un amigo en medio de esa multitud.
Nick no lo oyó porque ya caminaba hacia el colegio. Al entrar siguió la dirección del ruido que llegaba desde el otro lado de las puertas dobles, en el extremo del corredor.

Antes de que las puertas del gimnasio se cerraran tras él, Nick alcanzó a ver a Miley en medio del gentío. Estaba en el escenario, dirigiendo un coro de niños, algunos de ellos en sillas de ruedas, que lucían distintos disfraces, mientras una pianista los acompañaba.
Permaneció inmóvil, como hipnotizado, escuchando el dulce sonido de su voz, observando si sonrisa increíble, y era tanta la ternura que sentía que le dolió el pecho. Vestida con jeans y una remera con el pelo atado en cola de caballo, Miley estaba adorable... y delgada. Sus pómulos y sus ojos se destacaban más que antes, y la sensación de culpa le formó un nudo en la garganta a Nick cuando se dió cuenta de la cantidad de kilos que debía de haber perdido. A causa de él. El chofer del taxi dijo que le había avergonzado delante de todo el pueblo; eso era algo que trataría de reparar. Ignoró las miradas de sorpresa y los susurros que empezaban a circular por el salón a medida que la gente lo veía y lo reconocía, y se encaminó hacia el escenario.
–Bueno, chicos, ¿qué pasa? –preguntó Miley cuando algunos de los chicos mayores dejaron de cantar y empezaron a hablar en susurros y a señalar. Tuvo conciencia de que a sus espaldas se hacía un profundo silencio y oyó el eco de unos pasos de hombre sobre el piso de madera, pero lo que la preocupaba era que se hacía tarde y sus alumnos estaban distraídos–. Willie, si de veras quieres cantar, tienes que prestar atención –advirtió, pero Willie señalaba algo entre el público y les susurraba furiosamente a dos compañeros–. ¡Señorita Timmons! –dijo Miley, mirando a la pianista, que también se había quedado mirando con la boca abierta algo a espaldas de Miley–. Por favor, señorita Timmons, vuelva a tocar eso. –Pero ante la sorpresa de Miley, una parte de los niños del coro se adelantaba formando un pequeño grupo–. ¿Adonde creen que van? –preguntó Miley, a punto de perder la paciencia.
Giró sobre sus talones. Y quedó petrificada.
Nick estaba parado a cuatro metros de distancia, con las manos a los costados.
«Por fin debe de haber leído mi última carta, –pensó–, y ha venido a buscar su auto». Permaneció donde estaba, con miedo de hablar, con miedo de moverse, mirando fijo ese rostro adusto y apuesto que la acosaba en sueños y atormentaba sus días.

Uno de los alumnos predilectos de Miley, Willie Jenkins, se adelantó y habló con tono serio y beligerante.
–¿Usted es Nick Jonas? –preguntó.
Nick asintió en silencio y varios otros chicos se adelantaron, tres de ellos en sillas de ruedas, para formar una especie de abanico alrededor de Miley. Nick se dio cuenta de que se preparaban para defenderla del monstruo que acababa de aparecer.
–Entonces será mejor que dé media vuelta y salga de aquí –advirtió otro de los chicos, adelantando el mentón–. Usted hizo llorar a la señorita Mathison.
La mirada de Nick no se apartó del rostro pálido de Miley.
–Ella también me hizo llorar.
–¡Los hombres no lloran! –exclamó uno de los pequeños.
–A veces lloran... si alguien muy querido los hiere.
Willie levantó la vista para mirar a su querida maestra y vio que tenía las mejillas bañadas en lágrimas.
–¡Mire! ¡La está haciendo llorar de nuevo! –advirtió con una mirada furibunda–. ¿Para eso vino?
–No, vine porque no puedo vivir sin ella –contestó Nick.
Todos los presentes quedaron estupefactos al ver al famoso actor rudo del cine que se humillaba y admitía eso delante de ellos, pero Miley ni siquiera notó las miradas de los demás. Se adelantó presurosa, primero caminando, después corriendo... corriendo para arrojarse a los brazos que se abrían para recibirla.
Nick la abrazó con fuerza inusitada, acunó con las manos su cara llorosa contra el pecho, la protegió de la vista del público, inclinó la cabeza y susurró con voz ronca:
–Te amo.
Con el cuerpo estremecido por los sollozos, Miley le rodeó el cuello con las manos, enterró la cara contra su pecho y se colgó de él. En la parte trasera del auditorio, Ted rodeó con un brazo los hombros de Katherine y la acercó a sí.
–¿Cómo adivinaste lo que sucedería? –preguntó.
Hermán, el chofer, tenía una mente más práctica, aunque igualmente romántica.
–¡El ensayo ha terminado! –gritó mientras apagaba las llaves de luz, sumergiendo el auditorio en una total oscuridad. Enseguida salió trotando en dirección a su taxi.
Cuando por fin alguien encontró las llaves de luz, Nick y Miley se habían ido.
–Entren –invitó Hermán con un floreo de su sombrero cuando los vio salir corriendo de la escuela, tomados de la mano–. Siempre quise manejar el auto de una pareja que se fugaba –agregó mientras apretaba a fondo el acelerador y el auto saltaba hacia adelante, alejándose del edificio–. ¿Adonde vamos?
En ese momento a Miley le resultaba imposible pensar.
–¿A tu casa? –preguntó Nick.
–No, si quieren estar tranquilos –opinó Hermán–. Todo el pueblo los llamará y pasará por ahí a saludarlos.
–¿Dónde queda el hotel o motel más cercano? –Miley lo miró inquieta, pero Hermán fue más directo.
–¿Qué trata de hacer? ¿Arruinar por completo la reputación de Miley, o restaurarla?
Nick miró a Miley y se sintió incapaz de hablar, indefenso y desesperado por estar a solas con ella. Los ojos de Miley le decían que ella sentía lo mismo.
–A mi casa –decidió ella–. Si es necesario descolgaremos el teléfono y desconectaremos el timbre de la puerta de calle.
Instantes después, Hermán detuvo el auto frente a la casa de Miley, y Nick metió la mano en el bolsillo en busca de más dinero.
–¿Cuánto le debo esta vez? –preguntó con sequedad.
El hombre se volvió con aire de dignidad ofendida y le devolvió el billete de cien dólares.
–Cinco dólares por el viaje completo, incluyendo la ida al aeropuerto para buscar a su piloto. Ésa es una tarifa especial para el hombre que no tiene miedo de confesar delante de todo el pueblo que está enamorado de Miley –agregó con una sonrisa juvenil. Extrañamente emocionado, Nick le entregó el billete de cien dólares.
–En el avión dejé una valija y otro portafolio. ¿Le molestaría traérmelos hasta acá después de haber dejado al piloto en el motel?
–¿Cómo me va a molestar? Los dejaré en la puerta trasera de la casa de Miley, para que no tengan necesidad de atender el timbre.

Miley entró en el living y prendió una lámpara, pero cuando Nick le tomó la mano se arrojó en silencio en sus brazos y lo besó con una silenciosa desesperación que era idéntica a la de él. Lo abrazó con fuerza, apretó la boca contra la suya y le recorrió el cuerpo con las manos. Los labios de Nick devastaban los suyos mientras memorizaba con las manos la forma de ese cuerpo tan querido.
El sonido de la campanilla del teléfono junto a ellos los sobresaltó a los dos. Miley tendió una mano temblorosa para tomar el tubo. Nick la observó llevárselo al oído y no pudo menos que sonreír al notar que bajaba los ojos cuando él empezó a sacarse la chaqueta.
–Sí, es verdad, señora Addleson –dijo Miley–, está realmente aquí. –Permaneció un minuto escuchando y luego dijo–: No sé. Se lo preguntaré, –cubrió el tubo con la mano y le dirigió a Nick una mirada de impotencia–. El mayor y la señora Addieson preguntan si tú, nosotros, estamos libres y si queremos comer con ellos esta noche.
Nick se quitó la corbata y empezó a desabrocharse la camisa. Meneó la cabeza con lentitud, y notó que al percibir el motivo de su negativa el rubor empezaba a cubrir la cara de Miley.
–Me temo que nos será imposible. No, no sé con seguridad cuáles son sus planes inmediatos ni futuros. Sí, se lo preguntaré y les avisaré.
Miley cortó, luego descolgó el tubo y colocó el teléfono debajo de un almohadón del sofá; se enderezó y se pasó las manos por los muslos, nerviosa. Mientras permanecía allí, mirando a Nick, en su mente se atrepellaban miles de preguntas, dudas, incertidumbres y esperanzas. Pero sobre todas las cosas, la embargaba una sensación de jubilosa irrealidad al verlo allí, en su living, mirándola con expresión suave, divertida y sexy.
–No puedo creer que estés aquí –susurró en voz alta–. Hace unas horas todo parecía tan...
–¿Vacío? –propuso él en esa voz profunda y apremiante que tanto había deseado volver a oír–. ¿Y sin sentido? –agregó Nick, acercándosele.
Miley asintió.
–Y sin esperanzas. Nick, ¡tengo tanto que explicarte, si me lo permites! Pero yo... –Se interrumpió cuando él la tomó en sus brazos. Entonces le acarició la cara con dedos temblorosos–. ¡Oh, Dios! ¡Te he extrañado tanto!
Nick le contestó con la boca, separándole los labios con los suyos; le quitó el pañuelo que tenía atado en el pelo; metió los dedos en su cabellera lujuriosa y Miley se apretó contra él, retribuyendo su pasión con el mismo ardor salvaje y provocativo que lo había acosado en sueños en Sudamérica y que lo despertaba cubierto de sudor en la cárcel. De repente Nick apartó la boca de la de ella.
–Muéstrame tu casa –dijo con una voz tan ronca que él mismo casi no la reconoció. Lo que en realidad había querido decir era «muéstrame tu dormitorio».
Miley asintió, comprendiendo el significado de sus palabras, y lo condujo directamente al lugar adonde Nick quería ir. Pero cuando vio los muebles blancos, de caña, las macetas con plantas muy verdes, los blancos volados del cubrecamas, el dosel y la mesa vestida, el cuarto era tan idéntico a lo que él imaginaba que se detuvo en seco. Como si le leyera los pensamientos, ella preguntó:
–¿Lo imaginabas así?
–Sí, lo pensaba idéntico cuando... –Al ver la tensión que se pintaba en la cara de Nick, Miley terminó la frase por él, con voz sombría.
–Cuando estabas tendido en la cucheta de tu barco, y me imaginabas en este cuarto porque yo te pedí por teléfono que lo hicieras. Cuando –agregó con brutal franqueza–, cuando todavía creías que estaría allí contigo... cuando ni siquiera se te había pasado por la cabeza la posibilidad de que te traicionara, de que te entregara al FBI y que te golpearan y te volvieran a encarcelar.
Nick la miró con una sonrisa algo sombría.
–Cuando todo eso era cierto. –Miley se sentó en la cama y le dirigió una mirada honesta e interrogante–. ¿Podríamos quedarnos un rato tendidos, y conversar primero?
Nick vaciló. Por una parte estaba deseando dejar atrás el pasado y dedicar el presente a hacerle el amor en esa cama con dosel, llena de volados, de un blanco virginal, que le resultaba excitante. Pero, por otra parte, era evidente que ella estaba angustiada y no era lógico que volvieran a empezar hasta haber aclarado todo.
–Pero siempre que sea un rato corto –aceptó.
Ella colocó una serie de almohadas contra la cabecera de la cama y en cuanto se le acercó, Nick extendió un brazo y lo pasó sobre sus hombros. Cuando Miley se le arrimó y colocó una mano sobre su pecho, Nick recordó las mañanas que habían vivido en Colorado, sentados exactamente así, y sonrió.
–Había olvidado lo bien que te adaptas a mi cuerpo.
–Estás pensando en las mañanas de Colorado, ¿verdad?
En realidad no era una pregunta, sino una afirmación, y Nick sonrió.
–También había olvidado lo perceptiva que eres.
–En realidad, yo no diría que sea una cuestión de percepción. Lo que pasa es que estábamos pensando en lo mismo. –Sonrió y enseguida hizo un intento vacilante de iniciar la peligrosa conversación acerca del pasado reciente–. No sé por dónde empezar –dijo–. Y casi... casi tengo miedo de empezar. Ni siquiera sé que te trajo hoy por aquí.
Nick alzó las cejas, sorprendido.
–Lo que me trajo hoy por aquí fue Richardson. ¿No sabías que pensaba ir a verme? –Miley se quedó mirándolo, estupefacta–. Esta mañana apareció en mi casa de California, de traje formal, corbata Armani y un auténtico distintivo del FBI
–¿Paúl fue a verte? –preguntó Miley sin poder creerlo–. ¿Paúl Richardson? ¡No es posible que te refieras a mi Paúl!
Nick se puso tieso.
–¡Por supuesto que me refiero a tu Paúl. –En ese momento se le ocurrió que, aunque él le había dicho que la amaba, ella sólo dijo que lo había extrañado–. No sé de dónde saqué la idea de que no sólo querías que viniera para hacer las paces contigo –dijo en un tono de voz cuidadosamente inexpresivo–. Ahora que lo pienso, no fue más que una conclusión que saqué al ver esos videos. Creo –agregó, haciendo un esfuerzo por retirar su brazo– que sería mejor que mantuviéramos esta conversación en el living. O tal vez mañana, en el vestíbulo de mi hotel, que todavía no sé cuál será.
–Nick –dijo ella, temblorosa, aferrándole el brazo–, ¡no te atrevas de abandonar esta cama!, Si alguna vez me vuelves a sacar de tu vida sin permitirme la oportunidad de darte una explicación, nunca te lo perdonaré. Paúl es mi amigo. Estuvo aquí y me acompañó cuando yo me sentía infeliz y sola.
Nick dejó caer la cabeza sobre la almohada y abrazó a Miley con fuerza, aliviado.
–¿Cómo te las arreglas para derrumbar mi seguridad? En Colorado me hiciste sentir como un yo-yo emocional, y ahora está sucediendo lo mismo. –Ya más tranquilo, decidió seguir con el tema original–. Vine hoy a Keaton porque está mañana Richardson se metió en mi casa, mostrando su insignia, y me dejó sobre el escritorio un sobre que contenía dos videos y una carta. –Los celos que todavía sentía por la amistad de Miley con Richardson y su propia sensación de culpa lo llevaron a continuar hablando con tono sarcástico–. Aparte de expresar dudas acerca de mi honorabilidad y de provocarme para tratar de iniciar conmigo una pelea a golpes de puño, también consiguió decirme que, al contrario de lo que Hadley trató de hacerme creer en México, no me habías propuesto la idea de reunirte conmigo para tenderme una trampa y entregarme. También me explicó que la visita que le hiciste a Margareth Stanhope, combinada con el asesinato de Tony Austin, fueron lo que por fin te decidió a entregarme.
–¿Pero qué eran esos videos y esa carta?
–Uno de los videos es la conferencia de prensa que ofreciste al volver de Colorado. La carta es la que les escribiste a tus padres cuando planeaba reunirte conmigo. El otro video fue tomado por un aficionado y pertenece a los archivos del FBI. En el aparecemos tú y yo en el aeropuerto de la ciudad de México, y muestra todo lo que sucedió.
Ante la mención del aeropuerto, Miley se estremeció en sus brazos.
–Lo siento –dijo con voz entrecortada, enterrando la cara en el pecho de Nick–. ¡Si supieras cuánto lo siento! No sé cómo vamos a poder olvidar y superar lo que pasó ese día.
Nick registró su reacción y tomó una decisión, pero decidió demorar algunos minutos en ponerla en práctica. Antes le tomó la barbilla y le levantó la cara, para poder mirarla.
–¡Por amor de Dios! ¿Cómo se te ocurrió la loca idea de ir a ver a Margareth Stanhope?
Sonó el timbre de la puerta de calle, pero ambos lo ignoraron.
–En tu carta decías que ojalá te hubieras reconciliado con ella mucho tiempo antes. Hasta sugerías que yo le entregara a nuestro hijo para que lo criara. Y por teléfono me dijiste que estábamos invitando a una maldición al dejar tras nosotros tanta infelicidad. Así que decidí ir a verla para explicarle que la querías y que lamentabas el alejamiento que había entre ustedes.
–Y ella se te rió en la cara.
–Peor. De alguna manera salió el tema de Justin, y en el momento menos pensado ella me estaba diciendo que lo habías asesinado después de haber discutido con él por una chica. Enseguida me entregó un sobre lleno de recortes de diarios donde tú admitías haber disparado contra tu hermano. Y yo... –respiró hondo, porque le resultaba odioso acusarlo–, yo comprendí que me habías engañado, Nick. Traté de convencerme de que le habías mentido a ella, no a mí, pero cuando asesinaron a Tony Austin, fueron tres las personas con quienes habías discutido y todos encontraron la muerte en tus manos, o por lo menos eso era lo que parecía. Yo creí... empece a creer, lo mismo que creía tu abuela... que estabas loco. Te traicioné. Creí que era por tu propio bien.
–Yo no te mentí acerca de Justin, Miley –aseguró Nick suspirando–. Le mentí a la policía de Ridgemont.
–¿Pero por qué?
–Mi abuelo me pidió que lo hiciera, porque todo suicidio exige una investigación sobre sus posibles causas, y mi abuelo y yo queríamos proteger a esa vieja maligna y evitar que tuviera que enfrentar la homosexualidad de Justin cuando la policía la descubriera. No debí haberme molestado –agregó, muy tenso–. Debí permitir que se revolcara en lo que para ella hubiera sido algo vergonzoso. A Justin no le habría hecho ninguna diferencia.
–Pero sabiendo lo que sentía por ti, ¿cómo creíste que se haría cargo de un hijo nuestro?
Nick alzó las cejas en un gesto de divertido desafío.
–¿Qué hijo, Miley?
Esa sonrisa contagiosa que alegraba la vida de Nick en Colorado, iluminó la cara de Miley, y la leve culpabilidad que demostraba aumentó su atractivo.
–El hijo que inventé para que me dejaras reunirme contigo.
–¡Ah, ese hijo!
Ella le abrió otro botón de la camisa y le besó el cuello.
–Contesta mi pregunta.
–Si sigues haciendo eso es más probable que te dé un hijo real antes que una respuesta a tu pregunta.
Miley lanzó una carcajada y lo miró con ternura.
–Soy terriblemente voraz, Nick. Quiero las dos cosas.
Con ternura, Nick le tomó la cara entre las manos y le acarició las mejillas con sus pulgares.
–¿En serio, querida? ¿Quieres un hijo mío?
–Desesperadamente.
–Si estás en condiciones, pondremos manos a la obra esta misma noche.
Miley se mordió los labios y la risa estremeció sus hombros.
–Si me guío por un recuerdo ya algo borroso, creo que más bien depende de que seas tú el que esté en condiciones.
–¿En condiciones? –preguntó Nick, disfrutando de la broma y de esa combinación increíble de risa y amor que ella siempre le proporcionaba. Miley asintió–. En realidad, desde esta mañana, cuando leí tu carta, he estado casi todo el tiempo “en condiciones”. Las pruebas están a tu alcance.
Volvió a sonar el timbre de la puerta de calle y volvieron a ignorarlo, pero la interrupción logró que Miley apartara con gesto culpable la mano con la que Nick esperaba que buscara las “pruebas”.
–¿Vas a terminar de contestar mi pregunta? –insistió ella.
–Sí –suspiró Nick–. Si piensas en la carta que te escribí, recordarás que yo aclaraba específicamente que le escribiría a mi abuela antes de enviarte allí con nuestro hijo. En realidad, ante todo le hubiera escrito a Foster, no a ella.
–¿Foster? ¿Te refieres al viejo criado?
Nick asintió.
–Mi abuelo y yo lo obligamos a jurar que guardaría el secreto, pero él sabe lo que en realidad sucedió. Foster estaba en el vestíbulo cuando sonó el disparo en el cuarto de Justin, y me vio correr de mi dormitorio al de mi hermano. Así que, en el caso de haber tenido que llevar allí a nuestro hijo, habría liberado a Foster de su juramento y le hubiera pedido que hablara con su empleadora y le dijera la verdad.
–Es tu abuela, Nick. No sigas dando vueltas para evitar llamarla así. Yo creo que ella te quiso más de lo que imaginas. Si la vieras ahora, si le hablaras, te darías cuenta del castigo que todo esto ha sido para ella...
–Esa mujer ha muerto para mí, Miley –interrumpió Nick con amargura–. A partir de esta noche, no quiero que me la vuelvas a mencionar, ni que te refieras a ella.
Miley abrió la boca para discutir, pero enseguida tomó una decisión distinta y por el momento se contuvo.
–No le das una segunda oportunidad a nadie, ¿verdad?
–Es verdad –contestó él, implacable.
–Excepto a mí.
Nick pasó los nudillos por la mejilla tersa de Miley.
–Excepto tú –aprobó.
–¿Y yo, cuántas oportunidades tendré?
–¿Cuántas necesitas?
–Me temo que muchas –contestó Miley, con un suspiro tan explosivo que Nick lanzó una carcajada y la tomó en sus brazos. Al soltarla, notó la delgada cadena que llevaba alrededor del cuello y que asomaba debajo de la remera.
–¿Qué es eso? –preguntó. Miley bajó la barbilla, apoyándola contra su pecho.
–¿A qué te refieres?
–A esto –contestó Nick, introduciendo un dedo debajo de la cadena.
Temerosa de que el anillo le recordara toda la fealdad de lo sucedido en la ciudad de México, Miley se apoyó presurosa una mano sobre el pecho, para disimular el anillo.
–No es nada. ¡Por favor no preguntes! –Al notar su ansiedad, Nick entrecerró, los ojos y lo embargó una extraña sensación de desconfianza.
–¿Qué es? –inquirió, cuidando de mantener un tono de voz razonable–. ¿El regalo de un antiguo novio?
–Algo así. No volveré a ponérmelo.
–Quiero verlo –dijo Nick.
–No.
–Un hombre tiene derecho a conocer el gusto de sus predecesores.
–Éste tenía un gusto maravilloso. Lo aprobarías. Pero deja eso en paz.
–Eres una pésima mentirosa, Miley –advirtió él–. ¿Qué cuelga de esa cadena? –Y sin darle oportunidad de impedirlo, apartó las manos de Miley y sacó la cadena.
En su mano brilló una alianza de platino rodeada de deslumbrantes diamantes. Al verla, a Nick lo invadió una enorme ternura y la colocó contra su pecho.
–¿Por qué tenías miedo de que la viera?
–Me da miedo cualquier cosa que pueda recordarte lo sucedido en Ciudad de México. Creo que nunca olvidaré la manera en que me miraste cuando te diste cuenta de que no los había conducido hasta ti por accidente... –Le temblaba la voz–. Ni cómo cambió tu expresión cuando comprendiste que había sido deliberado. Sé que jamás lo olvidaré. Nunca. Siempre tendré miedo de volver a ver esa expresión.
Nick lamentó tener que postergar el momento de hacerle el amor, pero eso era demasiado importante. La apartó para poder sentarse en la cama.
–Vamos a superar esto de una vez por todas.
–¿Qué? –preguntó Miley, presa del pánico–. ¿Qué haces?.
–¿Tienes una videograbadora?
El miedo de Miley se trocó en intriga.
–Sí, en el living.
–¿Qué estás haciendo? –le preguntó Miley a Nick cuando él se sentó a su lado después de haber puesto en marcha la videograbadora– Espero que no pretendas que veamos una película porno o una escena de sexo de alguna de tus películas.
Él la rodeó con sus brazos.
–Es un video que hoy he visto varias veces –explicó en voz baja–, el que el FBI confiscó en Méx...
Miley sacudió la cabeza como enloquecida, mientras trataba de apoderarse del control remoto.
–¡No quiero ver eso! ¡Ni esta noche ni nunca! –exclamó temblando, cuando en el cuarto empezó a resonar el griterío del aeropuerto–. ¡No lo puedo soportar!
–Mira esa pantalla –dijo él, implacable–. Estuvimos allí juntos, pero hasta hoy, nunca supe lo que hacías tú mientras me arrestaban, y tengo la impresión de que tú tampoco tienes un recuerdo demasiado claro de lo que hiciste.
–¡Por supuesto que sí! ¡Recuerdo con exactitud lo que te estaban haciendo! ¡Recuerdo que fue todo por mi culpa!
Nick la obligó a volverse y a mirar la pantalla.
–Quiero que te mires a ti misma. Mira y verás lo que yo vi: una mujer que sufría más de lo que estaba sufriendo yo.

A regañadientes, Miley se decidió a mirar la pantalla, donde aparecía la imagen de lo que ella quería olvidar. Se vio gritándoles a todos que no lo lastimaran, que Paúl la obligaba a retroceder diciéndole a los gritos que «ya todo había terminado», vio que Hadley se le acercaba con una sonrisa malvada y que dejaba caer en su mano el anillo. Que ella aferraba el anillo y se lo llevaba al pecho, llorando.
–Miley –susurró Nick con enorme ternura–, mírate, querida, para que veas lo que veo yo. No era más que un anillo, un trozo de metal con piedras. Pero mira lo que significaba para ti.
–¡Era el anillo de boda que habías elegido para mí! –exclamó ella con fiereza–. ¡Por eso lloraba!
–¿En serio? –bromeó Nick–. Yo creí que llorabas porque los diamantes era demasiado chicos.
Ella abrió la boca y dejó escapar una risa histérica, al tiempo que parpadeaba para contener las lágrimas que llenaban sus ojos maravillosos.
–Y ahora mira lo que viene –pidió Nick, abrazándola con más fuerza–. Ésta es mi parte favorita. No te fijes en lo que me están haciendo a mí –agregó enseguida, al notar que Miley se sobresaltaba y clavaba la vista en las varas que esgrimían los Federales–. Observa lo que le estás haciendo a Hadley a la derecha de la pantalla. Eso demuestra –agregó con admiración–, que tienes un maravilloso gancho de derecha, muchacha.

Miley se obligó a mirar y se sorprendió y alegró al ver que atacaba a ese maldito.
–En realidad, no recuerdo mucho de eso –reconoció en un susurro.
–No, pero apuesto a que Hadley nunca olvidará lo que viene ahora. Cuando Richardson te arrastró hacia atrás y ya no pudiste alcanzar a Hadley con las uñas ni las manos...
–¡Le di un puntapié! –dijo Miley, observando la escena con sorpresa.
–¡Justo en la entrepierna! –dijo Nick con orgullo. Lanzó una carcajada al ver que Hadley se doblaba en dos llevándose las manos a la entrepierna–. ¿Tienes idea de la cantidad de hombres de este mundo que se hubieran muerto de ganas de hacer eso?

Miley meneó la cabeza en silencio, mientras observaba la última parte del video donde un médico le daba una inyección en el brazo y Paúl la sostenía. Nick dejó que el video siguiera corriendo y la miró con expresión seria.
–Estoy decidido a hacer pedazos a Hadley ante un tribunal. Dentro de dos semanas tengo una audiencia con la Junta de Justicia Criminal de Texas. Cuando haya terminado con Hadley, ese tipo estará ocupando una de sus propias celdas.
–¡Es un maldito!
–Y tú –dijo Nick, levantándole la barbilla– eres un ángel. ¿Tienes idea de lo que sentí cada vez que proyecté ese video? –Miley hizo un movimiento negativo con la cabeza–. Me sentí amado. Increíblemente amado, de manera completa e incondicional. A pesar de creer que era un asesino, luchabas y llorabas por mí. –Apoyó la boca sobre la de Miley y susurró–: Nunca he conocido una mujer con tanto coraje como tú... –Le besó los bordes de los ojos y deslizó la boca por su cara hasta apoyarla en la comisura de sus labios–. Ni con tanto amor para dar. –Le deslizó las manos debajo de la remera–. Dámelo, querida –susurró–, dame todo tu amor... ahora mismo.

Le abrió la boca con sus labios, mientras le acariciaba con las manos la piel desnuda y metía la lengua en su boca. Y cuando ella le desabrochó la camisa con dedos temblorosos y le acarició el pecho, el quejido que Nick oyó había sido lanzado por él. Pero el campanilleo que resonaba en sus oídos era el del timbre de la puerta de calle, y los golpes que repiqueteaban dentro de su cabeza eran el sonido de puños que golpeaban la puerta. Nick se irguió, lanzando una maldición. Le tendió la mano a Miley con la intención de conducirla al dormitorio.
–¡Miley! –La voz de Ted acompañó la segunda serie de golpes en la puerta.
–¡Es mi hermano! –dijo Miley.
–¿No puedes sugerirle que se vaya y vuelva mañana?
Miley estaba por asentir cuando Ted agregó, muerto de risa:
–Por tu propio bien, te pido que me abras. Yo sé que estás allí. –Al oír las palabras de su hermano, Miley hizo un movimiento negativo con la cabeza, se alisó la remera y se ordenó un poco el pelo.
–Será mejor que vea qué quiere –dijo.
–Te esperaré en la cocina –dijo Nick, alisándose el pelo con las manos.
–Pero ya que está aquí, quiero que se conozcan.
–¿Quieres que lo conozca en este momento? –Bajó la mirada y luego miró a Miley, divertido–. ¿Así?
–Pensándolo bien –dijo Miley, sonrojada–, será mejor que esperes en la cocina.
Entonces se encaminó hacia la puerta, mientras Nick se alejaba en dirección contraria. Miley abrió la puerta en el momento en que Ted levantaba la mano para volver a golpear. Sometió a su hermana a un divertido escrutinio.
–Siento interrumpir. ¿Dónde está Jonas?
–En la cocina.
–¡Muy comprensible! –rió Ted.
–¿Qué quieres? –preguntó Miley, exasperada, avergonzada y feliz a la vez, porque acababa de darse cuenta de que sin duda había sido él quien le dio su carta a Paúl.
–Será mejor que se los diga a los dos juntos –dijo Ted, mientras cruzaba el vestíbulo y se asomaba al dormitorio, sin lugar a dudas divertidísimo.
Nick estaba bebiendo un vaso de agua junto al fregadero de la cocina cuando oyó la voz de Miley a sus espaldas.
–Nick, éste es mi hermano Ted.
Sobresaltado por la silenciosa llegada de ambos, Nick se volvió y se topó con otra cara que le resultaba familiar.
Ted asintió.
–Tienes razón. Yo estaba con Miley en el aeropuerto de México.
Recuperándose de la sorpresa, Nick le tendió la mano.
–Me alegro de conocerte en circunstancias más agradables.
–Pero no en este momento en particular –bromeó Ted, mientras le estrechaba la mano. Nick experimentó una instantánea simpatía hacia el hermano de Miley–. Si yo estuviera en tu lugar –agregó Ted, mirando sonriente a Nick–, me prepararía algo más fuerte que agua para beber. –Y al ver la confusión de Miley, explicó–: Papá quiere verlos a ambos en casa. Inmediatamente –enfatizó en un tono cómico–. En este momento Katherine está allá con mamá, ayudándola a convencer a papá de que todo será más agradable si los espera allí tranquilo, en lugar de venir hasta acá, que era lo que estaba decidido a hacer al ver que no podía comunicarse contigo por teléfono.
–¿Y por qué está tan ansioso por vernos? –preguntó Miley.
Ted se apoyó contra la pared, metió las manos en los bolsillos, alzó las cejas y miró a Nick.
–¿Se te ocurre por qué puede estar el padre de Miley un poco... digamos... decidido a hablar contigo en vista de tu llegada inesperada al pueblo?
Nick tragó el agua que quedaba en el vaso y lo volvió a llenar.
–Creo que lo adivino.
–Miley, ve a peinarte y trata de no tener un aspecto tan... este... deliciosamente desgreñado. Mientras, llamaré a papá y le diré que enseguida vamos.

Miley giró sobre sus talones y huyó a su cuarto, mientras sobre el hombro le advertía a su hermano que el teléfono estaba descolgado y debajo de uno de los almohadones del sofá. Después de llamar a su padre, Ted volvió a la cocina. Nick estaba en el baño, afeitándose. Pocos minutos después salió, peinado y con una camisa limpia y se encaminó a la cocina. Ted estaba buscando algo en los armarios, y al verlo se detuvo.
–¿Supongo que no sabrás dónde puede haber puesto Miley el vodka esta vez?
–¿Esta vez? –preguntó Nick, tratando de no pensar en la inminente reunión con su futuro suegro.
–Miley tiene una costumbre muy peculiar –explicó Ted, inclinándose para buscar debajo de la piscina–. Cuando está preocupada por algo, vuelve a arreglar todas las cosas... te diría que las pone en orden.
Nick sonrió con ternura al recordar que la había visto hacerlo en Colorado.
–Ya lo sé.
–Entonces no te sorprenderá que te diga que desde que saliste de la cárcel ha reordenado todos los armarios y cajones de la casa, y ha pintado el garaje. Dos veces. –Ante el fracaso de su búsqueda, Ted abrió la heladera–. Por ejemplo, mira la heladera –dijo señalando los estantes–. Notarás que las botellas y los jarros han sido colocados por tamaño, en orden descendente, con los más altos a la izquierda. En el estante siguiente, por motivos artísticos, ha invertido el orden para que los más altos estén a la derecha. La semana pasada todo estaba arreglado por colores. Valía la pena verlo.

Dividido entre la gracia que le hacía la costumbre de Miley y la pena que le provocaba pensar que él había sido el causante de tanta inquietud, Nick contestó:
–No me cabe duda.
–Eso no es nada –continuó diciendo Ted–. Mira un poco lo que es esto. –Abrió un armario y señaló las latas y cajas que se alineaban en los estantes–. Ha guardado sus provisiones en orden alfabético.
Nick se ahogó de risa.
–¿Qué?
–Compruébalo tú mismo.
Nick espió sobre los hombros de Ted. Las latas, botellas y cajas estaban mezcladas, pero formando precisas hileras.
–Anís, azúcar, bacalao... –murmuró con divertida incredulidad–, coliflor, dátiles, estragón, arvejas... –Miró a Ted–. Se equivocó con las arvejas.
–¡Ni pienso haberme equivocado! –exclamó Miley, entrando a la cocina con aire indiferente, al ver que Nick y Ted la miraban divertidos–. Las arvejas están en la L.
–¿En la L? –preguntó Nick, haciendo esfuerzos enormes por no estallar en carcajadas.
Avergonzada, Miley bajó la mirada hasta una invisible motita de polvo que parecía haberse instalado en su suéter.
–En la L... de legumbres –informó. Nick se ahogó de risa, la tomó en sus brazos, hundió la cara en su pelo y se solazó en la alegría que le proporcionaba.
–¿Dónde está la vodka? –le susurró al oído–. Ted la estuvo buscando.
Miley echó atrás la cabeza y fijó en él su mirada risueña.
–Está detrás de las legumbres.
–¿Qué demonios hace aquí? –preguntó Ted, apartando las latas de arvejas para sacar la botella.
Con los hombros temblorosos de risa contenida, Nick consiguió darle una explicación.
–Están bajo la L... de licor. Es lógico.
–Naturalmente –confirmó Miley, tentada de risa.
–Es una lástima que no tengamos tiempo de beber un trago –se lamentó Ted.
–Yo no quiero beber nada –dijo Nick.
–Lo lamentarás –le advirtió Ted.
El patrullero de Ted lo esperaba en la puerta. Nick subió con renuencia y se puso tenso.
–¿Qué pasa? –preguntó Miley, tan pendiente de él que instantáneamente percibía cualquier cambio en su actitud o en su estado de ánimo.
–Éste no es uno de mis medios de transporte favoritos, eso es todo.
Nick notó que los ojos de Miley se oscurecían de pena, pero de inmediato se sobrepuso y convirtió el asunto en una broma para levantarle el ánimo.
–Ted –dijo sin dejar de mirar sonriente a Nick–, debiste haber traído el Blazer de Carl. Nick lo considera mucho más... atractivo.
Los hizo reír a ambos.






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