sábado, 16 de febrero de 2013

Secrets Of The Night - Cap: 4


–Papá no vino a casa anoche.
Mónica estaba de pie junto a la ventana del comedor, con el rostro contraído por la vergüenza.

Nick continuaba desayunando; no había muchas cosas que pudieran quitarle el apetito. De modo que aquélla era la razón por la que Mónica se había levantado tan temprano, porque por regla general no se movía de la cama hasta las diez o más. ¿Qué habría hecho? ¿Esperar hasta que Guy volviera a casa? Suspirando, se preguntó qué pensaría Mónica que podía hacer él acerca del modo en que pasaba el tiempo su padre. ¿Mandarlo a la cama sin cenar? No recordaba ninguna época en la que Guy no hubiera tenido una querida, aunque Renée Devlin ciertamente tenía mucho más poder de permanencia que el resto.

A su madre, Noelle, no le importaba en absoluto dónde pasaba la noche Guy, siempre que no fuera con ella, y simplemente fingía que las aventuras de su marido no existían. Como a Noelle no le importaba, a Nick tampoco. Habría sido distinto si Noelle se sintiera afligida, pero ése no era precisamente el caso. No era que no quisiera a Guy; Nick suponía que sí lo amaba, a su manera.

Pero es que a Noelle claramente le desagradaba el sexo, le desagradaba que la tocasen, aunque fuera por casualidad. Para Guy, tener una amante era la mejor solución de todas. No trataba mal a Noelle, y aunque jamás se molestaba en esconder sus aventuras, la postura de ella como esposa era segura.
Era un arreglo muy a la antigua que tenían sus padres, aunque a Nick no le gustaría nada tener algo así cuando por fin decidiera casarse, pero les convenía a ambos.

Sin embargo, Mónica nunca había podido verlo de aquella manera. Se sentía dolorosamente protectora con Noelle, pues estaba unida a ella de una forma en que Nick jamás podría estarlo, e imaginaba que Noelle se sentía humillada y herida por las aventuras de su marido. Al mismo tiempo, Mónica adoraba a su padre y nunca era tan feliz como cuando él le prestaba atención. En su mente se hacía una idea de cómo tenían que ser las familias, estrechamente unidas y amorosas, siempre apoyándose entre sí, los padres entregados el uno al otro, y llevaba toda la vida tratando de que su familia encajase con aquella idea.
–¿Lo sabe mamá? –preguntó Nick con calma, y se abstuvo de preguntarle a Mónica si de verdad creía que a Noelle iba a importarle algo si lo supiera. A veces sentía lástima de su hermana, pero también la quería y no trataba deliberadamente de hacerle daño.

Mónica sacudió la cabeza en un gesto negativo.
–Aún no se ha levantado.
–Entonces, ¿de qué sirve preocuparse? Para cuando se levante, cuando llegue papá ella creerá que regresa de algún sitio a donde habrá ido esta mañana.
–¡Pero ha estado con ésa! –Mónica se volvió para mirar a Nick con los ojos inundados de lágrimas–. Con esa Devlin.
–Tú no lo sabes. Puede que se haya pasado la noche jugando al póker. –A Guy le gustaba jugar al póker, pero Nick dudaba que los naipes tuvieran algo que ver con su ausencia. Conocía a su padre, y lo conocía muy bien, y sabía que era mucho más probable que hubiera pasado la noche con Renée Devlin o con alguna otra mujer que le hubiera llamado la atención. Renée era una necia si creía que Guy le era más fiel a ella que a su esposa.
–¿Tú crees? –preguntó Mónica, ansiosa de creer cualquier excusa que no fuera la más probable.
Nick se encogió de hombros.
–Es posible. –También era posible que un día un meteoro se estrellase contra la casa, pero no era muy probable. Se bebió lo que le quedaba del café y empujó hacia atrás su silla–. Cuando llegue, dile que he ido a Baton Rouge a inspeccionar la propiedad de la que estuvimos hablando. Estaré de vuelta a las tres, como muy tarde. –Como su hermana seguía pareciendo tan desamparada, le pasó un brazo por los hombros y le dio un apretón. Por algún motivo Mónica había nacido sin la decisión ni la arrogante seguridad del resto de la familia. Hasta Noelle, por muy distante que se mostrara, siempre sabía exactamente lo que quería y cómo conseguirlo. Mónica siempre parecía desvalida frente a las fuertes personalidades de los demás miembros de su familia.

Enterró la cabeza en el hombro de Nick durante unos instantes, igual que hacía cuando era pequeña y acudía corriendo a su hermano mayor cada vez que pasaba algo malo y Guy no estaba allí para arreglar las cosas. Aunque él le llevaba sólo dos años, siempre se había mostrado protector con ella, e incluso desde niño sabía que su hermana carecía de la fortaleza interior que poseía él.
–¿Y qué hago si en realidad ha estado con esa ful/ana? –preguntó Mónica con la voz amortiguada contra el hombro de Nick.
Éste procuró reprimir su impaciencia, pero se le filtró algo en el tono de voz.
–No harás nada. No es asunto tuyo.
Ella se echó hacia atrás, herida, y se lo quedó mirando con un gesto de reproche.
–¿Cómo puedes decir eso? ¡Estoy preocupada por él!
–Ya lo sé. –Nick consiguió dulcificar el tono–. Pero es una pérdida de tiempo, y él no va a darte las gracias.
–¡Tú siempre te pones de su parte, porque eres igual que él! –Las lágrimas ya le resbalaban lentamente por las mejillas, y se volvió de espaldas–. Seguro que esa propiedad de Baton Rouge resulta que tiene dos piernas y un par de tetas grandes. Pues nada, ¡que te diviertas!
–Así lo haré –repuso Nick con ironía. Era verdad que iba a ver una propiedad; lo que haría después era otra historia. Era un hombre joven, sano y fuerte, con un impulso sexual que no había dado señales de ir a menos desde su adolescencia. Era una quemazón constante en el vientre, un dolor hambriento en los testículos. 

Era lo bastante afortunado de poder tener mujeres para calmar aquel apetito, y lo bastante cínico para darse cuenta de que el dinero de su familia contribuía mucho a su éxito sexual.
No le importaba cuáles fueran los motivos de la mujer, si venía a él porque le gustaba y disfrutaba de su cuerpo o si tenía el ojo puesto en la cuenta bancaria de los Rouillard. Las razones no importaban, pues lo único que quería era tener a su lado un cuerpo suave y cálido que absorbiese su impetuoso deseo sexual y le diera satisfacción durante un tiempo. Nunca había amado a una mujer, pero estaba claro que amaba el sexo, amaba todo lo que tenía que ver con él: los olores, las sensaciones, los sonidos. En particular, lo maravillaba su momento favorito, el instante de la penetración, cuando notaba la ligera resistencia del cuerpo de la mujer a la presión que ejercía él, y luego la aceptación, la sensación de ser absorbido y rodeado por carne caliente, tensa, húmeda.

¡Dios, aquello era maravilloso! Siempre ponía sumo cuidado en protegerse contra embarazos no deseados y usaba un condón aunque la mujer dijera que estaba tomando la píldora, porque sabía que las mujeres mentían en cosas como ésas y un hombre inteligente no debía correr riesgos.

No lo sabía con seguridad, pero sospechaba que Mónica aún era virgen. Aunque era mucho más emocional que Noelle, todavía había en ella algo de su madre, una especie de profundo distanciamiento que hasta el momento no había permitido que se le acercara demasiado ningún hombre. Era una extraña mezcla de las personalidades de sus padres, había recibido una parte del frío distanciamiento de Noelle pero nada de su seguridad en sí misma, y otra parte de la naturaleza emocional de Guy sin su intensa sexualidad. Por otro lado, Nick poseía la sexualidad de su padre atemperada por el control de Noelle. A pesar de lo mucho que deseaba el sexo, no era esclavo de su po/lla como lo era Guy. Él sabía cuándo y cómo decir no. Además, gracias a Dios, por lo visto él tenía más sensatez eligiendo mujeres que Guy.

Tiró de un mechón del pelo oscuro de Mónica.
–Voy a llamar a Alexander, a ver si sabe dónde está papá. –Alexander Chelette, un abogado de Prescott, era el mejor amigo de Guy.
Los labios de Mónica temblaron, pero sonrió a través de las lágrimas.
–Él irá a buscar a papá y le dirá que venga a casa.
Nick soltó un resoplido. Resultaba increíble que su hermana hubiera llegado a los veinte sin haber aprendido absolutamente nada de los hombres.
–Yo no estoy tan seguro de eso, pero puede que así te quedes tranquila.
Tenía la intención de decirle a Mónica que Guy se encontraba en una partida de Póker, aunque Alexander supiera hasta el número de habitación del motel donde Guy estaba pasando la mañana follando.

Fue al estudio desde el que Guy atendía la miríada de intereses financieros de los Rouillard y en el que él mismo estaba aprendiendo a atenderlos. A Nick lo fascinaban las complejidades de los negocios y las finanzas, tanto que voluntariamente había dejado pasar la oportunidad de jugar al fútbol como profesional para zambullirse de cabeza en el mundo de los negocios. No había supuesto un gran sacrificio para él; sabía que era lo bastante bueno para jugar como profesional, porque habían observado su rendimiento, pero también sabía que no tenía madera para ser una estrella. 

Si hubiera dedicado su vida al fútbol, habría jugado durante ocho años o así, eso si hubiera tenido la suerte de no lesionarse, y habría ganado un sueldo bueno pero no espectacular. Al final, lo que pesaba más era que, por mucho que le gustase el balón, amaba más los negocios. Aquél era un juego al que podía jugar durante mucho más tiempo que el fútbol, además de ganar muchísimo más dinero, y era una pelea entre iguales.

Aunque a Guy le habría estallado el pecho de orgullo al ver a su hijo como profesional del deporte, Nick opinaba que en cierto modo se había sentido aliviado al ver que elegía regresar a casa. En los pocos meses que habían transcurrido desde que Nick se graduó, Guy no había hecho otra cosa que llenarle la cabeza de conocimientos sobre los negocios, material que no podía encontrarse en un libro de texto.

Nick pasó los dedos por la madera pulimentada del gran escritorio. Había una enorme fotografía de Noelle en un rincón del mismo, rodeada de fotos más pequeñas de él y de Mónica en diversas etapas de su crecimiento, como una reina con sus súbditos reunidos a su alrededor. La mayoría de la gente habría pensado que era una madre con sus hijos pegados a la falda, pero Noelle no era maternal en lo más mínimo. El sol matinal iluminaba de costado la foto y resaltaba detalles que por lo general pasaban inadvertidos, y Nick se detuvo a mirar la imagen fija del rostro de su madre.
Era una mujer muy guapa, aunque poseía un tipo de belleza muy diferente al de Renée Devlin.

Renée era el sol, caliente, audaz y brillante, mientras que Noelle era la luna, distante y fría. Tenía un cabello oscuro, abundante y sedoso, que llevaba peinado en un sofisticado moño, y unos encantadores ojos azules que no había heredado ninguno de sus hijos. No era criolla francesa, sino llanamente americana vieja; algunos parroquianos se habían preguntado si Guy Roulliard no se habría casado con alguien inferior. Pero ella había resultado ser más regia de lo que podría haberlo sido ninguna criolla nacida para ese papel, y aquellas antiguas dudas habían quedado olvidadas hacía ya mucho tiempo. 

Lo único que quedaba era el nombre propio de él, Nicholas, que era el apellido de la familia de ella, pero como hacía mucho que había sido acortado a Nick, la mayoría de la gente creía que lo habían elegido porque se parecía mucho al nombre del padre del chico.

Sobre el escritorio estaba la agenda de citas de Guy, abierta. Nick apoyó una cadera contra la mesa y recorrió con la vista las citas que había apuntadas para aquel día. Su padre tenía una reunión con William Grady, el banquero, a las diez. Por primera vez, Nick sintió una punzada de inquietud. Guy nunca había permitido que sus mujeres interfirieran en sus negocios, y jamás acudía a una cita sin afeitar y sin haberse puesto ropa limpia.
Enseguida marcó el número de Alex Chelette, y su secretaria respondió al primer timbrazo.
–Chelette y Anderson, abogados.
–Buenos días, Andrea. ¿Ha llegado ya Alex?
–Por supuesto –repuso ella con buen humor, pues había reconocido inmediatamente el distintivo tono grave de Nick, semejante al terciopelo–. Ya sabes cómo es. Haría falta un terremoto para que no entrase por la puerta al dar las nueve. Espera un momento, voy a llamarlo.

Nick oyó el chasquido de la llamada en espera, pero conocía a Andrea demasiado bien para pensar que estaba hablando con Alex por el interfono. Había estado en aquella oficina muy a menudo, tanto de niño como de hombre, y sabía que la única ocasión en la que Andrea usaba el interfono era cuando había delante un desconocido. La mayoría de las veces se limitaba a girarse en su silla y levantar la voz, ya que el despacho de Alex estaba justo a su espalda, con la puerta abierta.

Nick sonrió al recordar cómo Guy reía a carcajadas al contarle que Alex había intentado una vez que Andrea adoptase una actitud más formal, más propia de un bufete de abogados. El pobre Alex, tan poco severo, no tenía la menor posibilidad de vencer a su secretaria. Ésta, sintiéndose ofendida, se volvió tan fría que la oficina se congeló. En lugar del habitual «Alex» empezó a llamarlo «señor Chelette» cada vez que se dirigía a él, utilizaba siempre el interfono, y la cómoda camaradería que había entre are ambos se esfumó. Cuando él se paraba delante de la mesa de ella l para charlar, Andrea se levantaba para ir al cuarto de baño. 

Todos los pequeños detalles de los que en otro tiempo se había ocupado como algo normal, quitándole a Alex una buena parte de trabajo, ahora aparecían amontonados sobre la mesa de él. Alex empezó a llegar más temprano y salir más tarde, mientras que Andrea de pronto pasó a tener un horario de lo más preciso. No cabía pensar en sustituirla; las secretarias de bufete no eran fáciles de encontrar en Prescott. Al cabo de dos semanas, Alex se había rendido humildemente, y desde entonces Andrea le hablaba a voces a través de la puerta del despacho.

La línea telefónica chasqueó de nuevo cuando Alex cogió el auricular. Por el hilo sonó su forma de hablar tranquila y bonachona.
–Buenos días, Nick. Hoy has madrugado, según parece.
–No tanto. –Siempre madrugaba más que su padre, pero la mayoría de la gente suponía era que de tal palo, tal astilla–. Voy a ir a Baton Rouge a echar un vistazo a una propiedad. Alex, ¿sabes tú dónde está mi padre?
Se hizo un pequeño silencio al otro extremo del cable.
–No, no lo sé. –Otra breve pausa de cautela–. ¿Ocurre algo malo?
–Anoche no vino a casa, y hoy a las diez tiene una cita con Bill Grady.
–Maldición –dijo Alex suavemente, pero Nick percibió el tono de alarma en su voz–. Dios, no creía que él fuera a... ¡Maldita sea!
–Alex. –El tono de Nick era duro y afilado como el acero, y cortaba el silencio–. ¿Qué está pasando?
–Nick, te juro que no pensaba que fuera a hacerlo –dijo Alex afligido–. Puede que no lo haya hecho. Puede que se haya quedado dormido.
–Que no haya hecho ¿qué?
–Lo mencionó en un par de ocasiones, pero sólo cuando estaba bebido. Te juro que jamás pensé que hablara en serio. Dios, ¿cómo podía ser?
El plástico del auricular crujió bajo la mano de Nick.
–¿A qué te refieres?
–A dejar a tu madre. –Alex tragó saliva de forma audible, con un sonido seco–. Y fugarse con Renée Devlin.

Con mucha suavidad, Nick volvió a dejar el auricular en su sitio. Permaneció inmóvil unos segundos contemplando el aparato. No podía ser... Guy no podía haber hecho semejante cosa. ¿Por qué habría de hacerla? ¿Por qué escaparse con Renée cuando podía acostarse con ella, y de hecho lo hacía, cada vez que se le antojase? Alex tenía que estar equivocado. Guy jamás abandonaría a sus hijos ni su negocio... Sin embargo, se sintió aliviado cuando él escogió rechazar el fútbol profesional y le impartió un curso acelerado sobre cómo dirigirlo todo.
Por espacio de varios instantes de aturdimiento, Nick permaneció atontado por la sensación de incredulidad, pero era demasiado realista para que dicho estado le durase mucho. La sensación de entumecimiento comenzó a ceder, y una rabia intensa vino a llenar el hueco que aquél había dejado.

Se movió igual que una serpiente atacando, agarró el teléfono y lo lanzó por la ventana, haciendo pedazos el cristal y provocando que varias personas acudieran de inmediato al estudio a ver qué había pasado.

*******
Todo el mundo durmió hasta muy tarde excepto Miley y Scottie, y Miley salió de la chabola en cuanto hubo dado de desayunar al niño y se lo llevó al arroyo para que pudiera chapotear en el agua e intentar atrapar pececillos. Jamás lo conseguía, pero le encantaba intentarlo. Hacía una mañana magnífica, el sol brillaba con fuerza a través de los árboles y arrancaba destellos al agua. Los aromas eran frescos y penetrantes, llenos de colores buenos y limpios que lavaban los acres miasmas del alcohol que aún percibía, exudadas por las cuatro personas que había dejado durmiendo tras los efectos de la pasada noche.

Esperar que Scottie no se mojara era como esperar que el sol saliera por el oeste. Cuando llegaron al arroyo le quitó la camisa y los pantalones y dejó que se metiera en el agua llevando sólo el pañal. Había traído otro seco para cambiarlo cuando volvieran a casa. Colgó con cuidado la ropa de unas ramas y seguidamente se metió en el arroyo para chapotear un poco y vigilar a Scottie. Si se le acercase una culebra, el niño no sabría que debía alarmarse. Miley tampoco les tenía miedo, pero desde luego obraba con cautela.

Lo dejó jugar durante un par de horas y después tuvo que cogerlo en brazos y sacarlo del agua con gran pataleo y protestas por parte del pequeño.
–No puedes estar más en el agua –le explicó–. Mira, tienes los dedos de los pies arrugados como una pasa.

Se sentó en el suelo y le cambió el pañal, y a continuación lo vistió. Fue una tarea difícil, ya que Scottie no dejaba de retorcerse y trataba de escapar de vuelta al agua.
–Vamos a buscar ardillas –le dijo Miley–. ¿Ves alguna ardilla?
Distraído, el pequeño miró inmediatamente hacia arriba con los ojos muy abiertos por la emoción mientras trataba de descubrir ardillas entre los árboles. Miley cogió su mano regordeta y lo condujo lentamente a través del bosque, por un sendero que serpenteaba en dirección a la chabola.

Quizá para cuando hubieran regresado Renée ya estuviera en casa.
Aunque no era la primera vez que su madre pasaba fuera toda la noche, aquello siempre inquietaba a Miley. Lo tenía siempre en un rincón de su cabeza, pero vivía con el miedo constante de que Renée se marchara una noche y no regresara nunca. Miley sabía, con amargo realismo, que si Renée conociera a un hombre que tuviera un poco de dinero y le prometiera cosas bonitas, se largaría sin pensarlo dos veces. Probablemente, lo único que la retenía en Prescott era Guy Rouillard y lo que éste podía darle. Si alguna vez Guy la dejase, no se quedaría allí más que el tiempo necesario para hacer las maletas.

Scottie logró descubrir dos ardillas, una que correteaba por la rama de un árbol y otra que trepaba por un tronco, así que se sentía feliz de ir a donde Miley lo llevase. Sin embargo, cuando tuvieron la chabola a la vista, el niño advirtió que regresaban a casa y empezó a proferir gruñidos de protesta y tirar hacia atrás en un intento de soltarse de la mano de su hermana.
–Para, Scottie –dijo Miley al tiempo que lo sacaba a la fuerza de entre los árboles para salir al camino de tierra que llevaba hasta la chabola–. Ahora mismo no puedo seguir jugando contigo, tengo que hacer la colada. Pero te prometo que jugaremos a los coches cuando...

En eso, oyó a su espalda el rugido grave del motor de un automóvil, que iba aumentando de intensidad a medida que se acercaba, y su primer pensamiento de alivio fue: «Mamá está en casa».
Pero lo que apareció al doblar la curva no fue el reluciente coche rojo de Renée, sino un Corvette negro descapotable, adquirido para sustituir al plateado que conducía Nick desde la escuela secundaria. Miley se detuvo en seco, olvidándose de Scottie y de Renée, sintiendo que se le paraba el corazón y que luego empezaba a golpearle el pecho con tal fuerza que casi se sintió enferma. ¡Era Nick quien venía!

Estaba tan aturdida por la alegría que casi se olvidó de apartar a Scottie del camino y quedarse entre las hierbas de la cuneta. Nick, cantaba su corazón. Un leve temblor le empezó en las rodillas y le subió poco a poco por el cuerpo al pensar que de verdad iba a hablar con él de nuevo, aunque sólo fuera para musitar un saludo.

Clavó la mirada en él, absorbiendo todos los detalles, mientras lo veía acercarse. Aunque iba sentado detrás del volante y ella no alcanzaba a ver mucho, le pareció que estaba más delgado que cuando jugaba al fútbol y que llevaba el pelo un poco más largo. Sin embargo, sus ojos eran los mismos, oscuros como el pecado e igual de tentadores. Se posaron en ella durante unos segundos cuando el Corvette pasó por delante de donde se encontraban ella y Scottie, y la saludó cortésmente con una inclinación de cabeza.
Scottie se revolvió y tiró de la mano, fascinado por el hermoso automóvil. Le encantaba el coche de Renée, y Miley tenía que vigilar para que no se acercase a él, porque a Renée la ponía enferma que el niño lo manosease y dejase las marcas de sus manitas en la pintura.
–Está bien –susurró Miley, aún aturdida–. Vamos a ver ese coche tan bonito.

Volvieron a entrar en el camino y siguieron al Corvette, que ya se había detenido enfrente de la chabola. Nick se izó detrás del volante y pasó una pierna por encima de la puerta, después la otra, y salió del bajo automóvil igual que si éste fuera el cochecito de un bebé. Subió los dos escalones de la entrada, abrió de un tirón la puerta de rejilla y penetró en el interior de la vivienda.

No había llamado a la puerta, pensó Miley. Eso estaba mal. No había llamado.
Apretó el paso tirando de Scottie de tal modo que sus cortas piernas tuvieron que acelerar, y el niño lanzó un quejido de protesta. Se acordó de su corazón, y el terror le causó una punzada en el estómago. Enseguida se detuvo y se inclinó para tomar al niño en brazos.
–Lo siento, cariño, no pretendía hacerte correr.

Le dolía la espalda por el esfuerzo de cargar con el pequeño, pero no hizo caso y volvió a caminar deprisa. La grava rodaba inadvertida bajo sus pies descalzos y cada golpe de talón levantaba pequeñas nubes de polvo. El peso de Scottie parecía abrumarla, impedirle alcanzar La chabola. La sangre le batía en los oídos, y en el pecho le estaba naciendo una sensación de pánico que casi la asfixiaba.
Oyó un rugido débil y lejano que reconoció como la voz de su padre, amortiguada por el tono más grave de la de Nick, jadeante imprimó mayor velocidad a sus piernas y por fin llegó a la chabola. La puerta de rejilla chirrió cuando la abrió de un tirón y entró a toda prisa en la casa, sólo para detenerse de golpe, parpadeando para adaptar los ojos a la penumbra. Se vio rodeada de gritos ininteligibles y maldiciones que le causaron la misma sensación que si estuviera atrapada en un túnel de pesadilla.

Tragando aire a borbotones, dejó a Scottie en el suelo. Asustado por los gritos, el pequeño se aferró a las piernas de su hermana y escondió la cara contra ella.
Cuando su vista se fue adaptando poco a poco y el estruendo de sus oídos empezó a disminuir, los gritos fueron cobrando sentido, y deseó que ojalá no fuera así.

Nick había sacado a Amos de la cama y estaba arrastrándolo a la cocina. Amos chillaba y juraba, aferrado al marco de la puerta en un intento de frenar a Nick. Sin embargo, no tenía ninguna posibilidad frente a la fuerza de aquel joven furibundo, y lo único que podía hacer era procurar no perder el equilibrio mientras Nick lo empujaba hacia el centro de la habitación.
–¿Dónde está Renée? –ladró Nick, irguiéndose amenazador sobre Amos, que reaccionó encogiéndose.
Los ojos vidriosos de Amos recorrieron rápidamente la estancia, como si buscase a su mujer.
–No está aquí –farfulló.
–¡Ya veo que no está aquí, maldito imb/écil! ¡Lo que quiero saber es dónde diablos está!
Amos se balanceaba de delante atrás sobre sus pies descalzos, y de pronto soltó un eructo.

Llevaba el pecho al aire y los pantalones todavía desabrochados. Su cabello desordenado apuntaba en todas direcciones, estaba sin afeitar, tenía los ojos inyectados en sangre, y su aliento despedía un tufo a sueño y alcohol. Como contraste, Nick se elevaba por encima de él con su más de metro ochenta de músculo magro de acero, el pelo negro pulcramente peinado hacia atrás, la camisa de un blanco inmaculado y los pantalones hechos a medida.
–No tienes derecho a empujarme, no me importa quién sea tu padre –se quejó Amos. A pesar de su bravata, se encogía cada vez que Nick hacía un movimiento.
Russ y Spencer habían salido rápidamente de su dormitorio, pero no hicieron ningún gesto para apoyar a su padre. No era su estilo enfrentarse a un Nick Rouillard furioso, ni tampoco lo era atacar a nadie que pudiera ocasionarles problemas.
–¿Sabes dónde está Renée? –preguntó Miley de nuevo con voz gélida.
Amos alzó un hombro.
–Debe de haber salido –musitó en tono hosco.
–¿Cuándo?
–¿Qué quieres decir con eso de cuándo? Yo estaba durmiendo. ¿Cómo diablos voy a saber a qué hora se fue?
–¿Vino a casa anoche?
–¡Naturalmente que sí! Maldita sea, ¿qué es lo que estás diciendo? –chilló Amos con una pronunciación ininteligible que daba testimonio del alcohol que seguía teniendo en la sangre.
–¡Estoy diciendo que esa pu/ta que tienes por esposa se ha ido! –chilló Nick a su vez, con el rostro congestionado por la furia y el cuello en tensión.

Miley sintió que la invadía el terror, y la vista se le nubló otra vez.
–No –exclamó con voz contenida.
Nick la oyó, y giró la cabeza súbitamente. La escrutó con sus ojos oscuros brillantes por la furia.
–Por lo menos, tú pareces estar sobria. ¿Sabes dónde está Renée? ¿Volvió a casa anoche?
Miley, aturdida, movió la cabeza en un gesto negativo. El negro desastre se erguía ante ella, y percibió el olor penetrante, acre y amarillo del miedo... su propio miedo.
Nick curvó el labio superior mostrando sus blancos dientes en un gruñido.
–Ya sabía yo que no. Se ha fugado con mi padre.
Miley volvió a negar con la cabeza, y entonces se dio cuenta de que no podía dejar de hacerlo.
No. Aquella palabra le reverberó por todo el cerebro. Dios, por favor, no.
–¡Estás mintiendo! –chilló Amos, dirigiéndose con paso vacilante hacia la desvencijada mesa para dejarse caer en una de las sillas–. Renée no es capaz de abandonarnos a mí y a los chicos. Ella me quiere. Ese putero padre tuyo se habrá largado con alguna que habrá encontrado por ahí...

Nick se lanzó hacia delante como una serpiente en posición de ataque. Su puño se estrelló contra la mandíbula de Amos, nudillos contra hueso, y tanto Amos como la silla fueron a parar al suelo. La silla se desintegró hecha añicos bajo su peso.
Con un lamento de terror, Scottie escondió de nuevo el rostro en la cadera de Miley, la cual estaba demasiado paralizada para ni siquiera pasarle el brazo por los hombros para consolarlo, y el pequeño rompió a llorar.
Amos se incorporó atontado y dio unos pasos tambaleándose para poner la mesa de por medio entre él y Nick.
–¿Por qué me has pegado? –gimió, frotándose la mandíbula–. Yo no te he hecho nada. ¡No es culpa mía lo que hayan hecho tu pa y Renée!
–¿Qué es todo este griterío? –intervino la voz de Jodie, deliberadamente provocativa, la que empleaba cuando intentaba engatusar a un hombre. Miley volvió la mirada hacia la entrada del colgadizo y sus ojos se agrandaron de horror. Jodie estaba posando apoyada contra el marco de la puerta con su cabellera pelirroja despeinada y echada hacia atrás para dejar ver sus hombros desnudos. 

Sólo llevaba encima unas bragas de encaje rojo, y sostenía la camisola de encaje a juego contra su pecho con disimulada coquetería de modo que apenas le cubriera los senos. Miró a Nick con una inocente caída de ojos, tan descaradamente falsa que Miley sintió que se le retorcían las entrañas.
La expresión de Nick se endureció de asco al mirarla; curvó la boca y deliberadamente le volvió la espalda.
–Os quiero fuera de aquí antes de que se haga de noche –le dijo a Amos en tono de acero–. Estáis ensuciando nuestras tierras, y ya estoy harto de oler vuestra peste.
–¿Que nos marchemos de aquí? –graznó Amos–. Maldito bastardo engreído, no puedes echarnos. Existen leyes...
–No pagáis ningún alquiler –replicó Nick con una sonrisa de hielo en los labios–. Las leyes de desahucio no se aplican a los intrusos. Largo de aquí. –Dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta.
–¡Espera! –exclamó Amos. Su mirada de pánico se movía en todas direcciones, como buscando inspiración. Se pasó la lengua por los labios y dijo–: No tengas tanta prisa. Puede... puede que hayan ido a dar un paseo. Ya volverán. Sí, eso es. Renée volverá, no tenía ningún motivo para marcharse.

Nick soltó una carcajada agria y recorrió la estancia con una mirada de desprecio, observando el pobre interior de la vivienda. Alguien, probablemente la chica más pequeña, había hecho un esfuerzo por mantenerla limpia, pero era como intentar contener la marea. Amos y los dos chicos, que eran copias de su padre, sólo que más jóvenes, lo miraban con expresión hosca. La hija mayor seguía apoyada en la puerta, tratando de enseñarle todo lo que pudiera de sus tetas sin retirar del todo la escasa prenda. El niño pequeño con síndrome de Down se aferraba a las piernas de la hija más joven y lloraba a voz en grito. La niña permanecía de pie, como si se hubiera convertido en piedra, y lo contemplaba con sus enormes ojos verdes. El pelo de color rojo oscuro le caía en desorden alrededor de los hombros, y llevaba los pies descalzos y sucios.

Estando tan cerca de él, Miley podía leer la expresión de su cara, y sintió una punzada por dentro al ver cómo recorría con la vista la chabola y a sus habitantes, para por fin posarla en ella.
Estaba catalogando su vida, a su familia, a ella misma, y estaba descubriendo que no valían nada.
–¿Ningún motivo para marcharse? –se mofó–. Por Dios, que yo pueda ver, ¡no tiene ningún motivo para regresar!
En el silencio que siguió, dejó a Miley a un lado y empujó con violencia la puerta de rejilla, la cual chocó contra el costado de la chabola y volvió a cerrarse con un golpe. El motor del Corvette cobró vida con un rugido, y un momento más tarde Nick se había marchado. Miley se quedó petrificada allí de pie, con Scottie todavía aferrado a sus piernas y llorando. Sentía la mente entumecida. Sabía que tenía que hacer algo, pero ¿qué? Nick había dicho que tenían que irse, y la enormidad de aquel hecho la dejó atónita. ¿Marcharse? ¿Adónde se marcharían? No lograba que su mente se pusiera a funcionar. Lo único que pudo hacer fue levantar la mano, que le pareció pesada como el plomo, y acariciar el suave cabello de Scottie diciendo:
–Está bien, está bien –aunque sabía que era mentira. Mamá se había ido, y las cosas ya nunca volverían a estar bien.



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