Doce años después, Miley Devlin Hardy regresó a Prescott, Luisiana. La curiosidad había sido su compañera de viaje desde Baton Rouge, y no había pensado en mucho más que no fuera su motivo para regresar. No había nada en la carretera que le resultase familiar, porque cuando vivía en Prescott rara vez se aventuraba más allá de la pequeña ciudad, de manera que carecía de recuerdos que pudieran surgir para unir el pasado con el presente, la niña con la mujer.
Pero cuando rebasó el cartel que señalaba los límites de Prescott, cuando las casas empezaron a verse más juntas entre sí formando verdaderas calles y vecindarios, cuando los bosques de altos pinos y árboles de hoja caduca dieron paso a las gasolineras y las tiendas, sintió una dolorosa tensión que empezaba a crecer en su interior. Y se intensificó cuando llegó a la plaza de la ciudad, con aquel palacio de justicia de ladrillos rojos que conservaba exactamente el mismo aspecto que ella guardaba en su memoria.
Los coches seguían aparcando en batería alrededor de la plaza, y los bancos del parque seguían estando situados uno a cada lado para que los ancianos se reunieran allí en los calurosos días del verano, buscando cobijo bajo la densa sombra de los inmensos robles que crecían en la plaza.
Naturalmente, ciertas cosas habían cambiado. Algunos de los edificios eran nuevos, mientras que habían desaparecido varios de los más viejos. Se habían colocado parterres de flores en cada rincón de la plaza, sin duda gracias a la iniciativa del Club de Señoras, en los cuales crecían pensamientos que inclinaban sus graciosas caras de color morado hacia los viandantes.
Sin embargo, en su mayor parte, todo estaba igual y las pequeñas diferencias no hacían sino resaltar lo familiar. El dolor que le oprimía el pecho aumentó hasta que apenas pudo respirar, y le temblaron las manos sobre el volante. La invadió una penetrante sensación de dulzura. El hogar.
Fue una sensación tan fuerte que tuvo que parar el automóvil y desviarse a un espacio de aparcamiento que vio delante del palacio de justicia. El corazón le latía con violencia en el pecho, y respiró hondo varias veces para tranquilizarse. No se esperaba aquello, no se esperaba sentir el efecto de unas raíces que creía cortadas hacía doce años. Aquel sentimiento la conmocionó, la estimuló vivamente. Había ido allí llevada tan sólo por la confusión, pues deseaba saber con seguridad qué había sucedido después de que los Devlin fueran expulsados a la fuerza de aquel lugar, pero aquella nueva sensación de pertenencia se superpuso a la curiosidad.
Sin embargo, ella no pertenecía a aquel lugar, se dijo. Aunque hubiera vivido allí, en realidad nunca había pertenecido a él; sólo habían tolerado su presencia.
Aquellos aromas intensos y coloridos que no se parecían a los de ningún otro lugar del mundo, las imágenes que habían quedado impresas en su cerebro desde que nació, las sutiles influencias de la latitud y la longitud que reconocía cada una de las células de su cuerpo; todo ello le decía que aquél era su hogar. Allí había nacido y crecido. Sus recuerdos de Prescott eran amargos, pero aun así tiraban de ella con cuerdas invisibles que ni siquiera sabía que existieran. No había deseado aquello; sólo había querido satisfacer su curiosidad, percibir una sensación de haber puesto fin a todo ello, para poder abandonar totalmente el pasado y construir su futuro.
No había sido fácil volver. Las palabras de Nick Rouillard todavía ardían en su memoria como si las hubiera pronunciado el día anterior, y no doce años atrás. A veces pasaba días sin pensar en él, pero el dolor seguía estando en el mismo sitio; controlado, pero perenne, como un compañero constante. El hecho de haber regresado transformaba los recuerdos en algo más inmediato, y oyó en su mente la voz de Nick que le decía: «Eres basura».
Aspiró profundamente, temblorosa, e inhaló el dulce aroma de color verde tan entrelazado en los recuerdos de su infancia. Ya más calmada, examinó la plaza tranquilamente, familiarizándose de nuevo con lo que en otro tiempo había conocido tan bien como la palma de su mano.
Algunas de las antiguas tiendas que se alineaban a lo largo de las aceras se habían puesto más elegantes; la ferretería tenía ahora una fachada de piedra y madera de cedro y una doble puerta de estilo rústico. Un McDonald's ocupaba el espacio del antiguo Dairy Dip. Habían construido una oficina bancaria nueva, y ella hubiera apostado algo a que pertenecía a los Rouillard. La gente pasaba por su lado y le dirigía miradas de curiosidad igual que se hacía en toda ciudad pequeña con los forasteros, pero nadie la reconoció. No esperaba que lo hicieran; los doce años transcurridos la habían transformado de niña en mujer, y ella misma había dejado de ser una persona desvalida para convertirse en otra capaz, y había pasado de pobre a próspera. Enfundada en su traje de chaqueta de color crema, con la cabellera pelirroja recogida en un elegante, moño y los ojos protegidos por gafas de Sol, no había nada en ella que recordase a Renée Devlin.
Qué ironía, se dijo Miley; Renée era culpable sin ningún género de dudas de la mayoría de las acusaciones que le hacían, pero era inocente de la única que finalmente hizo que echasen de la ciudad a los Devlin. No se había fugado con Guy Rouillard.
Fue la curiosidad por saber exactamente qué había hecho Guy lo que hizo que Miley volviera a Prescott al cabo de tantos años. ¿Se había encaprichado de una nueva novia y se había presentado un día más tarde o así, sorprendido por el revuelo que había causado? ¿Había estado de juerga, bebiendo, o quizás en una maratón de póker? Miley quería saberlo; quería vérselas cara a cara con él, mirarlo a los ojos y decirle lo que le había costado a ella su irresponsabilidad.
Contempló con mirada fija la plaza, sin verla, sumida en sus recuerdos. Su familia se había deshecho tras aquella fatídica noche. Habían llegado hasta Baton Rouge antes de detenerse a pernoctar, y habían dormido en sus vehículos: Amos solo en la camioneta, Russ y Spencer en la suya, y Jodie en su destartalado coche. Miley y Scottie pasaron la noche con Jodie, Scottie dormido en el regazo de Miley.
Al mirar atrás, la mayor parte de lo que recordaba era terror y vergüenza. Algunos de sus recuerdos permanecían congelados, claros como el cristal: las luces cegadoras de los faros de los coches patrulla, aquel momento de profundo terror en el que la sacaron de la cama a rastras, la empujaron por la puerta y la arrojaron al suelo, los gritos de Scottie. A veces incluso le parecía sentir las manitas del niño aferrándola, la presión terrible de su cuerpecito contra las piernas. Sin embargo, el recuerdo más nítido de todos, el que persistía en su mente con dolorosa claridad, era el de Nick mirándola con aquel desprecio paralizante.
Recordaba la desesperación con que intentó reunir sus míseras pertenencias. Recordaba el largo camino en coche a través de la oscuridad; no había sido tan largo, pero a ella le pareció que no tenía fin, cada segundo se estiraba de tal manera que un minuto tardaba horas en pasar. No recordaba haber dormido aquella noche, ni siquiera después de llegar a Baton Rouge. Había permanecido sentada despierta, con los ojos escocidos y la mirada perdida, acunando a Scottie sobre las rodillas.
Poco después de amanecer, un policía los echó del parque donde se habían detenido, y la triste comitiva se había puesto de nuevo en marcha. Consiguieron llegar a Beaumont, Texas, antes de detenerse otra vez. Amos alquiló una habitación en un motel de la peor zona de la ciudad, y los seis se apiñaron en ella. Al menos tenían un techo bajo el que cobijarse.
Una semana después, despertaron una mañana y descubrieron que Amos se había ido, igual que se había ido Renée, aunque él por lo menos se llevó su ropa. Spencer y Russ superaron la crisis gastándose en cerveza el escaso dinero que les quedaba y emborrachándose a lo bestia. No mucho después, Russ también se marchó.
Spencer lo intentó. Para mérito suyo, lo intentó. Sólo tenía dieciocho años, pero cuando se enfrentó de repente con la responsabilidad de cuidar de sus tres hermanos pequeños, aceptó todos los trabajos que pudo, por extraños que fueran. Jodie colaboró trabajando en restaurantes de comida rápida, pero incluso con esa ayuda no fue suficiente. No transcurrió mucho tiempo antes de que apareciesen los asistentes sociales, y Jodie, Miley y Scottie fueron puestos bajo la custodia del estado. Spencer hizo algún que otro ruido de protesta, pero Miley vio que mayormente se sentía aliviado. No volvió a verlo.
La adopción quedaba fuera de lugar; Jodie y Miley eran demasiado mayores, y a Scottie no lo quería nadie. Lo mejor que cabía esperar era que estuvieran los tres en el mismo hogar de acogida, donde Miley pudiera cuidar del pequeño. Lo que consiguieron no fue lo mejor, pero la alternativa resultó aceptable, al menos para Miley. Jodie fue a vivir a un hogar de acogida, y Miley y Scottie a otro. Toda la responsabilidad sobre el cuidado de Scottie recayó sobre sus hombros, pero como de todos modos había cuidado de él desde que nació, aquello no le supuso una carga.
Ésa era la condición bajo la cual había conseguido que permanecieran juntos, de modo que trabajó con ahínco para cumplir su promesa.
Jodie no se quedó mucho tiempo en un hogar de acogida, sino que se mudó dos veces. Miley se consideró afortunada en su caso; los Gresham no tenían mucho, pero se mostraban dispuestos a compartir lo que tenían con sus hijos adoptivos. Por primera vez en su vida, Miley vio cómo vivía la gente respetable, y absorbió aquella situación como una esponja. Invariablemente, para ella constituía un placer volver del colegio y encontrarse una casa limpia en la que flotaban los aromas de la cena que estaba preparándose. Su ropa, aunque no era cara, era todo lo bonita y moderna que podían permitirse los Gresham con el dinero que recibían para mantenerla.
En el colegio nadie la llamaba «gentuza». Aprendió lo que era vivir en una casa en la que los adultos se amaban y respetaban entre sí, y su hambriento corazón se henchía de placer con aquella maravilla.
Scottie era mimado por todos, y le compraron juguetes nuevos, aunque no tardó mucho en empezar a decaer de forma drástica. Para Miley, la dulzura que rodeó al pequeño durante el poco tiempo que le quedaba de vida hizo que lo diera todo por bien empleado. Hubo una temporada en la que el niño fue feliz. La primera Navidad tras la fuga de Renée lo volvió loco de alegría.
Permanecía horas sentado, demasiado cansado para jugar pero contento con quedarse mirando las luces parpadeantes del árbol de Navidad. Murió en enero, dulcemente mientras dormía. Miley sabía que se acercaba el momento y comenzó a pasar las noches sentada en un sillón, junto a su cama.
Algo, tal vez un cambio en la respiración del niño, la despertó. De modo que tomó la manita regordeta del pequeño en la suya propia y la sostuvo mientras sus inhalaciones iban espaciándose cada vez más hasta que por fin, dulcemente, cesaron del todo. Siguió sosteniendo su mano hasta que empezó a notar que la piel iba volviéndose más fría, y sólo entonces fue a despertar a los Gresham.
Había pasado casi cuatro años enteros viviendo con los amables Gresham. Jodie terminó la secundaria y se marchó atraída por las brillantes luces de Houston. Miley estaba completamente sola, pues toda su familia verdadera se había ido. Se concentró en los estudios y no hizo caso alguno de todos los chicos que constantemente la molestaban pidiéndole salir. Había quedado demasiado insensible, demasiado traumatizada por las convulsiones que había sufrido en la vida para lanzarse a aquel mareante torbellino social de la adolescencia. Los Gresham le habían mostrado lo buenas y agradables que podían ser la estabilidad y la respetabilidad, y eso era lo que deseaba para sí misma. Y para conseguirlo, concentró todas sus energías en construir algo de las cenizas a las que había quedado reducida su vida. Tras interminables horas de estudio, obtuvo las mejores notas de la clase y ganó una beca para entrar en un pequeño centro universitario. Dejar a los Gresham no resultó nada fácil, pero como el estado ya no pagaba su manutención, tenía que irse a otra parte. Aceptó dos empleos de media jornada para mantenerse mientras estudiaba, pero a Miley no le importaba el trabajo duro, pues durante buena parte de su existencia apenas había conocido otra cosa.
En su último año universitario se enamoró de un estudiante de postgrado, Kyle Hardy. Salieron durante seis meses y se casaron la semana después de graduarse Miley. Durante un corto período de tiempo estuvo casi abrumada de felicidad, segura de que sus sueños se habían hecho realidad, después de todo. Pero el sueño no duró mucho, ni siquiera tanto como su breve matrimonio. Miley se había hecho la ilusión de establecerse, amueblar un apartamento encantador y ahorrar para el futuro, en el que se incluían los hijos, una casa bonita y dos coches. Pero no funcionó así. A pesar de las responsabilidades de su nuevo empleo, a Kyle le siguió gustando beber mucho y llevar la misma vida despreocupada que llevaba de estudiante. Una noche, aquello se llevó lo mejor de él cuando, tras salir de un bar para dirigirse a casa, su coche se salió de un puente. No hubo más coches implicados en el accidente, lo cual fue una bendición. Cuando se realizó la autopsia, se descubrió que el grado de alcohol de su sangre era el doble de lo permitido por la ley.
A los veintidós años, Miley se encontraba de nuevo sola. Lo pasó mal, pero se empeñó obstinadamente en reconstruir su vida. Contaba con un título universitario en administración de empresas y dinero del pequeño seguro de vida que tenía Kyle, además de lo que ganaba con su trabajo. Se trasladó a Dallas y consiguió un empleo en una agencia de viajes pequeña. Dos años después, la agencia era propiedad suya; ya había abierto una sucursal en Houston. Miley dio un salto de fe y gastó su capital en abrir otra sucursal, esta vez en Nueva Orleáns. Para alegría suya, el negocio crecía poco a poco.
Había alcanzado la estabilidad económica, y era tan maravillosa como siempre había imaginado que sería, pero era consciente del doloroso vacío que había en su vida. Necesitaba también una sólida base emocional. No quería tener un romance con nadie; los dos hombres a los que se había atrevido a amar, Nick Rouillard y Kyle Hardy, le habían enseñado lo peligroso que era. Pero todavía le quedaba familia en alguna parte, y quería encontrarla.
Recordó vagamente que su abuela por parte de madre vivía en los alrededores de Shreveport.
La había visto una sola vez en su vida, y cuando los servicios sociales de Texas intentaron ponerse en contacto con esa abuela, no lograron dar con ella. Pero los servicios sociales estaban saturados de trabajo y escasos de personal, y habían abandonado una búsqueda que era poco metódica. Miley contaba con más tiempo y más determinación. Empezó a hacer llamadas, y gracias a Dios no había tantos Armstead en la zona de Shreveport. Por fin contactó con una persona, un primo por parte de su abuelo Armstead, que sabía que Jeanette Armstead se había ido a vivir a Jackson, Mississipi, haría unos diez o doce años, justo después de que su hija mayor se presentara de nuevo.
Miley se quedó atónita. Su madre, Renée, era la tal hija mayor. Pero Renée se había fugado con Guy Rouillard. ¿Qué había sucedido para que volviese con su madre? ¿Seguía Guy estando con ella, o había regresado al nido, con su familia? Un gran número de años se interponían entre el momento presente y aquella horrible noche en Prescott. Que ella supiera, Guy podía haberlos pasado felizmente en compañía de su familia, mientras la de Miley se había desmembrado, destruido.
Llamó a Información, consiguió el número de teléfono de su abuela y llamó. Para sorpresa suya, fue Renée quien contestó al teléfono. Incluso después de todos aquellos años, aún recordaba la voz de su madre. Sorprendida y emocionada, se identificó. La conversación entre ambas fue extraña al principio, pero por fin Miley cogió fuerzas para preguntar a Renée lo que había ocurrido con Guy Rouillard.
–¿Qué le pasó? –dijo Renée en tono aburrido–. Jodie me contó esa absurda historia de que los dos nos habíamos fugado juntos, pero para mí era nueva. Me harté de ser el saco de boxeo de Amos y de vivir en la miseria, y Dios sabe que Guy Rouillard no iba a hacer nada al respecto, así que me marché, fui a Shreveport y me trasladé aquí a vivir con mi madre. Tu tía Wilma vive aquí, en Jackson, de modo que, como un mes después de aquello, nos vinimos aquí también. No he visto a Guy Rouillard.
A Miley le costó asimilarlo todo de golpe, eran muchos los pensamientos que revoloteaban en su cabeza. Era evidente que Jodie había encontrado a su madre, pero ninguna de las dos había hecho el menor esfuerzo por ponerse en contacto con ella. Renée podía haber sacado a sus dos hijos más pequeños del hogar de acogida, pero no tuvo problema alguno en dejarlos allí. Miley se percató de que ni siquiera había preguntado por Scottie.
Y luego estaba el misterio de Guy Rouillard. A lo mejor no se había ido con Renée, pero en efecto se había marchado, por lo menos temporalmente, y con su huida había puesto en marcha los acontecimientos que habían conformado la vida de Miley. Intrigada y perpleja, Miley decidió averiguar con seguridad lo que había sucedido. A la edad de catorce años había sido literalmente arrojada en medio de la noche igual que un trozo de basura, y desde entonces vivía con aquel dolor.
Necesitaba conocer el final de la historia; quería cerrar la puerta a su pasado para poder continuar con el futuro.
De manera que allí estaba, sentada en el coche en la plaza del palacio de justicia de Prescott, sumida en los recuerdos y perdiendo el tiempo. No debería ser muy difícil averiguar dónde había estado Guy Rouillard durante lo que probablemente fue un solo día, aquel día crucial que había alterado su vida de forma total.
Lo primero, supuso, era encontrar un sitio donde pernoctar. Había llegado a Baton Rouge en avión aquella mañana, atendió el negocio que tenía, y después alquiló un coche y vino hasta Prescott. Ya casi había anochecido, y estaba cansada. No le llevaría mucho tiempo averiguar lo que quería saber, pero no deseaba regresar conduciendo hasta Baton Rouge si podía tomar una habitación en un motel de Prescott.
Había un motel doce años atrás, pero ya entonces era ligeramente sórdido y era posible que hubiera desaparecido. Se encontraba en la parte este de la ciudad, en la carretera que llevaba a la I-55.
Bajó la ventanilla del coche y llamó a una mujer que pasaba por la acera.
–Disculpe. ¿Hay algún motel en la ciudad?
La mujer se detuvo y se acercó al costado del coche. Tendría unos cuarenta y tantos años y le resultó vagamente familiar, pero no consiguió situarla.
–Sí –contestó, y se volvió para señalar–. Vaya hasta la esquina de la plaza y gire a la derecha.
Esta más o menos a unos tres kilómetros, en esa dirección.
Parecía tratarse del mismo motel. Miley sonrió.
–Gracias.
–De nada. –La mujer sonrió y se despidió con un movimiento de cabeza antes de regresar a la acera.
Miley salió marcha atrás y maniobró el pequeño automóvil alquilado para entrar en el pausado tráfico. Prescott no estaba más animado ahora que doce años antes. Llegó al motel en dos minutos.
Estaba en el mismo sitio, pero no era el mismo motel. Éste parecía nuevo, no debía de tener más de un par de años, y era mucho más sustancial. Seguía teniendo una sola planta, pero construida en forma de U alrededor de un patio central en el que borboteaba una fuente y crecían flores. Le faltaba una piscina, pero no le importó; la fuente era mucho más encantadora.El empleado de recepción era un hombre cincuentón cuya placa llevaba escrito «Reuben». Se agitaron sus recuerdos, y surgió un apellido que acompañaba al nombre. Reuben Odell. Una de sus hijas estaba en la misma clase que Miley. Conversó un poco con ella mientras tomaba el número de su tarjeta de crédito y miró con curiosidad el nombre impreso en la misma, pero «Miley D. Hardy» no le sonó de nada. Miley no era un nombre común, pero probablemente ni siquiera sabía cómo se llamaba ella en aquel entonces, así que, naturalmente, no lo reconoció ahora.
–Le daré la número doce –dijo, sacando la llave de su compartimiento–. Está en la parte de atrás del patio, alejada de la carretera, así no la molestará el tráfico.
–Gracias. –Miley sonrió y se quitó las gafas de sol para firmar el recibo de la tarjeta de crédito.
El empleado parpadeó al ver su sonrisa, y su expresión se hizo ligerísimamente más cálida.
Aparcó el coche en la parte posterior del patio, enfrente de la habitación número doce. Al abrir la puerta se vio agradablemente sorprendida. La habitación era más grande que la mayoría de las habitaciones de motel, con un diván y una mesita de centro junto a la puerta y una cama enorme al fondo. El tocador era alargado, con el televisor en un extremo y una zona escritorio en el lado más cercano al cuarto de baño. El ropero era suficiente, el lavabo empotrado de la zona del tocador lucía dos cubetas y era lo bastante grande para que lo ocupasen dos personas sin chocar continuamente la una con la otra. Miró el interior del cuarto de baño esperando ver la bañera típica, pero en lugar de ella había una generosa ducha de mampara corredera. Como ella nunca usaba la bañera, se alegró de tener una habitación adicional para el baño. Teniéndolo todo en cuenta, aquel pequeño motel estaba por encima de la media.
Sacó del equipaje las cosas del neceser y la única muda de ropa que había traído, y seguidamente se puso a trazar el plan de acción. No debería suponer un gran problema averiguar lo que quería saber, mientras nadie la reconociera como una Devlin. Las ciudades pequeñas podían tener una memoria prodigiosa, y la ciudad de Prescott había pertenecido a los Rouillard en cuerpo y alma, así como la mayor parte de sus edificios.
Probablemente, la manera más fácil y más rápida sería ir a la biblioteca y examinar los periódicos antiguos. Los Rouillard aparecían constantemente en las noticias, de modo que si Guy Rouillard había regresado de su pequeña correría y reanudado sus negocios como de costumbre, no haría falta repasar muchas ediciones para que saltara su nombre a la vista.
Consultó su reloj y vio que probablemente no tendría más de una hora para hacer lo que había venido a hacer; por lo que recordaba de la pequeña biblioteca, cerraba a eso de las seis en verano, y en una ciudad del tamaño de Prescott no era fácil que aquello hubiera cambiado. Tenía hambre, pero lo primero era lo primero. El estómago podía esperar; la biblioteca, no.
Resultaba curioso ver cuán selectiva podía ser la memoria; nunca había estado en el motel cuando vivía allí, y con frecuencia había acudido a la biblioteca, siempre que tenía una oportunidad, pero se había acordado de la situación del motel y en cambio no tenía ni idea de dónde se encontraba la biblioteca. Extrajo la pequeña guía telefónica del tocador y buscó la dirección, y al cabo de un momento recordó la localización de la biblioteca. Cogió el bolso y las llaves, se subió al coche y regresó al centro de Prescott.
Antes la biblioteca estaba situada detrás de la oficina de correos, pero cuando llegó allí descubrió con desencanto que el edificio había desaparecido. Miró a su alrededor y exhaló un suspiro de alivio. Un cartel prominente enfrente del edificio nuevo contiguo a la oficina de correos proclamaba que era la Biblioteca de Prescott. Los constructores habían desdeñado las líneas lisas de la arquitectura moderna y habían preferido un estilo de antes de la guerra, un edificio de ladrillo rojo de dos plantas con cuatro columnas en la fachada y grandes cristales con contraventanas. Había abundante espacio para aparcar, probablemente más del que se necesitaba, ya que tan sólo había tres vehículos estacionados. Miley aumentó el total a cuatro al situar el suyo enfrente. Corrió hacia las dobles puertas del edificio. El cartel colocado en la de la izquierda le indicó que estaba en lo cierto respecto del horario: de nueve a seis.
La bibliotecaria era una mujer pequeña y regordeta, muy locuaz, que no le resultaba familiar en absoluto. Se acercó al mostrador y preguntó dónde estaban los archivos de los periódicos antiguos.
–Aquí mismo –contestó la mujer, saliendo de detrás del mostrador–. Ya está todo microfilmado, por supuesto. ¿Busca usted alguna fecha en particular? Voy a enseñarle dónde están las microfichas y cómo funciona el escáner.
–Se lo agradezco –dijo Miley–. Quiero empezar con los de hace unos diez años, pero puede que tenga que remontarme un poco más incluso.
–No hay ningún problema. Lo hubiera habido hasta hace un par de años, pero el señor Rouillard insistió en que se microfilmara todo cuando nos trasladamos a este edificio. Puede creerme, el sistema estaba de lo más anticuado; ahora es mucho más fácil.
–¿El señor Rouillard? –preguntó Miley manteniendo un tono natural a pesar del vuelco que le había dado el corazón. Así que, en efecto, Guy había vuelto.
–Nick Rouillard –repuso la bibliotecaria–. La familia prácticamente es la dueña de esta ciudad, de la parroquia entera, ya puestos. Pero es un hombre de lo más agradable. –Hizo una pausa–. ¿Es usted de por aquí?
–Lo era, hace mucho tiempo –respondió Miley–. Mi familia se mudó a otra ciudad cuando yo era muy pequeña. Se me ha ocurrido examinar las esquelas viejas, por si veo las de algunos primos de mis padres. Con los años les perdimos la pista, pero he empezado a trabajar en un árbol genealógico de la familia y siento curiosidad por saber qué fue de ellos.
Para ser una explicación improvisada, no estaba mal. La gente que intentaba buscar la pista de su árbol genealógico siempre echaba mano de las hemerotecas, por lo menos según lo que había visto ella. A juzgar por lo que había aprendido al escucharlos hablar e intercambiar historias de extensa labor detectivesca que finalmente descubría el paradero de la tatarabuela Ruby por la parte materna de la familia, dicha búsqueda podía convertirse en una adicción.
Había dado en el clavo, porque la bibliotecaria le obsequió una ancha sonrisa.
–Buena suerte, querida, espero que los encuentre. Me llamo Carlene DuBois. Llámeme si necesita ayuda. Aunque cerramos a las seis, y eso es dentro de menos de una hora.
–No tardaré mucho –dijo Miley mientras buscaba en su memoria una familia DuBois. No le vino ninguna a la mente, así que tal vez habían venido a vivir a aquella zona después de que la familia Devlin se marchara de modo tan ignominioso.
Una vez que se quedó a solas, se puso a buscar rápidamente en los archivos, recorriendo una página tras otra del Prescott Weekly, comenzando por la fecha en la que fueron expulsados de la parroquia. Halló varias menciones de Nick, y aunque trató de ignorarlas se dio cuenta de que no podía. A pesar de que aquella noche, tanto tiempo atrás, la había curado de su tonto enamoramiento, jamás había logrado olvidarlo; su imagen permanecía en su memoria como una herida sin cerrar que la importunaba de vez en cuando.
Se rindió impotente a la presión de aquella cuña mental y repasó las páginas en las que había visto el nombre de Nick. El semanario jamás publicaba nada despectivo ni escandaloso acerca de los Roulliard –eso quedaba para los periódicos de Baton Rouge y de Nueva Orleans–, pero las normales idas y venidas de la familia siempre aparecían puntualmente señaladas para las mentes inquisitivas que desearan conocerlas, que eran la mayoría de los parroquianos. Los dos primeros artículos eran simples menciones de que Nick había asistido a tal y cual acto. El tercer artículo se encontraba en la sección de negocios, y Miley, atónita, tuvo que leerlo dos veces para poder asimilar su contenido.
Nadie más habría visto nada alarmante, ni siquiera insólito, en la frase: «... Nicholas Rouillard, que ha asumido el control financiero de las empresas de la familia, votó en contra de la medida de... » Asumido el control de las empresas de la familia. ¿Por qué habría hecho tal cosa? Guy estaría aún al frente de sus negocios ya que, al fin y al cabo, todo le pertenecía a él. Miley se fijó en la fecha del semanario; 5 de agosto, ni tres semanas después de la fuga de Renée. ¿Qué habría sucedido?
Desconectó la máquina de visualizar los microfilmes y se reclinó en la silla contemplando fijamente la pantalla en blanco. Había regresado a Prescott sólo para atar y cerrar algunos cabos sueltos de su vida, y ahora descubría que las cosas habían continuado igual que antes. Nadie habría echado en falta a los Devlin; su ausencia habría sido advertida con alivio y después olvidada, pero Miley no había podido olvidar. Había imaginado que cuando viera otra vez Prescott, cuando viera que nadie los había echado de menos, que ni siquiera los recordaban, ella podría a su vez olvidarse de aquella ciudad. Si se tropezaba con Nick Rouillard, mucho mejor jamás había culpado a Nick de lo que le había hecho; había visto el dolor pintado en su rostro, había oído su voz. Pero Guy... Sí, a él sí lo culpaba, y también a Renée. Aunque no hubieran huido juntos, Renée había abandonado a sus hijos y la irresponsabilidad de Guy había causado un gran sufrimiento.