–Estamos en Oklahoma –señaló Miley en cuanto pasaron el cartel que indicaba el cruce de un estado a otro.
Él le dirigió una mirada entre sombría y divertida.
–Ya lo sé.
–Bueno. ¿Cuándo piensa bajarse del auto?
–Siga manejando.
–¿Que
siga manejando? –exclamó ella, en un ataque de furia nerviosa–. Mire,
pedazo de miserable: ¡no pienso llevarlo hasta Colorado! –Nick acababa
de obtener su respuesta: Miley sabía adonde iba él–. ¡Me niego a
hacerlo! –advirtió Miley con voz temblorosa, sin darse cuenta de que
acababa de sellar su destino–. No puedo.
Nick le contestó, con plena conciencia de la batalla que ella le presentaría:
–Sí, señorita Mathison, puede. Y lo hará.
Su calma absoluta fue la gota que desbordó el vaso.
–¡Vayase
al diablo! –exclamó Miley y, antes de que él pudiera impedírselo,
giró violentamente el volante hacia la derecha. El vehículo patinó y se
desplazó a la banquina. Entonces ella clavó los frenos y lo detuvo de
repente–. ¡Quédese con el auto! –suplicó–. Llévese el auto y déjeme
aquí. No le diré a nadie que lo he visto ni que sé hacia dónde se
dirige. Le juro que no se lo diré a nadie.
Nick hizo un esfuerzo por contener su furia y trató de tranquilizarla quitándole importancia a la situación.
–En
las películas, la gente siempre promete eso mismo –comentó casi con
amabilidad, mientras miraba sobre el hombro los autos que pasaban
volando junto a ellos–. Siempre me pareció que sonaba a falso.
–¡Pero esto no es una película!
–Sin embargo tiene que admitir que es una promesa absurda –contestó él con una leve sonrisa–. Sabe que lo es. Admítalo, Miley.
Escandalizada
al ver que él trataba de bromear con ella, como si fueran amigos, Miley se quedó mirándolo en un furioso silencio. Sabía que tenía razón
acerca de que la promesa era ridícula, pero se negaba a admitirlo.
–Realmente
no puede pretender que yo crea que usted no me denunciará, después de
que la secuestré y le robé el auto –continuó diciendo él, suavizando un
poco la voz–, y que me estará tan agradecida que mantendrá una promesa
hecha en momentos de extremo temor. ¿No le parece una locura?
–¿Y usted pretende que yo debata un tema de psicología con usted, cuando mi vida está en peligro? –explotó ella.
–Comprendo que esté asustada, pero su vida no corre peligro, a menos que usted misma cree ese peligro.
Tal
vez fuera a causa de la extenuación, o el timbre de la voz de Nick, o
la firmeza de su mirada, pero al contemplar su expresión solemne, Miley descubrió que le creía.
–No
quiero que usted sufra ningún daño –continuó diciendo Nick–, y no lo
sufrirá, en tanto no haga nada que llame la atención hacia mí o que
alerte a la policía...
–En
cuyo caso –interrumpió Miley con amargura, saliendo de su trance–, me
saltará la tapa de los sesos con su pistola. Eso es sumamente
reconfortante, señor Jonas. Gracias.
Nick volvió a hacer un esfuerzo por controlar su temperamento y explicó:
–Si
la policía trata de capturarme, tendrán que matarme, porque no pienso
rendirme. Y considerando la mentalidad de la mayoría de los policías,
existe una fuerte posibilidad de que usted resulte herida o muerta en la
refriega. No quiero que eso suceda. ¿Me comprende?
Furiosa
consigo misma por ceder ante las palabras suaves de un asesino, Miley
apartó la vista del rostro de Nick y miró por la ventanilla.
–¿Realmente cree que podrá convencerme de que es Sir Galahad en lugar de un monstruo depravado?
–Es
evidente que no –contestó él con irritación. Al ver que ella se negaba a
volver a mirarlo, lanzó un suspiro de impaciencia y le habló con tono
cortante–. Basta de conversación y empiece a manejar. Necesito encontrar
un teléfono público en alguna de las salidas de la ruta.
Al
notar la frialdad con que le hablaba, Miley comprendió lo tonta que
había sido al ignorar su intento “amistoso” y adoptar una actitud de
antagonismo. En lugar de eso, lo que debería estar haciendo, pensó
mientras conducía el auto de vuelta a la ruta, era convencerlo de que se
había resignado y estaba dispuesta a obedecer.
Mientras los copos de
nieve bailoteaban frente a los faros, pensó en las posibles maneras de
liberarse, porque en ese momento estaba convencida de que lo más
probable era que Jonas la obligara a cruzar el estado de Oklahoma y
además el de Colorado. Encontrar la manera de burlar sus planes y huir
no sólo era una necesidad, sino también un desafío. Y para lograrlo,
sabía que debía ser objetiva y conseguir que el miedo y la furia no
nublaran su inteligencia. Y debería ser capaz de hacerlo, se recordó Miley. Después de todo no era precisamente una flor de invernadero,
siempre protegida de los males de este mundo. Vivió los primeros once
años de su vida en las calles de Chicago, ¡y no lo hizo mal!
Decidió
tratar de encarar el problema como si fuera simplemente la trama de una
de las novelas policiales que le encantaba leer. Siempre tuvo la
sensación de que algunas de las heroínas de esas novelas se comportaban
con una sublime estupidez, que era justamente lo que ella había hecho al
crear un antagonismo entre ella y su secuestrador.
Una heroína
inteligente habría hecho lo contrario, habría encontrado la manera de
lograr que Jonas se relajara y bajara la guardia por completo. Y si lo
conseguía, sus posibilidades de huir –y de lograr que volvieran a
encerrarlo en la cárcel, donde le correspondía estar– aumentarían
enormemente. Para llegar a esa meta, trataría de simular que consideraba
que esa pesadilla era una aventura, y tal vez hasta que estaba del lado
de su captor, cosa que exigiría una interpretación estelar, pero estaba
dispuesta a intentarlo.
Pese
a tener grandes dudas con respecto a sus posibilidades de triunfo, de
repente Miley se sintió invadida por una bendita tranquilidad y una
fuerte decisión que acabaron con sus temores y le aclararon los
pensamientos. Esperó algunos instantes antes de hablar, para que su
capitulación no pareciera demasiado repentina ni resultara sospechosa.
Después respiró hondo para calmarse y trató de inyectar una nota de
arrepentimiento en su voz.
–Señor
Jonas –dijo, logrando mirarlo de soslayo hasta sonreírle–, le agradezco
lo que dijo sobre no tener intenciones de hacerme daño. No quise ser
sarcástica. Lo que sucede es que tenía miedo.
–¿Y ahora no lo tiene? –preguntó él con la voz cargada de escepticismo.
–Bueno... sí –se apresuró a asegurar Miley–. Pero no tanto. Justamente a eso me refería.
–¿Puedo preguntar a qué se debe esta repentina transformación? ¿En qué pensaba mientras estuvo tan silenciosa?
–En un libro –contestó ella, porque le pareció una respuesta segura–. En una novela de misterio.
–¿En alguna que ha leído? ¿O en una que está pensando escribir?
Miley abrió la boca pero no pronunció una sola palabra. De repente se dio
cuenta de que Jonas le acababa de proporcionar el medio perfecto para
destruirlo.
–Siempre
he querido escribir una novela policial –improvisó–, y se me acaba de
ocurrir que esto puede ser... bueno... una investigación de primera
mano.
–Comprendo.
Miley le dirigió otra mirada de soslayo, y le sorprendió la calidez de su
sonrisa. Este demonio sería capaz de encantar a una serpiente, pensó,
recordando esa misma sonrisa cuando se reflejaba en las pantallas
cinematográficas y aumentaba la temperatura de todo el público femenino.
–Usted es una joven notablemente valiente, Miley.
Ella sofocó su airada exigencia de ser llamada señorita Mathison.
–En realidad, soy la cobarde más grande del mundo, señor...
–Me llamo Nick –interrumpió él, y en su tono impasible ella volvió a percibir el asomo de una sospecha.
–Nick
–se corrigió con rapidez–. Tiene razón, lo lógico sería que nos
llamáramos por nuestros nombres de pila y hasta que nos tuteáramos, ya
que vamos a estar juntos durante...
–Un
tiempo –agregó él, y Miley tuvo que hacer un esfuerzo hercúleo para
ocultar la frustración y la furia que le provocó su respuesta evasiva.
–Durante
un tiempo –repitió, cuidando de mantener un tono neutral–. Bueno,
supongo que eso bastará para que pueda hacer una investigación
preliminar. –Vaciló, pensando qué debía preguntarle–. Usted... bueno...
tú, ¿considerarías la posibilidad de darme algunos datos acerca de lo
que es la vida en una cárcel? Eso me sería de gran ayuda para mi novela.
–¿En serio?
La
estaba aterrorizando con esos sutiles y cambiantes tonos de voz. Miley jamás había conocido a un hombre o una mujer capaz de transmitir
tanto con imperceptibles cambios de tono, así como tampoco había oído
en la vida una voz como la de Nick. Su timbre de barítono podía girar de
un instante a otro de la amabilidad a la diversión, de lo gélido a lo
ominoso. En respuesta a su pregunta, Miley asintió con vigor y trató
de contrarrestar el tono escéptico de Nick inyectando energía y
convicción al suyo.
–¡Por
supuesto! –En un relámpago de inspiración, se dio cuenta de que tal
vez, si él creía que estaba de su lado, sería más probable que bajara la
guardia–. He oído hablar de una cantidad de gente inocente que ha sido
enviada a prisión. ¿Tú eres inocente?
–Todos los convictos aseguran que son inocentes.
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