jueves, 1 de noviembre de 2012

Perfecta Cap: 18

–Estamos en Oklahoma –señaló Miley en cuanto pasaron el cartel que indicaba el cruce de un estado a otro.
Él le dirigió una mirada entre sombría y divertida.
–Ya lo sé.
–Bueno. ¿Cuándo piensa bajarse del auto?      
–Siga manejando.
–¿Que siga manejando? –exclamó ella, en un ataque de furia nerviosa–. Mire, pedazo de miserable: ¡no pienso llevarlo hasta Colorado! –Nick acababa de obtener su respuesta: Miley sabía adonde iba él–. ¡Me niego a hacerlo! –advirtió Miley con voz temblorosa, sin darse cuenta de que acababa de sellar su destino–. No puedo.

Nick le contestó, con plena conciencia de la batalla que ella le presentaría:
–Sí, señorita Mathison, puede. Y lo hará.
Su calma absoluta fue la gota que desbordó el vaso.
–¡Vayase al diablo! –exclamó Miley y, antes de que él pudiera impedírselo, giró violentamente el volante hacia la derecha. El vehículo patinó y se desplazó a la banquina. Entonces ella clavó los frenos y lo detuvo de repente–. ¡Quédese con el auto! –suplicó–. Llévese el auto y déjeme aquí. No le diré a nadie que lo he visto ni que sé hacia dónde se dirige. Le juro que no se lo diré a nadie.

Nick hizo un esfuerzo por contener su furia y trató de tranquilizarla quitándole importancia a la situación.
–En las películas, la gente siempre promete eso mismo –comentó casi con amabilidad, mientras miraba sobre el hombro los autos que pasaban volando junto a ellos–. Siempre me pareció que sonaba a falso.
–¡Pero esto no es una película!
–Sin embargo tiene que admitir que es una promesa absurda –contestó él con una leve sonrisa–. Sabe que lo es. Admítalo, Miley.

Escandalizada al ver que él trataba de bromear con ella, como si fueran amigos, Miley se quedó mirándolo en un furioso silencio. Sabía que tenía razón acerca de que la promesa era ridícula, pero se negaba a admitirlo.
–Realmente no puede pretender que yo crea que usted no me denunciará, después de que la secuestré y le robé el auto –continuó diciendo él, suavizando un poco la voz–, y que me estará tan agradecida que mantendrá una promesa hecha en momentos de extremo temor. ¿No le parece una locura?
–¿Y usted pretende que yo debata un tema de psicología con usted, cuando mi vida está en peligro? –explotó ella.
–Comprendo que esté asustada, pero su vida no corre peligro, a menos que usted misma cree ese peligro.
Tal vez fuera a causa de la extenuación, o el timbre de la voz de Nick, o la firmeza de su mirada, pero al contemplar su expresión solemne, Miley descubrió que le creía.
–No quiero que usted sufra ningún daño –continuó diciendo Nick–, y no lo sufrirá, en tanto no haga nada que llame la atención hacia mí o que alerte a la policía...
–En cuyo caso –interrumpió Miley con amargura, saliendo de su trance–, me saltará la tapa de los sesos con su pistola. Eso es sumamente reconfortante, señor Jonas. Gracias.
Nick volvió a hacer un esfuerzo por controlar su temperamento y explicó:
–Si la policía trata de capturarme, tendrán que matarme, porque no pienso rendirme. Y considerando la mentalidad de la mayoría de los policías, existe una fuerte posibilidad de que usted resulte herida o muerta en la refriega. No quiero que eso suceda. ¿Me comprende?

Furiosa consigo misma por ceder ante las palabras suaves de un asesino, Miley apartó la vista del rostro de Nick y miró por la ventanilla.
–¿Realmente cree que podrá convencerme de que es Sir Galahad en lugar de un monstruo depravado?
–Es evidente que no –contestó él con irritación. Al ver que ella se negaba a volver a mirarlo, lanzó un suspiro de impaciencia y le habló con tono cortante–. Basta de conversación y empiece a manejar. Necesito encontrar un teléfono público en alguna de las salidas de la ruta.
Al notar la frialdad con que le hablaba, Miley comprendió lo tonta que había sido al ignorar su intento “amistoso” y adoptar una actitud de antagonismo. En lugar de eso, lo que debería estar haciendo, pensó mientras conducía el auto de vuelta a la ruta, era convencerlo de que se había resignado y estaba dispuesta a obedecer. 

Mientras los copos de nieve bailoteaban frente a los faros, pensó en las posibles maneras de liberarse, porque en ese momento estaba convencida de que lo más probable era que Jonas la obligara a cruzar el estado de Oklahoma y además el de Colorado. Encontrar la manera de burlar sus planes y huir no sólo era una necesidad, sino también un desafío. Y para lograrlo, sabía que debía ser objetiva y conseguir que el miedo y la furia no nublaran su inteligencia. Y debería ser capaz de hacerlo, se recordó Miley. Después de todo no era precisamente una flor de invernadero, siempre protegida de los males de este mundo. Vivió los primeros once años de su vida en las calles de Chicago, ¡y no lo hizo mal!

Decidió tratar de encarar el problema como si fuera simplemente la trama de una de las novelas policiales que le encantaba leer. Siempre tuvo la sensación de que algunas de las heroínas de esas novelas se comportaban con una sublime estupidez, que era justamente lo que ella había hecho al crear un antagonismo entre ella y su secuestrador. 

Una heroína inteligente habría hecho lo contrario, habría encontrado la manera de lograr que Jonas se relajara y bajara la guardia por completo. Y si lo conseguía, sus posibilidades de huir –y de lograr que volvieran a encerrarlo en la cárcel, donde le correspondía estar– aumentarían enormemente. Para llegar a esa meta, trataría de simular que consideraba que esa pesadilla era una aventura, y tal vez hasta que estaba del lado de su captor, cosa que exigiría una interpretación estelar, pero estaba dispuesta a intentarlo.

Pese a tener grandes dudas con respecto a sus posibilidades de triunfo, de repente Miley se sintió invadida por una bendita tranquilidad y una fuerte decisión que acabaron con sus temores y le aclararon los pensamientos. Esperó algunos instantes antes de hablar, para que su capitulación no pareciera demasiado repentina ni resultara sospechosa. Después respiró hondo para calmarse y trató de inyectar una nota de arrepentimiento en su voz.
–Señor Jonas –dijo, logrando mirarlo de soslayo hasta sonreírle–, le agradezco lo que dijo sobre no tener intenciones de hacerme daño. No quise ser sarcástica. Lo que sucede es que tenía miedo.
–¿Y ahora no lo tiene? –preguntó él con la voz cargada de escepticismo.
–Bueno... sí –se apresuró a asegurar Miley–. Pero no tanto. Justamente a eso me refería.
–¿Puedo preguntar a qué se debe esta repentina transformación? ¿En qué pensaba mientras estuvo tan silenciosa?
–En un libro –contestó ella, porque le pareció una respuesta segura–. En una novela de misterio.
–¿En alguna que ha leído? ¿O en una que está pensando escribir?
Miley abrió la boca pero no pronunció una sola palabra. De repente se dio cuenta de que Jonas le acababa de proporcionar el medio perfecto para destruirlo.
–Siempre he querido escribir una novela policial –improvisó–, y se me acaba de ocurrir que esto puede ser... bueno... una investigación de primera mano.
–Comprendo.
Miley le dirigió otra mirada de soslayo, y le sorprendió la calidez de su sonrisa. Este demonio sería capaz de encantar a una serpiente, pensó, recordando esa misma sonrisa cuando se reflejaba en las pantallas cinematográficas y aumentaba la temperatura de todo el público femenino.
–Usted es una joven notablemente valiente, Miley.

Ella sofocó su airada exigencia de ser llamada señorita Mathison.
–En realidad, soy la cobarde más grande del mundo, señor...
–Me llamo Nick –interrumpió él, y en su tono impasible ella volvió a percibir el asomo de una sospecha.
–Nick –se corrigió con rapidez–. Tiene razón, lo lógico sería que nos llamáramos por nuestros nombres de pila y hasta que nos tuteáramos, ya que vamos a estar juntos durante...
–Un tiempo –agregó él, y Miley tuvo que hacer un esfuerzo hercúleo para ocultar la frustración y la furia que le provocó su respuesta evasiva.
–Durante un tiempo –repitió, cuidando de mantener un tono neutral–. Bueno, supongo que eso bastará para que pueda hacer una investigación preliminar. –Vaciló, pensando qué debía preguntarle–. Usted... bueno... tú, ¿considerarías la posibilidad de darme algunos datos acerca de lo que es la vida en una cárcel? Eso me sería de gran ayuda para mi novela.
–¿En serio?

La estaba aterrorizando con esos sutiles y cambiantes tonos de voz. Miley jamás había conocido a un hombre o una mujer capaz de transmitir tanto con imperceptibles cambios de tono, así como tampoco había oído en la vida una voz como la de Nick. Su timbre de barítono podía girar de un instante a otro de la amabilidad a la diversión, de lo gélido a lo ominoso. En respuesta a su pregunta, Miley asintió con vigor y trató de contrarrestar el tono escéptico de Nick inyectando energía y convicción al suyo.
–¡Por supuesto! –En un relámpago de inspiración, se dio cuenta de que tal vez, si él creía que estaba de su lado, sería más probable que bajara la guardia–. He oído hablar de una cantidad de gente inocente que ha sido enviada a prisión. ¿Tú eres inocente?
–Todos los convictos aseguran que son inocentes.

–Sí, ¿pero tú lo eres? –insistió, tratando de que dijera que sí, para poder simular que le creía.
–El jurado dijo que era culpable.
–No es la primera vez que un jurado se equivoca.
–Doce ciudadanos honestos y respetables –contestó él con voz fría y llena de odio– decidieron que era culpable.
–Estoy segura de que deben de haber tratado de ser objetivos.
–¡Mentira! –exclamó Nick con tanta furia que Miley apretó el volante con fuerza, presa de otro ataque de miedo–. ¡Me declararon culpable porque era rico y famoso! –exclamó casi en un rugido– Yo los estudié durante el juicio, y cuanto más hablaba el fiscal sobre mi vida privilegiada y sobre la amoralidad de la gente de Hollywood, más sediento de mi sangre se ponía el jurado. Todos esos malditos santurrones, temerosos de Dios, sabían que existía una “duda razonable” de que yo hubiera cometido el asesinato y por eso no se animaron a recomendar que se me condenara a muerte.

 Todos miraban demasiado la serie de Perry Masón... supusieron que si yo no era el asesino, debía estar en condiciones de demostrar quién lo era.
Ante la furia de su voz, Miley sintió que le empezaban a transpirar las palmas de las manos. Se dio cuenta de que, ahora más que nunca, era imperativo hacerle creer que estaba de su parte.
–Pero no eras culpable, ¿verdad? Simplemente no pudiste probar quién era el verdadero asesino de tu mujer, ¿no es así? –perseveró con voz temblorosa.
–¿Y eso qué importa? –preguntó él.
–A m-mí me importa
Nick la estudió unos instantes en gélido silencio, y de repente su voz sufrió uno de esos cambios inesperados.
–Si realmente te importa, entonces te diré que no, que yo no la maté –aseguró con suavidad.
Estaba mintiendo, por supuesto. Tenía que ser una mentira.
–Te creo. –Y para terminar de convencerlo agregó–: Y siendo inocente, tienes todo el derecho del mundo de tratar de huir de la cárcel.
La respuesta de Nick fue un silencio largo e incómodo, durante el que Miley sintió que él examinaba detenidamente cada facción de su rostro.
–El cartel decía que adelante hay un teléfono –dijo Nick de repente–. Cuando lo veas, para el coche.
–Está bien.
El teléfono estaba junto al camino, y Miley estacionó en la banquina. Miró por el espejo retrovisor, con la esperanza de ver un camión o algún otro vehículo, pero casi no había tránsito en el camino cubierto de nieve. La voz de Nick le hizo volver la cabeza en el momento en que él sacaba las llaves del encendido.
–Espero –dijo con tono irónico– que no supongas que dudo de tu palabra cuando dices que crees en mi inocencia y que te alegras de que haya huido. Me llevo las llaves del auto porque soy un hombre muy precavido.
Miley misma se sorprendió cuando pudo menear la cabeza y decir con tono convincente:
–No te culpo.
Con una leve sonrisa, Nick se apeó del auto, pero mantuvo la mano en el bolsillo, como si quisiera recordarle que tenía un arma, y dejó su puerta abierta, sin duda para poder ver lo que ella hacía mientras él hablaba por teléfono. Aparte de tratar de correr con más rapidez que él, y de arriesgarse a recibir un balazo, en ese momento Miley no tenía ninguna posibilidad de huida, pero podía empezar a prepararse para el futuro. Cuando Nick bajaba, dijo con la mayor inocencia posible:
–¿Te importaría que sacara papel y una lapicera de la cartera para poder tomar algunas notas mientras hablas por teléfono...? Ya sabes a qué me refiero: puedo anotar sensaciones y detalles que tal vez me sirvan para mi libro. –Y antes de que él pudiera negarse, cosa que estuvo a punto de hacer, Miley tomó cautelosamente la cartera del asiento trasero, mientras señalaba los motivos por los que él no debía negarse a su pedido–. Escribir siempre me calma los nervios –aseguró–, y si quieres puedes revisar mi cartera. Verás que no tengo otro juego de llaves y ninguna clase de arma.
Para demostrarlo, abrió la cartera y se la alcanzó. 

Él le dirigió una mirada impaciente y preocupada que le hizo sentir que ni por un instante había creído su historia de querer escribir una novela y que le seguía la corriente para que ella continuara mostrándose dócil.
–Adelante –dijo, devolviéndole la cartera.
Al ver que él se alejaba, Miley sacó un pequeño anotador y la lapicera. Cuando Nick levantó el tubo y colocó monedas en el teléfono, escribió el mismo mensaje en tres diferentes hojas de papel: «Llamen a la policía he sido secuestrada». Por el rabillo del ojo notó que él la observaba, y esperó hasta que se volvió para hablar. 

Entonces arrancó las primeras tres hojas, las dobló por la mitad y las metió en el bolsillo exterior de la cartera, donde le resultaría fácil tomarlas. Volvió a abrir el anotador y se quedó mirándolo, mientras buscaba frenéticamente una manera de pasarle las notas a alguien que pudiera ayudarla. Cuando se le ocurrió una idea posible, miró a Nick para asegurarse de que no la observaba y metió una de las notas dentro de un billete doblado de diez dólares.
Había concebido un plan, lo estaba ejecutando, y el saber que de alguna manera empezaba a controlar su futuro, hizo desaparecer gran parte de su pánico. 

El resto de esa tranquilidad recién encontrada se debía a otra cosa: la instintiva pero fuerte sensación de que Jonas no había mentido al decir que no quería dañarla. Por lo tanto, no le dispararía a sangre fría. En realidad, aun si tratara de huir en ese momento, estaba convencida de que la perseguiría, pero jamás le dispararía, a menos que viera que estaba por detener un auto.
Y ya que no había ningún auto a la vista, Miley no consideró que tuviera sentido tratar de huir en ese momento. Lo único que ganaría sería volver a ponerlo en guardia. Era mucho más conveniente seguir simulando que cooperaba con él y tratar de que se relajara todo lo posible. Nicholas Jonas sería un ex convicto, pero ella no era la mujer cobarde, dócil y fácil de intimidar que simuló ser hasta ese momento. 

En una época tuvo que vivir a fuerza de ingenio, se recordó. Mientras él era un adolescente malcriado, un ídolo cinematográfico, ella mentía y robaba para poder sobrevivir en la calle. Estaba absolutamente convencida de que si tenía eso muy en cuenta, sería capaz de hacerle frente a ese convicto. Siempre que no perdiera la cabeza, tenía una excelente posibilidad de salir triunfante en ese concurso de ingenio. 

Tomó el anotador y empezó a escribir observaciones sobre su secuestrador, por si él le preguntaba qué había escrito. Una vez que terminó, leyó el absurdo comentario que acababa de escribir:
«Nicholas Jonas huye de un injusto encarcelamiento provocado por un jurado poco imparcial. Me parece un hombre inteligente, bondadoso y cálido... una víctima de las circunstancias. Creo en él».

Sonriendo para sus adentros, decidió que ese comentario era la peor obra de ficción jamás escrita. Estaba tan enfrascada en su pieza literaria que se sobresaltó al darse cuenta de que Jonas había terminado de hablar y volvía a subir al auto. Cerró apresuradamente el anotador y lo metió en la cartera.
–¿Conseguiste hablar con la persona que buscabas? –preguntó con amabilidad.
Él la miró con los ojos entrecerrados, y Miley tuvo la sensación de haber sobreactuado con su presunta “camaradería”.
–No. La persona que busco no estaba en su cuarto. Volveré a tratar de comunicarme con él dentro de media hora. –Mientras Miley digería ese trozo de inútil información, Nick tomó su cartera y sacó el anotador.
–Como medida de precaución –dijo con tono irónico, mientras abría el anotador–. Supongo que lo comprendes, ¿no?
–Comprendo perfectamente –contestó Miley, entre divertida y mortificada al ver que el mentón de Jonas se aflojaba al leer lo que había escrito.
–¿Y? –preguntó, abriendo los ojos con aparente inocencia–. ¿Qué te parece?
Él cerró el anotador y lo volvió a guardar en la cartera.
–Creo que si realmente piensas todo eso, eres demasiado crédula para andar suelta por el mundo.
–Soy muy crédula –aseguró ella con tono ansioso, poniendo en marcha el motor del auto. Era bárbaro, fabuloso que él la considerara tonta y cándida.

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