martes, 6 de noviembre de 2012

Perfecta Cap: 21

–¿Dónde demonios puede estar? –Carl Mathison se paseaba por el pequeño cubículo que su hermano ocupaba en la oficina del sheriff de Keaton; luego se detuvo y miró a Ted, echando chispas por los ojos–. Tú eres policía, y ella es una persona desaparecida, ¡por qué no haces algo, maldito sea!
–No se la puede considerar desaparecida hasta que por lo menos pasen veinticuatro horas sin que recibamos noticias suyas –contestó Ted, pero en sus ojos azules se pintaba la preocupación cuando agregó–: Te consta que hasta ese momento no puedo hacer nada a través de los canales oficiales.
–Y a tí te consta –contestó Carl, furioso– que Miley no es una persona que cambia de planes de repente; ya sabes lo metódica que es. Y si tuvo una absoluta necesidad de modificar sus planes, nos habría llamado. Además, sabía que esta mañana yo necesitaba el auto.
–Tienes razón. –Ted se acercó a la ventana. Con la mano apoyada sobre la culata de la pistola semiautomática que llevaba en la cintura, miró distraído los autos estacionados frente a la plaza del pueblo. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz vacilante, como si temiera expresar sus pensamientos–. Ayer, Nicholas Jonas huyó de Amarillo. Se había ganado la confianza del director de la cárcel y era su chofer. Huyó después de llevarlo al pueblo de Amarillo.
–Sí, ya oí la noticia. Pero, ¿qué tiene que ver?
–Jonas, o por lo menos un hombre que responde a la descripción general de Jonas, fue visto en un restaurante cerca de la autopista interestatal. Con mucha lentitud, con enorme cuidado. Carl dejó sobre la mesa el pisapapeles que tenía en la mano y miró fijo a su hermano menor.
–¿Adónde quieres llegar?
–Jonas fue visto cerca de un vehículo muy parecido a tu Blazer. La cajera del restaurante cree haberlo visto subir al Blazer con una mujer que se había detenido a pedir un café y un sandwich. –Ted se alejó de la ventana y a regañadientes miró a su hermano–. Hace cinco minutos hablé con la cajera, en forma extraoficial, por supuesto. La descripción que me dio de la mujer que se alejó con Jonas en el Blazer coincide con Miley.
–¡Dios mío!

La empleada del mostrador, una mujer de mediana edad, con pelo gris y cara de bulldog furioso, escuchaba la conversación de los hermanos mientras llenaba planillas y esperaba la llegada de un ayudante del sheriff. En ese momento levantó la mirada y vio un resplandeciente BMW rojo convertible que estacionaba junto al patrullero de Ted. Cuando del auto bajó una hermosa rubia de alrededor de veinticinco años, la mujer entrecerró los ojos y se volvió hacia los hermanos Mathison.
–Nunca llueve, pero cuando llueve, diluvia –le advirtió a Ted, y cuando ambos la miraron, señaló la ventana con la cabeza y explicó–: Miren quién ha vuelto al pueblo: la Per/ra Rica en persona.
A pesar de hacer un esfuerzo para no sentir nada ni demostrar la menor reacción al ver a su ex esposa, Ted Mathison se puso tenso.
–Europa debe de ser aburrida en esta época del año –comentó, mientras miraba con insolencia las curvas perfectas y las piernas largas de la rubia, quien desapareció en la tienda de unas modistas.
–Me comentaron que Flossie y Ada Eldridge le van a hacer el vestido de novia –informó la empleada de la comisaría–. La seda, los encajes y todos los adornos llegan de París por avión, pero la Señorita Alta y Poderosa quiso que el vestido se lo hicieran las hermanas Eldridge porque asegura que nadie cose como ellas. –De repente se dio cuenta de que tal vez a Ted Mathison no le interesara oír los detalles de la extravagante boda de su ex mujer con otro hombre, así que lo miró y dijo–: Lo siento. Fui una tonta.
–No se disculpe, me importa un bledo lo que ella haga –dijo Ted con total franqueza. Saber que Katherine Cahill pensara casarse, esta vez con un multimillonario de Dallas de cincuenta años, no le interesaba ni lo sorprendía. Había leído la noticia en los diarios, que hablaban de los aviones jet del novio, su mansión de veintidós habitaciones y su supuesta amistad con el presidente, pero nada de eso le provocaba celos ni envidia–. Te propongo que vayamos a hablar con mamá y papá –dijo, poniéndose la chaqueta y sosteniendo la puerta para que Carl lo precediera–. Saben que Miley no volvió anoche y están enfermos de preocupación. Tal vez ellos conozcan algún detalle de sus planes que yo ignoro.

Acababan de cruzar la calle cuando se abrió la puerta de la tienda de las hermanas Eldridge dando paso a Katherine. La muchacha se detuvo en seco al toparse con su ex marido, pero Ted simplemente la saludó con una inclinación de cabeza, ese tipo de saludo que uno dispensa a una persona desconocida y sin importancia, y abrió la puerta de su patrullero. Pero por lo visto Katherine tenía una idea distinta –y más correcta– acerca de la manera en que debían tratarse las parejas que se encontraban por primera vez después de su divorcio. Negándose a ser ignorada, se adelantó y su voz de persona culta obligó a Ted a detenerse.
–¿Ted? –dijo. Le dedicó una breve y amable sonrisa a Carl y volvió a dirigirse a su ex marido.
–¿Realmente pensabas alejarte sin saludarme?
–Era exactamente lo que iba a hacer –contestó él con rostro impasible, pese a haber registrado un tono más suave y sombrío en la voz de Katherine.
Ella se adelantó y le tendió la mano.
–Se te ve... bien –Terminó la frase con tono inseguro cuando notó que Ted ignoraba la mano que le ofrecía. Al ver que él no respondía, dirigió una mirada de súplica a Carl–. Tú también estás bien, Carl. Supe que te casaste con Sara Wakefield.

En la vidriera de la peluquería del pueblo aparecieron las caras de varias mujeres, de ruleros, que espiaban la escena con total desenfado. Ted perdió la paciencia.
–¿Terminaste con tus amabilidades? –preguntó con sarcasmo–. Estás provocando una escena.
Katherine observó de soslayo la vidriera de la peluquería, pero perseveró en su actitud, pese al rubor de humillación que teñía sus mejillas ante la actitud de desprecio de Ted.
Miley me escribió diciendo que te habías recibido de abogado. –Él le dio la espalda y abrió la puerta del auto. Katherine alzó el mentón con gesto orgulloso–. Me voy a casar con Spencer Hayward. La señorita Flossie y la señorita Ada me están haciendo el vestido de novia.
–Estoy seguro de que les alegra tener trabajo, aunque se lo proporciones tú –dijo Ted, subiendo al auto. Ella apoyó una manó en la puerta para impedir que la cerrara.
–Has cambiado –dijo.
–En cambio tú no.
–Sí, por supuesto que he cambiado.
–Katherine –dijo él, con tono contundente–, me importa un bledo si has cambiado o no.

Le cerró la puerta en las narices, puso en marcha el motor y arrancó, observando por el espejo retrovisor que ella enderezaba los hombros con la dignidad con que parecía nacer esa gente rica y privilegiada. Después se volvió y dirigió una mirada asesina a las mujeres de la peluquería. Si no la despreciara tanto, Ted habría admirado el coraje que demostró Katherine ante una humillación pública como la que acababa de infligirle, pero ya no sentía admiración, ni celos, ni nada por ella. Lo único que sentía era una vaga pena por el hombre que estaba por casarse con una mujer que no era más que un ornamento: hermosa, vacía e insustancial. Como había aprendido él, a fuerza de muchos dolores y desilusiones, Katherine Cahill Mathison era malcriada, inmadura, egoísta y vanidosa.

El padre de Katherine era dueño de pozos de petróleo y de un rancho, pero prefería pasar buena parte de su tiempo en Keaton, donde había nacido y donde disfrutaba de una posición de indudable preeminencia. Y aunque Katherine creció en el pueblo, desde los doce años siempre estuvo pupila en colegios elegantes. Ted nunca se cruzó con ella hasta que tenía diecinueve años y fue a pasar las vacaciones en Keaton. Los padres estaban en Europa, pero insistieron en que la chica se quedara allí como castigo por haber faltado tanto a clases que estuvo a punto de perder el año. En uno de sus típicos ataques de furia, que Ted llegaría a conocer tan bien después, Katherine se vengó de sus padres invitando a veinte amigos a pasar un mes en su casa. En una de las fiestas que ofreció hubo tiros y llamaron a la policía.

Ted llegó con otro sheriff a poner orden, y la misma Katherine le abrió la puerta con expresión atemorizada y sólo cubierta por un brevísimo bikini que exhibía casi todos los centímetros de su cuerpo curvilíneo y bronceado.
–Yo los llamé –explicó, hablando a borbotones y señalando la parte trasera de la casa donde grandes ventanales se abrían a una piscina y una serie de terrazas desde donde se veía todo el pueblo de Keaton–. Mis amigos están allá afuera, pero la fiesta se está poniendo un poco desenfrenada y se han apoderado de las armas de mi padre. ¡Tengo miedo de que hieran a alguien!

En la piscina, Ted y su compañero encontraron a veinte jóvenes, varios de ellos desnudos, todos borrachos o drogados con marihuana, jugando en el agua o disparando tiros en la terraza. Imponer tranquilidad en la fiesta fue fácil; no bien uno de los invitados gritó: “¡Llegó la policía!”, el ambiente se aclaró. 

Los nadadores salieron de la piscina y los que tiraban al blanco entregaron las armas, con una alarmante excepción: un muchacho de veintitrés años, muy dopado con marihuana, quien decidió emular una escena de Rambo con Ted como adversario. 

Cuando apuntó a Ted con su arma, Katherine gritó y el otro policía sacó su pistola, pero Ted le hizo señas de que la enfundara.
–Aquí no habrá ningún problema –le dijo al muchacho. Y agregó, improvisando con rapidez– Mi compañero y yo vinimos a disfrutar de la fiesta. Katherine nos invitó. –La miró sonriente–. Dile que nos invitaste, Kathy.

El sobrenombre que acababa de inventar, siguiendo la inspiración del momento, bien pudo salvar una vida, porque el muchacho se sorprendió hasta el punto de bajar el arma, o quizá creyó realmente que Ted era amigo de la familia. Katherine, que jamás había tenido sobrenombre alguno, colaboró apresurándose a rodear a Ted con sus brazos.
–¡Por supuesto que los invité, Branden! –le dijo al joven, con sólo un pequeño temblor en la voz y sin apartar la mirada del arma que su amigo todavía empuñaba.

Sólo con la intención de seguirle la corriente, Ted la rodeó con un brazo y se inclinó para decirle algo al oído. Por accidente o por designio de la fatalidad, Katherine no comprendió el gesto y se puso en puntas de pie para besarlo en la boca. 

Ted entreabrió los labios, sorprendido, pero automáticamente abrazó a Katherine con fuerza y de repente ella lo estaba besando con ardor. Siempre en forma automática, Ted respondió a la inesperada pasión de la chica y el deseo endureció su cuerpo. Introdujo la lengua entre los labios ansiosos de Katherine y le devolvió el beso, mientras un grupo de muchachos ricos, borrachos, drogados y vitoreantes los contemplaban y otro muchacho llamado Branden lo amenazaba con un arma.
–¡Está bien, está bien, el tipo es de los “buenos”! –gritó Branden–. ¿Entonces por qué no seguimos disparando un poco más?
Ted soltó a Katherine y se acercó al muchacho con paso elástico, relajado, y una sonrisa en el rostro.
–¿Cómo dijiste que te llamabas? –preguntó Brandon al ver acercarse a Ted.
–Soy el oficial Mathison –contestó Ted con tono cortante mientras le arrancaba el arma de la mano, lo hacía girar sobre sí mismo y le ponía las esposas–. ¿Y tú cómo te llamas?
–Brandon Barrister III –fue la furibunda respuesta–. Soy hijo del senador Barrister. –En su voz apareció un tono quejumbroso y desagradable–. Haré un trato con usted, Mathison. Si me saca esas esposas y se va de aquí de una vez, no le diré a mi padre como nos trató esta noche. Olvidaremos este incidente.
–No, soy yo el que haré un trato contigo –contestó Ted, empujándolo hacia la casa–. Si me dices dónde está tu marihuana, te dejaré pasar una noche tranquila en la celda sin hacerte un prontuario por la docena de cargos que se me ocurren en este momento... todos los cuales serían una vergüenza para tu padre, el senador.
–Brandon –dijo una de las chicas al ver que el muchacho se resistía a aceptar–, lo que te propone el oficial es realmente muy decente. Haz lo que te dice.
Un poco más suave al observar la reacción de los demás chicos, Ted dijo:
–Y esto va para todos. Entren a la casa, junten la marihuana y cualquier otra droga que tengan y tráiganla al living. –Se volvió hacia Katherine, que lo miraba con una sonrisa–. Usted también, señorita Cahill.

La sonrisa de ella fue aún más cálida y en su voz hubo un dejo de timidez.
–Me gustaba más Kathy que señorita Cahill.
Parada allí, con la luz de la luna que le plateaba el pelo, luciendo un bikini sexy y una sonrisa de Madonna, estaba tan deliciosa que Ted tuvo que recordarse de que era demasiado joven para él, y además, demasiado rica y demasiado malcriada. Todo eso se le hizo más difícil de recordar durante los días siguientes, porque Katherine Cahill poseía la misma determinación de sus antepasados pioneros que cruzaron medio continente para establecerse en tierras petroleras. 

Aparecía continuamente en todos los lugares adonde Ted fuera, y no se dejaba amilanar por la frialdad con que él la trataba. Después de tres semanas de infructuosa persecución, Katherine intentó un ardid final y desesperado: a las diez de la noche llamó a la policía para denunciar un robo inexistente, después de asegurarse de que Ted estaba de guardia.

Cuando él llegó, estaba parada en la puerta, luciendo una seductora bata de seda negra, con un plato de algo que denominó canapés en una mano y una copa que le había preparado en la otra. Al darse cuenta de que la denuncia de robo no había sido más que una treta infantil, los nervios de Ted no resistieron. Ya que no se podía permitir el lujo de aprovechar lo que ella le ofrecía, por más que lo deseara, o por más ganas que tuviera de estar con ella, se dejó llevar por el malhumor.
–¿Qué diablos quieres de mí, Katherine?
–Quiero que entres y que te sientes y que disfrutes de la comida maravillosa que te he preparado –contestó ella, haciéndose a un lado y mostrando con un floreo la mesa de comedor iluminada con velas y puesta con relucientes cubiertos de plata y copas de resplandeciente cristal.
Para su horror, Ted llegó a considerar la posibilidad de quedarse. Se moría de ganas de sentarse ante esa mesa y contemplar el rostro de Katherine a la luz de las velas mientras saboreaba el vino helado; quería comer con lentitud, disfrutando de cada bocado, con la seguridad de que el postre sería ella. La deseaba con tanta desesperación que apenas soportaba estar allí parado sin abrazarla. Así que le habló con la mayor dureza posible, atacando lo que instintivamente sabía era su punto más vulnerable: su juventud.
–¡Deja de actuar como una chiquilina malcriada! –exclamó, ignorando la desazón que lo invadió al ver que ella retrocedía como si acabara de pegarle una cachetada–. No sé qué diablos quieres de mí ni qué crees que vas a lograr con todo esto, pero te advierto que estás perdiendo tu tiempo y el mío.
Ella estaba visiblemente conmocionada, pero le dirigió una mirada directa y franca y Ted no pudo menos que admirar su valentía ante un desprecio tan cruel.
–Me enamoré de ti la noche que viniste a poner orden en la fiesta –dijo con sencillez.
–¡No digas tonterías! ¡La gente no se enamora en cinco minutos! –Ella consiguió sonreír ante la vulgaridad de Ted, y perseveró.
–Esa noche, cuando me besaste, tú también sentiste algo por mí... algo fuerte y especial y...
–Lo que sentí fue una lujuria común, corriente e indiscriminada –retrucó él–, así que sacúdete esas fantasías infantiles y deja de cargosearme. ¿Es necesario que lo diga con más claridad?
Ella se dio por vencida con un leve movimiento negativo de cabeza.
–No –susurró–, ha quedado perfectamente claro.
Ted asintió y se volvió para irse, pero ella lo detuvo.
–Si realmente quieres que me olvide de ti, de nosotros, supongo que este es el adiós.
–Sí, es el adiós –confirmó Ted.
–Entonces dame un beso de despedida y te creeré. Es el trato que te ofrezco.
–¡Por amor de Dios! –explotó él, pero cedió a su “trato”.

O, más correctamente, a su propio deseo. La tomó en sus brazos, la besó con deliberada rudeza, aplastando los labios suaves de la chica, después la alejó de un empujón mientras algo en su interior aullaba protestando por lo que acababa de hacer... y por lo que había perdido al hacerlo. Ella se llevó los dedos a los labios lastimados y en sus ojos llenos de lágrimas se pintó una expresión de acusación y amargura.
–¡Mentiroso! –exclamó.

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