–¿Dónde demonios puede estar?
–Carl Mathison se paseaba por el pequeño cubículo que su hermano ocupaba
en la oficina del sheriff de Keaton; luego se detuvo y miró a Ted,
echando chispas por los ojos–. Tú eres policía, y ella es una persona
desaparecida, ¡por qué no haces algo, maldito sea!
–No
se la puede considerar desaparecida hasta que por lo menos pasen
veinticuatro horas sin que recibamos noticias suyas –contestó Ted, pero
en sus ojos azules se pintaba la preocupación cuando agregó–: Te consta
que hasta ese momento no puedo hacer nada a través de los canales
oficiales.
–Y a tí te
consta –contestó Carl, furioso– que Miley no es una persona que cambia
de planes de repente; ya sabes lo metódica que es. Y si tuvo una
absoluta necesidad de modificar sus planes, nos habría llamado. Además,
sabía que esta mañana yo necesitaba el auto.
–Tienes
razón. –Ted se acercó a la ventana. Con la mano apoyada sobre la culata
de la pistola semiautomática que llevaba en la cintura, miró distraído
los autos estacionados frente a la plaza del pueblo. Cuando volvió a
hablar, lo hizo con voz vacilante, como si temiera expresar sus
pensamientos–. Ayer, Nicholas Jonas huyó de Amarillo. Se había ganado la
confianza del director de la cárcel y era su chofer. Huyó después de
llevarlo al pueblo de Amarillo.
–Sí, ya oí la noticia. Pero, ¿qué tiene que ver?
–Jonas,
o por lo menos un hombre que responde a la descripción general de
Jonas, fue visto en un restaurante cerca de la autopista interestatal.
Con mucha lentitud, con enorme cuidado. Carl dejó sobre la mesa el
pisapapeles que tenía en la mano y miró fijo a su hermano menor.
–¿Adónde quieres llegar?
–Jonas
fue visto cerca de un vehículo muy parecido a tu Blazer. La cajera del
restaurante cree haberlo visto subir al Blazer con una mujer que se
había detenido a pedir un café y un sandwich. –Ted se alejó de la
ventana y a regañadientes miró a su hermano–. Hace cinco minutos hablé
con la cajera, en forma extraoficial, por supuesto. La descripción que
me dio de la mujer que se alejó con Jonas en el Blazer coincide con Miley.
–¡Dios mío!
La
empleada del mostrador, una mujer de mediana edad, con pelo gris y cara
de bulldog furioso, escuchaba la conversación de los hermanos mientras
llenaba planillas y esperaba la llegada de un ayudante del sheriff. En
ese momento levantó la mirada y vio un resplandeciente BMW rojo
convertible que estacionaba junto al patrullero de Ted. Cuando del auto
bajó una hermosa rubia de alrededor de veinticinco años, la mujer
entrecerró los ojos y se volvió hacia los hermanos Mathison.
–Nunca
llueve, pero cuando llueve, diluvia –le advirtió a Ted, y cuando ambos
la miraron, señaló la ventana con la cabeza y explicó–: Miren quién ha
vuelto al pueblo: la Per/ra Rica en persona.
A
pesar de hacer un esfuerzo para no sentir nada ni demostrar la menor
reacción al ver a su ex esposa, Ted Mathison se puso tenso.
–Europa
debe de ser aburrida en esta época del año –comentó, mientras miraba
con insolencia las curvas perfectas y las piernas largas de la rubia,
quien desapareció en la tienda de unas modistas.
–Me
comentaron que Flossie y Ada Eldridge le van a hacer el vestido de
novia –informó la empleada de la comisaría–. La seda, los encajes y
todos los adornos llegan de París por avión, pero la Señorita Alta y
Poderosa quiso que el vestido se lo hicieran las hermanas Eldridge
porque asegura que nadie cose como ellas. –De repente se dio cuenta de
que tal vez a Ted Mathison no le interesara oír los detalles de la
extravagante boda de su ex mujer con otro hombre, así que lo miró y
dijo–: Lo siento. Fui una tonta.
–No
se disculpe, me importa un bledo lo que ella haga –dijo Ted con total
franqueza. Saber que Katherine Cahill pensara casarse, esta vez con un
multimillonario de Dallas de cincuenta años, no le interesaba ni lo
sorprendía. Había leído la noticia en los diarios, que hablaban de los
aviones jet del novio, su mansión de veintidós habitaciones y su
supuesta amistad con el presidente, pero nada de eso le provocaba celos
ni envidia–. Te propongo que vayamos a hablar con mamá y papá –dijo,
poniéndose la chaqueta y sosteniendo la puerta para que Carl lo
precediera–. Saben que Miley no volvió anoche y están enfermos de
preocupación. Tal vez ellos conozcan algún detalle de sus planes que yo
ignoro.
Acababan de
cruzar la calle cuando se abrió la puerta de la tienda de las hermanas
Eldridge dando paso a Katherine. La muchacha se detuvo en seco al
toparse con su ex marido, pero Ted simplemente la saludó con una
inclinación de cabeza, ese tipo de saludo que uno dispensa a una persona
desconocida y sin importancia, y abrió la puerta de su patrullero. Pero
por lo visto Katherine tenía una idea distinta –y más correcta– acerca
de la manera en que debían tratarse las parejas que se encontraban por
primera vez después de su divorcio. Negándose a ser ignorada, se
adelantó y su voz de persona culta obligó a Ted a detenerse.
–¿Ted? –dijo. Le dedicó una breve y amable sonrisa a Carl y volvió a dirigirse a su ex marido.
–¿Realmente pensabas alejarte sin saludarme?
–Era
exactamente lo que iba a hacer –contestó él con rostro impasible, pese a
haber registrado un tono más suave y sombrío en la voz de Katherine.
Ella se adelantó y le tendió la mano.
–Se
te ve... bien –Terminó la frase con tono inseguro cuando notó que Ted
ignoraba la mano que le ofrecía. Al ver que él no respondía, dirigió una
mirada de súplica a Carl–. Tú también estás bien, Carl. Supe que te
casaste con Sara Wakefield.
En
la vidriera de la peluquería del pueblo aparecieron las caras de varias
mujeres, de ruleros, que espiaban la escena con total desenfado. Ted
perdió la paciencia.
–¿Terminaste con tus amabilidades? –preguntó con sarcasmo–. Estás provocando una escena.
Katherine
observó de soslayo la vidriera de la peluquería, pero perseveró en su
actitud, pese al rubor de humillación que teñía sus mejillas ante la
actitud de desprecio de Ted.
–Miley
me escribió diciendo que te habías recibido de abogado. –Él le dio la
espalda y abrió la puerta del auto. Katherine alzó el mentón con gesto
orgulloso–. Me voy a casar con Spencer Hayward. La señorita Flossie y la
señorita Ada me están haciendo el vestido de novia.
–Estoy
seguro de que les alegra tener trabajo, aunque se lo proporciones tú
–dijo Ted, subiendo al auto. Ella apoyó una manó en la puerta para
impedir que la cerrara.
–Has cambiado –dijo.
–En cambio tú no.
–Sí, por supuesto que he cambiado.
–Katherine –dijo él, con tono contundente–, me importa un bledo si has cambiado o no.
Le
cerró la puerta en las narices, puso en marcha el motor y arrancó,
observando por el espejo retrovisor que ella enderezaba los hombros con
la dignidad con que parecía nacer esa gente rica y privilegiada. Después
se volvió y dirigió una mirada asesina a las mujeres de la peluquería.
Si no la despreciara tanto, Ted habría admirado el coraje que demostró
Katherine ante una humillación pública como la que acababa de
infligirle, pero ya no sentía admiración, ni celos, ni nada por ella. Lo
único que sentía era una vaga pena por el hombre que estaba por casarse
con una mujer que no era más que un ornamento: hermosa, vacía e
insustancial. Como había aprendido él, a fuerza de muchos dolores y
desilusiones, Katherine Cahill Mathison era malcriada, inmadura, egoísta
y vanidosa.
El padre
de Katherine era dueño de pozos de petróleo y de un rancho, pero
prefería pasar buena parte de su tiempo en Keaton, donde había nacido y
donde disfrutaba de una posición de indudable preeminencia. Y aunque
Katherine creció en el pueblo, desde los doce años siempre estuvo pupila
en colegios elegantes. Ted nunca se cruzó con ella hasta que tenía
diecinueve años y fue a pasar las vacaciones en Keaton. Los padres
estaban en Europa, pero insistieron en que la chica se quedara allí como
castigo por haber faltado tanto a clases que estuvo a punto de perder
el año. En uno de sus típicos ataques de furia, que Ted llegaría a
conocer tan bien después, Katherine se vengó de sus padres invitando a
veinte amigos a pasar un mes en su casa. En una de las fiestas que
ofreció hubo tiros y llamaron a la policía.
Ted
llegó con otro sheriff a poner orden, y la misma Katherine le abrió la
puerta con expresión atemorizada y sólo cubierta por un brevísimo bikini
que exhibía casi todos los centímetros de su cuerpo curvilíneo y
bronceado.
–Yo los
llamé –explicó, hablando a borbotones y señalando la parte trasera de la
casa donde grandes ventanales se abrían a una piscina y una serie de
terrazas desde donde se veía todo el pueblo de Keaton–. Mis amigos están
allá afuera, pero la fiesta se está poniendo un poco desenfrenada y se
han apoderado de las armas de mi padre. ¡Tengo miedo de que hieran a
alguien!
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