Eran más de las diez de la noche
cuando despertó sobresaltada y confusa, con uno de los almohadones del
sofá aferrado contra el pecho. Un leve movimiento a su izquierda atrajo
su atención y Miley volvió la cabeza con rapidez.
–Una
enfermera que abandona a su paciente y se queda dormida mientras está
de guardia no recibe su sueldo completo –dijo una voz de hombre, con
tono divertido.
El
“paciente” de Miley estaba de pie, apoyado contra la repisa de la
chimenea, con los brazos cruzados sobre el pecho, y la observaba con una
sonrisa perezosa en los labios. Con el pelo todavía húmedo de la ducha,
una camisa color crema abierta en el cuello y un par de pantalones
marrones, estaba increíblemente apuesto, recuperado... y muy divertido
por algo. Miley trató de ignorar el traicionero salto de su corazón
ante esa sonrisa fascinante e íntima, y se sentó sobresaltada.
–Tu amigo, Dominic Sandini, no murió –se apresuró a comunicarle, en su afán por tranquilizarlo enseguida–. Creen que sanará.
–Eso ya lo oí.
–¿Lo oíste? –preguntó Miley con cautela.
Se
le ocurrió que quizá lo hubiera oído por radio mientras se vestía. De
no ser así, si recordaba que ella se lo había dicho, era mortificante
pero posible que recordara todo lo demás que le dijo en esos momentos en
que lo creyó inconsciente. Aguardó, con la esperanza de que él se
refiriera a la radio. Pero Nick continuó observándola muy sonriente, y Miley se sintió cada vez más sofocada por la vergüenza.
–¿Cómo te sientes? –preguntó, poniéndose apresuradamente de pie.
–Ahora, mejor. Cuando desperté me sentí como una papa en el momento de ser asada en su propia cascara.
–¿Qué? ¡Ah, quieres decir qué hacía demasiado calor en el dormitorio! –Nick asintió.
–No
hice más que soñar que había muerto y estaba en el infierno. Cuando
abrí los ojos lo primero que vi fueron las llamas que bailoteaban a mi
alrededor, y tuve la seguridad de no haberme equivocado.
–Lo siento –dijo Miley, contrita.
–No lo sientas. Me di cuenta muy pronto de que no podía estar en el infierno.
Su
buen humor resultaba tan contagioso que, sin darse cuenta de lo que
hacía, ella le tocó la frente para constatar su temperatura corporal.
–¿Y por qué te diste cuenta de que no estabas en el infierno?
–Porque durante buena parte del tiempo me cuidó un ángel –contestó él en voz baja.
–Obviamente tuviste alucinaciones –bromeó ella.
–¿Te
parece? –Esa vez el timbre de su voz no daba lugar a error, y Miley
apartó la mano de su frente pero no pudo apartar la mirada de sus ojos.
–Decididamente.
Por
el rabillo del ojo, de repente Miley se dio cuenta de que un pato de
porcelana estaba torcido sobre la repisa de la chimenea, y lo enderezó;
después también ordenó los dos patitos de menor tamaño que había a su
lado.
–miley –dijo
Nick en una voz muy suave y aterciopelada que surtió efectos peligrosos
en el ritmo cardíaco de ella–, mírame. –Y cuando ella se volvió a
mirarlo, agregó– Gracias por haberme salvado la vida.
Hipnotizada
por su tono y por la expresión de sus ojos, Miley tuvo que aclararse
la garganta para impedir que le temblara la voz.
–Gracias por tratar de salvar la mía.
Algo
se estremeció en la insondable profundidad de los ojos de Nick, algo
cálido e invitante, y los latidos del corazón de Miley triplicaron su
ritmo, pese a que él no hizo ningún intento de tocarla. Entonces ella
trató de modificar el clima que se había creado y de ser práctica.
–¿Tienes hambre? –preguntó.
–¿Por
qué no te fuiste? –insistió él. Su tono le advertía que no estaba
dispuesto a permitir que cambiara de tema hasta que le hubiera dado las
respuestas que buscaba. Miley volvió a dejarse caer en el sofá, pero
con la vista fija en el centro de mesa porque no se animaba a mirarlo.
–No
te podía dejar morir allí afuera después de que arriesgaste tu vida
creyendo que yo me había ahogado. –Notó que dos magnolias de seda del
ramo del centro de mesa estaban torcidas y se inclinó a enderezarlas.
–¿Entonces por qué no te fuiste después de traerme de vuelta y meterme en la cama?
Miley tuvo la sensación de estar caminando por un campo sembrado de minas.
Aun en el caso de que tuviera el coraje necesario para mirarlo y
confesarle la verdad, no estaba segura de que un anuncio de esa
naturaleza no terminara resultando una bomba que le explotara en pleno
rostro.
–En primer
lugar, te confieso que no se me ocurrió, y además –agregó con una
inspiración que la llenaba de alivio–, ¡no sabía dónde estaban las
llaves del auto!
–Estaban en el bolsillo de mi pantalón... ¡del pantalón que me sacaste!
–Francamente,
ni se me pasó por la cabeza la idea de buscar las llaves del auto.
Supongo que estaba demasiado preocupada por ti para pensar con claridad.
–¿No te parece que eso es un poco extraño, considerando las circunstancias que te trajeron hasta aquí?
Miley se inclinó, tomó una revista que estaba un poco torcida sobre la mesa y
la colocó prolijamente sobre las demás; después movió dos centímetros
hacia la izquierda el bol de cristal que contenía las flores de seda,
para colocarlo en el centro exacto de la mesa.
–Desde
hace tres días yo diría que todo es bastante extraño –contestó con
cautela–. En estas circunstancias, no sé qué sería un comportamiento
normal.
Se puso de pie
y empezó a enderezar los almohadones del sillón que había desarreglado
mientras dormía. Se inclinaba a recoger uno del suelo, cuando Nick habló
con tono risueño.
–Es una costumbre tuya, ¿verdad? ¿Siempre te dedicas a enderezar cosas cuando estás nerviosa?
–No
diría tanto. Lo que pasa es que soy una persona muy prolija. –Se irguió
y lo miró. En ese momento su compostura estuvo por dar paso a la risa.
Nick tenía las cejas levantadas en un gesto de desafío burlón y en sus
ojos brillaba una divertida fascinación–. Está bien –dijo ella
rindiéndose, con una carcajada–. Lo admito. Es un hábito que tengo
cuando me pongo nerviosa. Una vez, cuando tuve miedo de fracasar en un
examen, reorganicé todo el altillo y después coloqué por orden
alfabético los discos de mi hermano y las recetas de cocina de mi madre.
Los ojos de Nick rieron ante esa historia, pero habló en un tono solemne e intrigado.
–¿Y yo estoy haciendo algo que te pone nerviosa?
Miley lo miró, sonriente pero sorprendida, y enseguida contestó con tono severo.
–¡Hace tres días que no has hecho más que cosas que me han puesto terriblemente nerviosa!
A
pesar del tono de censura, su manera de mirarlo llenó a Nick de
ternura. En ninguna parte de su hermoso rostro expresivo había rastro
alguno de miedo, de sospecha, de repugnancia o de odio, y Nick tenía la
impresión de que hacía siglos que nadie lo miraba así. Ni siquiera sus
propios abogados lo creyeron inocente. En cambio, Miley sí. Lo habría
sabido simplemente mirándola, pero las palabras que pronunció en el
arroyo, la manera en que se le quebró la voz al pronunciarlas, les daba
un sentido mil veces mayor: «¿Recuerdas que me dijiste que querías que
alguien creyera que eres inocente? En ese momento no te creí del todo,
en cambio ahora te creo. ¡Te juro que te creo! ¡Yo sé que no mataste a
nadie!».
Miley podía
haberlo dejado morir en el arroyo o, si eso era inconcebible para la
hija de un pastor, podía haberlo llevado de regreso a la casa para
después alejarse con el auto y llamar a la policía desde el teléfono más
cercano. Pero no lo hizo. Porque de veras lo creía inocente. Nick tuvo
ganas de abrazarla y decirle cuánto significaba eso para él; quería
solazarse en la calidez de su sonrisa y volver a oír su risa contagiosa.
Y, sobre todo, quería sentir los labios de Miley sobre los suyos,
besarla y acariciarla hasta que ambos se volvieran locos, y después
quería agradecerle el regalo de haberle confiado su cuerpo. Porque eso
era lo único que él tenía para darle.
Nick
sabía que ella presentía que había habido un cambio en la relación de
ambos y que, por algún motivo incomprensible, eso la ponía más nerviosa
que cuando la amenazaba con un arma. Lo sabía con tanta seguridad como
sabía que esa noche harían el amor, y que ella lo deseaba tanto como la
deseaba él. Miley esperó que él dijera algo, o que riera de su última
frase, y al ver que no lo hacía, retrocedió y señaló la cocina.
–¿Tienes hambre? –preguntó por segunda vez.
Él asintió con lentitud, y ella se detuvo en seco al percibir la ronca intimidad de su voz.
–Estoy famélico.
Miley se dijo con mucha firmeza que él no había elegido deliberadamente esa
palabra porque la hubieran usado la noche anterior en esa discusión con
un trasfondo sexual. Trató de poner cara de inocencia.
–¿Qué te gustaría?
–¿Qué
me ofreces? –retrucó él, iniciando un juego verbal tan fluido que Miley no supo con seguridad si todo el doble sentido de las frases no
era solo producto de su propia y afiebrada imaginación.
–Te estoy ofreciendo comida, por supuesto.
–Por supuesto –contestó él con solemnidad, pero en sus ojos había un brillo divertido.
–Concretamente un guiso.
–Es importante ser concreta.
Miley decidió iniciar una estratégica retirada de esa conversación
extrañamente cargada, y comenzó a retroceder hacia el mostrador que
separaba el living de la cocina.
–Serviré el guiso allí –indicó.
–¿Por qué no comemos junto al fuego? –propuso él con voz suave como una caricia–. Es más acogedor.
Acogedor... A Miley se le secó
la boca. Una vez en la cocina, se puso a trabajar con aparente
eficacia, pero le temblaban tanto las manos que apenas podía servir el
guiso en los platos. Por el rabillo del ojo vio que Nick se acercaba al
estéreo y elegía discos que iba colocando en la bandeja. Instantes
después, la voz de Barbra Streisand llenaba la habitación. De todos los
discos existentes, que iban de Elton John a jazz, había elegido a
Streisand.
Acogedor.
La
palabra bullía en su cerebro; tomó dos servilletas, las colocó sobre la
bandeja y entonces, de espaldas al living, Miley apoyó las manos
sobre la mesada de la cocina y respiró hondo.
Acogedor.
Sabía perfectamente bien que esa palabra significaba «más conducente a
la intimidad». «Romántico». Lo sabía con tanta claridad como sabía que
la situación entre ellos se había visto irreversiblemente alterada desde
el momento en que ella eligió quedarse allí con él, en lugar de
abandonarlo en el arroyo o llevarlo a la casa y después llamar a la
policía. Nick también lo sabía. Miley veía pruebas evidentes de ello.
La miraba con una nueva suavidad, y en su voz había una nueva ternura, y
ambos luchaban denodadamente por conservar el autocontrol. Miley se
irguió y meneó la cabeza ante su intento tonto e inútil de engañarse. Ya
no quedaba nada de su autocontrol, ya no había argumentos que
importaran, ningún lugar adonde ir para ocultarse de la verdad.
La verdad era que lo deseaba. Y que él la deseaba. Ambos lo sabían.
Puso
los cubiertos sobre la bandeja, le dirigió una mirada de soslayo y
apartó apresuradamente la vista. Instalado en el sofá, Nick la
observaba: relajado, indulgente, sexualmente atractivo. No tenía ninguna
intención de apurarla, y tampoco estaba nervioso. Pero, bueno, sin duda
él había hecho el amor millares de veces con centenares de mujeres...
todas mucho más bonitas y más experimentadas que ella.
Miley sofocó una compulsiva necesidad de empezar a reorganizar los cajones de la cocina.
Nick
la observó volver al sofá, inclinarse y depositar la bandeja sobre la
mesa, con movimientos llenos de gracia pero inseguros, como los de una
gacela asustada. Y notó por primera vez que Miley tenía manos
hermosas, de dedos largos y delgados y uñas bien cuidadas. De repente
recordó que esas manos le habían tomado la cara junto al arroyo,
mientras ella lo acunaba entre sus brazos y le rogaba que se pusiera de
pie. En su momento, fue como un sueño en el que él era un mero
espectador, pero más tarde, después de que llegó tambaleante a la cama,
sus recuerdos eran más claros. Recordaba las manos de Miley que
alisaban frazadas sobre su cuerpo, recordaba la preocupación frenética
que traslucía su voz hermosa... Y al mirarla en ese momento, volvió a
maravillarse ante la extraña aura de inocencia que la rodeaba, y sofocó
una sonrisa al darse cuenta de que, por algún motivo, Miley esquivaba
su mirada.
Durante los últimos tres días se opuso a él, lo desafió; ese
día lo superó en astucia y luego le salvó la vida. Y sin embargo, pese a
su coraje y a su empuje, ahora que las hostilidades habían llegado a su
fin, era sorprendentemente tímida.
–Iré
a buscar vino –dijo Nick, y antes de que ella pudiera rechazar el
ofrecimiento, se levantó y regresó con una botella y dos copas–. Te
aseguro que no lo envenené –afirmó al ver que ella estiraba una mano
para tomar una copa y enseguida la apartaba.
–Nunca pensé que lo hubieras envenenado –dijo ella con una risa tímida.
Tomó
la copa y bebió. Nick notó que le temblaban las manos. Vio que la ponía
nerviosa la posibilidad de acostarse con él; sabía que hacía cinco años
que él no se acercaba a ninguna mujer. Casi seguro le preocupara la
posibilidad de que saltara sobre ella en cuanto terminaran de comer, o
que cuando empezaran a hacer el amor, él perdiera enseguida el control y
acabara en dos minutos. Pero Nick no comprendía por qué le preocupaba
todo eso; si alguien debía estar preocupado sobre sus posibilidades de
prolongar el placer y de tener una buena actuación después de cinco años
de abstinencia, era él.
Y lo estaba.
Decidió
tranquilizarla iniciando un tema de conversación agradable e
intrascendente. Repasó mentalmente los posibles tópicos y descartó
enseguida el tema de su hermoso cuerpo, de sus ojos maravillosos y –el
más interesante de todos– su susurrada declaración, a orillas del
arroyo, de que tenía ganas de acostarse con él. Eso le recordó el resto
de las frases que Miley le había dicho esa tarde en el dormitorio,
cuando él no estaba en condiciones de sacudirse su entumecimiento y
contestar. Ahora, estaba casi seguro de que gran parte de esas
afirmaciones no eran ciertas. O tal vez sólo las había imaginado. Deseó
que Miley hablara sobre sus alumnos; eran historias que le encantaban.
Estaba pensando cómo lograr que hablara de ellos, cuando notó que lo
miraba con una expresión extraña.
–¿Qué? –preguntó.
–Me preguntaba –contestó ella– ...Ese día, en el restaurante, ¿realmente tenía una goma pinchada?
Nick luchó por contener una sonrisa culpable.
–La viste con tus propios ojos.
–¿Estás diciendo que pisé un clavo o algo por el estilo y que no me di cuenta de que se me estaba desinflando la goma?
–No
diría que sucedió exactamente así. –Estaba casi seguro de que ella
sospechaba de su intervención en el asunto, pero su rostro se hallaba
tan inexpresivo, que no sabía si estaría o no jugando con él al gato y
el ratón.
–¿Cómo dirías que sucedió?
–Diría que un costado de tu goma entró en repentino contacto con un objeto afilado y con punta.
–¿Un objeto afilado y con punta? –repitió Miley, levantando las cejas–. ¿Como un cuchillo, por ejemplo?
–Como una navaja –confirmó Nick, haciendo esfuerzos desesperados por no reír.
–¿Tu navaja?
–Mi navaja. –Y agregó con una sonrisa impenitente–: Lo siento, señorita Mathison. Ella no se inmutó.
–Espero que hagas arreglar esa goma, Nick.
Lo único que impidió que él empezara a reír a gritos fue el dulce impacto de oír que por fin lo llamaba por su nombre.
–Sí,
señora –contestó. Esto es increíble, pensó Nick; mi vida es un
verdadero caos y lo único que quiero es reír a carcajadas y abrazarla. Y
no lo pudo evitar. Empezó a reír, volvió la cabeza y la sorprendió
dándole un rápido beso en la frente–. Gracias –susurró, ahogando otra
carcajada ante la expresión confundida de Miley.
–¿Por qué me agradeces? –Él se puso serio y la miró fijo.
–Por
hacerme reír. Por haberte quedado aquí y por no haberme entregado a la
policía. Por ser valiente y divertida y por estar increíblemente hermosa
con ese kimono colorado. Y por haberme preparado una comida
maravillosa. –Le dio un golpecito debajo de la barbilla para alivianar
el estado de ánimo de ambos, instantes antes de comprender que la
expresión de Miley no era de timidez.
–Te ayudaré –dijo, empezando a ponerse de pie. Nick le apoyó una mano en el hombro.
–Quédate aquí, disfruta del fuego y del resto de tu vino.
Demasiado
tensa para quedarse quieta a la espera de ver lo que sucedería, no,
cuándo sucedería, Miley se levantó y se acercó a los ventanales. Apoyó
el hombro contra el vidrio y contempló el paisaje espectacular de las
montañas cubiertas de nieve que resplandecían a la luz de la luna. En la
cocina, Nick redujo la intensidad de las luces del living.
–Así verás mejor el paisaje –explicó al ver que ella lo miraba sobre el hombro.
Y Miley pensó además que la casa parecía más acogedora con menos luz y
con el living apenas iluminado por el resplandor de las llamas de la
chimenea. Muy acogedora y muy romántica, sobre todo con la música que
salía del estéreo.
Nick se dio cuenta de que
Miley se ponía levemente tensa cuando él se le acercó por detrás, y
sus imprevisibles reacciones hacia él lo desconcertaron. En lugar de
tomarla en sus brazos y besarla, que era lo que hubiera hecho con
cualquiera otra mujer que conocía, inició un método más sutil para
llevarla hacia donde quería. Metió las manos en los bolsillos del
pantalón, la miró a través del vidrio del ventanal, señaló el estéreo
con la cabeza y preguntó con burlona formalidad:
–¿Me concede la próxima pieza, señorita Mathison?
Miley se volvió, sonriente y sorprendida y Nick se alegró en forma desmedida
por el sólo hecho de verla contenta. Hundió las manos aún más
profundamente en los bolsillos antes de volver a hablar.
–La
última vez que saqué a bailar a una maestra estaba convenientemente
vestido para la ocasión, con camisa blanca, corbata marrón y mi traje
azul marino preferido. Pero a pesar de todo ella no quiso bailar
conmigo.
–¿En serio? ¿Por qué?
–Tal vez me haya considerado demasiado bajo.
Miley sonrió, pues Nick debía medir por lo menos un metro ochenta y siete, y
pensó que debía de estar bromeando. En caso contrario la mujer sería una
especie de giganta.
–¿En serio eras más bajo que ella? –Nick asintió.
–Me
llevaba como noventa centímetros. Sin embargo en ese momento yo no
consideraba que ese fuese un obstáculo grave, porque estaba locamente
enamorado de ella. –En ese momento, Miley entendió y dejó de sonreír.
–¿Qué edad tenías?
–Siete años.
Miley lo miró como si comprendiera que el desaire de esa maestra le había dolido. Y ahora que Nick lo pensaba, así había sido.
–Yo nunca te habría rechazado, Nick.
El
tono entrecortado de su voz y su mirada suave fueron más de lo que Nick
podía soportar. Hipnotizado por los sentimientos que crecían en su
interior, sacó las manos de los bolsillos y le tendió una en silencio,
mientras la miraba con intensidad. Ella colocó su mano en la de él, Nick
rodeó con el brazo su angosta cintura, la acercó a sí mientras la voz
increíble de Streisand cantaba los primeros versos de Gente.
Nick
sufrió un estremecimiento al sentir las piernas y las caderas de Miley en contacto con las suyas; y cuando ella apoyó una mejilla
contra su pecho, el corazón empezó a latirle a un ritmo desenfrenado.
Todavía ni siquiera la había besado, y el deseo ya latía en todos los
nervios de su cuerpo. Para distraerse, trató de pensar en un tema de
conversación apropiado que los condujera a su meta sin estimularlo de
inmediato más de lo que ya estaba. Al recordar que a ambos les resultó
divertido bromear sobre la goma del auto que él pinchó, decidió que
sería bueno para los dos reír sobre esos acontecimientos que, en su
momento, no tuvieron nada de graciosos.
Entrelazó sus dedos con los de
ella y apoyó la mano de Miley contra su pecho, mientras le susurraba:
–A propósito, señorita Mathison, con respecto a su viaje no programado en snowcat del día de hoy...
Ella
le siguió el tren de inmediato. Echó atrás la cabeza y lo miró con una
expresión de inocencia tan exagerada que Nick debió hacer un esfuerzo
por no reír.
–¿Sí? –preguntó.
–¿Dónde
diablos te metiste cuando volaste sobre el borde de la montaña como un
cohete y desapareciste? –La risa estremeció los hombros de Miley.
–Aterricé en brazos de un enorme pino.
–Eso fue muy inteligente –bromeó él–. Permaneciste seca y me instigaste a mí a actuar como un salmón loco en ese arroyo helado.
–Esa parte del asunto no tuvo nada de gracioso. En mi vida he visto una actitud más valiente que la que tuviste hoy.
Lo
que lo derritió no fueron las palabras de Miley, sino su manera de
mirarlo... la admiración que había en sus ojos, en su tono de voz.
Después del juicio humillante y de los deshumanizantes efectos de la
cárcel, ya era alentador que lo consideraran un ser humano en lugar de
un monstruo. Pero que Miley lo mirara como si fuera un ser valiente y
decente y valioso, fue el regalo más precioso que le habían hecho en su
vida. Tuvo ganas de estrujarla en sus brazos, de perderse en su dulzura,
de envolverla alrededor de su cuerpo como una frazada y de enterrarse
dentro de ella; quería ser el mejor amante que ella hubiera tenido y que
esa noche fuese tan memorable para Miley como lo sería para él.
Miley notó que fijaba la mirada en sus labios y en un estado de expectativa
que había remontado hasta alturas insospechadas durante la última hora,
esperó que la besara. Al darse cuenta de que Nick no pensaba hacerlo,
trató de disimular su desilusión con una sonrisa alegre y una frase
divertida.
–Si alguna vez vas a Keaton y conoces a Tim Martín, por favor no le digas que bailaste conmigo.
–¿Por qué no?
–Porque
armó una pelea con la última persona con quien yo bailé. –A pesar de
que era un absurdo, Nick experimentó la primera punzada de celos de su
vida adulta.
–¿Martín es alguno de tus novios? –Ella rió al ver su expresión sombría.
–No, es uno de mis alumnos. Es uno de esos tipos celosos...
–¡Bruja! –bromeó él, apretándola contra su cuerpo–. Sé exactamente lo que debe de haber sentido ese pobre chico.
Ella alzó los ojos al cielo.
–¿Realmente esperas que crea que acabas de tener celos?
Nick clavó su mirada hambrienta en los labios de Miley.
–Hace cinco minutos –murmuró– hubiera asegurado que era incapaz de una emoción tan baja.
–¡Ah, no! –exclamó ella, y enseguida agregó con fingida severidad–: Estás sobreactuando, señor Astro Cinematográfico.
Nick
quedó como petrificado. Esa noche cuando se acostara con ella, si
pudiera elegir entre que Miley imaginara que hacía el amor con un
convicto o con un astro de cine, hubiera elegido lo primero sin vacilar.
Por lo menos eso era real, no ilusorio, enfermante y falso. Había
vivido más de diez años de su existencia con esa imagen de trofeo
sexual. Igual que los famosos jugadores de fútbol, su vida privada había
sido invadida por admiradoras ansiosas de acostarse con Nicholas Jonas.
No con el hombre. Con la imagen. En realidad, esa noche, era la primera
vez que estaba absolutamente seguro de que una mujer lo quería por sí
mismo, y le indignaba pensar que tal vez se hubiera equivocado.
–¿Por qué me miras así? –preguntó ella con cautela.
–¿Qué te parece si tú me dices por qué se te ocurrió hablar en este momento del “astro cinematográfico”?
–Mi respuesta no te va a gustar.
–Ponme a prueba –desafió él. Ante el tono de Nick, Miley entrecerró los ojos.
–Muy bien, lo dije porqué la falta de sinceridad me provoca una enorme aversión. –Nick la miró, ceñudo.
–¿No crees que podrías ser un poco más clara?
–Por
supuesto –contestó Miley, respondiendo al sarcasmo con una crudeza
poco común en ella–. Lo dije porque simulaste estar celoso, y enseguida
lo empeoraste al pretender convencerme de que nunca, en tu vida entera,
habías sentido eso. Y no sólo me pareció una actitud vulgar, sino poco
sincera, sobre todo porque yo sé, y tú sabes que debo de ser la mujer
menos atractiva con quien hayas decidido flirtear en toda tu vida.
Además, considerando que no te sigo tratando como un asesino, te
agradecería que no empezaras a tratarme a mí como... como a alguna de
esas admiradoras a quienes puedes fascinar hasta el punto de que se
desmayen a tus pies cuando les dices una frase bonita.
Miley notó tarde la tumultuosa expresión de Nick, y clavó la mirada en uno de
sus hombros, avergonzada de haber permitido que sus sentimientos
heridos la llevaran hasta tal exabrupto. Se preparó para la furiosa
contestación de él, pero después de algunos instantes de ominoso
silencio, volvió a hablar con voz contrita:
–Supongo que no era necesario que fuera tan clara. Lo siento. Ahora te toca el turno a ti.
–¿El turno de qué? –retrucó Nick
–Supongo que de decirme que fui una grosera.
–Muy bien. Lo fuiste.
Había dejado de bailar, y Miley respiró hondo antes de animarse a mirar su rostro impasible.
–Estás enojado, ¿verdad?
–No lo sé.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Me refiero a que, en lo que a ti concierne, desde hoy al mediodía no estoy seguro de nada, y mi inseguridad crece por minutos.
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