–¿Esto te gusta un poco más?
–Bueno
–contestó ella, tratando de conservar un aspecto severo, a pesar de la
risa que todavía bailaba en sus ojos–, puedo perdonarte por haberme
secuestrado y por aterrorizarme, ¡pero era imperdonable que me
ofrecieras un trozo de atún mientras tú devorabas un bife!
Miley se hubiera conformado con comer en pacífico silencio, pero cuando cortó
el primer bocado de carne, él notó que tenía la muñeca lastimada y le
preguntó qué le había pasado.
–Es una lastimadura que me hice jugando al fútbol –explicó ella.
–¿Qué?
–La semana pasada, cuando estaba jugando al fútbol, me hicieron un tackle.
–¿Te lo hizo algún grandote de medio campo?
–No, me lo hizo un chiquito en una enorme silla de ruedas.
–¿Qué?
Era
evidente que él estaba tan necesitado de conversación como había dicho
y, mientras comían, Miley le relató el partido en versión abreviada.
–La
culpa fue mía –aseguró, sonriendo ante el recuerdo–. Yo no entiendo
mucho de fútbol, pero no me sorprendería que alguno de mis chicos
terminara participando de la Olimpíada de Fútbol en Silla de Ruedas.
Nick
notó la dulzura con que dijo “mis chicos”, y el brillo de sus ojos
cuando hablaba de ellos, y se maravilló ante la capacidad de compasión y
la dulzura de esa mujer. Como no quería que dejara de hablar, buscó
otro tema.
–¿Qué hacías en Amarillo el día que nos conocimos? –preguntó.
–Había
ido a ver al abuelo de uno de mis alumnos con problemas físicos. Es un
hombre muy rico y tenía la esperanza de poder convencerlo de que donara
dinero para un programa de alfabetización para adultos que estoy
organizando en la escuela.
–¿Y tuviste éxito?
–Sí. Tengo su cheque en la cartera.
–¿Qué
te decidió a ser maestra? –preguntó Nick, con una extraña necesidad de
seguir oyéndola hablar. Comprendió que acababa de elegir el tema
indicado cuando ella le dirigió una sonrisa arrebatadora y se embarcó de
inmediato en una explicación.
–Me encantan los chicos y la enseñanza es una profesión antigua y respetable.
–¿Respetable?
–repitió él, sobresaltado por la sutil extravagancia de la definición–.
Creo que, hoy en día, ser “respetable” no es algo que preocupe a mucha
gente. ¿Por qué te resulta tan importante a ti?
Miley evitó con un encogimiento de hombros ese comentario demasiado perceptivo.
–Soy hija de un pastor y Keaton es una ciudad pequeña.
–Comprendo –dijo Nick, aunque en realidad no comprendía nada–. Pero hay otras profesiones igualmente respetables.
–Sí,
pero en ellas no me tocaría trabajar con gente tan maravillosa como la
que trato ahora. –Un poco avergonzada por su entusiasmo tan emotivo, Miley volvió a guardar silencio y se concentró en la comida
Cuando terminó de comer, Nick se
arrellanó en el sofá y se cruzó de piernas, observando las llamas que
bailoteaban en la chimenea, mientras permitía que su cautiva terminara
la comida sin más interrupciones.
Trató de concentrarse en la siguiente
etapa de su viaje, pero en su actual estado de relajación se sentía más
inclinado a pensar en la sorprendente –y perversa– treta del destino
gracias a la que Miley Mathison estaba allí, sentada frente a él.
Durante
las largas semanas que dedicó a planear cada detalle de su huida...
durante las noches interminables en que permaneció despierto en su celda
pensando en la primera noche que pasaría en esa casa, nunca supuso que
no estaría solo. Por mil motivos, habría sido mejor que lo estuviera,
pero ahora que ella se encontraba allí, no podía encerrarla bajo llave
en su cuarto, proporcionarle comida y simular que no existía. Sin
embargo, después de la última hora pasada en su compañía, se sentía
tentado de hacer exactamente eso, porque ella lo estaba obligando a
reconocer todas las cosas que había perdido en su vida, y a reflexionar
sobre ellas... esas cosas que le seguirían faltando durante el resto de
su existencia.
En el término de una semana, volvería a estar huyendo, y
en el lugar adonde se dirigía no habría lujosas casas de montaña con
fuegos acogedores, no existirían conversaciones sobre pequeños con
problemas físicos, ni decorosas maestras de tercer grado con ojos
parecidos a los de un ángel y una sonrisa capaz de derretir las piedras.
No recordaba haber visto jamás a una rnujer cuyo rostro se iluminara
como se iluminó el de Miley cuando le habló de esos chicos. Conocía
mujeres ambiciosas cuyo rostro se iluminaba ante la posibilidad de
obtener un papel en una película o de que les regalaran una alhaja;
había visto a las mejores actrices del mundo –en el escenario y fuera de
él, en la cama y fuera de ella– en interpretaciones convincentes de
apasionada ternura y de amor, pero hasta esa noche, nunca, pero nunca,
había sido testigo de esos sentimientos convertidos en realidad.
Cuando
tenía dieciocho años, sentado en la cabina de un semirremolque, rumbo a
Los Ángeles, y casi ahogado por las lágrimas que se negaba a derramar,
se juró que jamás, jamás miraría hacia atrás, que nunca se preguntaría
lo que podía haber sido su vida «si las cosas hubieran sido distintas».
Y
sin embargo en ese momento, a los treinta y cinco años, cuando estaba
endurecido por todo lo que había visto y hecho, al mirar a Miley
Mathison sucumbía a la tentación de la duda. Mientras se llevaba la copa
de coñac a los labios y observaba a lluvia de chispas que se
desprendían de un leño, se preguntó qué habría sucedido si hubiera
conocido a alguien como ella cuando era joven.
¿Habría sido ella capaz
de salvarlo de sí mismo, de enseñarle a perdonar, de suavizar su
corazón, de llenar los espacios vacíos de su vida? ¿Habría sido capaz de
proporcionarle metas más importantes y constructivas que la adquisición
de riquezas, poder y reconocimiento que habían dado forma a su vida?
Con alguien como Miley en su cama, ¿habría experimentado algo mejor,
más profundo, más duradero que el efímero placer de un orgasmo?
Tardíamente
lo golpeó comprender lo improbables que eran sus pensamientos, y se
maravilló ante su propia tontería. ¿Dónde diablos hubiera podido conocer
a alguien parecida a Miley Mathison? Hasta los dieciocho años vivió
siempre rodeado de sirvientes y familiares, cuya sola presencia era un
permanente recordatorio de su superioridad social.
En ese tiempo, la
hija de un ministro de pueblo, como Miley Mathison, jamás habría
entrado en su esfera social.
No,
no la habría conocido en esa época, y tampoco en Hollywood hubiera
podido conocer a alguien como ella. ¿Pero si por alguna treta del
destino hubiera conocido allí a Miley?, se preguntó Nick, con el
entrecejo fruncido de concentración. Si de alguna manera ella hubiera
sobrevivido intacta en ese mar de depravaciones sociales, de
autoindulgencia sin límites y de rugiente ambición que era Hollywood,
¿él habría notado realmente su presencia, o ella habría sido
completamente eclipsada a sus ojos por mujeres más mundanas y
fascinantes? ¿Si Miley se hubiera presentado en su oficina de Beverly
Drive a pedirle que le hiciera una prueba cinematográfica, ¿habría
notado él esa hermosa cara de huesos excelentes, esos ojos increíbles,
esa figura perfecta? ¿O lo habría pasado todo por alto porque no era
espectacularmente hermosa? Y si ella hubiera pasado una hora en su
oficina, conversando con él como lo hizo esa noche, ¿habría apreciado su
ingenio, su inteligencia, su no simulado candor? ¿O habría tratado de
librarse de ella porque no hablaba sobre “el negocio” ni daba ninguna
indicación de querer acostarse con él, que habrían sido sus dos
intereses principales?
Nick
hizo girar la copa entre las manos mientras contemplaba las respuestas
de esas preguntas teóricas, tratando de ser honesto consigo mismo.
Después de algunos instantes, decidió que hubiera notado las facciones
delicadas de MileyMathison, su piel resplandeciente, sus ojos
impactantes. Después de todo, era un experto en belleza femenina,
convencional o no, así que no habría podido pasarla por alto. Y sí,
hubiera apreciado su candor tan directo, y se hubiera emocionado ante su
compasión y su suavidad, ante su dulzura, lo mismo que lo habían
emocionado esa noche. Sin embargo no le habría hecho una prueba
cinematográfica.
Tampoco
le habría recomendado que se pusiera en manos de un buen fotógrafo que
pudiera captar esa frescura juvenil tan estadounidense, para convertirla
en una modelo de tapa de un millón de dólares, a pesar de que Miley
había pasado hacía tiempo la edad en que se inician las modelos.
En
lugar de eso, Nick creía con toda honestidad que la hubiera sacado con
rapidez de su oficina, aconsejándole que volviera a su casa, se casara
con su casi-novio, que tuviera hijos y una vida con sentido. Porque aun
en sus momentos de mayor insensibilidad, jamás hubiera querido que una
persona tan excelente y pura como Miley Mathison fuese manoseada,
utilizada y corrompida por Hollywood o por él mismo.
Pero
si a pesar de sus consejos, Miley hubiese insistido en permanecer de
todos modos en Hollywood, ¿se habría acostado con ella después, si ella
estaba de acuerdo y cuando lo estuviera?
No.
¿Habría querido hacerlo?
¡No!
¿Habría querido mantenerla cerca, tal vez viéndola a la hora del almuerzo, por las tardes o invitándola a fiestas?
¡No, por Dios!
¿Por qué no?
Nick
ya sabía exactamente por qué no, pero de todos modos la miró, como para
confirmar lo que sentía. Miley estaba sentada en el sofá, la luz de
las llamas iluminaban su pelo brillante, y ella miraba el hermoso cuadro
que colgaba sobre la chimenea... su perfil era tan sereno e inocente
como el de una niña del coro durante la misa de Nochebuena. Y era por
eso que no hubiera querido tenerla cerca antes de ir a la cárcel, y por
lo que tampoco quería tenerla cerca en ese momento.
Aunque
cronológicamente él sólo le llevara nueve años, era siglos mayor que Miley en experiencia, y gran parte de esa experiencia no era de la
clase que ella hubiese admirado ni aprobado... y eso antes de que lo
condenaran a la cárcel. En comparación con el juvenil idealismo de Miley, Nick se sentía terriblemente viejo y gastado.
El
hecho de que en ese momento la encontrara atractiva y deseable a pesar
de estar envuelta en ese grueso suéter informe, y el hecho de tener una
erección en ese mismo instante, lo hicieron sentir un viejo sucio,
desagradable y lujurioso.
Por otra parte, esa noche Miley también logró hacerlo reír, y eso era algo que Nick apreciaba.
De
repente se le ocurrió que Miley no le había hecho una sola pregunta
acerca de su antigua vida en el mundo del cine. No recordaba haber
conocido una sola mujer –o para el caso un solo hombre– que no lo
hubiera proclamado su actor de cine favorito para acosarlo luego con
preguntas acerca de su vida personal y los otros actores a quienes
admiraban.
Hasta los reos más duros y sedientos de sangre de la prisión
se habían mostrado impresionados por su pasado y ansiosos por decirle
cuáles de sus películas les habían gustado más. Por lo general, esa
actitud inquisitiva le disgustaba y hasta le provocaba enojo.
Pero en
ese momento le fastidió que Miley Mathison actuara como si no hubiera
oído hablar de él. Tal vez en ese oscuro pueblito donde vive ni siquiera
tengan un cine, decidió. Tal vez en su vida entera, tan protegida,
nunca hubiera visto una película.
Tal
vez... ¡Dios! ¡Tal vez... sólo viera películas aptas para menores de 15
años! En cambio, las que él filmaba eran absolutamente reservadas para
personas mayores, de criterio formado, porque su contenido era profano,
violento, lleno de sexo o las tres cosas juntas.
Para su enojo, de
repente Nick se sintió avergonzado de ello, que era otra buena razón por
la que jamás habría elegido salir con una mujer como Miley.
Estaba tan enfrascado en sus pensamientos, que se sobresaltó cuando ella habló con una sonrisa vacilante.
–No pareces estar disfrutando mucho de la noche.
–Estaba pensando en la posibilidad de ver el noticiario –contestó él con tono vago.
Miley,
que había tenido inquieta conciencia del silencio ceñudo de Nick,
aceptó con alegría la oportunidad que se le presentaba de ocuparse en
algo que no fuera pensar si sería realmente inocente de haber cometido
un asesinato... y si la volvería a besar antes de que la velada llegara a
su fin.
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