Y cerró la puerta. Durante las
dos semanas siguientes, Ted se descubrió buscándola en todas partes,
estuviera de franco, patrullando las calles o trabajando en la oficina, y
cuando no la veía ni alcanzaba a divisar su Corvette blanco se
sentía... defraudado. Vacío. Decidió que Katherine debía de haber
abandonado Keaton para dirigirse a cualquier lugar adonde iban las
chicas ricas cuando se aburrían durante el verano. Recién a la semana
siguiente, cuando denunciaron la presencia de un ladrón cerca de la casa
de los Cahill, Ted se dio cuenta de lo obsesionado que estaba por
Katherine.
Se dijo que era su deber dirigirse en auto hasta su casa...
para asegurarse de que se hallaba a salvo. Había luz en una ventana
trasera de la casa, y Ted bajó del auto... con lentitud, a
regañadientes, como si sus piernas comprendieran lo que su mente
negaba... que el hecho de que estuviera allí podía tener desastrosos
resultados.
Levantó la
mano para tocar el timbre... y la dejó caer. Esto es una locura,
decidió, volviéndose. Pero giró sobre sí mismo cuando la puerta del
frente se abrió... y allí estaba ella. Hasta vistiendo shorts blancos y
una blusa rosada, Katherine Cahill era tan hermosa que le entorpecía la
mente. Sin embargo, esa noche se la veía distinta; tenía una expresión
sobria y un tono de voz suave y sincero, sin vestigios de flirteo.
–¿Quería algo, oficial Mathison? Frente a su madurez tan tranquila y directa, Ted se sintió un reverendo tonto.
–Hubo un robo no lejos de aquí –explicó–. Vine para revisar...
Para
su incredulidad, ella empezó a cerrarle la puerta en las narices y Ted
se oyó llamándola. La llamó antes de poder controlarse.
–¡Katherine! No...
La puerta se volvió a abrir y Katherine lo miro, sonriendo apenas, con la cabeza levemente ladeada, esperando.
–¿Qué quieres? –repitió, clavando su mirada en la de él.
–¡Dios! No lo sé...
–Por
supuesto que lo sabes. Es más –agregó con un extraño tono de broma–, no
creo que corresponda que el hijo del reverendo Mathison, el pastor de
Keaton, ande mintiendo acerca de sus sentimientos ni tomando el nombre
de Dios en vano.
–¡Ah!
¿De eso se trata? –preguntó Ted, completamente desequilibrado; era como
un hombre a punto de ahogarse que se aferra a cualquier rama para
salvarse del destino que está por abrazar–. ¿Te parece sexualmente
divertido acostarte con el hijo de un pastor?
–¿Alguien habló de sexo, oficial?
–Ahora
lo entiendo –dijo Ted con desprecio, aferrándose del hecho de que lo
hubiera llamado por su grado–. Te atraen los policías, ¿verdad? Crees
que acostándote con...
–¡De nuevo el sexo! ¿No puedes pensar en otra cosa?
Confundido y furioso consigo mismo, Ted se metió las manos en los bolsillos y la miró iracundo.
–Si lo que quieres no es acostarte conmigo, ¿qué diablos es?
Ella
avanzó hacia el porche, con aspecto más valiente y mundano que el de
Ted, pero él extendió las manos y la acercó a su cuerpo hambriento.
–Lo que quiero es casarme contigo –contestó con suavidad–. Y por favor, ¡no maldigas!
–¡Casarte! –explotó Ted.
–Pareces escandalizado, querido.
–¡Estás loca!
–Por
ti –convino ella. Se puso en puntas de pie, deslizó las manos por el
pecho de Ted, le rodeó el cuello con ellas y él ardió como si Katherine
fuera una antorcha que acababa de encenderlo–. Te doy la oportunidad de
compensar el haberme lastimado la última vez que me besaste. No me
gustó.
Indefenso, Ted
bajó la cabeza, apoyó los labios sobre los de Katherine y los recorrió
con la lengua. Ella lanzó un quejido y eso hizo que Ted perdiera todo
control. Se apoderó de su boca, le pasó las manos por el cuerpo, le tomó
las caderas para apretarlas contra las suyas, pero su beso fue más
suave, más profundo.
Ella tenía un gusto celestial, sus pechos turgentes
llenaban sus manos y su cuerpo calzaba con el suyo como si hubieran
sido esculpidos el uno para el otro.
Muchos minutos después, por fin,
Ted consiguió apartar la cabeza y hablar, pero su voz estaba ronca de
deseo y no conseguía apartar las manos de la cintura de Katherine.
–Nos hemos vuelto locos los dos.
–Locos uno por el otro –convino ella–. Considero que septiembre es un mes maravilloso para casarse, ¿no crees?
–No. –Ella echó atrás la cabeza y lo miró–. Me gusta más agosto –se oyó decir Ted.
–Podríamos casarnos en agosto, el día que cumplo veinte años, pero agosto es un mes muy caliente.
–No tan caliente como estoy yo en este momento. Ella trató de censurarlo por su comentario, pero terminó riendo y bromeó.
–Me escandaliza oír esas palabras en boca del hijo de un pastor.
–No
soy más que un hombre común y silvestre, Katherine –advirtió él, pero
no quería que ella lo creyera. No. Quería que lo creyera un ser tan
extraordinario como lo hacía sentir: poderoso, suave, fuerte, sabio.
Pero pese a todo le pareció que ella merecía tener más tiempo para saber
quién y cómo era él.
–Septiembre me parece perfecto.
–Pero
creo que a mí no me parece perfecto –contestó ella, mirándolo con una
sonrisa burlona–. Me refiero a que tu padre es ministro y eso
posiblemente signifique que insistirás en esperar hasta después de que
nos hayamos casado.
Ted consiguió simular inocencia y confusión.
–¿Para qué?
–Para hacer el amor.
–El ministro es mi padre, no yo.
–Entonces, hazme el amor.
–¡No
tan rápido! –De repente Ted se encontró en la incómoda situación de
tener que adoptar una postura con respecto a la clase de matrimonio que
quería, cuando una hora antes ni se le había pasado por la cabeza la
posibilidad de casarse–. No aceptaré un solo centavo del dinero de tu
padre. Si nos casamos, serás la mujer de un policía hasta que me reciba
de abogado.
–Está bien.
–A tus padres no les va a gustar la idea de que te cases conmigo.
–Papá se adaptará.
Y
Ted descubrió que tenía razón. Cuando se trataba de manejar a la gente,
Katherine era un genio. Todo el mundo, incluyendo a sus padres, se
adaptaba a sus caprichos. Todo el mundo, menos Ted.
Después de seis
meses de matrimonio, seguía sin adaptarse a vivir en una casa que nunca
se limpiaba y a comer alimentos enlatados. Y sobre todo, no conseguía
adaptarse a los malos humores y las exigencias irracionales de su mujer.
Katherine
nunca quiso ser una esposa para Ted, en el verdadero sentido de la
palabra, y decididamente no quería ser madre. Dos años después de
haberse casado, se puso furiosa al darse cuenta de que estaba
embarazada, y se sintió feliz cuando consiguió abortar.
Su reacción ante
el embarazo fue la gota que colmó el vaso de Ted, el motivo que lo
decidió a concederle el divorcio con que ella lo amenazaba cada vez que
él se negaba a darle algo que ella quería. La voz de Carl interrumpió
los recuerdos de Ted.
–No
tiene sentido que les mencionemos el nombre de Jonas a mamá y a papá.
Si Miley está en peligro, que ellos lo ignoren el mayor tiempo
posible.
–Estoy de acuerdo.
******
–¡Estamos perdidos! ¡Estoy
segura de que nos hemos perdido! ¿Adónde vamos, por amor de Dios? ¿Qué
puede haber allá arriba, aparte de un campamento de explotación forestal
desierto? –La voz de Miley temblaba de tensión nerviosa mientras
trataba de ver algo a través de la nieve que caía sobre el parabrisas.
Acababan
de abandonar la ruta para tomar un camino inclinado que trepaba la
montaña en una interminable serie de curvas cerradas, curvas que la.
hubieran puesto nerviosa en verano; en ese momento, con la nieve
resbaladiza y la mala visibilidad que complicaban las cosas, esa subida
ponía los pelos de punta.
Y justo cuando ella pensaba que era imposible
que el camino empeorara, doblaron por un sendero serpenteante tan
angosto que las ramas de los pinos que lo flanqueaban cepillaban los
costados del auto.
–Ya
sé que estás cansada –dijo Nick–. Si no creyera que en cuanto se te
presentara la ocasión tratarías de saltar del auto, habría manejado yo
para que pudieras descansar.
Desde
ese beso, casi doce horas antes, él la trataba con una cálida cortesía
que a Miley le resultaba mucho más alarmante que su anterior furia,
porque no podía desprenderse de la sensación de que Nick había alterado
sus planes... y el uso que intentaba hacer de ella. El resultado fue que Miley respondía a todos sus agradables esfuerzos por iniciar una
conversación con comentarios agudos y punzantes que la hacían sentir una
arpía. Y también lo culpaba a él por eso.
Ignorando las palabras de Nick, se encogió de hombros con frialdad.
–Según
el mapa y las indicaciones, vamos en dirección correcta, pero no había
ninguna indicación sobre un camino que subiera en línea recta. ¡Éste es
un auto, no un avión!
Jonas
le alcanzó una gaseosa que habían comprado en una estación de servicio,
donde también cargaron gasolina y él la volvió a escoltar al baño. Lo
mismo que la vez anterior, le impidió cerrar la puerta con llave e
inspeccionó el baño antes de que se fueran, para ver si no había dejado
alguna nota.
Cuando le alcanzó la gaseosa sin responder a sus quejas por
las traicioneras condiciones del camino, Miley decidió guardar
silencio. En otras circunstancias, le habría fascinado el panorama
majestuoso de las montañas cubiertas de nieve y de los altos pinos, pero
le resultaba imposible disfrutar del paisaje cuando necesitaba toda su
concentración y sus fuerzas simplemente para que el auto siguiera
avanzando en la dirección correcta. Miley suponía que por fin se
acercaban a su destino, porque hacía más de veinte minutos que habían
abandonado el último camino decente.
En ese momento trepaban una
montaña, en plena tormenta de nieve, y por un sendero que sólo era
algunos centímetros más ancho que el auto.
–Espero que el que te dio el mapa y las indicaciones supiera lo que hacía –dijo Miley.
–¿En serio? –bromeó él–. Supuse que tendrías esperanzas de que nos hubiéramos perdido. Ella ignoró el tono divertido de su voz.
–Me
encantaría que tú estuvieras perdido, ¡pero no tengo el menor deseo de
perderme contigo! El asunto es que hace más de veinticuatro horas que
manejo con este clima terrible y por caminos espantosos, y estoy
extenuada... –Se interrumpió, alarmada, al ver un angosto puente de
madera. Hasta dos días antes, el tiempo había sido sorprendentemente
cálido en Colorado y, al derretirse, la nieve aumentó el cauce de los
arroyos como ése, que se convirtieron en pequeños ríos desbordados–. Ese
puente no parece seguro. El arroyo está demasiado crecido...
–No tenemos alternativa. –Miley advirtió preocupación en la voz de Jonas, y el miedo la hizo apretar el freno.
–¡No pienso cruzar ese maldito puente!
Nick
no había llegado hasta allí para volverse atrás. Además, era imposible
dar la vuelta en ese angosto sendero cubierto de nieve. También era
imposible retroceder y bajar la montaña marcha atrás por esas curvas
cerradas.
El sendero había sido limpiado recientemente, tal vez esa
misma mañana, como si Liam Farrell se hubiera enterado de la huida de
Nick y adivinado por qué su amigo le pidió, varias semanas antes, que
llamara por teléfono a una determinada persona y le diera indicaciones
detalladas de la manera de llegar a la casa de la montaña.
Sin duda Liam
se encargó de que algún cuidador limpiara el sendero para asegurarse de
que, si lo intentaba, Nick pudiera llegar. Sin embargo, el puente no
parecía seguro. El arroyo crecido arrastraba grandes ramas de árboles y
el agua corría con tanta velocidad que sometía la estructura de madera a
un enorme esfuerzo.
–Baja del auto –ordenó Nick después de algunos instantes de silencio.
–¿Que
me baje? ¡En una hora estaré congelada y muerta! ¿Era eso lo que te
proponías durante todo este tiempo? ¿Obligarme a manejar hasta aquí,
para después dejarme morir en la nieve?
Durante
todo el día, ninguno de sus comentarios desagradables logró apagar el
buen humor de Nick, pero en ese momento fue exactamente eso lo que
hicieron sus palabras agitadas; Miley notó que él apretaba los dientes
cuando le habló con un helado tono de enojo.
–¡Bájate
del auto! –repitió–. Yo lo manejaré para cruzar el puente. Si resiste,
lo podrás cruzar después a pie y subir al auto en la otra orilla.
No
fue necesario que se lo repitiera. Arrebujándose dentro de su suéter, Miley abrió la puerta y bajó del coche, pero el alivio que le
provocaba estar a salvo se convirtió en otra cosa, en algo que en
aquellas circunstancias era completamente absurdo. Al ver que Nick se
ubicaba detrás del volante, se sintió culpable por haber abandonado el
auto, avergonzada de su cobardía y preocupada por la suerte que podía
correr él. Y eso fue antes de que él se inclinara hacia el asiento
trasero, del que tomó el tapado de Miley y dos frazadas de Carl, que
le pasó por la puerta abierta, diciendo:
–Si
el puente no aguanta, busca un lugar donde el arroyo sea angosto y te
permita cruzarlo a pie. En la parte superior de la montaña hay una casa
con teléfono y comida en abundancia. Puedes llamar pidiendo auxilio y
esperar allí que pase la tormenta y que lleguen a buscarte.
Nick
había dicho «si el puente no aguanta» sin un dejo de emoción en la voz
ni en el rostro, y Miley se estremeció al comprobar que Nicholas Jonas
era capaz de arriesgar su vida sin la menor preocupación. Si el puente
no resistía, él y el pesado auto se precipitarían a ese arroyo crecido y
helado. Miley aferró la puerta para impedir que la cerrara.
–Si el puente no resiste –dijo–, te arrojaré una soga o una rama o algo para que puedas agarrarla y llegar hasta la orilla.
En
cuanto ella terminó de hablar, Nick cerró la puerta, y Miley se
estremeció y se cubrió con las frazadas y el tapado. Las ruedas del auto
giraron en la nieve hasta que se afirmaron y el automóvil comenzó a
avanzar con lentitud. Miley contuvo el aliento y empezó a murmurar
desordenadas oraciones, mientras caminaba hacia el puente. Una vez allí,
miró el agua turbulenta, tratando de calcular su profundidad. Pasaban
velozmente enormes troncos que giraban sobre sí mismos. Aferró una
gruesa rama de alrededor de dos metros y medio de largo y la hundió. Al
comprobar que no tocaba el fondo, se dejó llevar por el pánico.
–¡Espera! –gritó, tratando de hacerse oír sobre el bramido del viento–. ¡Podemos dejar el auto aquí y seguir los dos a pie!
Si
Nick la oyó, la ignoró por completo. El motor bramaba mientras las
ruedas giraban en falso y luego se afirmaban; entonces el auto saltó
hacia adelante y adquirió el envión necesario para avanzar por la nieve,
rumbo al puente. De repente Miley oyó que las maderas del puente
chirriaban y gritó:
–¡No lo intentes! ¡El puente no resistirá! ¡Baja! ¡Baja del auto!
Era
demasiado tarde. El Blazer avanzaba sobre las maderas crujientes,
desparramando nieve con el paragolpes delantero. Las ruedas giraban, se
aferraban al piso y volvían a girar en falso, pero la tracción en las
cuatro ruedas cumplió su cometido.
Con
las frazadas aferradas contra el pecho, mientras la nieve revoloteaba a
su alrededor, Miley permaneció en un estado de indefensa parálisis,
obligada a presenciar algo que le resultaba imposible impedir.
No
volvió a respirar hasta que el auto y su loco conductor llegaron sanos y
salvos a la orilla opuesta, y entonces la invadió una perversa
sensación de furia hacia él, por haberla hecho sufrir un nuevo terror.
Cruzó el puente, abrió la puerta del acompañante y subió al auto.
–¡Lo logramos! –exclamó Nick. Miley le dirigió una mirada asesina.
–¿Qué logramos?
La
respuesta a su pregunta llegó a los pocos instantes, después del último
recodo del camino de montaña. En un claro del denso bosque de pinos se
alzaba una casa magnífica construida en piedra del lugar y madera de
cedro, y rodeada de balcones de madera con enormes ventanales.
–Llegar hasta aquí –contestó él.
–¡Por amor de Dios! ¿Quién edificó esta casa aquí arriba? ¿Un ermitaño?
–Alguien a quien le gusta la privacidad y la soledad.
–¿Es de algún pariente tuyo? –preguntó ella, con repentina desconfianza.
–No.
–¿El dueño está enterado de que piensas usar su casa como escondite mientras te busca la policía?
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