martes, 6 de noviembre de 2012

Perfecta Cap: 22

Y cerró la puerta. Durante las dos semanas siguientes, Ted se descubrió buscándola en todas partes, estuviera de franco, patrullando las calles o trabajando en la oficina, y cuando no la veía ni alcanzaba a divisar su Corvette blanco se sentía... defraudado. Vacío. Decidió que Katherine debía de haber abandonado Keaton para dirigirse a cualquier lugar adonde iban las chicas ricas cuando se aburrían durante el verano. Recién a la semana siguiente, cuando denunciaron la presencia de un ladrón cerca de la casa de los Cahill, Ted se dio cuenta de lo obsesionado que estaba por Katherine.

Se dijo que era su deber dirigirse en auto hasta su casa... para asegurarse de que se hallaba a salvo. Había luz en una ventana trasera de la casa, y Ted bajó del auto... con lentitud, a regañadientes, como si sus piernas comprendieran lo que su mente negaba... que el hecho de que estuviera allí podía tener desastrosos resultados.

Levantó la mano para tocar el timbre... y la dejó caer. Esto es una locura, decidió, volviéndose. Pero giró sobre sí mismo cuando la puerta del frente se abrió... y allí estaba ella. Hasta vistiendo shorts blancos y una blusa rosada, Katherine Cahill era tan hermosa que le entorpecía la mente. Sin embargo, esa noche se la veía distinta; tenía una expresión sobria y un tono de voz suave y sincero, sin vestigios de flirteo.
–¿Quería algo, oficial Mathison? Frente a su madurez tan tranquila y directa, Ted se sintió un reverendo tonto.
–Hubo un robo no lejos de aquí –explicó–. Vine para revisar...
Para su incredulidad, ella empezó a cerrarle la puerta en las narices y Ted se oyó llamándola. La llamó antes de poder controlarse.
–¡Katherine! No...
La puerta se volvió a abrir y Katherine lo miro, sonriendo apenas, con la cabeza levemente ladeada, esperando.
–¿Qué quieres? –repitió, clavando su mirada en la de él.
–¡Dios! No lo sé...
–Por supuesto que lo sabes. Es más –agregó con un extraño tono de broma–, no creo que corresponda que el hijo del reverendo Mathison, el pastor de Keaton, ande mintiendo acerca de sus sentimientos ni tomando el nombre de Dios en vano.
–¡Ah! ¿De eso se trata? –preguntó Ted, completamente desequilibrado; era como un hombre a punto de ahogarse que se aferra a cualquier rama para salvarse del destino que está por abrazar–. ¿Te parece sexualmente divertido acostarte con el hijo de un pastor?
–¿Alguien habló de sexo, oficial?
–Ahora lo entiendo –dijo Ted con desprecio, aferrándose del hecho de que lo hubiera llamado por su grado–. Te atraen los policías, ¿verdad? Crees que acostándote con...
–¡De nuevo el sexo! ¿No puedes pensar en otra cosa?
Confundido y furioso consigo mismo, Ted se metió las manos en los bolsillos y la miró iracundo.
–Si lo que quieres no es acostarte conmigo, ¿qué diablos es?
Ella avanzó hacia el porche, con aspecto más valiente y mundano que el de Ted, pero él extendió las manos y la acercó a su cuerpo hambriento.
–Lo que quiero es casarme contigo –contestó con suavidad–. Y por favor, ¡no maldigas!
–¡Casarte! –explotó Ted.
–Pareces escandalizado, querido.
–¡Estás loca!
–Por ti –convino ella. Se puso en puntas de pie, deslizó las manos por el pecho de Ted, le rodeó el cuello con ellas y él ardió como si Katherine fuera una antorcha que acababa de encenderlo–. Te doy la oportunidad de compensar el haberme lastimado la última vez que me besaste. No me gustó.

Indefenso, Ted bajó la cabeza, apoyó los labios sobre los de Katherine y los recorrió con la lengua. Ella lanzó un quejido y eso hizo que Ted perdiera todo control. Se apoderó de su boca, le pasó las manos por el cuerpo, le tomó las caderas para apretarlas contra las suyas, pero su beso fue más suave, más profundo. 

Ella tenía un gusto celestial, sus pechos turgentes llenaban sus manos y su cuerpo calzaba con el suyo como si hubieran sido esculpidos el uno para el otro. 

Muchos minutos después, por fin, Ted consiguió apartar la cabeza y hablar, pero su voz estaba ronca de deseo y no conseguía apartar las manos de la cintura de Katherine.
–Nos hemos vuelto locos los dos.
–Locos uno por el otro –convino ella–. Considero que septiembre es un mes maravilloso para casarse, ¿no crees?
–No. –Ella echó atrás la cabeza y lo miró–. Me gusta más agosto –se oyó decir Ted.
–Podríamos casarnos en agosto, el día que cumplo veinte años, pero agosto es un mes muy caliente.
–No tan caliente como estoy yo en este momento. Ella trató de censurarlo por su comentario, pero terminó riendo y bromeó.
–Me escandaliza oír esas palabras en boca del hijo de un pastor.
–No soy más que un hombre común y silvestre, Katherine –advirtió él, pero no quería que ella lo creyera. No. Quería que lo creyera un ser tan extraordinario como lo hacía sentir: poderoso, suave, fuerte, sabio. Pero pese a todo le pareció que ella merecía tener más tiempo para saber quién y cómo era él.
–Septiembre me parece perfecto.
–Pero creo que a mí no me parece perfecto –contestó ella, mirándolo con una sonrisa burlona–. Me refiero a que tu padre es ministro y eso posiblemente signifique que insistirás en esperar hasta después de que nos hayamos casado.
Ted consiguió simular inocencia y confusión.
–¿Para qué?
–Para hacer el amor.
–El ministro es mi padre, no yo.
–Entonces, hazme el amor.
–¡No tan rápido! –De repente Ted se encontró en la incómoda situación de tener que adoptar una postura con respecto a la clase de matrimonio que quería, cuando una hora antes ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de casarse–. No aceptaré un solo centavo del dinero de tu padre. Si nos casamos, serás la mujer de un policía hasta que me reciba de abogado.
–Está bien.
–A tus padres no les va a gustar la idea de que te cases conmigo.
–Papá se adaptará.
Y Ted descubrió que tenía razón. Cuando se trataba de manejar a la gente, Katherine era un genio. Todo el mundo, incluyendo a sus padres, se adaptaba a sus caprichos. Todo el mundo, menos Ted. 

Después de seis meses de matrimonio, seguía sin adaptarse a vivir en una casa que nunca se limpiaba y a comer alimentos enlatados. Y sobre todo, no conseguía adaptarse a los malos humores y las exigencias irracionales de su mujer.

Katherine nunca quiso ser una esposa para Ted, en el verdadero sentido de la palabra, y decididamente no quería ser madre. Dos años después de haberse casado, se puso furiosa al darse cuenta de que estaba embarazada, y se sintió feliz cuando consiguió abortar. 

Su reacción ante el embarazo fue la gota que colmó el vaso de Ted, el motivo que lo decidió a concederle el divorcio con que ella lo amenazaba cada vez que él se negaba a darle algo que ella quería. La voz de Carl interrumpió los recuerdos de Ted.
–No tiene sentido que les mencionemos el nombre de Jonas a mamá y a papá. Si Miley está en peligro, que ellos lo ignoren el mayor tiempo posible.
–Estoy de acuerdo.
 
******

–¡Estamos perdidos! ¡Estoy segura de que nos hemos perdido! ¿Adónde vamos, por amor de Dios? ¿Qué puede haber allá arriba, aparte de un campamento de explotación forestal desierto? –La voz de Miley temblaba de tensión nerviosa mientras trataba de ver algo a través de la nieve que caía sobre el parabrisas.

Acababan de abandonar la ruta para tomar un camino inclinado que trepaba la montaña en una interminable serie de curvas cerradas, curvas que la. hubieran puesto nerviosa en verano; en ese momento, con la nieve resbaladiza y la mala visibilidad que complicaban las cosas, esa subida ponía los pelos de punta. 

Y justo cuando ella pensaba que era imposible que el camino empeorara, doblaron por un sendero serpenteante tan angosto que las ramas de los pinos que lo flanqueaban cepillaban los costados del auto.
–Ya sé que estás cansada –dijo Nick–. Si no creyera que en cuanto se te presentara la ocasión tratarías de saltar del auto, habría manejado yo para que pudieras descansar.

Desde ese beso, casi doce horas antes, él la trataba con una cálida cortesía que a Miley le resultaba mucho más alarmante que su anterior furia, porque no podía desprenderse de la sensación de que Nick había alterado sus planes... y el uso que intentaba hacer de ella. El resultado fue que Miley respondía a todos sus agradables esfuerzos por iniciar una conversación con comentarios agudos y punzantes que la hacían sentir una arpía. Y también lo culpaba a él por eso.

Ignorando las palabras de Nick, se encogió de hombros con frialdad.
–Según el mapa y las indicaciones, vamos en dirección correcta, pero no había ninguna indicación sobre un camino que subiera en línea recta. ¡Éste es un auto, no un avión!
Jonas le alcanzó una gaseosa que habían comprado en una estación de servicio, donde también cargaron gasolina y él la volvió a escoltar al baño. Lo mismo que la vez anterior, le impidió cerrar la puerta con llave e inspeccionó el baño antes de que se fueran, para ver si no había dejado alguna nota. 

Cuando le alcanzó la gaseosa sin responder a sus quejas por las traicioneras condiciones del camino, Miley decidió guardar silencio. En otras circunstancias, le habría fascinado el panorama majestuoso de las montañas cubiertas de nieve y de los altos pinos, pero le resultaba imposible disfrutar del paisaje cuando necesitaba toda su concentración y sus fuerzas simplemente para que el auto siguiera avanzando en la dirección correcta. Miley suponía que por fin se acercaban a su destino, porque hacía más de veinte minutos que habían abandonado el último camino decente. 

En ese momento trepaban una montaña, en plena tormenta de nieve, y por un sendero que sólo era algunos centímetros más ancho que el auto.
–Espero que el que te dio el mapa y las indicaciones supiera lo que hacía –dijo Miley.
–¿En serio? –bromeó él–. Supuse que tendrías esperanzas de que nos hubiéramos perdido. Ella ignoró el tono divertido de su voz.
–Me encantaría que tú estuvieras perdido, ¡pero no tengo el menor deseo de perderme contigo! El asunto es que hace más de veinticuatro horas que manejo con este clima terrible y por caminos espantosos, y estoy extenuada... –Se interrumpió, alarmada, al ver un angosto puente de madera. Hasta dos días antes, el tiempo había sido sorprendentemente cálido en Colorado y, al derretirse, la nieve aumentó el cauce de los arroyos como ése, que se convirtieron en pequeños ríos desbordados–. Ese puente no parece seguro. El arroyo está demasiado crecido...
–No tenemos alternativa. –Miley advirtió preocupación en la voz de Jonas, y el miedo la hizo apretar el freno.
–¡No pienso cruzar ese maldito puente!

Nick no había llegado hasta allí para volverse atrás. Además, era imposible dar la vuelta en ese angosto sendero cubierto de nieve. También era imposible retroceder y bajar la montaña marcha atrás por esas curvas cerradas. 

El sendero había sido limpiado recientemente, tal vez esa misma mañana, como si Liam Farrell se hubiera enterado de la huida de Nick y adivinado por qué su amigo le pidió, varias semanas antes, que llamara por teléfono a una determinada persona y le diera indicaciones detalladas de la manera de llegar a la casa de la montaña. 

Sin duda Liam se encargó de que algún cuidador limpiara el sendero para asegurarse de que, si lo intentaba, Nick pudiera llegar. Sin embargo, el puente no parecía seguro. El arroyo crecido arrastraba grandes ramas de árboles y el agua corría con tanta velocidad que sometía la estructura de madera a un enorme esfuerzo.
–Baja del auto –ordenó Nick después de algunos instantes de silencio.
–¿Que me baje? ¡En una hora estaré congelada y muerta! ¿Era eso lo que te proponías durante todo este tiempo? ¿Obligarme a manejar hasta aquí, para después dejarme morir en la nieve?
Durante todo el día, ninguno de sus comentarios desagradables logró apagar el buen humor de Nick, pero en ese momento fue exactamente eso lo que hicieron sus palabras agitadas; Miley notó que él apretaba los dientes cuando le habló con un helado tono de enojo.
–¡Bájate del auto! –repitió–. Yo lo manejaré para cruzar el puente. Si resiste, lo podrás cruzar después a pie y subir al auto en la otra orilla.

No fue necesario que se lo repitiera. Arrebujándose dentro de su suéter, Miley abrió la puerta y bajó del coche, pero el alivio que le provocaba estar a salvo se convirtió en otra cosa, en algo que en aquellas circunstancias era completamente absurdo. Al ver que Nick se ubicaba detrás del volante, se sintió culpable por haber abandonado el auto, avergonzada de su cobardía y preocupada por la suerte que podía correr él. Y eso fue antes de que él se inclinara hacia el asiento trasero, del que tomó el tapado de Miley y dos frazadas de Carl, que le pasó por la puerta abierta, diciendo:
–Si el puente no aguanta, busca un lugar donde el arroyo sea angosto y te permita cruzarlo a pie. En la parte superior de la montaña hay una casa con teléfono y comida en abundancia. Puedes llamar pidiendo auxilio y esperar allí que pase la tormenta y que lleguen a buscarte.
Nick había dicho «si el puente no aguanta» sin un dejo de emoción en la voz ni en el rostro, y Miley se estremeció al comprobar que Nicholas Jonas era capaz de arriesgar su vida sin la menor preocupación. Si el puente no resistía, él y el pesado auto se precipitarían a ese arroyo crecido y helado. Miley aferró la puerta para impedir que la cerrara.
–Si el puente no resiste –dijo–, te arrojaré una soga o una rama o algo para que puedas agarrarla y llegar hasta la orilla.

En cuanto ella terminó de hablar, Nick cerró la puerta, y Miley se estremeció y se cubrió con las frazadas y el tapado. Las ruedas del auto giraron en la nieve hasta que se afirmaron y el automóvil comenzó a avanzar con lentitud. Miley contuvo el aliento y empezó a murmurar desordenadas oraciones, mientras caminaba hacia el puente. Una vez allí, miró el agua turbulenta, tratando de calcular su profundidad. Pasaban velozmente enormes troncos que giraban sobre sí mismos. Aferró una gruesa rama de alrededor de dos metros y medio de largo y la hundió. Al comprobar que no tocaba el fondo, se dejó llevar por el pánico.
–¡Espera! –gritó, tratando de hacerse oír sobre el bramido del viento–. ¡Podemos dejar el auto aquí y seguir los dos a pie!
Si Nick la oyó, la ignoró por completo. El motor bramaba mientras las ruedas giraban en falso y luego se afirmaban; entonces el auto saltó hacia adelante y adquirió el envión necesario para avanzar por la nieve, rumbo al puente. De repente Miley oyó que las maderas del puente chirriaban y gritó:
–¡No lo intentes! ¡El puente no resistirá! ¡Baja! ¡Baja del auto!

Era demasiado tarde. El Blazer avanzaba sobre las maderas crujientes, desparramando nieve con el paragolpes delantero. Las ruedas giraban, se aferraban al piso y volvían a girar en falso, pero la tracción en las cuatro ruedas cumplió su cometido.

Con las frazadas aferradas contra el pecho, mientras la nieve revoloteaba a su alrededor, Miley permaneció en un estado de indefensa parálisis, obligada a presenciar algo que le resultaba imposible impedir.
No volvió a respirar hasta que el auto y su loco conductor llegaron sanos y salvos a la orilla opuesta, y entonces la invadió una perversa sensación de furia hacia él, por haberla hecho sufrir un nuevo terror. Cruzó el puente, abrió la puerta del acompañante y subió al auto.
–¡Lo logramos! –exclamó Nick. Miley le dirigió una mirada asesina.
–¿Qué logramos?
La respuesta a su pregunta llegó a los pocos instantes, después del último recodo del camino de montaña. En un claro del denso bosque de pinos se alzaba una casa magnífica construida en piedra del lugar y madera de cedro, y rodeada de balcones de madera con enormes ventanales.
–Llegar hasta aquí –contestó él.
–¡Por amor de Dios! ¿Quién edificó esta casa aquí arriba? ¿Un ermitaño?
–Alguien a quien le gusta la privacidad y la soledad.
–¿Es de algún pariente tuyo? –preguntó ella, con repentina desconfianza.
–No.
–¿El dueño está enterado de que piensas usar su casa como escondite mientras te busca la policía?

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