Se desplomó dos veces en el
vestíbulo, antes de que Miley consiguiera llevarlo hasta su
dormitorio, donde tenía la seguridad de que la chimenea estaba cargada
de leña y lista para ser encendida. Sin aliento a causa del esfuerzo,
llegó trastabillando hasta la cama, donde lo soltó, dejándolo caer sobre
el colchón.
Nick tenía la ropa dura y llena de hielo, y Miley empezó a
quitársela. En el momento en que le sacaba los pantalones, él pronunció
las únicas palabras que había dicho desde que ella corrió a rescatarlo.
–Ducha –murmuró–. Ducha caliente.
–No
–lo contradijo ella, tratando de hablar con indiferencia y con tono
impersonal mientras le quitaba la ropa interior congelada–. Todavía no. A
la gente que sufre de hipotermia hay que hacerla entrar en calor
lentamente, pero no mediante un calor directo. Lo aprendí en las clases
de primeros auxilios de la Universidad. Y no te preocupes porque tenga
que desvestirte. Soy maestra y para mí no eres más que otro niñito
–mintió–. ¿Sabías que una maestra es casi lo mismo que una enfermera?
–agregó–. ¡Permanece despierto! ¡Escucha mi voz!
Le
bajó los calzoncillos por las piernas musculosas y al bajar la vista
para ver lo que hacía, se ruborizó intensamente. Ante sus ojos tenía un
magnífico cuerpo masculino, sólo que ese cuerpo estaba azul de frío y
vibraba preso de estremecimientos.
Tomó
frazadas, lo envolvió en ellas y le refregó con fuerza la piel. Después
se acercó al armario, sacó cuatro frazadas más y las extendió sobre él.
Segura de que estaba abrigado, se acercó a la chimenea y la encendió.
Recién cuando los leños empezaron a arder con fuerza, Miley se tomó el
tiempo necesario para quitarse el traje de nieve. Temerosa de dejar a
Nick, se lo sacó a los pies de la cama, mientras observaba su
respiración lenta y superficial.
–¿Me
puedes oír, Nick? –preguntó. Y aunque él no le contestó, empezó a
hablarle. Le hizo una serie de comentarios deshilvanados, con la doble
intención de alentarlo y de aumentar su propia confianza en que lo
lograría–.
Eres muy fuerte, Nick. Me di cuenta al verte cambiar la goma
de mi auto, y cuando saliste del arroyo. Y además eres valiente. En su
cuarto, mis hermanos tenían fotografías tuyas. ¿Te lo había dicho? ¡Me
gustaría contarte tantas cosas, Nick! –dijo con la voz quebrada–. Y lo
haré, siempre que sigas vivo y me des la oportunidad. Te contaré todo lo
que quieras saber.
Empezó
a dominarla el pánico. Tal vez debería estar haciendo más para
mantenerlo caliente y despierto. ¿Y si moría por culpa de su ignorancia?
Sacó una gruesa bata de toalla del armario, se la puso, se sentó en el
borde de la cama y presionó la punta de los dedos sobre el cuello de
Nick, para tomarle el pulso. Le pareció alarmantemente lento. Con manos y
voz temblorosas alisó las frazadas alrededor de sus hombros y dijo:
–Con
respecto a lo de anoche: quiero que sepas que me encantó que me
besaras. No quería que te detuvieras allí, y justamente fue eso lo que
me asustó. No tuvo nada que ver con que hayas estado en la cárcel; fue
porque yo... porque estaba perdiendo el control, y eso es algo que nunca
me había sucedido antes. –Sabía que lo más probable era que Nick no
escuchara una palabra de lo que le decía, y quedó en silencio al ver que
otra serie de espasmos le sacudía el cuerpo–. Hace bien temblar –dijo
en voz alta.
Pero
estaba pensando con desesperación en alguna otra cosa que pudiera hacer
por él.
De repente recordó que los perros San Bernardo llevan barrilitos
en miniatura alrededor del cuello para auxiliar a la gente perdida en
medio de avalanchas. Chasqueó los dedos y se puso de pie de un salto.
Instantes después regresó con un vaso lleno de cognac y bullendo de
excitación por lo que acababa de oír por radio.
–Nick
–dijo con tono ansioso, sentándose a su lado y pasándole la mano por
detrás de la cabeza para levantársela y darle de beber–, bebe un poco de
esto y trata de comprender lo que te voy a decir. Acabo de oír por
radio que tu amigo, Dominic Sandini, está internado en el hospital de
Amarillo. ¡Y que está mejor! ¿Comprendes? No murió. Ahora está
consciente. Se cree que el interno de la enfermería de la cárcel que dio
la falsa información estaba en un error, o que intentaba convertir las
protestas de los prisioneros en un verdadero motín, y eso es exactamente
lo que sucedió... ¿Nick?
Después
de varios minutos de esfuerzos, sólo había conseguido hacerlo beber una
cucharada de cognac, y se dio por vencida. Sabía que podía encontrar el
teléfono que él había escondido y llamar a un médico, pero cualquier
médico lo reconocería y llamaría enseguida a la policía. Y lo volverían a
encarcelar, y Nick había dicho que prefería morir antes de volver a ese
lugar.
De los ojos de Miley surgieron lágrimas de indecisión y agotamiento, mientras los
minutos transcurrían y ella seguía sentada, con las manos cruzadas sobre
la falda, tratando de pensar qué hacer, hasta que por fin recurrió a
una oración susurrada.
–¡Por
favor, ayúdame! –oró–. No sé qué hacer. Ignoro por qué nos habrás
reunido. No comprendo por qué me haces sentir de esta manera con
respecto a él, ni por qué quieres que me quede a su lado, pero de alguna
manera creo que es todo obra Tuya. Lo sé porque... porque desde
chiquita nunca volví a tener la sensación de que estabas parado a mi
lado con las manos sobre mis hombros. Y ésa fue la sensación que tuve
cuando me diste a los Mathison. –Miley respiró hondo, se enjugó una
lágrima, pero cuando terminó su oración, ya se sentía un poco más
segura–. ¡Por favor, cuida de nosotros dos!
A
los pocos instantes miró a Nick y notó que temblaba con más fuerza.
Después notó que se hundía más bajo las frazadas. Al darse cuenta de que
no estaba inconsciente como ella temía, sino profundamente dormido, se
inclinó y le besó la frente con suavidad.
–Sigue temblando –susurró con ternura–. Es muy bueno temblar.
Sin
tomar conciencia de que un par de ojos color ámbar se abrían y
enseguida se volvían a cerrar, Miley se encaminó al baño para darse
una ducha caliente.
Cuando volvía a envolverse en la
bata, se le ocurrió que por lo menos podía buscar el teléfono que Nick
había escondido y llamar a sus padres para tranquilizarlos y decirles
que estaba bien.
Se detuvo junto a la cama y apoyó una mano sobre la
frente de Nick, mientras lo escuchaba respirar. Su temperatura parecía
más normal, y su respiración más profunda. El alivio que sintió le
aflojó las rodillas, y fue a avivar el fuego de la chimenea. Convencida
de que Nick se encontraba en un ambiente bastante caldeado, lo dejó
dormir y salió en busca del teléfono, cerrando la puerta a sus espaldas.
Decidió que lo lógico era empezar a buscar en el dormitorio donde Nick
dormía y hacia allí se encaminó.
Al abrir la puerta quedó petrificada
por el lujo increíble que se extendía ante ella. Estaba convencida que
su propio cuarto, con su chimenea de piedra, las puertas de espejo y el
espacioso baño azulejado eran el colmo de la elegancia, pero ese
dormitorio era cuatro veces más amplio y diez veces más lujoso. La pared
de su izquierda estaba cubierta de espejos, que reflejaban una enorme
cama frente a una fascinante chimenea de mármol blanco. Grandes
ventanales cubrían otra pared.
Cuando Miley avanzó con lentitud, sus pies se hundieron en la espesa
alfombra de un tono verde claro que cubría el piso. Se encaminó
enseguida hacia el armario, donde buscó el teléfono. Después de una
concienzuda e infructuosa búsqueda en los dos armarios y todos los
cajones del dormitorio, Miley cedió a la tentación y se puso un kimono
japonés de seda colorada, bordado en hilos dorados, que encontró en el
armario lleno de ropa de mujer.
Lo eligió en parte porque estaba segura
de que le cabría, y en parte porque quería lucir bonita cuando Nick
despertara. En el instante en que se ataba el cinturón, preguntándose
dónde demonios podía haber ocultado el teléfono, recordó un pequeño
armario que había en el vestíbulo. Hacia allí se dirigió y, al descubrir
que estaba cerrado con llave, volvió a su dormitorio, en el que entró
en puntas de pie. Encontró la llave donde esperaba que estuviera: en los
pantalones empapados de Nick.
El
armario cerrado contenía una enorme provisión de vinos y licores y
cuatro teléfonos, que encontró en el piso, junto a una caja de botellas
de champaña Dom Perignon, donde Nick los había escondido.
Sofocando
un inesperado ataque de nerviosidad, Miley enchufó uno de los
teléfonos en la ficha del living y se instaló en el sofá. Cuando ya
había marcado la mitad del número de larga distancia, comprendió el
enorme error que estaba por cometer, y cortó apresuradamente la
comunicación. Considerando que el secuestro era un delito federal –y
Nick era un asesino prófugo–, lo lógico era que hubiera agentes del FBI
en la casa de sus padres, esperando que ella llamara por teléfono para
poder rastrear el llamado. Por lo menos, eso era lo que siempre sucedía
en las películas. Ya había tomado la decisión de quedarse allí con Nick,
y que Dios se encargara de lo que sucediera, pero era necesario que
hablara con su familia y la tranquilizara. Empezó a pensar en la manera
de hacerlo. Ya que no se animaba a llamar a la casa de sus padres ni a
las de sus hermanos, antes tenía que ponerse en contacto con alguna otra
persona, con alguien en quien pudiera confiar implícitamente, alguien
que no se aturdiera ante la misión que pensaba encomendarle.
Miley descartó a las demás maestras. Eran mujeres maravillosas, pero más
tímidas que valientes, y carecían de la desenvoltura necesaria para la
tarea. De repente la iluminó una sonrisa, y buscó la libreta de
direcciones que llevaba en la cartera. La abrió en la letra C y buscó el
número de teléfono que tenía Katherine Cahill antes de que se
convirtiera en la mujer de su hermano Ted. Algunas semanas antes,
Katherine le había mandado una nota, preguntándole si se podían reunir
esa semana, cuando ella estuviera en Keaton. Con una risita satisfecha, Miley decidió que Ted se pondría furioso con ella por haber vuelto a
introducir a Katherine dentro de la familia Mathison, donde no podría
evitarla ni ignorarla... y Katherine, por su parte, se lo agradecería.
–¿Katherine? –preguntó Miley en cuanto oyó la voz de su amiga–. Habla Miley. No digas nada, a menos que estés sola.
–¡Dios mío! ¡Miley! Sí, estoy sola. Mis padres están en las Bahamas. ¿Y tú, dónde estás? ¿Estás bien?
–Estoy
perfectamente bien. Te lo juro. –Hizo una pausa para calmar sus
nervios–. ¿Sabes si hay gente de la policía o del FBI en casa de mis
padres?
–Sí, están en casa de tus padres, y haciendo preguntas por toda la ciudad.
–Mira,
tengo que pedirte un favor muy importante. No significa que tengas que
faltar a la ley, pero tendrás que prometerme que no hablarás de este
llamado con los agentes.
Katherine bajó la voz y la convirtió en un susurro.
–Miley,
ya sabes que haría cualquier cosa por ti. Me honra que me hayas
llamado, que me des la oportunidad de pagarte por todo lo que hiciste
para impedir que Ted se divorciara de mí, y por la manera en que siempre
me... –Se interrumpió justo cuando Miley estaba por hacerlo–. ¿Qué
quieres que haga?
–Me
gustaría que te pusieras enseguida en contacto con mis padres y mis
hermanos y que les dijeras que volveré a llamar exactamente dentro de
una hora para hablar con ellos. Te pido que no hagas ni digas nada que
pueda alertar al FBI. Actúa con naturalidad, habla a solas con mi
familia y transmíteles mi mensaje. No te dejarás intimidar por los
agentes del FBI, ¿verdad?
Katherine lanzó una risita triste.
–Como
señalaba Ted, he sido una princesita malcriada cuyo padre la convenció
de que podía hacer todo lo que se le diera la gana. No existe ninguna
posibilidad que unos agentes del FBI consigan confundir a una ex
princesita como yo. Y si lo intentan –bromeó–, haré que papá llame al
senador Wiikins.
–¡Me
parece bárbaro! –dijo Miley, sonriendo ante el tono atrevido de
Katherine, pero enseguida se puso seria, tratando de encontrar una
advertencia que impidiera qué Katherine o sus padres decidieran que tal
vez, por su bien, convendría que alertaran al FBI de su próximo
llamado–. Una cosa más, quiero que te asegures que mi familia comprenda
que en este momento estoy a salvo, pero que si alguien llega a rastrear
este llamado me encontraré en un peligro tremendo. No... no puedo
explicarte exactamente lo que te quiero decir... no tengo tiempo, y aun
si lo tuviera...
–A mí
no tienes por qué explicarme nada. Me doy cuenta por tu voz de que
estás bien, y eso es lo único que me importa. En cuanto al lugar donde
estás, y con quien estás... me consta que, sea lo que fuere que estés
haciendo, lo haces porque consideras que es lo correcto. Será mejor que
me ponga en marcha. Vuelve a llamar dentro de una hora.
Miley encendió fuego en la chimenea del living; después empezó a pasearse de
un lado al otro. Miraba constantemente el reloj, esperando con
impaciencia que transcurriera esa hora. A causa de la tranquilidad de
Katherine y de su aceptación de todo lo que ella dijo, Miley no estaba
preparada para lo que sucedió cuando hizo el segundo llamado. Su padre,
un hombre normalmente estoico, levantó el tubo en cuanto sonó la
campanilla.
–¿Sí? ¿Quién es?
–Soy Miley, papá –contestó ella, apretando el tubo con fuerza–. Estoy bien. Estoy muy bien.
–¡Gracias
a Dios!–exclamó él, con la voz ronca por la emoción. Enseguida llamó–:
¡Mary! Es Miley y está bien. Ted, Carl, es Miley, y está bien. Miley, hicimos lo que nos pediste, no le dijimos nada de esto al FBI.
Desde
más de mil kilómetros de distancia, Miley alcanzó a oír que se
levantaban los tubos de varios teléfonos y oyó una serie de
exclamaciones de alivio, pero por encima de todas ellas resonó la voz de
Ted, tranquila, autoritaria.
–¡Silencio,
todo el mundo! –ordenó–. Miley, ¿estás sola? ¿Puedes hablar? –Antes
de que ella pudiera contestar, agregó–: Ese alumno tuyo, el de la voz
profunda, Spencer Bob Artis, está loco de preocupación por ti.
Durante
una fracción de segundo, Miley quedó confundida por la frase inicial
de su hermano y el hecho de que se refiriera a un alumno a quien ella no
conocía, pero enseguida sofocó una risita nerviosa y comprendió que Ted
había usado ese nombre con toda premeditación.
–Supongo que te refieres a Willie –lo corrigió–. Y realmente estoy sola, por lo menos por el momento.
–¡Gracias a Dios! ¿Dónde estás, querida?
Miley abrió la boca, pero no emitió el menor sonido. Por primera vez, desde
que vivía con los Mathison, les iba a mentir y, a pesar de la
importancia del motivo que la llevaba a hacerlo, mentir la avergonzaba.
–No estoy muy segura –dijo con un tono evasivo que ellos debieron notar–. Sin embargo, aquí... hace frío –agregó.
–¿En qué estado estás? ¿O te encuentras en Canadá?
–No... no te lo puedo decir.
–Jonas
está ahí contigo, ¿no es cierto? –explotó Ted sin poder contener su
furia–. Por eso no nos puedes decir dónde estás. ¡Pásale enseguida el
tubo a ese cretino, Miley!
–¡No
puedo! Escuchen, todos. No puedo seguir hablando, pero quiero que me
crean cuando les digo que no se me ha maltratado de ninguna manera. Ted
–agregó, dirigiéndose al único entre ellos que tenía contacto con la ley
y que, por lo tanto, debía saber que existían errores judiciales–, él
no mató a nadie, yo sé que no lo hizo. El jurado cometió un error, así
que ustedes no pueden... no podemos culparlo por tratar de huir.
–¡Un
error! –volvió a explotar Ted–. ¡Por favor, Miley, no te dejes
engañar por esas mentiras! ¡Jonas es un asesino convicto y un
secuestrador!
–¡No! No
tuvo ninguna intención de secuestrarme. Verán: lo único que quería era
un auto, para alejarse de Amarillo, y me cambió una goma pinchada del
Blazer, así que, como es natural, le ofrecí llevarlo. Él me habría
dejado en libertad, pero no pudo porque yo vi su mapa...
–¿Qué mapa viste, Miley? ¿Un mapa de qué? ¿De qué lugar?
–Ahora tengo que cortar –dijo ella, sintiéndose completamente desgraciada.
–¡Miley! –interrumpió la voz del reverendo Mathison–. ¿Cuándo vuelves a casa?
–En
cuanto él me deje ir... no, en cuanto pueda. Tengo... tengo que cortar.
Prométanme que no hablarán con nadie de este llamado.
–Te
lo prometemos, y te queremos, Miley –dijo el reverendo Mathison con
una confianza incondicional–. Todo el pueblo está rezando por tu
seguridad.
–Papá –dijo Miley, sin poder contenerse–, ¿no podrías pedirles que rezaran también por él?
–¿Te has vuelto loca? –explotó Ted–. Ese hombre es un asesino... –Miley no escuchó el resto de la frase.
Cortó
la comunicación mientras parpadeaba para contener sus lágrimas de pena.
Al pedirles que rezaran por su secuestrador, inadvertidamente obligaba a
su familia a suponer que era una incauta, víctima del engaño de Nick o
su cómplice. En cualquiera de los dos casos, era una traición a todo lo
que ellos representaban y creían, y también una traición a la fe que
habían depositado en ella. Miley hizo un esfuerzo por sacudir la
depresión que empezaba a embargarla y se recordó que Nicholas Jonas era
inocente, y que eso era lo que importaba. Ayudar a un inocente a no
volver a ser encarcelado no era ilegal ni inmoral, y tampoco era una
traición a la fe que su familia depositaba en ella.
Se
levantó, agregó leña a ambas chimeneas, volvió a guardar el teléfono y
después se encaminó a la cocina, donde, durante media hora, se dedicó
primero a limpiar todo lo que Nick había tirado y roto en su ataque de
desesperación y luego a preparar un guiso para darle algo caliente
cuando despertara.
Mientras cortaba papas, se dio cuenta que si Nick
sabía que había hecho un llamado telefónico, le resultaría difícil –si
no imposible– convencerlo de que su familia y su ex cuñada eran gente
confiable y que no les dirían a las autoridades que los había llamado. Y
como el pobre ya tenía bastantes preocupaciones, decidió no decirle
nada.
Una vez que
terminó sus tareas culinarias, se instaló en el sofá, sin apagar la
radio de la cocina, para poder enterarse de cualquier noticia que
pudiera interesar a Nick.
Con
una sonrisa triste, pensó que, de una manera irónica, era extraño que
hubiera pasado tantos años de su vida comportándose como Mary Poppins,
sin desviarse jamás del camino estrecho y recto, para acabar en eso.
Cuando
estudiaba en la Universidad, siempre rechazó las invitaciones de Steve
Baxter, a pesar de estar entusiasmada con él, porque el apuesto
futbolista era famoso por sus aventuras amorosas.
Por motivos que Miley nunca comprendió, Steve la persiguió durante dos años. Se
presentaba solo en las reuniones sociales cuando sabía que ella
asistiría, permanecía siempre a su lado y hacía todo lo posible por
convencerla de que para él era un ser muy especial. Reían juntos,
conversaban durante horas, pero siempre en grupo, porque Miley se
negaba a aceptar sus invitaciones para salir los dos solos.
Y
en ese momento, al comparar su pasado tan serio con su caótico presente
y su incierto futuro, Miley no supo si reír o llorar. Durante todos
esos años jamás se había apartado del camino recto porque no quería que
su familia ni la gente de Keaton pensara mal de ella. Y en ese momento,
cuando estaba por apartarse del “sendero recto” no iba a conformarse con
una infracción menor de las reglas sociales y morales, que despertaría
algunos comentarios en Keaton. No, yo no, pensó Miley con ironía. Lo
que estaba por hacer no sólo violaba los preceptos morales, sino muy
probablemente también las leyes de los Estados Unidos de América, y el
periodismo se encargaría de proporcionar chismes acerca del asunto al
mundo entero... ¡cosa que ya estaban haciendo!
En
ese momento tuvo la sensación de que el destino se cobraba sus deudas
por una vida de beneficios que ella no había ganado. Nicholas Jonas era
tan inocente de asesinato como lo era ella, y no podía evitar la
sensación de que era de esperar que hiciera algo al respecto.
Se
recostó de costado, metió un brazo debajo de los almohadones y observó
las llamas que bailoteaban en la chimenea. Hasta que se descubriera al
verdadero asesino, nadie en el mundo, incluyendo a sus padres, iba a
perdonar nada de lo que hiciera de allí en adelante. Por supuesto que
una vez que su familia se diera cuenta de que Nick era inocente,
aprobarían todo lo que había hecho y lo que todavía le quedaba por
hacer. Bueno, posiblemente no todo, pensó Miley. No aprobarían que se
hubiera enamorado de él con tanta rapidez, si lo que sentía por Nick era
realmente amor, y tampoco aprobarían que se acostara con él. Con una
mezcla de tranquila aceptación y nerviosa anticipación, Miley se dio
cuenta de que amar a Nick era algo que estaba fuera de sus manos; y que
se acostaran era virtualmente una conclusión obligada, a menos que él
hubiera modificado sus deseos de la noche anterior. Aunque lo único que
esperaba era que antes le diera algunos días para poder conocerlo mejor.
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