sábado, 10 de noviembre de 2012

Perfecta Cap: 25

–Me parece una buena idea –contestó, poniéndose de pie y tomando su plato–. ¿Por qué no te encargas de buscar un canal donde transmitan noticias, mientras yo lavo los platos?
–¿Para que después me acuses de no haber cumplido nuestro trato? ¡De ninguna manera! ¡Los platos los lavo yo!
Miley lo miró levantar la mesa y llevar todo a la cocina.

Durante la última hora, habían vuelto a angustiarla toda clase de dudas acerca de su inocencia. Recordó la manera furiosa en que se refirió al jurado que lo condenó. Recordó la tremenda desesperación que había en su voz cuando, estando tirados en la nieve, le suplicó que lo besara para acallar las sospechas del camionero. «¡Por favor! ¡Te juro que no traté de matar a nadie!»
En ese momento, Nick sembró en su mente una traicionera semilla de duda con respecto a su culpabilidad; y diecisiete horas después, esa semilla echaba raíces en su interior, alimentada por el horror que le producía la posibilidad de que un inocente hubiera pasado cinco largos años en la cárcel. 

Otros elementos que tampoco lograba controlar se combinaban para hacerla sentir por él cosas como el recuerdo de ese beso tan hambriento, el estremecimiento que lo recorrió cuando se dio cuenta de que ella se le había rendido por fin, lo contenido que se mostró cuando ella se le rindió. En realidad durante la mayor parte del tiempo que estuvieron juntos, la trató con respeto, casi con cortesía.

Por duodécima vez en la última media hora, se dijo que un verdadero asesino sin duda no se molestaría en besar a una mujer con suavidad, y que tampoco la trataría con la bondad y el humor con que Nick la trataba a ella. Su mente le advertía que era una verdadera tontería creer que un jurado pudiera haberse equivocado; pero esa noche, cada vez que miraba a Nick, su instinto le decía a los gritos que era inocente. Y de ser así, le resultaba intolerable pensar en lo que debía de haber sufrido.

Nick regresó al living, prendió el televisor y se sentó frente a ella, estirando sus largas piernas.
–Después de las noticias, miraremos lo que tú quieras –dijo, con la atención ya puesta en la pantalla tamaño gigante.
–Bueno –contestó Miley, estudiándolo subrepticiamente.
Había una fuerza indomable cincelada en sus apuestas facciones, determinación en su mentón, arrogancia en la mandíbula, inteligencia y fuerza en cada uno de sus rasgos. 

Mucho tiempo antes, Miley había leído docenas de artículos acerca de Nick, artículos escritos por periodistas del mundo del cine y por críticos famosos. Muchas veces trataban de definirlo comparándolo con otros grandes actores que lo precedieron. 

Miley recordaba a uno de esos críticos que lo convirtió en un conglomerado humano al decir que Nicholas Jonas poseía el magnetismo animal de un Sean Connery juvenil, el talento de un Newman, el carisma de Costner, el machismo de un joven Eastwood, la suave sofisticación de Warren Beatty, la versatilidad de Michael Douglas y el atractivo de Harrison Ford.

Y en ese momento, después de casi dos días de estar constantemente con él, Miley decidió que ninguno de esos artículos lo describía bien, y que la cámara tampoco le hacía justicia, y comprendió vagamente por qué: en la vida real, Nick poseía una fuerza interior y un carisma poderosos que no tenían ninguna relación con su alta estatura, ni con sus hombros anchos, ni con su famosa sonrisa burlona. Había algo más... la sensación que Miley tenía cada vez que lo miraba, de que, aparte de sus años de prisión, Nicholas Jonas ya había hecho y visto todo lo que un hombre podía ver y hacer, y que todas esas experiencias estaban permanentemente encerradas tras un muro impenetrable de amable urbanidad, de perezoso encanto, y de un par de penetrantes ojos dorados. Más allá del alcance de ninguna mujer.

Y Miley comprendió que allí residía su verdadero atractivo: en el desafío que encerraba. A pesar de todo lo que le había hecho durante los últimos dos días, Nicholas Jonas lograba que ella –y posiblemente todas las demás mujeres que lo conocían o que lo habían visto en cine– quisiera pasar esa barrera. Para descubrir lo que había debajo, para suavizarlo, para encontrar al chico que debía de haber sido, para lograr que el hombre en quien se había convertido riera a carcajadas o se pusiera tierno de puro amor.

De repente Miley se contuvo y se hizo una severa advertencia. ¡Nada de eso importaba! Lo único importante era saber si era culpable o inocente del asesinato de su mujer. Le dirigió otra mirada de soslayo y sintió que se derretía.

Era inocente. Lo sabía. Lo sentía. Y de solo pensar que tanta belleza e inteligencia hubieran permanecido encarceladas durante cinco largos años, se le formó un nudo en la garganta. Imaginó una celda, el ruido de las puertas de rejas cuando se cerraban, los gritos de los guardias, los hombres trabajando en lavanderías y sus recreos en el patio de la prisión, privados de toda libertad e intimidad. Privados de su dignidad.

La voz del locutor la volvió a la realidad:
«Les daremos noticias estatales y locales, así como de la tormenta de nieve que se dirige hacia aquí, después de hacer una conexión con la red nacional por la que Tom Brokaw nos proporcione noticias de especial importancia».

Miley se puso de pie, demasiado nerviosa para quedarse sentada y sin hacer nada.
–Voy a buscar un vaso de agua –informó, ya camino de la cocina, pero la voz de Tom Brokaw la detuvo en seco.
«Buenas noches, señoras y señores. Nicholas Jonas, quien en una época fue considerado uno de los más importantes actores de Hollywood y un brillante director de cine, huyó hace dos días de la Penitenciaría Estatal de Amarillo, donde cumplía una condena de cuarenta y cinco años de prisión por el asesinato maquiavélico de su esposa, la actriz Rachel Evans, en 1988».

Miley se volvió a tiempo para ver una fotografía de Nick vistiendo el uniforme de la prisión con un número que le cruzaba el pecho. Volvió a entrar en el living, como hipnotizada por la fealdad de lo que veía, oía y sentía mientras Brokaw continuaba:
«Se cree que Jonas viaja con esta mujer... »

Miley lanzó un jadeo al ver en pantalla una fotografía suya, tomada el año anterior con sus alumnos de tercer grado.
«Las autoridades de Texas informan que la mujer, Miley Mathison, de veintiséis años, fue vista por última vez hace dos días en Amarillo, cuando un hombre cuya descripción coincide con la de Jonas subió en su compañía a un Chevrolet Blazer azul. Al principio las autoridades creyeron que la señorita Mathison había sido tomada como rehén contra su voluntad... »

–¿Al principio? –explotó Miley, mirando a Nick, quien se ponía lentamente de pie–. ¿Qué quiere decir eso de al principio? –La respuesta fue inmediata y horripilante, cuando Brokaw continuó diciendo:
«La teoría de que era un rehén quedó desbaratada esta tarde, cuando Peter Golash, un conductor de camión, informó haber visto a una pareja que respondía a las descripciones de Jonas y Mathison, esta mañana al amanecer, en un terreno de descanso para camiones de Colorado... »


Enseguida llenó la pantalla el rostro alegre de Pete Golash, y lo que dijo hizo que Miley se sintiera enferma de vergüenza y furia:
 «Esos dos estaban luchando con bolas de nieve como si fueran un par de chicos. ¡Estoy absolutamente seguro de que la mujer era Miley Mathison! De todos modos, ella tropezó y se cayó y Jonas se le tiró encima y enseguida empezaron a hacerse arrumacos y a besarse. Si ella era un rehén, les aseguro que no actuaba como tal».

–¡Oh, Dios! –exclamó Miley, envolviéndose el cuerpo con los brazos y tragando la bilis que le subía a la garganta.

En pocos instantes, la desagradable realidad había invadido la atmósfera falsamente acogedora de la casa de la montaña, y ella se volvió hacia el hombre que la había llevado hasta allí, viéndolo como lo que realmente era; un convicto, como lo vio en la pantalla de televisión, con una serie de números cruzándole el pecho. Pero antes de que Miley lograra reponerse, otra escena peor y más angustiante apareció en pantalla mientras el locutor decía:
«Nuestro enviado especial, Bill Morrow, se encuentra en Keaton, Texas, donde Mathison vive y se desempeña como maestra de tercer grado en la escuela primaria. Bill pudo obtener una breve entrevista con los padres de la joven, el reverendo James Mathison y su señora... »

Miley lanzó un grito de incredulidad al ver el rostro solemne y lleno de dignidad de su padre, quien, con su voz enfática y confiada, trataba de convencer al mundo de la inocencia de su hija.
«Si Miley está con Jonas, es contra su voluntad. Ese camionero que dice lo contrario se equivoca con respecto a lo que vio o a lo que creyó que sucedía –aseguró dirigiendo una severa mirada de desaprobación a los periodistas, que comenzaron a hacerle preguntas a los gritos–. No tengo nada más que declarar».

Presa de oleadas de vergüenza, Miley apartó la vista del televisor para mirar a través de sus lágrimas a Nicholas Jonas, quien se le acercó apresuradamente.
–¡Cretino! –exclamó retrocediendo.
–¡Miley! –exclamó Nick, tomándola por los hombros, en un vano intento de consolarla.
–¡No me toques! –gritó ella, tratando de apartarle las manos, retorciéndose para alejarse, mientras un torrente de sollozos escapaba de su boca–. ¡Mi padre es un pastor! –sollozó–. Es un hombre respetado, ¡y tú has convertido a su hija en una prostituta pública! ¡Soy maestra! –gritó, presa de un ataque de histeria–. ¡Enseño a niños pequeños! ¿Crees que me permitirán seguir enseñando, ahora que soy un escándalo nacional que se anda revolcando en la nieve con asesinos prófugos?

Comprender que era posible que Miley tuviera razón fue una cachetada para Nick, quien le aferró los brazos con más fuerza.
Miley...
–He dedicado los últimos quince años de mi vida a tratar de ser perfecta –sollozó ella, luchando por liberarse de él–. Me recibí de maestra para que pudieran estar orgullosos de mí. Voy... voy a la iglesia y enseño en la escuela dominical. Después de esto no me dejarán volver a enseñar en ninguna parte...

De repente Nick no pudo seguir soportando el peso del dolor de Miley, ni la conciencia de su propia culpabilidad.
–¡No llores más, por favor! –susurró, tomándola en sus brazos. Le tomó la cabeza entre sus manos y la apretó contra su pecho–. Lo comprendo, y lo lamento. Cuando todo esto haya terminado, los obligaré a ver la verdad.
–¿Dices que entiendes? –repitió ella con amargo desprecio, mirándolo con el rostro acusador surcado de lágrimas–. ¿Cómo va a comprender alguien como tú lo que siento?
Alguien como él. Un monstruo como él.
–¡Ah, vaya si comprendo! –ladró él, alejándola de sí y sacudiéndola hasta que la obligó a mirarlo–. ¡Comprendo exactamente lo que se siente cuando a uno lo desprecian por algo que no hizo!

Miley contuvo sus protestas por la rudeza con que la trataba, al registrar la furia de su rostro y el dolor que había en sus ojos. Nick le clavaba los dedos en los brazos y su voz vibraba de emoción.
–¡Yo no maté a nadie! ¿Me oyes? ¡Miénteme y di que me crees! ¡Sólo te pido que lo digas! ¡Quiero oír que alguien lo diga!

Después de experimentar en pequeña medida lo que él debía de sentir si era realmente inocente, Miley se encogió interiormente al pensar en lo que ese hombre podía estar sintiendo. Si era inocente... Tragó con fuerza y estudió con los ojos empañados el rostro apuesto de Nick. Entonces expresó en voz alta sus pensamientos.
–¡Te creo! –susurró mientras nuevas lágrimas empezaban a correr por sus mejillas–. ¡Te aseguro que te creo!

Nick percibió la sinceridad en su voz llorosa; vio nacer una verdadera compasión en sus ojos azules y, en lo profundo de su ser, empezó a resquebrajarse y derretirse el muro de hielo con que había rodeado su corazón durante años. Alzó una mano, la apoyó contra la mejilla suave de Miley y trató de enjugar con el pulgar sus lágrimas calientes.
–¡No llores por mí! –murmuró con voz ronca.
–¡Te creo! –repitió Miley, y la tierna fiereza de su voz demolió lo que quedaba de la reserva de Nick.

En su garganta se formó un nudo de emoción muy poco familiar, y durante un instante permaneció allí, inmovilizado por lo que veía, oía y sentía. Las lágrimas corrían libremente por las mejillas de _Miley, empapándole la mano; sus ojos lo miraban como flores azules, y se mordía el labio inferior, tratando de impedir que le temblara.
–¡No llores, por favor! –susurró Nick, mientras bajaba su boca hasta la de ella, para impedir que le temblaran los labios–. ¡Por favor, por favor, no...!

Al primer contacto de sus labios con los de él, Miley se quedó rígida, conteniendo el aliento. Nick ignoraba si lo que la paralizaba era el temor o la sorpresa. No lo sabía y en ese momento tampoco le importaba. Su único deseo era abrazarla, saborear los sentimientos dulces que crecían en su interior –la primera dulzura que experimentaba en años– y compartirlo todo con ella.
 Diciéndose que no debía apurarse, que era necesario que se contentara con lo que ella estuviera dispuesta a permitir, deslizó los labios alrededor del contorno de los de ella, paladeando el gusto salado de sus lágrimas. Se dijo que no debía apurarla, que no debía forzarla, pero mientras se lo advertía, empezó a hacer ambas cosas.

–¡Bésame! –pidió, y la ternura indefensa que percibió en su propia voz le resultó tan extraña como los otros sentimientos que lo recorrían–. ¡Bésame! –repitió, pasando la punta de la lengua por sus labios–. ¡Abre la boca!
Y cuando ella obedeció y se apoyó contra él, apretando sus labios entreabiertos contra los suyos, Nick casi lanzó un quejido de placer. El deseo, primitivo y potente, le recorrió las venas, y de repente empezó a actuar por puro instinto. 

La apretó con más fuerza, apoyó las caderas contra las de ella, mientras con los labios la obligaba a abrir más los suyos e introducía la lengua en la boca de Miley. La hizo retroceder hasta que quedó de espaldas contra la pared y la besó con toda la fuerza persuasiva de que disponía. Cubrió su boca con la suya, la provocó con la lengua, le metió las manos bajo el suéter y le recorrió con ellas la columna vertebral. 

La piel desnuda y suave de Miley era como satén líquido bajo sus manos, mientras le acariciaba la angosta cintura y la espalda. Hasta que por fin se permitió buscar sus pechos. Cuando se los tocó, ella se apretó contra él y lanzó un quejido, y ese sonido dulce casi perdió a Nick; empezó a palpitarle todo el cuerpo mientras con los dedos exploraba cada centímetro de pechos y pezones, los labios pegados a los de ella, la lengua explorando, hambrienta.

Para Miley, lo que él le estaba haciendo era como estar aprisionada dentro de un capullo de una sensualidad peligrosa y aterrorizante, donde ella no tenía ninguna posibilidad de control sobre nada. Ni sobre sí misma. Bajo la exploración de los dedos largos de Nick sus pechos empezaban a arder; contra su voluntad, su cuerpo inflamado se amoldaba a los endurecidos contornos del de él; y sus labios entreabiertos daban la bienvenida a la constante invasión de su lengua.

Nick la sintió enterrar los dedos en el pelo suave de su nuca.
–¡Dios que eres dulce! –susurró mientras le tomaba los pezones entre sus dedos, para obligarlos a endurecerse y darle placer–. ¡Pequeña –murmuró con voz ronca–, eres tan endiabladamente hermosa...!

Tal vez fuera el término cariñoso que utilizó –uno que estaba segura de haberle oído usar en una película– o quizá fue su uso ridículo de la palabra hermosa lo que rompió el hechizo sensual que la había atrapado, pero Miley tomó conciencia de que lo había visto interpretar esa misma escena docenas de veces, con docenas de actrices verdaderamente hermosas. Sólo que en ese momento, era su piel la que exploraba con tanta práctica y seguridad.
–¡Basta! –advirtió con tono agudo.

Se liberó de los brazos de Nick, lo alejó de un empujón y se bajó el suéter. Durante un instante, él permaneció inmóvil, respirando hondo, con los brazos caídos a los costados, completamente desorientado. Miley estaba sonrojada por el deseo, un deseo que todavía resplandecía en sus ojos gloriosos, pero daba la sensación de que quisiera correr hacia la puerta. Con suavidad, como si se dirigiera a un potrillo espantadizo, Nick preguntó:
–¿Qué sucede, pequeña...?
–¡No sigas con eso! –explotó ella–. Yo no soy tu “pequeña”; ésa fue otra mujer que interpretaba contigo otra escena parecida a ésta. No quiero oírte llamarme así. Tampoco quiero que me digas que soy hermosa.

Nick sacudió la cabeza. Aunque tarde, se dio cuenta de que Miley respiraba entrecortadamente y lo observaba como si esperara que le saltara encima, le arrancara la ropa y la violara. Así que le habló con mucho cuidado y en voz muy baja.
–¿Me tienes miedo, Miley?
–¡Por supuesto que no! –contestó ella con tono cortante, pero en cuanto lo dijo supo que era mentira.

Cuando el beso comenzó, advirtió instintivamente que, de alguna manera, para Nick, besarla representaba una forma de limpiarse, y quiso brindársela. Pero ahora que su corazón se aferraba a ese beso y le exigía que le diera más, mucho más, estaba aterrorizada. 

Porque eso era lo que ella quería hacer. Quería sentir las manos de Nick sobre su piel desnuda, y su cuerpo introduciéndose en el de ella. Durante los instantes en que permaneció en silencio, él sin duda había reemplazado la pasión con el enojo, porque cuando le habló, su voz ya no era suave ni bondadosa, sino fría, cortante y dura.
–Si no me tienes miedo, ¿qué te está molestando? ¿ O será que le puedes dar un poco de comprensión a un convicto, pero no lo quieres tener demasiado cerca? ¿Es eso?

Miley tuvo ganas de golpear el piso con el pie ante la falta de lógica de Nick y su propia estupidez al haber permitido que las cosas llegaran tan lejos.
–No se trata de que te tenga asco, si a eso te refieres.
Él adoptó una actitud de aburrimiento.
–¿Y entonces qué es, si puedo preguntar?
–¡No debería hacerte falta preguntar! –contestó ella, apartándose el pelo de la frente mientras miraba desesperada a su alrededor, buscando algo que hacer, una manera de restaurar el orden en un mundo que, de repente, se encontraba alarmantemente fuera de su control– No soy un animal –empezó a decir. De repente su mirada se posó en un cuadro que estaba apenas torcido, y se apresuró a enderezarlo.

–¿Y crees que yo lo soy? ¿Un animal? ¿Es eso?
Atrapada por sus preguntas y su cercanía, Miley miró sobre el hombro y vio un almohadón en el piso.
–Creo –dijo mientras se encaminaba hacia el almohadón–, que eres un hombre que durante cinco años ha estado encerrado y lejos de las mujeres.
–Eso es cierto. Lo soy. ¿Y qué?

Miley colocó el almohadón en ángulo recto contra el sofá y se empezó a sentir más controlada, ahora que había puesto cierta distancia entre ambos.
–De manera que –explicó, y hasta logró dirigirle una sonrisita por encima del sofá– comprendo que para ti cualquier mujer debe ser... –Nick frunció el entrecejo y ella empezó a enderezar apresuradamente el resto de los almohadones, pero perseveró en sus explicaciones–. Para ti, después de estar tanto tiempo en la cárcel, cualquier mujer debe ser como un... un banquete para un hombre famélico. Cualquier mujer –enfatizó–: Es decir, no me importó dejar que me besaras si eso te hacía sentir, bueno... mejor.

Nick se sentía humillado y lo enfurecía descubrir que Miley lo consideraba un animal a quien tiraba migajas de sentimientos humanos, un mendigo hambriento de sexo a quien, a regañadientes, estaba dispuesta a conceder un beso.
–¡Cuánta nobleza, señorita Mathison! –se burló, ignorando la palidez de Miley cuando siguió diciendo con deliberada crueldad– Has sacrificado dos veces tu preciosa persona por mí. Pero, contrariamente a lo que piensas, hasta un animal como yo es capaz de contenerse y de discriminar. En síntesis, Miley, tal vez consideres que eres un “banquete”, pero para este hombre, por famélico de sexo que esté, eres completamente resistible.

En su actual estado de agitación, para Miley esa furia volátil, pero tangible, era aterrorizante e incomprensible. Retrocedió, envolviéndose el cuerpo con los brazos, como para tratar de defenderse de las heridas que Nick infligía en sus emociones en carne viva.

Nick leyó cada una de sus reacciones en esos ojos expresivos, y satisfecho de haberle hecho el mayor daño posible, giró sobre sus talones y se encaminó al gabinete que había junto al televisor, donde empezó a revisar los nombres de las películas grabadas que contenía.

Miley supo que acababa de ser descartada como un pañuelo de papel usado y sumariamente despedida, pero su orgullo se rebeló ante la posibilidad de arrastrarse a su cuarto como un conejo herido. Se rehusaba a derramar una sola lágrima y a demostrar emoción. Se encaminó a la mesa y empezó a enderezar las revistas que la cubrían. La gélida orden de Nick la obligó a erguirse, asombrada.

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