–Me parece una buena idea
–contestó, poniéndose de pie y tomando su plato–. ¿Por qué no te
encargas de buscar un canal donde transmitan noticias, mientras yo lavo
los platos?
–¿Para que después me acuses de no haber cumplido nuestro trato? ¡De ninguna manera! ¡Los platos los lavo yo!
Miley lo miró levantar la mesa y llevar todo a la cocina.
Durante
la última hora, habían vuelto a angustiarla toda clase de dudas acerca
de su inocencia. Recordó la manera furiosa en que se refirió al jurado
que lo condenó. Recordó la tremenda desesperación que había en su voz
cuando, estando tirados en la nieve, le suplicó que lo besara para
acallar las sospechas del camionero. «¡Por favor! ¡Te juro que no traté
de matar a nadie!»
En
ese momento, Nick sembró en su mente una traicionera semilla de duda con
respecto a su culpabilidad; y diecisiete horas después, esa semilla
echaba raíces en su interior, alimentada por el horror que le producía
la posibilidad de que un inocente hubiera pasado cinco largos años en la
cárcel.
Otros elementos que tampoco lograba controlar se combinaban
para hacerla sentir por él cosas como el recuerdo de ese beso tan
hambriento, el estremecimiento que lo recorrió cuando se dio cuenta de
que ella se le había rendido por fin, lo contenido que se mostró cuando
ella se le rindió. En realidad durante la mayor parte del tiempo que
estuvieron juntos, la trató con respeto, casi con cortesía.
Por
duodécima vez en la última media hora, se dijo que un verdadero asesino
sin duda no se molestaría en besar a una mujer con suavidad, y que
tampoco la trataría con la bondad y el humor con que Nick la trataba a
ella. Su mente le advertía que era una verdadera tontería creer que un
jurado pudiera haberse equivocado; pero esa noche, cada vez que miraba a
Nick, su instinto le decía a los gritos que era inocente. Y de ser así,
le resultaba intolerable pensar en lo que debía de haber sufrido.
Nick regresó al living, prendió el televisor y se sentó frente a ella, estirando sus largas piernas.
–Después de las noticias, miraremos lo que tú quieras –dijo, con la atención ya puesta en la pantalla tamaño gigante.
–Bueno –contestó Miley, estudiándolo subrepticiamente.
Había
una fuerza indomable cincelada en sus apuestas facciones, determinación
en su mentón, arrogancia en la mandíbula, inteligencia y fuerza en cada
uno de sus rasgos.
Mucho tiempo antes, Miley había leído docenas de
artículos acerca de Nick, artículos escritos por periodistas del mundo
del cine y por críticos famosos. Muchas veces trataban de definirlo
comparándolo con otros grandes actores que lo precedieron.
Miley recordaba a uno de esos críticos que lo convirtió en un conglomerado
humano al decir que Nicholas Jonas poseía el magnetismo animal de un
Sean Connery juvenil, el talento de un Newman, el carisma de Costner, el
machismo de un joven Eastwood, la suave sofisticación de Warren Beatty,
la versatilidad de Michael Douglas y el atractivo de Harrison Ford.
Y
en ese momento, después de casi dos días de estar constantemente con
él, Miley decidió que ninguno de esos artículos lo describía bien, y
que la cámara tampoco le hacía justicia, y comprendió vagamente por qué:
en la vida real, Nick poseía una fuerza interior y un carisma poderosos
que no tenían ninguna relación con su alta estatura, ni con sus hombros
anchos, ni con su famosa sonrisa burlona. Había algo más... la
sensación que Miley tenía cada vez que lo miraba, de que, aparte de
sus años de prisión, Nicholas Jonas ya había hecho y visto todo lo que
un hombre podía ver y hacer, y que todas esas experiencias estaban
permanentemente encerradas tras un muro impenetrable de amable
urbanidad, de perezoso encanto, y de un par de penetrantes ojos dorados.
Más allá del alcance de ninguna mujer.
Y Miley comprendió que allí residía su verdadero atractivo: en el
desafío que encerraba. A pesar de todo lo que le había hecho durante los
últimos dos días, Nicholas Jonas lograba que ella –y posiblemente todas
las demás mujeres que lo conocían o que lo habían visto en cine–
quisiera pasar esa barrera. Para descubrir lo que había debajo, para
suavizarlo, para encontrar al chico que debía de haber sido, para lograr
que el hombre en quien se había convertido riera a carcajadas o se
pusiera tierno de puro amor.
De
repente Miley se contuvo y se hizo una severa advertencia. ¡Nada de
eso importaba! Lo único importante era saber si era culpable o inocente
del asesinato de su mujer. Le dirigió otra mirada de soslayo y sintió
que se derretía.
Era
inocente. Lo sabía. Lo sentía. Y de solo pensar que tanta belleza e
inteligencia hubieran permanecido encarceladas durante cinco largos
años, se le formó un nudo en la garganta. Imaginó una celda, el ruido de
las puertas de rejas cuando se cerraban, los gritos de los guardias,
los hombres trabajando en lavanderías y sus recreos en el patio de la
prisión, privados de toda libertad e intimidad. Privados de su dignidad.
La voz del locutor la volvió a la realidad:
«Les
daremos noticias estatales y locales, así como de la tormenta de nieve
que se dirige hacia aquí, después de hacer una conexión con la red
nacional por la que Tom Brokaw nos proporcione noticias de especial
importancia».
Miley se puso de pie, demasiado nerviosa para quedarse sentada y sin hacer nada.
–Voy a buscar un vaso de agua –informó, ya camino de la cocina, pero la voz de Tom Brokaw la detuvo en seco.
«Buenas
noches, señoras y señores. Nicholas Jonas, quien en una época fue
considerado uno de los más importantes actores de Hollywood y un
brillante director de cine, huyó hace dos días de la Penitenciaría
Estatal de Amarillo, donde cumplía una condena de cuarenta y cinco años
de prisión por el asesinato maquiavélico de su esposa, la actriz Rachel
Evans, en 1988».
Miley se volvió a tiempo para ver una fotografía de Nick vistiendo el
uniforme de la prisión con un número que le cruzaba el pecho. Volvió a
entrar en el living, como hipnotizada por la fealdad de lo que veía, oía
y sentía mientras Brokaw continuaba:
«Se cree que Jonas viaja con esta mujer... »
Miley lanzó un jadeo al ver en pantalla una fotografía suya, tomada el año anterior con sus alumnos de tercer grado.
«Las
autoridades de Texas informan que la mujer, Miley Mathison, de
veintiséis años, fue vista por última vez hace dos días en Amarillo,
cuando un hombre cuya descripción coincide con la de Jonas subió en su
compañía a un Chevrolet Blazer azul. Al principio las autoridades
creyeron que la señorita Mathison había sido tomada como rehén contra su
voluntad... »
–¿Al
principio? –explotó Miley, mirando a Nick, quien se ponía lentamente
de pie–. ¿Qué quiere decir eso de al principio? –La respuesta fue
inmediata y horripilante, cuando Brokaw continuó diciendo:
«La
teoría de que era un rehén quedó desbaratada esta tarde, cuando Peter
Golash, un conductor de camión, informó haber visto a una pareja que
respondía a las descripciones de Jonas y Mathison, esta mañana al
amanecer, en un terreno de descanso para camiones de Colorado... »
Enseguida llenó la pantalla el
rostro alegre de Pete Golash, y lo que dijo hizo que Miley se sintiera
enferma de vergüenza y furia:
«Esos
dos estaban luchando con bolas de nieve como si fueran un par de
chicos. ¡Estoy absolutamente seguro de que la mujer era Miley
Mathison! De todos modos, ella tropezó y se cayó y Jonas se le tiró
encima y enseguida empezaron a hacerse arrumacos y a besarse. Si ella
era un rehén, les aseguro que no actuaba como tal».
–¡Oh, Dios! –exclamó Miley, envolviéndose el cuerpo con los brazos y tragando la bilis que le subía a la garganta.
En
pocos instantes, la desagradable realidad había invadido la atmósfera
falsamente acogedora de la casa de la montaña, y ella se volvió hacia el
hombre que la había llevado hasta allí, viéndolo como lo que realmente
era; un convicto, como lo vio en la pantalla de televisión, con una
serie de números cruzándole el pecho. Pero antes de que Miley lograra
reponerse, otra escena peor y más angustiante apareció en pantalla
mientras el locutor decía:
«Nuestro
enviado especial, Bill Morrow, se encuentra en Keaton, Texas, donde
Mathison vive y se desempeña como maestra de tercer grado en la escuela
primaria. Bill pudo obtener una breve entrevista con los padres de la
joven, el reverendo James Mathison y su señora... »
Miley lanzó un grito de incredulidad al ver el rostro solemne y lleno de
dignidad de su padre, quien, con su voz enfática y confiada, trataba de
convencer al mundo de la inocencia de su hija.
«Si Miley está con Jonas, es contra su voluntad. Ese camionero que dice
lo contrario se equivoca con respecto a lo que vio o a lo que creyó que
sucedía –aseguró dirigiendo una severa mirada de desaprobación a los
periodistas, que comenzaron a hacerle preguntas a los gritos–. No tengo
nada más que declarar».
Presa
de oleadas de vergüenza, Miley apartó la vista del televisor para
mirar a través de sus lágrimas a Nicholas Jonas, quien se le acercó
apresuradamente.
–¡Cretino! –exclamó retrocediendo.
–¡Miley! –exclamó Nick, tomándola por los hombros, en un vano intento de consolarla.
–¡No
me toques! –gritó ella, tratando de apartarle las manos, retorciéndose
para alejarse, mientras un torrente de sollozos escapaba de su boca–.
¡Mi padre es un pastor! –sollozó–. Es un hombre respetado, ¡y tú has
convertido a su hija en una prostituta pública! ¡Soy maestra! –gritó,
presa de un ataque de histeria–. ¡Enseño a niños pequeños! ¿Crees que me
permitirán seguir enseñando, ahora que soy un escándalo nacional que se
anda revolcando en la nieve con asesinos prófugos?
Comprender que era posible que Miley tuviera razón fue una cachetada para Nick, quien le aferró los brazos con más fuerza.
–Miley...
–He
dedicado los últimos quince años de mi vida a tratar de ser perfecta
–sollozó ella, luchando por liberarse de él–. Me recibí de maestra para
que pudieran estar orgullosos de mí. Voy... voy a la iglesia y enseño en
la escuela dominical. Después de esto no me dejarán volver a enseñar en
ninguna parte...
De repente Nick no pudo seguir soportando el peso del dolor de Miley, ni la conciencia de su propia culpabilidad.
–¡No
llores más, por favor! –susurró, tomándola en sus brazos. Le tomó la
cabeza entre sus manos y la apretó contra su pecho–. Lo comprendo, y lo
lamento. Cuando todo esto haya terminado, los obligaré a ver la verdad.
–¿Dices
que entiendes? –repitió ella con amargo desprecio, mirándolo con el
rostro acusador surcado de lágrimas–. ¿Cómo va a comprender alguien como
tú lo que siento?
Alguien como él. Un monstruo como él.
–¡Ah,
vaya si comprendo! –ladró él, alejándola de sí y sacudiéndola hasta que
la obligó a mirarlo–. ¡Comprendo exactamente lo que se siente cuando a
uno lo desprecian por algo que no hizo!
Miley contuvo sus protestas por la rudeza con que la trataba, al registrar la
furia de su rostro y el dolor que había en sus ojos. Nick le clavaba
los dedos en los brazos y su voz vibraba de emoción.
–¡Yo no maté a nadie! ¿Me oyes? ¡Miénteme y di que me crees! ¡Sólo te pido que lo digas! ¡Quiero oír que alguien lo diga!
Después
de experimentar en pequeña medida lo que él debía de sentir si era
realmente inocente, Miley se encogió interiormente al pensar en lo que
ese hombre podía estar sintiendo. Si era inocente... Tragó con fuerza y
estudió con los ojos empañados el rostro apuesto de Nick. Entonces
expresó en voz alta sus pensamientos.
–¡Te creo! –susurró mientras nuevas lágrimas empezaban a correr por sus mejillas–. ¡Te aseguro que te creo!
Nick
percibió la sinceridad en su voz llorosa; vio nacer una verdadera
compasión en sus ojos azules y, en lo profundo de su ser, empezó a
resquebrajarse y derretirse el muro de hielo con que había rodeado su
corazón durante años. Alzó una mano, la apoyó contra la mejilla suave de Miley y trató de enjugar con el pulgar sus lágrimas calientes.
–¡No llores por mí! –murmuró con voz ronca.
–¡Te creo! –repitió Miley, y la tierna fiereza de su voz demolió lo que quedaba de la reserva de Nick.
En
su garganta se formó un nudo de emoción muy poco familiar, y durante un
instante permaneció allí, inmovilizado por lo que veía, oía y sentía.
Las lágrimas corrían libremente por las mejillas de _Miley, empapándole
la mano; sus ojos lo miraban como flores azules, y se mordía el labio
inferior, tratando de impedir que le temblara.
–¡No
llores, por favor! –susurró Nick, mientras bajaba su boca hasta la de
ella, para impedir que le temblaran los labios–. ¡Por favor, por favor,
no...!
Al primer
contacto de sus labios con los de él, Miley se quedó rígida,
conteniendo el aliento. Nick ignoraba si lo que la paralizaba era el
temor o la sorpresa. No lo sabía y en ese momento tampoco le importaba.
Su único deseo era abrazarla, saborear los sentimientos dulces que
crecían en su interior –la primera dulzura que experimentaba en años– y
compartirlo todo con ella.
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