—Feliz cumpleaños, Agrippina —dijo Nicholas mientras posaba una sola rosa roja a los pies de la estatua de mármol que poseía un sitio sagrado en su hogar.
No era nada comparado con el sitio sagrado que esa misma mujer había tenido en su corazón mientras estaba viva. Un lugar que aún ocupaba, incluso después de dos mil años.
Cerrando los ojos, se sintió destrozado por el dolor de su pérdida. Destrozado por la culpa que los últimos sonidos que hubiera escuchado como mortal fueran los angustiantes sollozos de ella mientras gritaba pidiendo su ayuda.
Incapaz de respirar, se estiró y tocó su mano de mármol. La piedra era dura. Fría. Rígida. Cosas que Agrippina jamás había sido. En una vida que se medía por una brutal seriedad y aspereza, ella había sido su único refugio.
Y él aún la amaba por la silenciosa bondad que le había otorgado.
Apretó la delicada mano con las suyas, y luego apoyó su mejilla contra la fría palma de piedra.
Si pudiera pedir un deseo, sería recordar el sonido exacto de su voz.
Sentir la calidez de sus dedos sobre los labios.
Pero el tiempo le había quitado todo, excepto la agonía que le había causado a ella. Moriría diez mil veces más si tan solo pudiese salvarla del dolor de esa noche.
Desgraciadamente, no había modo de volver el tiempo atrás. No había manera de forzar a los Destinos a deshacer sus acciones y darle la felicidad que ella debería haber conocido.
Así como no había nada que pudiese llenar el doloroso vacío dentro de él por la muerte de Agrippina.
Haciendo rechinar los dientes, Nicholas se apartó y notó que la llama eterna que ardía a su lado estaba chisporroteando.
—No te preocupes —le dijo a su imagen—. No te dejaré en la oscuridad. Lo prometo.
Era una promesa que le había hecho en vida, e incluso en la muerte, jamás la había roto. Durante más de dos mil años la había mantenido en la luz, aunque él mismo se veía forzado a vivir en la oscuridad que la había aterrado.
Nicholas atravesó la iluminada habitación para alcanzar el gran aparador estilo romano que guardaba el aceite para la llama de Agrippina. Lo extrajo y lo llevó hasta la estatua; entonces subió al pedestal de piedra para derramar lo último que quedaba dentro de la lámpara.
En esta posición, su cabeza estaba a la misma altura que la de ella. El escultor al que la había encargado siglos atrás había capturado cada delicada curva y hoyuelo de su precioso rostro. Sólo la memoria de Nicholas sustituía el color miel de su cabello. El vívido verde de sus ojos. Agrippina había sido perfecta en su belleza.
Suspirando, Nicholas tocó su mejilla antes de descender. Era inútil permanecer en el pasado. Lo hecho, hecho estaba.
Ahora había jurado proteger a los inocentes. Custodiar a la humanidad y asegurarse que ningún otro hombre tuviese que perder una luz tan valiosa en su alma como la que Nicholas había perdido.
Seguro de que la llama duraría hasta la noche siguiente, inclinó la cabeza respetuosamente ante su estatua.
—Amo —le dijo, susurrando la palabra latina para “te amo.”
Era algo que rogaba a los dioses haber tenido el valor de decirle en voz alta mientras estaba viva.