martes, 16 de octubre de 2012

Perfecta Cap:12

Cuando durante el juicio saltó a relucir que Nick era dueño de una importante colección de armas y que estaba familiarizado con distintos tipos de pistolas y balas, Handler trató de señalar que dado que eso era así, Nick debió ser capaz de cambiar las balas sin dejar, con torpeza increíble, sus impresiones digitales en el arma.
La idea de tratar de huir a Sudamérica y después desaparecer rondaba la mente de Nick, pero no era una buena idea, y lo sabía. Para empezar, si huía, aunque el jurado hubiera decidido dejarlo en libertad, lo consideraría culpable. En segundo lugar, su rostro era tan conocido, sobre todo después de la cobertura periodística del juicio, que fuera adonde fuese lo descubrirían a los pocos minutos. Lo único bueno que había surgido de todo el asunto era que Tony Austin nunca volvería a trabajar en cine, ahora que sus vicios y perversiones habían salido a la luz.
A la mañana siguiente, cuando llamaron a su puerta, la tensión y la frustración le habían anudado todos los músculos del cuerpo. Abrió la puerta de un tirón y frunció el entrecejo al encontrarse con el único amigo en quien confiaba implícitamente. Nick no había querido que Liam Farrell asistiera al juicio, en parte porque se sentía humillado, y en parte porque no quería que la culpa que se le atribuía manchara al famoso industrial. Dado que Liam había estado en Europa hasta el día anterior, negociando la compra de una empresa, a Nick no le resultó difícil mostrarse optimista cada vez que lo llamaba por teléfono. Pero en ese momento la expresión sombría de su amigo le indicó que sabía la verdad y que por ese motivo había volado a Dallas.
–No demuestres tanta alegría de verme –dijo Liam con sequedad, entrando en la suite.
–Te dije que no había motivo para que vinieras –contestó Nick, cerrando la puerta–. En este momento el jurado está deliberando. Todo saldrá bien.
–En cuyo caso –contestó Liam sin inmutarse por el poco entusiasta recibimiento–, podemos entretenernos jugando un poco de poker. Tienes un aspecto terrible –agregó, tomando el teléfono para ordenar un inmenso desayuno para dos–. Esto es como en los viejos tiempos de Carmel, cuando jugábamos a cada rato. Sólo que allí siempre jugábamos de noche... –dijo Liam mientras mezclaba las cartas.

Sólo que entonces la vida, de Nick no pendía de un hilo... El pensamiento flotó en el pesado silencio, que quebró el sonido agudo de la campanilla del teléfono. Nick atendió, escuchó y se puso de pie.
–El jurado ha llegado a un veredicto. Tengo que irme.
–Te acompañaré –dijo Liam.
–No es necesario –contestó Nick, luchando contra el pánico que amenazaba con invadirlo–. Me pasarán a buscar mis abogados. –Miró a Liam y fue hasta su escritorio–. Tengo que pedirte un favor. –Sacó un documento de un cajón y se lo entregó–. Lo preparé por si algo llega a salir mal. Es un poder general que te otorga el derecho de actuar por mí en cualquier asunto que se refiera a mis finanzas o a mis bienes.

Liam Farrell miró el documento y se puso pálido ante esa prueba de que obviamente Nick no creía tener demasiadas posibilidades de ser declarado inocente.
–No es mas que una formalidad, estoy seguro de que nunca tendrás necesidad de usarlo –mintió Nick.
–Yo también –contestó Liam con idéntica falta de veracidad.
Ambos se miraron. Eran casi de la misma altura, contextura física y color de tez, y mostraban la misma falsa expresión de confianza. Cuando Nick tomó su sobretodo, Liam se aclaró la garganta y dijo a regañadientes:
–Si... si tuviera que utilizar este poder, ¿qué quieres que haga?
Nick se anudó la corbata frente al espejo, se encogió de hombros y contestó con un frustrado intento de humor.
–Trata de no hundirme, nada más.
Una hora más tarde, en la sala del juzgado, de pie junto a sus abogados, Nick observó al alguacil que en ese momento le entregaba al juez el veredicto del jurado. Como si las palabras hubieran sido pronunciadas en un túnel lejano, oyó decir al juez:
–... culpable de asesinato en primer grado... –Luego Nick escuchó otro veredicto, más terrible que el primero– El castigo será de cuarenta y cinco años de cárcel, a ser cumplidos en el Departamento de Justicia Criminal de Texas, situado en Amarillo... Como se trata de una sentencia de más de quince años de cárcel, queda denegada toda posibilidad de excarcelación por fianza... El prisionero queda en custodia...
Nick se negó a hacer un solo gesto. Se negó a hacer nada que pudiera revelar la verdad: que aullaba por dentro. Permaneció rígido y erguido, aun cuando alguien le tomó las muñecas, se las colocó detrás de la espalda y le puso las esposas.

******

–¡Cuidado, señorita Mathison! –La aguda advertencia lanzada por el chico de la silla de ruedas llegó demasiado tarde; Miley llevaba la pelota de básquet por el centro de la cancha, riendo mientras se preparaba para arrojarla al cesto, cuando un pie se le enredó con el posapiés de una silla de ruedas y voló por el aire, para caer luego ignominiosamente de traste en el piso.
–¡Señorita Mathison! ¡Señorita Mathison! –En el gimnasio retumbaban los gritos de los niños inválidos de las sesiones de gimnasia que Miley supervisaba después de las horas de clase, cuando terminaban sus tareas de maestra. De repente estuvo rodeada de chicos en sillas de ruedas o que se apoyaban en muletas.
–¿Está bien, señorita Mathison? –preguntaban a coro–. ¿Se lastimó, señorita Mathison?
–¡Por supuesto que me lastimé! –contestó Miley en broma, apoyándose sobre los codos y apartándose el pelo de los ojos–. Tengo el orgullo muy, muy lastimado.
En el momento en que rodaba sobre sí misma para ponerse de pie, en su campo de visión entraron unos zapatos muy lustrados, medias marrones y un par de pantalones de poliéster.
–¡Señorita Mathison! –ladró el director de la escuela, mirando con aire feroz las marcas sobre el reluciente piso de su gimnasio–. Esto no se parece en nada a un partido de básquet. ¿A qué juega?

A pesar de que en ese momento Miley era maestra de tercer grado en la Escuela Elemental de Keaton, sus relaciones con el director, señor Duncan, no habían mejorado demasiado desde que quince, años antes él la acusó de robar el dinero para los almuerzos de su clase. Aunque el señor Duncan ya no ponía en duda la integridad de Miley, su manera constante de transgredir las reglas de la escuela le resultaban una perpetua molestia. No sólo eso, sino que vivía molestándolo con ideas novedosas y, cuando él las vetaba, ella obtenía el apoyo moral del resto del pueblo y, si era necesario, el apoyo financiero de distintos ciudadanos. Como resultado de una de sus ideas, la escuela contaba ahora con un programa atlético especial para niños con incapacidades físicas, que Miley había creado y que modificaba constantemente con lo que el señor Duncan consideraba un frívolo desinterés por sus procedimientos preestablecidos. No bien puso en marcha su programa para niños incapacitados, el año anterior, la señorita Mathison inventó otro movimiento y no había modo de detenerla. Ahora impulsaba una campaña para desarraigar el analfabetismo entre las mujeres de Keaton y sus alrededores. Lo único que hizo falta para que iniciara esa cruzada fue que descubriera que la esposa del portero de la escuela no sabía leer. 

Miley Mathison la invitó a su propia casa, donde comenzó a darle clases, pero resultó que la mujer del portero conocía a otra mujer que no sabía leer, y ésa conocía a otra más, que a su vez conocía a otra, y ésa a otra. Al poco tiempo había que enseñar a leer a ocho mujeres y la señorita Mathison le pidió que, para enseñar a sus nuevas alumnas, le permitiera utilizar su aula dos veces por semana, después del horario de clases.

Cuando el señor Duncan protestó por el incremento de los costos que suponía mantener las aulas en funcionamiento en horas de la noche, ella respondió que en ese caso hablaría con el director de la escuela secundaria del pueblo. Antes de quedar como un ogro cuando el director de la escuela secundaria cediera ante los ojos azules y la brillante sonrisa de la señorita Mathison, el señor Duncan le permitió utilizar su aula de tercer grado para esos fines. Poco después de su capitulación, ella decidió que necesitaba material especial para acelerar el proceso de aprendizaje de sus adultos. Y como descubrió el señor Duncan en su constante frustración, una vez que a Miley Mathison se le metía una idea en la cabeza, no se detenía hasta convertirla en realidad. Cuando estaba convencida de que tenía razón, de que había algo importante en juego, Miley Mathison poseía una tozudez poco común, junto con un optimismo enérgico e ilimitado, que al señor Duncan le resultaba enojoso.

En ese momento estaba decidida a conseguir el material especial que le hacía falta y él estaba seguro de que su pedido de dos días de licencia para viajar a Amarillo de alguna manera se relacionaba con ese dinero que necesitaba obtener. Sabía que Miley había convencido al opulento abuelo de uno de sus alumnos minusválidos –un hombre que casualmente vivía en Amarillo– de que donara fondos para la compra de parte del equipo que hacía falta para el programa de gimnasia. Ahora el señor Duncan sospechaba que intentaba caer sobre el desprevenido ciudadano para instarlo a que donara fondos para su programa contra el analfabetismo de mujeres adultas.
Con la cara lavada como la tenía en ese momento, y su pelo castaño que le caía hasta los hombros sujeto en una cola de caballo, Miley Mathison tenía un aire de integridad y de juvenil vitalidad que engañó al señor Duncan cuando la contrató, haciéndole creer que se trataba de una jovencita dulce, bonita y poco complicada. De poco más de un metro sesenta de estatura, tenía huesos finos y piernas largas, nariz elegante, pómulos clásicos y una boca generosa y suave. Sin embargo, como para su desgracia había comprobado, el único rasgo de ese rostro delicado que hacía sospechar lo que era su poseedora, era esa mandíbula obcecada con su hoyuelo pequeño y muy poco femenino.

Ocultando su impaciencia interior, el señor Duncan esperó hasta que su joven maestra terminara con su “equipo”, alisara su traje de gimnasia y se pasara las manos por el pelo antes de dignarse explicar los motivos de su poco habitual visita al gimnasio a esa hora.
–Llamó su hermano Ted. Yo era el único que estaba arriba y atendí el teléfono –explicó con irritación–. Me pidió que le dijera que su madre quiere que vaya a comer a las ocho, y que su hermano Carl le prestará su auto para el viaje. Él... este... mencionó que usted piensa viajar a Amarillo. No me lo había comentado cuando me pidió los días de licencia por motivos personales.
–Sí, Amarillo –dijo Miley con una sonrisa de inocencia que no hizo más que poner en guardia al director.
–¿Tiene amigos en Amarillo? –preguntó él, levantando las cejas, en un gesto inquisitivo.
Miley se dirigía a Amarillo a ver al opulento pariente de uno de sus niños minusválidos, con la esperanza de convencerlo de que donara una suma de dinero para su programa contra el analfabetismo de las mujeres adultas... pero tenía el horrible presentimiento de que el señor Duncan ya lo sospechaba.
–Sólo faltaré dos días –dijo, evasiva–. Ya he arreglado que una suplente tome mis clases.
–Amarillo queda a varios cientos de kilómetros de distancia. Debe de tener cosas importantes que hacer allí.
En lugar de responder a la apenas velada pregunta acerca del propósito de su viaje, Miley se levantó la manga del traje de gimnasia, miró su reloj de pulsera y exclamó:
–¡Dios mío! ¡Ya son las cuatro y media! Será mejor que me apure... Debo ir a casa, ducharme y estar de vuelta para mi clase de las seis de la tarde.


El camino hasta su casa la obligó a cruzar el centro comercial de Keaton, cuatro manzanas de tiendas y negocios que rodeaban el viejo juzgado. Al llegar a Keaton de niña, la pequeña ciudad tejana sin avenidas ni rascacielos –ni villas miseria– le pareció extraña y desconocida, pero muy pronto aprendió a amar sus calles tranquilas y su atmósfera amistosa. En los últimos quince años, el pueblo no había cambiado demasiado. Estaba igual que siempre, pintoresco y bonito, con su hermoso pabellón blanco en el centro del parque municipal y sus calles de adoquines rodeadas de negocios y de casas inmaculadamente cuidadas. Aunque la población había crecido de tres mil a cinco mil almas, Keaton absorbió a sus nuevos ciudadanos dentro de su propio estilo de vida, en lugar de permitir que lo alteraran. La mayor parte de sus habitantes seguía asistiendo a la iglesia los domingos, los hombres se seguían reuniendo en el Elk Club los primeros viernes de cada mes, y las vacaciones de verano se seguían celebrando de la misma manera tradicional. Los residentes originales de Keaton llegaban a esas festividades a caballo o en carros. Ahora llegaban en pickups o en autos, pero la música y las risas todavía resonaban en el aire del verano, lo mismo que antes. Era un lugar donde la gente se aferraba con fuerza a las viejas amistades, a las viejas tradiciones, a los viejos recuerdos. Era también un lugar donde todo el mundo lo sabía todo acerca de todos los demás.

Ahora Miley formaba parte de todo eso; amaba la sensación de seguridad, de pertenencia que le daba, y desde los once años había evitado todo lo que pudiera provocar la censura de los comentarios. Durante la adolescencia, sólo salía con los escasos chicos que merecían la aprobación de sus padres y de toda la ciudad, y sólo asistía con ellos a actividades del colegio o a castas actividades de la iglesia. Jamás violó un reglamento de tránsito o una regla preestablecida. Vivió en casa de sus padres mientras estudiaba, hasta el año anterior, cuando por fin alquiló su propia casita en el lado norte de la ciudad. Mantenía esa casa prolija, y después del anochecer nunca permitía la entrada a hombres que no formaran parte de su familia. En la década de 1980, otras jóvenes de su edad habrían protestado contra esas restricciones, autoimpuestas o no, pero ése no era el caso de Miley. Ella había encontrado un verdadero hogar, una familia que la quería, la respetaba y le brindaba toda su confianza, y estaba decidida a ser digna de ellos. Tan eficaces fueron sus esfuerzos que, ya adulta, Miley Mathison era el modelo ciudadano de Keaton. Aparte de enseñar en la escuela y de entregar voluntariamente su tiempo al programa de gimnasia para niños con incapacidades físicas, y de enseñar a leer a mujeres adultas, también enseñaba en la escuela dominical, cantaba en el coro, cocinaba tortas para las ferias de la iglesia, y tejía para ayudar a reunir fondos para una nueva sede para los bomberos.
Con absoluta decisión había erradicado todo rastro de la temeraria e impulsiva chiquita de la calle que fue en una época. Y sin embargo, todos los sacrificios que hacía la recompensaban hasta tal punto que siempre tenía la sensación de ser ella la que salía ganando. Le encantaba trabajar con niños, y le fascinaba enseñar a adultos. Había logrado forjarse una vida perfecta. Sólo que algunas veces, de noche y cuando estaba sola, no podía evitar la sensación de que todo eso no era perfecto. Había algo falso, faltaba algo, o existía algo que estaba fuera de lugar. Tenía la sensación de haberse inventado un papel que debía interpretar, y no estaba segura de lo que se suponía que debía hacer en el futuro.

El año anterior, cuando llegó el nuevo pastor asistente para ayudar al padre de Miley, se dio cuenta de algo que debió haber considerado mucho antes: necesitaba un marido y una familia propia a quienes amar. Y Greg también. Hablaron de la posibilidad de casarse, pero Miley quiso esperar hasta estar segura, y ahora Greg estaba en Florida con su propia congregación, todavía esperando que ella se decidiera. Los chismosos del pueblo, que aprobaban por completo al joven pastor como marido de Miley, sufrieron una fuerte desilusión cuando el mes anterior Greg se alejó sin comprometerse oficialmente con Miley. Objetivamente, Miley también aprobaba a Greg. Sólo que a veces, tarde, a la noche, la perseguían esas dudas vagas e inexplicables...

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