Perfecta Cap: 7
Ese día, más temprano, le había
advertido que a ultima hora mantendría una reunión con los camarógrafos y
los asistentes de dirección para analizar algunas ideas nuevas, y que
pensaba quedarse a dormir en su casa rodante. Pero cuando estaba a punto
de comenzar la reunión, Nick se dio cuenta de que se había olvidado sus
notas en el hotel, y en lugar de mandarlas a buscar, decidió que
ganaría tiempo si los invitaba a todos a ir al Crescent con él. En un
estado de ánimo extrañamente animado, puesto que por fin se acercaba la
terminación del rodaje, los seis hombres entraron en la suite a oscuras,
y Nick encendió las luces.
–¡Nick!
–gritó Rachel, deslizándose de encima del cuerpo del hombre desnudo con
quien estaba acostada en el sofá, mientras aferraba con desesperación
una bata y miraba a su marido con ojos enloquecidos por la sorpresa.
Tony Austin, que coprotagonizaba Destino con ella y Nick, se sentó de un salto.
–¡Bueno,
Nick, tranquilo! –suplicó, poniéndose de pie y refugiándose detrás del
sofá al ver que Nick se adelantaba–. ¡No me pegues en la cara! –advirtió
en un grito casi histérico, al ver que Nick saltaba sobre el respaldo
del sofá–. Todavía tengo que filmar dos escenas y... –Hicieron falta
cinco integrantes del equipo para contener a Nick.
–¡No seas loco, Nick! –gritó el jefe de sonido, mientras trataba de sujetarlo.
–¡Si le estropeas la cara no podrás terminar la maldita película! –jadeó Doug Furlough, aterrándole un brazo.
Nick
se liberó de los dos hombres y, antes de que pudieran volver a
sujetarlo, con un cálculo frío y deliberado le rompió dos costillas a
Tony. Jadeando, más de furia que de cansancio, Nick los observó llevarse
al desnudo Austin, que salió renqueando de la habitación, mientras los
demás formaban un círculo a su alrededor. Más allá de la puerta abierta,
media docena de huéspedes del hotel observaba la escena, sin duda
atraídos por los gritos de Rachel, quien le suplicaba a Nick que no
siguiera castigando a su amante. Al verlos, Nick se adelantó en dos
zancadas y les cerró la puerta en las narices. Después se dirigió a
Rachel, haciendo esfuerzos por controlar una terrible necesidad de
pegarle también a ella.
–¡Fuera de mi vista! –advirtió, mientras ella retrocedía, asustada–. ¡Fuera de aquí, o no seré responsable de lo que te pase!
–¡No
te atrevas a amenazarme, hijo de pu/ta arrogante! –retrucó ella con
tanto triunfo y desprecio en la voz que él quedó como paralizado–. Si me
llegas a poner una mano encima, mis abogados no se conformarán con la
mitad de todo lo que tienes, ¡me quedaré con todo! ¿Me has comprendido,
Nick? Me voy a divorciar de ti. Mañana mis abogados presentarán la
demanda en el juzgado de Los Ángeles. ¡Tony y yo nos vamos a casar!
Al
darse cuenta de que su mujer y Austin habían estado acostándose a sus
espaldas mientras con toda calma planeaban vivir con el dinero que a él
le había costado tanto ganar, Nick perdió el control. Tomó a Rachel del
brazo y la empujó hacia la puerta del living.
–Antes de permitir que te quedes con la mitad de nada, te aseguro que te mataré. Y ahora, vete.
Ella
cayó de rodillas, pero enseguida se puso de pie, apoyó una mano en el
picaporte y lo miró con la cara convertida en una máscara de odio
jubiloso.
–Si estás
pensando en la posibilidad de mantenernos a Tony o a mí alejados del set
mañana, ni te molestes en intentarlo. No eres más que el director de
esta película. El estudio ha invertido en ella una fortuna. Te obligarán
a terminarla, y te harán juicio si haces algo para demorarla o
sabotearla. –Abrió la puerta y le dirigió una mirada llena de malicia–.
De una manera o de otra, pierdes. Si no terminas la película, estarás
arruinado. Y si la terminas, me tendrás que dar la mitad de lo que te
paguen. –Y se fue, dando un portazo a sus espaldas.
Tenía razón con respecto a la necesidad de terminar de filmar Destino.
A pesar de su furia, Nick sabía que era así. Sólo faltaba filmar dos
escenas, y Rachel y Tony intervenían en una. No le quedaba otra opción
que tolerar a su mujer adúltera y al amante mientras dirigía esa escena.
Se acercó al bar, se sirvió un whisky puro, lo bebió de un trago y se
sirvió otro. Se acercó a la ventana con el vaso en la mano y contempló
el perfil luminoso de la ciudad, mientras su furia y su pena comenzaban a
aquietarse. Decidió que a la mañana siguiente llamaría a sus abogados y
les daría instrucciones para que iniciaran los procedimientos del
divorcio de acuerdo con sus condiciones, no las de Rachel. Pese a haber
amasado una considerable fortuna como actor, la multiplicó muchas veces
gracias a astutas inversiones, que estaban ocultas por una serie de
complicados fideicomisos y formas legales que las protegerían de la
avaricia de Rachel. Nick aflojó la mano en que sostenía el vaso. Había
logrado controlarse; sobreviviría y seguiría adelante. Se sabía capaz de
hacerlo... y lo haría. Lo sabía porque mucho tiempo antes, a los
dieciocho años, tuvo que enfrentar una traición mucho más dolorosa que
la de Rachel, y entonces descubrió que poseía la capacidad de alejarse
de cualquiera que lo traicionara, sin volver a mirar atrás. Nunca miraba
hacia atrás.
Se
encaminó al dormitorio, sacó las valijas de Rachel del armario y las
llenó con su ropa. Después tomó el teléfono que había junto a la cama.
–Mande
un botones a la Suite Real –le pidió al telefonista. Cuando instantes
después llegó el botones, Nick le entregó las valijas de cuyos costados
sobresalían pliegues de la ropa de Rachel–. Lleve estas valijas a la
suite del señor Austin –ordenó.
En
ese momento, si Rachel hubiera vuelto para suplicarle que la volviera a
aceptar, si hubiera podido demostrarle que el motivo de lo que hizo era
que estaba drogada, loca y que no sabía lo que hacía ni decía, habría
sido demasiado tarde, aun en el caso de haberle creído.
Porque, para él, ya estaba muerta.
Tan
muerta como la abuela, la hermana y el hermano a quienes una vez había
amado. Tuvo que emplear toda su fuerza para erradicarlos de su corazón y
de su mente, pero lo logró.
Nick hizo un esfuerzo por
sacarse de la cabeza el recuerdo de lo sucedido la noche anterior y se
instaló debajo de un árbol, desde donde veía todo lo que sucedía sin que
nadie lo viera a él. Observó a Rachel entrar en la casa rodante de Tony
Austin. Los noticiarios de la mañana habían abundado en detalles
sensacionalistas de la escena de la suite y de la pelea subsiguiente,
detalles que sin duda habían sido proporcionados por los huéspedes del
hotel. Y ahora el periodismo había caído sobre el lugar de la filmación y
la gente de seguridad del estudio luchaba por mantenerlos en la puerta
de entrada del rancho, con promesas de una posterior conferencia de
prensa. Rachel y Tony ya habían hecho declaraciones a los medios, pero
Nick no tenía la menor intención de decirles una sola palabra.
El asedio
periodístico le resultaba tan indiferente como la noticia que recibió
esa mañana de que los abogados de Rachel ya habían presentado demanda de
divorcio ante los tribunales de Los Ángeles. Lo único que lo angustiaba
era tener que dirigir esa última escena entre Rachel y Tony antes de
dar por terminado el rodaje. Se trataba de una escena de sensualidad
violenta y no sabía cómo lograría digerir la situación, sobre todo
delante de todo el equipo técnico.
Pero
una vez que pasara ese mal trago, sacar a Rachel de su vida le iba a
resultar mucho más fácil de lo que creyó la noche anterior, porque debía
admitir que, fueran cuales fuesen los sentimientos que ella le inspiró
tres años antes, cuando se casaron, esos sentimientos desaparecieron
poco después. Desde entonces, el matrimonio no fue más que una
conveniencia sexual y social para ambos. Sin Rachel, su vida no sería
más vacía, ni más carente de sentido, ni más superficial que durante la
mayor parte de los últimos diez años.
Ante
ese pensamiento Nick frunció la frente y se preguntó que motivo habría
para que con tanta frecuencia su vida le pareciera tan frustrante y
carente de sentido, sin un propósito importante ni una gratificación
profunda. Y sin embargo, recordó que no siempre fue así...
Cuando
llegó a Los Ángeles en el camión de Charlie Murdock, la supervivencia
misma era un desafío y el trabajo que consiguió con ayuda de Charlie,
como peón de carga de los Estudios Empire, le pareció un triunfo enorme.
Un mes después, el director de una película de segunda categoría
decidió que necesitaba algunos extras más en una escena multitudinaria y
reclutó a Nick.
El papel sólo exigía que Nick se apoyara contra una
pared de ladrillos, con expresión dura e introvertida. El dinero que
ganó ese día le pareció una fortuna. Varios días después el director lo
mandó llamar.
–Nick,
muchacho, tienes algo que nosotros llamamos presencia –dijo–.
Fotografías muy bien. En celuloide eres una especie de James Deán
moderno, sólo que más alto y más buen mozo que él. Te robaste esa
escena, con sólo estar allí parado. Si sabes actuar, te incluiré en el
reparto de una película del Oeste que empezaremos a filmar.
Lo
que entusiasmó a Nick no tue la perspectiva de actuar en el cine, sino
el sueldo que le ofrecieron. De manera que aprendió a actuar.
En
realidad, no le resultó demasiado difícil. Para empezar, antes de
abandonar la casa de su abuela, hacía años que “actuaba”, simulando que
las cosas no le importaban cuando en realidad le importaban mucho;
además había decidido lograr una meta; demostrarle a su abuela y a todos
los habitantes de Ridgemont que era capaz de sobrevivir por sus propios
medios y que prosperaría en gran escala. Con tal de lograr esa meta,
prácticamente estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, por difícil que
fuera.
Ridgemont era
una ciudad chica y no le cabía duda de que los detalles de su
ignominiosa partida debían de ser conocidos por todos. Después del
estreno de sus dos primeras películas, leyó todas las cartas que le
enviaban sus admiradoras, con la esperanza de que alguien lo hubiera
reconocido. Pero si así fue, nadie se molestó en escribirle.
Después,
durante un tiempo fantaseó con la posibilidad de regresar a Ridgemont
con dinero suficiente para comprar Industrias Stanhope y dirigirlas,
pero a los veinticinco años, cuando ya había amasado la fortuna
necesaria para hacerlo, también había madurado lo suficiente como para
comprender que el hecho de comprar la maldita ciudad y todo lo que
contenía no modificaría nada. Para entonces ya había ganado un Osear, lo
proclamaban un verdadero prodigio y lo llamaban la “Leyenda del
Futuro”. Podía elegir los papeles estelares que quisiera interpretar,
tenía una fortuna en el banco y un futuro que todo hacía suponer sería
espectacular.
Le había
demostrado a todo el mundo que Nicholas Jonas era capaz de sobrevivir y
prosperar en la escala más fabulosa. Ya no tenía nada por qué luchar,
no le quedaba nada que demostrar y la falta de ambas cosas lo dejaba
extrañamente desinflado y vacío. Privado de sus antiguas metas, Nick
buscó otras gratificaciones. Construyó mansiones, compró yates y condujo
autos de carrera; escoltó mujeres hermosas a resonantes reuniones
sociales, y después se las llevó a la cama. Disfrutaba de sus cuerpos y
muchas veces también de su compañía, pero nunca las tomó en serio, y
ellas tampoco esperaban que lo hiciera. Nick se había convertido en un
trofeo sexual, buscado tan sólo por el prestigio que otorgaba dormir con
él y, en el caso de las actrices, muy buscado por las influencias y
conexiones que poseía. Como todas las superestrellas y símbolos sexuales
anteriores a él, fue también una víctima de su propio éxito. No podía
entrar en un ascensor o comer en un restaurante sin que lo acosaran sus
admiradoras; las mujeres le metían en la mano llaves de habitaciones de
hotel y daban generosas propinas a los conserjes para que les
permitieran la entrada a su suite. Las esposas de algunos productores lo
invitaban a fiestas de fin de semana y se levantaban de la cama de sus
maridos para meterse en la suya.
Aunque
con frecuencia aprovechaba el banquete de oportunidades sexuales y
sociales que se desplegaban ante él, una parte de su ser –su conciencia o
una faceta latente de moralidad yanqui– se sentía asqueada ante tanta
promiscuidad y superficialidad, ante tanto narcisismo y psicopatía, ante
todo lo que convertía a Hollywood en un albañal, un albañal
prolijamente desodorizado para proteger la sensibilidad del público.
Una
mañana despertó y de repente ya no pudo seguir tolerando todo aquello.
Estaba harto del sexo sin sentido, aburrido de fiestas estridentes,
enfermo de codearse con actrices neuróticas y estrellitas ambiciosas, y
completamente disgustado con la vida que estaba viviendo.
Empezó
a buscar una manera distinta de llenar el vacío de sus días, un nuevo
desafío y un motivo mejor para existir. Como actuar ya no le resultaba
un desafío, empezó a pensar en dirigir. Si llegaba a fracasar como
director, ese fracaso sería muy resonante, pero hasta el riesgo de poner
en juego su reputación surtió en él un efecto estimulante. Dirigir una
película se convirtió en su nueva meta, y se propuso lograrla con la
misma decisión que lo llevó a triunfar en las anteriores. El presidente
de Estudios Empire trató de convencerlo de que no lo intentara, pero
pese a sus ruegos y sus razonamientos, en definitiva no tuvo más remedio
que capitular, tal como Nick esperaba.
La película cuya dirección le encargaron era un filme de suspenso de bajo presupuesto llamado Pesadilla
y tenía dos papeles protagonistas: uno para una niña de nueve años y
otro para una mujer. Para el papel de la niña, Empire insistió en Emily
McDaniels, una ex estrellita infantil que tenía los hoyuelos de Shirley
Temple y casi trece años, pero que representaba nueve y estaba
contratada por el estudio. La carrera de Emily ya se despeñaba, cuesta
abajo; lo mismo sucedía con la de una rubia sugestiva llamada Rachel
Evans, a quien le adjudicaron el otro papel. En sus filmes anteriores,
Rachel Evans siempre había hecho papeles secundarios y nunca demostró
demasiado talento.
El
estudio le impuso a Nick esas actrices con el transparente propósito de
darle una lección; para que aprendiera que su fuerte era actuar, no
dirigir. Era casi seguro que la película apenas devolvería el dinero que
costara, y los ejecutivos del estudio esperaban que con eso terminaran
los devaneos de su actor más cotizado y que Nick renunciara a
desperdiciar su talento detrás de las cámaras.
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