martes, 23 de octubre de 2012

Perfecta Cap: 15

–Dale cariños a tu mamá. Diles a tus hermanas que siempre serán mis protagonistas preferidas –agregó, antes de volverse y alejarse a paso rápido.

El almacén se encontraba en la esquina, con una entrada que daba a la calle del edificio donde estaba Hadley, y otra a la calle lateral. Nick hizo un esfuerzo por no desviarse un ápice de su plan original y entró por la puerta principal. Por si Hadley lo estaba observando, cosa que a veces hacía, se detuvo junto a la puerta y contó hasta treinta.
Cinco minutos más tarde se encontraba a varias cuadras de distancia, con la chaqueta de la prisión doblada bajo el brazo, caminando con rapidez hacia su primer destino: el baño de hombres de la estación de servicio de la calle Court. 

Con el corazón latiéndole aceleradamente de miedo y de tensión, cruzó la calle Court con luz roja, entre un taxi y un camión remolque que había reducido la velocidad para doblar a la derecha, y entonces vio lo que buscaba: una cupé negra, con chapa de Illinois, estacionada en mitad de la cuadra. A pesar de que llegaba a buscarlo con dos días de tardanza, el auto todavía estaba allí.

Con la cabeza inclinada y las manos en los bolsillos, empezó a caminar a una velocidad normal. Empezaba a nevar con fuerza cuando pasó junto a la Corvette colorada estacionada frente a los surtidores de gasolina, y se encaminó al baño de hombres ubicado a un lado de la estación de servicio. Tomó el picaporte y trató de hacerlo girar. ¡Estaba cerrado con llave! Resistió la tentación de arrojarse contra la puerta y tratar de abrirla con el hombro, y en cambio aferró el picaporte y lo sacudió con fuerza. Una furibunda voz de hombre gritó desde adentro:
–¡Aguante un poquito, amigo! ¡No se baje los pantalones todavía! Ya salgo.
Algunos minutos más tarde el ocupante del baño finalmente salió, abrió la puerta y se encaminó hacia la Corvette colorada que estaba junto a los surtidores. 

A sus espaldas, Nick salió del escondite donde se había refugiado, entró en el baño de hombres, cerró con cuidado la puerta con llave tras él, con la mirada clavada en el tacho desbordante de basura que había dentro del baño. Si alguien lo había vaciado en los últimos dos días, su suerte se acababa.
Volcó su contenido. Salieron unas toallas de papel y algunas latas de cerveza. Sacudió el tacho, que soltó una cantidad de desperdicios, y después –desde el fondo– salieron dos bolsas de nailon que fueron a caer sobre el piso de linóleo. Abrió la primera bolsa con una mano mientras con la otra empezaba a desabotonarse la camisa. Sacó un par de jeans de su medida, un suéter negro poco llamativo, una chaqueta de denim, un par de botas y un par de anteojos oscuros de motociclista. 

La otra bolsa contenía un mapa de Colorado con su ruta marcada en rojo, una lista de direcciones escrita a máquina hasta su destino final –una casa aislada en las montañas de Colorado–, dos abultados sobres marrones, una pistola automática calibre 45, una caja de balas, una navaja y un juego de llaves que sabía calzaría en el arranque de la cupé negra estacionada en la vereda de enfrente. La navaja lo sorprendió. Sin duda Sandini consideró que un convicto bien vestido no podía menos que llevar una.

Mientras calculaba mentalmente los preciosos segundos transcurridos, Nick se desvistió, se puso la ropa que acababa de encontrar, metió la vieja en una de las bolsas y volvió a llenar el tacho de basura con todo lo que había en el piso. Para su seguridad futura era vital que desapareciera sin dejar rastros de la manera en que había logrado hacerlo. Abrió los gruesos sobres para verificar su contenido. 

El primero contenía 25.000 dólares en billetes de 20 y un pasaporte a nombre de Alan Aldrich; el segundo contenía una serie de pasajes aéreos pagos con destino a distintas ciudades, algunos extendidos a nombre de Alan Aldrich, otros con diferentes nombres que podía utilizar en el caso de que las autoridades descubrieran el seudónimo que estaba usando. 

Mostrar su cara en un aeropuerto era un riesgo que Nick debía evitar hasta que las cosas se enfriaran. Por el momento, cifraba sus esperanzas en el plan que había concebido y dirigido lo mejor posible desde su celda de la prisión, utilizando la costosa experiencia de algunos de los contactos de Sandini, quienes supuestamente habían contratado a un hombre que se le parecía... un hombre que esperaba el llamado de Nick en un hotel de Detroit. 

Cuando recibiera ese llamado, alquilaría un auto a nombre de Jonas Jones, y esa noche cruzaría la frontera de Canadá a la altura de Windsor.
Si la policía mordía el anzuelo, la gigantesca cacería humana que sin duda organizarían se centraría en Canadá y no allí, lo cual dejaría a Nick en condiciones de dirigirse a México y después a Sudamérica, donde la búsqueda perdería parte de su fuerza.

Interiormente, Nick tenía grandes dudas de que el engaño durara mucho tiempo, y también dudaba de poder llegar a su primer destino antes de que lo mataran. Pero en ese instante, nada de eso tenía importancia. Por el momento lo único importante era que estaba en libertad y en camino hacia la frontera entre Texas y Oklahoma, situada a ciento cuarenta kilómetros al norte. Si llegaba hasta allí sin que lo apresaran, tal vez lograra cruzar el angosto brazo de Oklahoma, una distancia de sólo cincuenta kilómetros, hasta llegar a la frontera de Colorado. En Colorado, en algún lugar en lo alto de las montañas, se encontraba su primer destino: una casa aislada en medio de los bosques que, según le habían asegurado mucho tiempo antes, podía utilizar como “escondite” cuando lo deseara.

Por lo tanto, en ese momento lo único que tenía que preocuparle era cruzar las fronteras de dos estados, llegar a la seguridad de esa casa sin ser visto por nadie, y, una vez allí, controlar su impaciencia mientras esperaba que se aplacara el furor inicial causado por su huida, para poder embarcarse en la segunda etapa de su plan.

Tomó la pistola, la cargó, revisó el seguro y se la metió en el bolsillo junto con un puñado de billetes de veinte dólares; después tomó las bolsas y las llaves del auto y abrió la puerta. Lo lograría, estaba en camino.
Dobló la esquina del edificio y bajó a la acera, encaminándose a su coche. De repente se detuvo en seco, sin poder creer lo que veía. En ese momento arrancaba el camión de remolque frente al que había cruzado la calle rumbo a la estación de servicio algunos minutos antes. Tras él arrastraba una cupé negra con chapas de Illinois.

Durante unos segundos Nick permaneció inmóvil, observándolo alejarse entre el tránsito. A sus espaldas, oyó que uno de los empleados de la estación de servicio le decía a otro:
–Te dije que ese auto estaba abandonado. Hace tres días que lo dejaron allí.

Esas palabras sacaron a Nick de su momentánea parálisis. Le quedaban dos opciones: volver al baño de hombres, ponerse nuevamente la ropa de presidiario y dejar el plan para otra oportunidad, o improvisar a partir de allí. En realidad, no existía alternativa. No pensaba volver a la cárcel; antes muerto. 

Una vez que lo supo, hizo lo único que le quedaba por hacer: corrió hacia la esquina en busca del único medio seguro de salir de la ciudad. Un ómnibus se acercaba por la calle. De un papelero tomó un diario usado, paró el ómnibus y subió. Sosteniendo el diario frente a su cara, como si estuviera enfrascado en la lectura de un artículo, avanzó por el pasillo, pasando junto a una horda de estudiantes que conversaban sobre el próximo partido de fútbol, y se instaló en la parte trasera del ómnibus. 

Durante veinte minutos que transcurrieron con agónica lentitud, el ómnibus zigzagueó entre el tránsito, bajando pasajeros en casi todas las esquinas; después dobló a la derecha, rumbo al camino que conducía a la ruta interestatal. Cuando la interestatal estuvo a la vista, en el ómnibus no quedaban más que media docena de ruidosos estudiantes, y todos se pusieron de pie para bajar en un sitio que por lo visto era una cervecería a la que iban habitualmente.

A Nick no le quedó alternativa; bajó por la puerta trasera y empezó a caminar hacia el cruce de caminos, a un kilómetro y medio de distancia, donde sabía que la ruta interestatal y el camino se unían. La única opción que le quedaba era hacer dedo, y esa opción sólo duraría un máximo de media hora. Cuando Hadley se enterara de su huida, todos los policías que se encontraran en un radio de setenta y cinco kilómetros lo estarían buscando y fijarían su atención en todos los que se hallaran haciendo dedo en el camino.

La nieve se le pegaba al pelo y se arremolinaba alrededor de sus pies; inclinó la cabeza para defenderse del viento. Varios camiones pasaron rugiendo a su lado, pero los conductores ignoraron su pulgar levantado. Nick luchó contra la premonición del fracaso. En la ruta el tránsito era pesado, pero era evidente que todo el mundo estaba apurado por llegar a su destino antes de que se desencadenara la tormenta, y nadie se detenía a recoger a un peatón. En la intersección de las rutas había una antigua estación de servicio con un café donde vio dos autos en la amplia playa de estacionamiento: un Blazer azul y una camioneta marrón. Nick se acercó, cargando sus bolsas, y al pasar junto a las vidrieras del café miró con cuidado a sus ocupantes. 

En uno de los reservados había una mujer sola y en otro una madre con dos hijos pequeños. Nick maldijo en voz baja al comprobar que ambos autos pertenecían a mujeres, pues no era probable que ninguna de ellas accediera a llevarlo. Sin acortar el paso, continuó caminando hacia el final del edificio, donde estaban estacionados los autos, preguntándose si alguno tendría la llave puesta. 

Aun así, sabía que sería una locura robar uno de esos autos, porque para salir de la playa de estacionamiento tendría que pasar frente a las ventanas del café. Si lo hacía, la dueña del auto llamaría a la policía por teléfono, describiendo tanto al vehículo como al ladrón aun antes de que lograra alejarse de allí. Y para peor, desde allí arriba alcanzarían a ver hacia dónde se dirigía por la interestatal. Tal vez se le ocurriera algún medio de lograr que una de las mujeres lo llevara cuando saliera del café.

Si con dinero no lograba convencerla, la convencería con el arma. ¡Dios Santo! Debía de haber una manera mejor de salir de allí.

Frente a él, los camiones pasaban rugiendo por la interestatal, levantando nieve con las ruedas. Nick miró su reloj. Había transcurrido casi una hora desde que Hadley llegó a su reunión. Ya no se animaba a tratar de hacer dedo en la ruta. Si Sandini había seguido sus instrucciones, en poco más de cinco minutos Hadley estaría dando la alarma. Y como llamado por su pensamiento, de repente apareció el patrullero de un sheriff local, que redujo la velocidad y entró en la playa de estacionamiento del café, a cuarenta metros del lugar donde Nick se ocultaba, y se acercó.

Instintivamente, Nick se agazapó, simulando observar una goma del Blazer y en ese momento tuvo una inspiración... demasiado tarde, quizá, pero tal vez no. Sacó la navaja de la bolsa de lona y la clavó en el costado del neumático del Blazer. Por el rabillo del ojo vio que el patrullero se detenía detrás de él. En lugar de preguntarle que estaba haciendo rondando alrededor del café con un par de bolsas de género, el sheriff sacó la conclusión lógica.
–Parece que tiene una goma pinchada...
–¡Ya lo creo! –contestó Nick golpeando la goma, pero sin mirar hacia atrás–. Mi mujer me advirtió que esta goma perdía aire...

El resto de la frase fue ahogada por el frenético altavoz del auto de la policía y, sin decir una palabra más, el sheriff arrancó, aceleró y salió de la playa de estacionamiento con la sirena ululando. Instantes después Nick oyó sirenas que sonaban desde todas direcciones y luego vio una serie de patrulleros que avanzaban a toda velocidad por la ruta, con las luces rojas girando.
Nick supo que las autoridades ya estaban enteradas de que había un convicto prófugo. Acababa de comenzar la cacería.

Dentro del café, Miley tomó su cartera y sacó dinero para pagar su consumición. Su visita al señor Vernon habían sido más exitosa de lo que esperaba, e incluyó la invitación de quedarse a pasar más tiempo del previsto con él y su esposa, cosa a la que ella no se pudo negar. La esperaban cinco horas de viaje, tal vez más con esa nieve, pero tenía un cheque abultado en la cartera, y estaba tan excitada que los kilómetros volarían. Miró su reloj, tomó el termo que había llevado para que se lo llenaran de café, les sonrió a los niños que acompañaban a su madre en el reservado contiguo, y se encaminó a la caja a pagar su cuenta.

Al salir del edificio se detuvo sorprendida al ver que de repente un patrullero giraba en redondo frente a ella y salía a toda velocidad rumbo a la ruta haciendo funcionar la sirena. Distraída por el patrullero, no notó la presencia de un hombre de pelo oscuro, agazapado junto a la goma trasera de su coche del lado del conductor, hasta que prácticamente tropezó con él. 

El hombre, muy alto, se puso de pie abruptamente, y ella retrocedió con cautela y le habló con voz alarmada y llena de desconfianza.
–¿Qué está haciendo aquí? –preguntó, frunciendo el entrecejo ante su propia imagen que se reflejaba en los lentes espejados de los anteojos de motociclista del desconocido.

Nick logró esbozar algo parecido a una sonrisa, porque su mente volvía a funcionar y ahora sabía exactamente cómo iba a lograr que ella le ofreciera llevarlo. Imaginación y capacidad de improvisación habían sido dos de sus grandes virtudes como director cinematográfico. Indicó con la cabeza la goma, que estaba obviamente pinchada, y dijo:
–Pensaba cambiarle la goma, siempre que tenga un gato.
 se arrepintió de su rudeza.
–Lamento haberle hablado en ese tono, pero me sobresaltó. Estaba distraída mirando a ese patrullero que salió a toda velocidad.
–Ése era Spencer Loomis, el policía local –improvisó Nick con tono amable, hablando como si el policía fuese amigo suyo–. Spencer recibió un llamado urgente y tuvo que irse, si no me hubiese dado una mano con su goma.
Desaparecido todo temor, ella le sonrió.
–Es muy amable de su parte –dijo, abriendo el baúl del Blazer en busca del gato–. Este auto es de mi hermano. El gato debe de estar aquí, en alguna parte, pero no sé dónde.
–Ahí está –dijo Nick, que localizó el gato enseguida y lo sacó del baúl–. Esto sólo me tomará unos minutos– agregó. Estaba apurado, pero ya no era presa del pánico. 

La mujer lo creía amigo del sheriff y por lo tanto digno de confianza, y después de que le cambiara la goma tendría el deber moral de ofrecerse a llevarlo. Una vez que se hallaran en camino, la policía no les prestaría atención, porque estarían buscando a un hombre que viajaba solo, y si alguien los veía, darían la impresión de que era el marido cambiando una goma mientras su mujer miraba–. ¿Hacia dónde va? –le preguntó, mientras sacaba la goma pinchada.
–Hacia el este, rumbo a Dallas por un largo trecho, y después al sur –contestó Miley, admirando la habilidad con que el desconocido cambiaba el neumático.
Tenía una voz agradable, suave y profunda, y una mandíbula fuerte y cuadrada. 

Su pelo era castaño oscuro, y muy abundante, pero mal cortado, y Miley se preguntó qué aspecto tendría sin esos pesados anteojos de motociclista con vidrios espejados. Es muy buen mozo, decidió, pero no era su apostura lo que la impulsaba a mirarle el perfil, sino otra cosa, algo inasible que no alcanzaba a definir. Dejó de pensar en el asunto, y abrazando el termo de café inició una amable conversación.
–¿Trabaja por aquí?
–Ya no. Se suponía que mañana debía empezar un nuevo trabajo, pero tengo que estar allí a las siete de la mañana si no quiero que se lo den a otro.–Terminó de levantar el auto y empezó a aflojar las tuercas del neumático; después señaló con la cabeza las bolsas que Miley no había alcanzado a ver porque las ocultaba el auto–. Se suponía que un amigo me pasaría a buscar hace dos horas para llevarme parte del trayecto –agregó–, pero imagino que debe de haberle pasado algo que le impidió venir.
–¿Y hace dos horas que lo espera aquí afuera? –preguntó Miley–. ¡Estará congelado!
Nick mantuvo la cara vuelta hacia otro lado, enfrascado en su tarea, y Miley debió contener una repentina urgencia por agacharse a mirarlo desde más cerca.
–¿Quiere una taza de café?
–Me encantaría.

En lugar de consumir el que estaba en el termo, Miley se encaminó de vuelta al café.
–Se lo iré a buscar. ¿Cómo le gusta?
–Puro –contestó Nick, luchando por contener su frustración.
La mujer se dirigía al sudeste de Amarillo, mientras que su destino se encontraba a seiscientos kilómetros al noroeste. Miró su reloj y empezó a trabajar con mayor rapidez. Ya había transcurrido casi una hora y media desde que se alejó del auto del director de la cárcel, y el riesgo de que lo capturaran crecía a cada minuto que permanecía cerca de Amarillo. 

Era necesario que viajara con esa mujer, no tenía importancia hacia donde fuese. Ahora lo único que importaba era poner algunos kilómetros entre él y Amarillo. Podía viajar una hora con esa mujer y después volver por algún otro medio.

La camarera preparó el café, y cuando Miley volvió con una taza de cartón humeante, su salvador casi había terminado de cambiar la goma. Ya había casi cinco centímetros de nieve en el suelo y el viento gélido, cada vez más fuerte, abría el tapado de Miley y la hacía lagrimear. Vio que el hombre se refregaba las manos y pensó en el nuevo trabajo que lo esperaba al día siguiente... siempre que lograra llegar. Sabía que en Texas había escasez de trabajo, y considerando que ese individuo no tenía auto, lo más probable era que estuviera sin dinero. 

Cuando él se puso de pie, notó que tenía jeans nuevos, por la raya perfecta que ostentaban. Posiblemente los hubiera comprado para impresionar bien a su futuro empleador, decidió Miley, y ante ese pensamiento la recorrió una oleada de simpatía por él.

Hasta entonces, Miley jamás había ofrecido llevar a un desconocido a alguna parte en su auto, pues los riesgos eran demasiado grandes, pero decidió que esa vez lo haría, no sólo porque él le había cambiado la goma, o porque parecía un hombre agradable, sino también por un simple par de jeans, nuevos e inmaculados, obviamente comprados por un hombre sin trabajo que ponía toda su esperanza de un futuro mejor en un empleo que no se materializaría a menos que alguien lo llevara por lo menos parte del trayecto hacia su destino.

–Por lo visto ya ha terminado –dijo Miley, acercándosele. Le tendió la taza de café que él tomó con manos coloradas de frío. Tenía un aire de dignidad que le impedía ofrecerle dinero, pero por si prefería eso a que lo llevara, se lo ofreció de todas maneras–. Me gustaría pagarle por haberme cambiado la goma. –Al ver que él negaba con la cabeza, agregó–: En ese caso, ¿quiere que lo lleve? Voy a tomar la ruta interestatal este.

–Le agradecería que me llevara –dijo Nick con una semisonrisa, mientras levantaba las bolsas que estaban junto al auto–. Yo también viajo al este.
Cuando subieron al auto, él le dijo que se llamaba Alan Aldrich. Miley se presentó como Miley Mathison, pero para asegurarse de que se diera cuenta de que le estaba ofreciendo llevarlo y nada más, la siguiente vez que le habló, se dirigió a él como señor Aldrich. A partir de ese momento él la llamó señorita Mathison.

Después de eso Miley se relajó por completo. La formalidad de ese “señorita Mathison” era completamente tranquilizante, lo mismo que la inmediata aceptación de la situación por parte de él. Pero al notar que el desconocido se mantenía silencioso y distante, Miley empezó a desear no haber insistido en tanta formalidad. Sabía que no era hábil para ocultar sus pensamientos y por lo tanto él debió de comprender enseguida que estaba poniéndolo en su lugar... un insulto innecesario, considerando que sólo le había demostrado bondad y galantería al cambiar la goma de su auto.


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