–Dale cariños a tu mamá. Diles a
tus hermanas que siempre serán mis protagonistas preferidas –agregó,
antes de volverse y alejarse a paso rápido.
El
almacén se encontraba en la esquina, con una entrada que daba a la
calle del edificio donde estaba Hadley, y otra a la calle lateral. Nick
hizo un esfuerzo por no desviarse un ápice de su plan original y entró
por la puerta principal. Por si Hadley lo estaba observando, cosa que a
veces hacía, se detuvo junto a la puerta y contó hasta treinta.
Cinco
minutos más tarde se encontraba a varias cuadras de distancia, con la
chaqueta de la prisión doblada bajo el brazo, caminando con rapidez
hacia su primer destino: el baño de hombres de la estación de servicio
de la calle Court.
Con el corazón latiéndole aceleradamente de miedo y
de tensión, cruzó la calle Court con luz roja, entre un taxi y un camión
remolque que había reducido la velocidad para doblar a la derecha, y
entonces vio lo que buscaba: una cupé negra, con chapa de Illinois,
estacionada en mitad de la cuadra. A pesar de que llegaba a buscarlo con
dos días de tardanza, el auto todavía estaba allí.
Con
la cabeza inclinada y las manos en los bolsillos, empezó a caminar a
una velocidad normal. Empezaba a nevar con fuerza cuando pasó junto a la
Corvette colorada estacionada frente a los surtidores de gasolina, y se
encaminó al baño de hombres ubicado a un lado de la estación de
servicio. Tomó el picaporte y trató de hacerlo girar. ¡Estaba cerrado
con llave! Resistió la tentación de arrojarse contra la puerta y tratar
de abrirla con el hombro, y en cambio aferró el picaporte y lo sacudió
con fuerza. Una furibunda voz de hombre gritó desde adentro:
–¡Aguante un poquito, amigo! ¡No se baje los pantalones todavía! Ya salgo.
Algunos
minutos más tarde el ocupante del baño finalmente salió, abrió la
puerta y se encaminó hacia la Corvette colorada que estaba junto a los
surtidores.
A sus espaldas, Nick salió del escondite donde se había
refugiado, entró en el baño de hombres, cerró con cuidado la puerta con
llave tras él, con la mirada clavada en el tacho desbordante de basura
que había dentro del baño. Si alguien lo había vaciado en los últimos
dos días, su suerte se acababa.
Volcó
su contenido. Salieron unas toallas de papel y algunas latas de
cerveza. Sacudió el tacho, que soltó una cantidad de desperdicios, y
después –desde el fondo– salieron dos bolsas de nailon que fueron a caer
sobre el piso de linóleo. Abrió la primera bolsa con una mano mientras
con la otra empezaba a desabotonarse la camisa. Sacó un par de jeans de
su medida, un suéter negro poco llamativo, una chaqueta de denim, un par
de botas y un par de anteojos oscuros de motociclista.
La otra bolsa
contenía un mapa de Colorado con su ruta marcada en rojo, una lista de
direcciones escrita a máquina hasta su destino final –una casa aislada
en las montañas de Colorado–, dos abultados sobres marrones, una pistola
automática calibre 45, una caja de balas, una navaja y un juego de
llaves que sabía calzaría en el arranque de la cupé negra estacionada en
la vereda de enfrente. La navaja lo sorprendió. Sin duda Sandini
consideró que un convicto bien vestido no podía menos que llevar una.
Mientras
calculaba mentalmente los preciosos segundos transcurridos, Nick se
desvistió, se puso la ropa que acababa de encontrar, metió la vieja en
una de las bolsas y volvió a llenar el tacho de basura con todo lo que
había en el piso. Para su seguridad futura era vital que desapareciera
sin dejar rastros de la manera en que había logrado hacerlo. Abrió los
gruesos sobres para verificar su contenido.
El primero contenía 25.000
dólares en billetes de 20 y un pasaporte a nombre de Alan Aldrich; el
segundo contenía una serie de pasajes aéreos pagos con destino a
distintas ciudades, algunos extendidos a nombre de Alan Aldrich, otros
con diferentes nombres que podía utilizar en el caso de que las
autoridades descubrieran el seudónimo que estaba usando.
Mostrar su cara
en un aeropuerto era un riesgo que Nick debía evitar hasta que las
cosas se enfriaran. Por el momento, cifraba sus esperanzas en el plan
que había concebido y dirigido lo mejor posible desde su celda de la
prisión, utilizando la costosa experiencia de algunos de los contactos
de Sandini, quienes supuestamente habían contratado a un hombre que se
le parecía... un hombre que esperaba el llamado de Nick en un hotel de
Detroit.
Cuando recibiera ese llamado, alquilaría un auto a nombre de
Jonas Jones, y esa noche cruzaría la frontera de Canadá a la altura de
Windsor.
Si la policía
mordía el anzuelo, la gigantesca cacería humana que sin duda
organizarían se centraría en Canadá y no allí, lo cual dejaría a Nick en
condiciones de dirigirse a México y después a Sudamérica, donde la
búsqueda perdería parte de su fuerza.
Interiormente,
Nick tenía grandes dudas de que el engaño durara mucho tiempo, y
también dudaba de poder llegar a su primer destino antes de que lo
mataran. Pero en ese instante, nada de eso tenía importancia. Por el
momento lo único importante era que estaba en libertad y en camino hacia
la frontera entre Texas y Oklahoma, situada a ciento cuarenta
kilómetros al norte. Si llegaba hasta allí sin que lo apresaran, tal vez
lograra cruzar el angosto brazo de Oklahoma, una distancia de sólo
cincuenta kilómetros, hasta llegar a la frontera de Colorado. En
Colorado, en algún lugar en lo alto de las montañas, se encontraba su
primer destino: una casa aislada en medio de los bosques que, según le
habían asegurado mucho tiempo antes, podía utilizar como “escondite”
cuando lo deseara.
Por
lo tanto, en ese momento lo único que tenía que preocuparle era cruzar
las fronteras de dos estados, llegar a la seguridad de esa casa sin ser
visto por nadie, y, una vez allí, controlar su impaciencia mientras
esperaba que se aplacara el furor inicial causado por su huida, para
poder embarcarse en la segunda etapa de su plan.
Tomó
la pistola, la cargó, revisó el seguro y se la metió en el bolsillo
junto con un puñado de billetes de veinte dólares; después tomó las
bolsas y las llaves del auto y abrió la puerta. Lo lograría, estaba en
camino.
Dobló la
esquina del edificio y bajó a la acera, encaminándose a su coche. De
repente se detuvo en seco, sin poder creer lo que veía. En ese momento
arrancaba el camión de remolque frente al que había cruzado la calle
rumbo a la estación de servicio algunos minutos antes. Tras él
arrastraba una cupé negra con chapas de Illinois.
Durante
unos segundos Nick permaneció inmóvil, observándolo alejarse entre el
tránsito. A sus espaldas, oyó que uno de los empleados de la estación de
servicio le decía a otro:
–Te dije que ese auto estaba abandonado. Hace tres días que lo dejaron allí.
Esas
palabras sacaron a Nick de su momentánea parálisis. Le quedaban dos
opciones: volver al baño de hombres, ponerse nuevamente la ropa de
presidiario y dejar el plan para otra oportunidad, o improvisar a partir
de allí. En realidad, no existía alternativa. No pensaba volver a la
cárcel; antes muerto.
Una vez que lo supo, hizo lo único que le quedaba
por hacer: corrió hacia la esquina en busca del único medio seguro de
salir de la ciudad. Un ómnibus se acercaba por la calle. De un papelero
tomó un diario usado, paró el ómnibus y subió. Sosteniendo el diario
frente a su cara, como si estuviera enfrascado en la lectura de un
artículo, avanzó por el pasillo, pasando junto a una horda de
estudiantes que conversaban sobre el próximo partido de fútbol, y se
instaló en la parte trasera del ómnibus.
Durante veinte minutos que
transcurrieron con agónica lentitud, el ómnibus zigzagueó entre el
tránsito, bajando pasajeros en casi todas las esquinas; después dobló a
la derecha, rumbo al camino que conducía a la ruta interestatal. Cuando
la interestatal estuvo a la vista, en el ómnibus no quedaban más que
media docena de ruidosos estudiantes, y todos se pusieron de pie para
bajar en un sitio que por lo visto era una cervecería a la que iban
habitualmente.
A Nick
no le quedó alternativa; bajó por la puerta trasera y empezó a caminar
hacia el cruce de caminos, a un kilómetro y medio de distancia, donde
sabía que la ruta interestatal y el camino se unían. La única opción que
le quedaba era hacer dedo, y esa opción sólo duraría un máximo de media
hora. Cuando Hadley se enterara de su huida, todos los policías que se
encontraran en un radio de setenta y cinco kilómetros lo estarían
buscando y fijarían su atención en todos los que se hallaran haciendo
dedo en el camino.
La
nieve se le pegaba al pelo y se arremolinaba alrededor de sus pies;
inclinó la cabeza para defenderse del viento. Varios camiones pasaron
rugiendo a su lado, pero los conductores ignoraron su pulgar levantado.
Nick luchó contra la premonición del fracaso. En la ruta el tránsito era
pesado, pero era evidente que todo el mundo estaba apurado por llegar a
su destino antes de que se desencadenara la tormenta, y nadie se
detenía a recoger a un peatón. En la intersección de las rutas había una
antigua estación de servicio con un café donde vio dos autos en la
amplia playa de estacionamiento: un Blazer azul y una camioneta marrón.
Nick se acercó, cargando sus bolsas, y al pasar junto a las vidrieras
del café miró con cuidado a sus ocupantes.
En uno de los reservados
había una mujer sola y en otro una madre con dos hijos pequeños. Nick
maldijo en voz baja al comprobar que ambos autos pertenecían a mujeres,
pues no era probable que ninguna de ellas accediera a llevarlo. Sin
acortar el paso, continuó caminando hacia el final del edificio, donde
estaban estacionados los autos, preguntándose si alguno tendría la llave
puesta.
Aun así, sabía que sería una locura robar uno de esos autos,
porque para salir de la playa de estacionamiento tendría que pasar
frente a las ventanas del café. Si lo hacía, la dueña del auto llamaría a
la policía por teléfono, describiendo tanto al vehículo como al ladrón
aun antes de que lograra alejarse de allí. Y para peor, desde allí
arriba alcanzarían a ver hacia dónde se dirigía por la interestatal. Tal
vez se le ocurriera algún medio de lograr que una de las mujeres lo
llevara cuando saliera del café.
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