martes, 20 de mayo de 2014

Simplemente Irresistible - Cap: 5



Miley se abrochó el sujetador de color granate, cogió la camiseta y se la pasó por encima de la cabeza. Una gorra de béisbol de los Seahawks, un cronómetro, una venda elástica y una capa gruesa de polvo reposaban sobre el tocador delante de ella. Levantó la mirada hacia el gran espejo de encima del tocador y se asustó. La camiseta de suave algodón blanco le ceñía los senos pero le quedaba floja en todos los demás sitios. Parecía un atentado a la moda, así que se la remetió dentro de los anchos pantalones cortos, aunque de esa manera se le marcaban los grandes senos y el trasero; los dos lugares que no quería resaltar. Tiró bruscamente de la camiseta hasta que cayó sobre sus caderas, luego metió los zapatos dentro del neceser y cogió un Snickers que guardaba allí dentro. Sentada sobre el borde de la cama le quitó el envoltorio marrón y hundió los dientes en la sabrosa chocolatina. Un suspiro de placer se le escapó de los labios mientras masticaba la golosina. Recostándose en la colcha azul, se desperezó y se quedó mirando la instalación de la luz del techo. Dos polillas muertas descansaban sobre el fondo de la lámpara blanca. Mientras devoraba la chocolatina, escuchó las voces amortiguadas de Nick y de Ernie a través de la puerta de madera. Considerando que a 
Nick no parecía gustarle mucho, era extraño que el timbre ronco de su voz la tranquilizara. Quizá fuera porque era la única persona que conocía en varias millas a la redonda o quizá fuera porque en el fondo sentía que no era tan imb/écil como parecía. No obstante, tan sólo con su tamaño conseguía que cualquier mujer se sintiera segura.

Se deslizó lentamente hasta que descansó la cabeza sobre la almohada de 
Nick y los pies sobre el vestido de novia, que estaba a los pies de la cama. Cuando terminó de engullirse el Snickers, pensó en llamar a Lolly, pero decidió esperar. No tenía prisa en escuchar la reacción de su tía. Pensó en levantarse, pero lo único que hizo fue cerrar los ojos. Recordó la primera vez que vio a Virgil en el departamento de cosmética del Neiman-Marcus de Dallas. Aún le costaba creer que hasta hacía poco más de un mes había estado trabajando, repartiendo muestras de perfumes de Fendi y Liz Claiborne. Lo más probable es que no lo hubiera visto si él no se hubiera acercado a ella. Ni habría cenado con él la primera vez si no hubiera tenido rosas y una limusina esperando en la puerta después del trabajo. Había sido tan fácil deslizarse dentro de esa limusina con climatizador, lejos del calor, la humedad y los humos del autobús. Si no se hubiera sentido tan sola y si su futuro no hubiera sido tan incierto, probablemente no habría aceptado casarse con un hombre al que hacía tan poco tiempo que conocía.

La noche anterior había tratado de decirle a Virgil que no podía casarse con él. Había tratado de cancelar la boda, pero no la había escuchado. Se sentía horriblemente mal por lo que había hecho, pero no se le había ocurrido ninguna otra manera de arreglarlo.

Sin poder reprimir más las lágrimas que había estado conteniendo todo el día, sollozó quedamente en la almohada de 
Nick. Lloró por el lío que había hecho de su vida y el vacío que sentía en su interior. El futuro se le presentaba incierto y aterrador. Sus únicos parientes eran una tía entrada en años y un tío que vivía de la Seguridad Social y cuyas vidas giraban en torno al programa I Love Lucy.

No tenía nada y, encima, había conocido a un hombre que le había dicho que no esperara que fuera amable con ella. Repentinamente se sintió como Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo. Había visto todas las películas que había hecho Vivien Leigh y pensó que era un poco extraño, una rara coincidencia, que el apellido de 
Nick fuera Jonas.

Estaba asustada y sola, pero en cierta manera se sentía aliviada por no tener que fingir nunca más. No tendría que fingir que apreciaba el horrible gusto de Virgil para la ropa y las demás vulgaridades que él quería que se pusiera.

Exhausta, lloró hasta quedarse dormida. No se percató de que se había quedado dormida hasta que se despertó con un sobresalto, incorporándose de golpe sobre la cama.

—¿Miley?

Un mechón de pelo le cayó sobre el ojo izquierdo mientras se volvía hacia la puerta iluminada por el sol para ver una cara que le recordaba a uno de esos calendarios de tíos cachas. Sus manos se agarraban al marco por encima de la cabeza y el reloj plateado se le había girado de tal manera que la esfera descansaba contra su pulso. Tenía una cadera más alta que la otra, y durante un momento clavó los ojos en él, desorientada.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

Parpadeó varias veces antes de despejarse. 
Nick se había cambiado la ropa por un par de Levi's viejos con un agujero en la rodilla. La sudadera blanca de los Chinooks que le ceñía el pecho no ocultaba el vello fino que le oscurecía las axilas. No podía dejar de preguntarse si se habría cambiado en la habitación mientras ella dormía.

—Si tienes hambre, Ernie está haciendo sopa de pescado.

—Me muero de hambre —dijo, pasando las piernas por el borde de la cama—. ¿Qué hora es?
Nick bajó la mano y se miró el reloj.

—Casi las seis.

Había dormido unas dos horas y media, y se sentía más cansada que antes. Recordó ir al baño y recogió el neceser que había dejado en el suelo al lado de la cama.

—Necesito unos minutos —dijo, evitando mirarse en el espejo al pasar por el tocador—. No tardaré —añadió, acercándose a la puerta.

—Bien. Estábamos a punto de sentarnos a la mesa —la informó 
Nick, aunque no se movió. Sus hombros prácticamente llenaban el marco de la puerta, obligándola a detenerse.

—Perdona. —Si él pensaba que para pasar se iba a apretar contra él, lo tenía claro. Miley había resuelto ese juego en décimo grado. Le decepcionó que 
Nick perteneciera al tipo de hombres de mala fama que pensaba que tenían derecho a restregarse contra las mujeres y mirarlas con atención bajo las blusas, pero cuando levantó la mirada a sus ojos azules, se sintió aliviada. El ceño le arrugaba la frente y la miraba a la boca, no a los senos. Levantó una mano hacia ella y le rozó el labio inferior con el pulgar. Estaba tan cerca que podía oler su colonia, Obsesión. Después de trabajar con perfumes y colonias durante un año, Miley reconocía todas las fragancias.

—¿Qué es esto? —preguntó, mostrándole una pizca de chocolate en el pulgar.

—Mi almuerzo —contestó, sintiendo un revoloteo en el estómago. Levantó la vista a los ojos azules y se dio cuenta de que, para variar, no la miraba frunciendo el ceño. Ella se lamió el labio y preguntó—: ¿mejor así?

Lentamente él bajó los brazos y levantó su mirada hacia la de ella.

—¿Mejor que qué? —preguntó, y Miley pensó que iba a sonreír y volvería a mostrarle su hoyuelo otra vez, pero en su lugar dio media vuelta y salió al pasillo.

»Ernie quiere saber si quieres cerveza o agua helada con la cena —le dijo por encima del hombro. La parte trasera de sus pantalones vaqueros eran de un azul más claro que el resto, y la cartera le abultaba uno de los bolsillos. En los pies llevaba un par de chanclas baratas como las de su abuelo.

—Agua —contestó, pero habría preferido té helado. Miley fue al cuarto de baño y se reparó el estropicio del maquillaje. Cuando volvió a aplicarse la barra de labios color borgoña, curvó la boca en una sonrisa. Había estado en lo cierto acerca de 
Nick. No era un imb/écil.

Acabó de arreglarse el pelo y llegó al pequeño comedor; 
Nick y Ernie ya estaban sentados a la mesa de roble.

—Siento haber tardado —dijo, dando a entender que eran unos maleducados por haber empezado sin ella. Se sentó frente a 
Nick y tomó una servilleta de papel de un servilletero verde aceituna. Se la colocó en el regazo, buscó la cuchara y la encontró en el lado equivocado del plato.

—La pimienta está a la derecha —dijo Ernie, indicando con la cuchara una lata roja y blanca que había en medio de la mesa.

—Gracias. —Miley miró al anciano. No le interesaba la pimienta, pero después de la primera cucharada de blanca y cremosa sopa de pescado le resultó evidente que a Ernie sí le gustaba. La sopa era espesa y sabrosa y, a pesar de la pimienta, estaba deliciosa. Junto a su plato había un vaso de agua helada y lo cogió. Mientras bebía un sorbo, recorrió la habitación con la mirada y percibió la escasa decoración. De hecho, el único mueble que había en la habitación además de la mesa era una gran vitrina llena de trofeos—. Señor Maxwell, ¿vive usted aquí todo el año? —preguntó, decidida a iniciar una conversación.

Él negó con la cabeza, llamando la atención hacia su pelo blanco rapado al uno.

—Ésta es una de las casas de 
Nick. Todavía vivo en Saskatoon.

—¿Está cerca?

—Lo suficientemente cerca como para no perderme mi ración de partidos.

Miley colocó el vaso en la mesa y comenzó a comer.

—¿De hockey?

—Por supuesto. Voy a casi todo los partidos. —Volvió la mirada hacia 
Nick—. Pero todavía me doy de cabezazos contra la puerta por haberme perdido ese hat trick el pasado mayo.

—Deja de preocuparte por eso —dijo 
Nick.

Miley no sabía casi nada de hockey.

—¿Qué es un hat trick?

—Es cuando un jugador anota tres goles en un partido —explicó Ernie—. Y también me perdí ese partido contra los Kings. —Hizo una pausa para negar con la cabeza; sus ojos se llenaron de orgullo al contemplar a su nieto—. Ese asno de Gretzky se dio de cabezazos durante unos buenos quince minutos después de que lo placaras contra la barrera —dijo, realmente encantado.

Miley no tenía la más remota idea de qué hablaba Ernie, pero «placar contra la barrera» sonaba doloroso. Había nacido y crecido en un estado que vivía por y para el fútbol, pero ella lo odiaba. Algunas veces se preguntaba si era la única persona en Texas que aborrecía los deportes violentos.

—¿No le dolió? —preguntó.

—¡Demonios, no! —explotó el anciano—. Se estrelló contra el «Muro» y vivió para contarlo.

Una comisura de los labios de 
Nick se curvó hacia arriba y sumergió varias galletas saladas en la sopa de pescado.

—Creo que no conquistaré el Lady Bying pronto.

Ernie se volvió hacia Miley.

—Es el trofeo que se le da al jugador más caballeroso, pero que se jodan. —Golpeó la mesa con un puño, mientras se llevaba la cuchara a la boca de nuevo.

Personalmente, Miley creía que ninguno de ellos corría el riesgo de ganar un premio por comportarse como un caballero.

—Esta sopa de pescado es maravillosa —dijo, en un esfuerzo por cambiar de tema y pasar a algo un poco menos exaltado—. ¿La hizo usted?

Ernie alcanzó la cerveza junto a su plato.

—Claro —contestó, llevándose la botella a la boca.

—Es deliciosa. —Siempre había sido importante para Miley gustar a la gente, ahora más que nunca. Y pensó que ya que sus conversaciones amistosas no funcionaban con 
Nick, prestaría atención sólo a su abuelo—. ¿Comenzó con una bechamel? —preguntó, escrutando los ojos azules de Ernie.

—Sí, claro, pero el truco para una buena sopa de pescado está en el caldo de almejas —dijo, y empezó a explicarle entre cucharadas la receta de la sopa. Miley parecía pendiente de cada una de sus palabras, concentrada en él exclusivamente y, al cabo de unos segundos, lo tenía comiendo de la palma de la mano. Preguntó y comentó sobre su elección de especias y todo el rato fue muy consciente de la mirada fija de 
Nick. Supo cuándo tomaba un poco de comida, cuándo se llevaba la botella de cerveza a los labios o cuándo se pasaba la servilleta por la boca. Era consciente de cuándo la miraba a ella o cuándo volvía la atención a su abuelo. Antes, al despertarse de la siesta, había sido casi amigable. Ahora parecía abstraído.

—¿Y le ha enseñado a 
Nick cómo hacer sopa de pescado? —preguntó, esforzándose por incluirlo en la conversación.
Nick se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho.

—No —fue todo lo que dijo.

—Cuando no estoy aquí, 
Nick come fuera. Pero cuando estoy me aseguro de que coma bien y de que tenga existencias en la cocina. Me gusta cocinar —informó Ernie—. Pero a él no.

Miley le sonrió.

—Lo cierto es que pienso que las personas nacen o bien aborreciendo o bien amando la cocina y puedo decir que usted —hizo una pausa para tocarle el arrugado antebrazo— tiene un don especial. No todo el mundo sabe hacer una buena bechamel.

—Podría enseñarte —se ofreció el anciano con una sonrisa.

La piel de él se sentía como papel encerado caliente bajo su mano, llenando su corazón con dulces recuerdos de la infancia.

—Gracias, señor Maxwell, pero ya sé cómo hacerla. Soy de Texas y nosotros le ponemos bechamel a todo, incluso al atún. —Recorrió con la mirada a 
Nick, notó que fruncía el ceño, y decidió ignorarlo—. Puedo elaborar salsa de bechamel y añadirla a cualquier cosa. La redeye de mi abuela era famosa, y no estoy hablando de cualquier cosa, ya sabe a lo que me refiero. Cuando uno de nuestros amigos o parientes pasaba a mejor vida, era costumbre que mi abuela llevara el jamón y la salsa redeye. Después de todo, la abuela se crió en una granja de cerdos cerca de Mobile y era conocida en los funerales por sus jamones con miel. —Miley se había pasado la vida cerca de personas mayores y hablando con Ernie se sentía tan a gusto que se inclinó un poco más hacia él y le sonrió con simpatía—. Ahora, quien es famosa es mi tía Lolly, pero por el motivo contrario. Es conocida por su gelatina O'Jell porque le echa de todo. La hizo realmente mal cuando el señor Fisher se fue al otro barrio. Todavía hablan de eso en la Primera Iglesia Baptista que no debe confundirse con la Iglesia Bautista Libre donde lavan los pies, aunque no creo que lo lleven a la práctica.

—Jesús —interrumpió 
Nick—. ¿A dónde quieres ir a parar?

La sonrisa de Miley flaqueó, pero estaba decidida a seguir siendo encantadora.

—Ya estaba llegando.

—Pues bien, podrías acabar de una vez porque al paso que vas Ernie no llegara para contarlo.

—Para ya —le advirtió su abuelo.

Miley palmeó el brazo de Ernie y miró los ojos entrecerrados de 
Nick.

—Eso ha sido increíblemente grosero.

—Puedo ser más desagradable todavía. —
Nick apartó a un lado su plato vacío y se inclinó hacia adelante—. Los tíos del equipo y yo queremos saber si a Virgil aún se le levanta o si sólo querías casarte con él por dinero.

Miley pudo sentir cómo se le agrandaban los ojos y cómo le ardían las mejillas. La idea de que su relación con Virgil hubiera sido motivo de discusión en el vestuario de los jugadores era de lo más humillante.

—Ya basta, 
Nick —ordenó Ernie—. Miley es una chica agradable.

—¿Sí? Las chicas agradables no se acuestan con los hombres por dinero.

Miley abrió la boca, pero le fallaron las palabras. Trató de pensar en algo igualmente hiriente, pero no se le ocurrió nada. Sabía con certeza que más tarde, cuando ya no la necesitara, se le ocurriría una respuesta perfecta, ingeniosa y sarcástica. Aspiró profundamente y trató de permanecer calmada. La triste realidad era que cuando se azoraba, volaban de su cabeza palabras simples como «puerta», «estufa» o, —como había ocurrido antes, cuando había tenido que pedir ayuda a 
Nick— «corsé».

—No sé lo que te he hecho para que digas tales crueldades —dijo, colocando la servilleta en la mesa—. No sé si soy yo, si odias a las mujeres en general, o si siempre estás malhumorado, pero mi relación con Virgil no es de tu incumbencia.

—No odio a las mujeres —aseguró 
Nick, luego bajó deliberadamente la mirada a la pechera de la camiseta.

—Tienes razón —intervino Ernie—. Tu relación con el señor Duffy no es asunto nuestro. —Ernie alcanzó su mano—. La marea está casi baja. ¿Por qué no sales y buscas algunas pozas cerca de esas grandes rocas de allá abajo? Tal vez encuentres algo en la costa de Washington que puedas llevarte contigo a Texas.

Miley había sido educada para respetar a sus mayores y no cuestionó la sugerencia de Ernie. Los miró a ambos y luego se levantó.

—Lo siento de verdad, señor Maxwell. No tenía intención de provocar problemas entre ustedes.

Sin apartar los ojos de su nieto, Ernie contestó:

—No es culpa tuya. Esto no tiene nada que ver contigo.

Pero realmente sentía que era culpa suya, pensó mientras empujaba la silla hacia atrás y se levantaba. Cuando Miley atravesó la verde y estrecha cocina hacia la puerta trasera, se dio cuenta de que había dejado que la pinta estupenda de 
Nick nublara su juicio. No se hacía el imb/écil. ¡Lo era!


Ernie esperó hasta que oyó cerrarse la puerta trasera antes de decir:

—No es justo que la tomes con esa niña —observó cómo su nieto arqueaba una ceja.

—¿Niña? —
Nick plantó los codos sobre el mantel—. Ni echándole toda la imaginación del mundo puede nadie, ni siquiera tú, cometer el error de confundir a Miley con una «niña».

—Pues bien, no creo que sea muy mayor —continuó Ernie—. Y fuiste irrespetuoso y grosero con ella. Si tu madre estuviera aquí, te daría un buen tirón de orejas.

Una sonrisa curvó los labios de 
Nick.

—Probablemente —dijo.

Ernie miró la cara de su nieto y una punzada de dolor le oprimió el corazón. La sonrisa de los labios de 
Nick no alcanzaba sus ojos, nunca lo hacía últimamente.

—Es inútil, 
Nick. —Colocó la mano en el hombro de su nieto y palpó los duros músculos de un hombre. Ante él no reconocía nada del niño feliz que había llevado a cazar y a pescar, el niño al que había enseñado a jugar al hockey y conducir un coche, el niño al que había enseñado todo lo que tenía que saber para ser un hombre. El hombre que tenía delante no era el niño que había criado—. Tienes que dejarlo salir. No puedes reprimirlo todo culpándote a ti mismo.

—No tengo que dejar salir nada —dijo; su sonrisa se borró por completo—. Te he dicho que no quiero hablar de eso.

Ernie observó la expresión hermética de 
Nick, el azul de sus ojos tal y como habían sido los suyos antes de que se hubieran apagado con la edad. Nunca había presionado a Nick sobre su primera esposa. Había creído que Nick acabaría recuperándose de lo que le había hecho Linda. Aunque su nieto había sido un tarambana y se había casado con esa artista de striptease hacía seis meses, Ernie abrigaba la esperanza de que algún día pudiera superarlo. El día siguiente sería el primer aniversario de la muerte de Linda, y Nick parecía tan enojado como el día que la había enterrado.

—Bueno, creo que necesitas hablar con alguien —dijo Ernie, decidido a tomar el asunto en sus manos por el propio bien de 
Nick—. No lo puedes evitar, Nick. No puedes fingir que no ocurrió nada, y no puedes beber para olvidar lo que sucedió. —Hizo una pausa para recordar lo que había oído en la televisión sobre el tema—. No puedes usar la bebida como terapia. El alcohol simplemente es el síntoma de una enfermedad mayor —dijo, alegrándose de haberlo recordado.

—¿Has estado viendo a Oprah otra vez?

Ernie frunció el ceño.

—Ése no es el tema. Lo que sucedió te reconcome y lo estás pagando con esa chica inocente.
Nick se reclinó en la silla y cruzó los brazos.

—No pago nada con Miley.

—Entonces, ¿por qué fuiste tan rudo con ella?

—Me pone de los nervios. —
Nick se encogió de hombros—. Habla sin parar todo el rato.

—Eso es porque es sureña —aclaró Ernie, dejando pasar el tema de Linda—. Sólo tienes que relajarte y disfrutar de una buena chica sureña.

—¿Cómo tú? Te tuvo comiendo en la palma de la mano con todo el tema de la bechamel y la sandez del funeral.

—Estás celoso. —Ernie se rió—. Estás celoso de un anciano como yo. —Golpeó la mesa con las manos y se levantó lentamente—. Caramba.

—Estás chiflado —se mofó 
Nick, tomando su cerveza y levantándose también.

—Creo que te gusta —dijo Ernie, dirigiéndose hacia los dormitorios—. Vi la forma en que la mirabas cuando ella no sabía que lo estabas haciendo. Puedes negártelo y negármelo todo lo que quieras, pero te atrae y eso te molesta mucho. —Entró en su dormitorio y metió algunas cosas dentro de una bolsa.

—¿A dónde vas? —le preguntó 
Nick desde la puerta.

—Iba a quedarme con Dickie unos días. Sólo me adelanto un poco.

—No, no lo harás.

Ernie volvió la mirada hacia su nieto.

—Ya te lo he dicho, he visto la manera en que la mirabas.
Nick metió una mano en el bolsillo delantero de los Levi's y apoyó un hombro contra el marco de la puerta. Con la otra mano, golpeaba impacientemente la botella de cerveza contra su muslo.

—Ya te he dicho que no voy a acostarme con la novia de Virgil.

—Espero que tengas razón y yo esté equivocado. —Ernie cerró la cremallera de la bolsa y cogió las asas con la mano izquierda. No sabía si hacía bien en irse. Su primer instinto era quedarse y asegurarse de que su nieto no hiciera nada que pudiese lamentar por la mañana. Pero Ernie ya había hecho su trabajo. Había ayudado a criar a 
Nick. No podía hacer nada más. No podía salvar a Nick de sí mismo—. Porque si no, terminarás por lastimar a esa chica y echarás a perder tu carrera.

—No pienso hacer nada de eso.

Ernie lo miró y sonrió tristemente.

—Eso espero —dijo sin convicción, y a grandes zancadas se encaminó hacia la puerta principal—. Por tu bien, espero que no.
Nick observó salir a su abuelo y después se volvió hacia la sala de estar. Sus pies desnudos se hundían en la gruesa alfombra beige mientras se dirigía hacia el gran ventanal. Poseía tres casas; dos estaban en la costa oeste. Amaba el océano, sus sonidos y sus olores. Podía abstraerse en la monotonía de las olas. Esa casa era su cielo en la tierra. Ahí, no tenía que preocuparse por contratos o responsabilidades ni por cualquier cosa de la NHL. Allí encontraba una paz que no podía encontrar en ninguna otra parte.

Hasta ese día.

Miró fijamente por la gran ventana a la mujer que estaba de pie junto a la orilla del mar, la brisa alborotaba su pelo oscuro. Definitivamente, Miley perturbaba su paz. Se llevó la botella de cerveza a los labios y tomó un largo trago.

Una involuntaria sonrisa se insinuó en la comisura de sus labios mientras la observaba andar de puntillas sobre las frías olas. Sin lugar a dudas, Miley Howard era una fantasía andante. Si no fuera por su irritante manía de hablar sin parar, divagando sobre cualquier tema, y no fuera la novia de Virgil, 
Nick no tendría tanta prisa por deshacerse de ella.

Pero Mileyestaba liada con el dueño de los Chinooks y 
Nick tenía que sacarla de la ciudad tan pronto como fuera posible. Pensaba llevarla al aeropuerto o a la estación de autobuses por la mañana, pero eso dejaba por delante toda una larga noche.

Enganchó un pulgar en la pretina de los descoloridos vaqueros y dirigió la mirada a un par de niños que hacían volar una cometa en la playa. No le preocupaba acabar en la cama con Miley porque, en contra de lo que Ernie creía, 
Nick pensaba con la cabeza, no con el pene. Su conciencia escogió ese momento, mientras se llevaba la cerveza a los labios otra vez, para recordarle su estú/pido matrimonio con DeeDee.

Lentamente bajó la botella y volvió la mirada hacia Miley. Nunca habría hecho una cosa tan estú/pida como casarse con una mujer que conocía desde hacía sólo unas horas si no hubiera estado borracho, no importaba lo estupendo que fuera su cuerpo. Y el de DeeDee era un cuerpo de infarto.

Un oscuro ceño sustituyó su sonrisa. Sus ojos siguieron a Miley mientras jugaba con las olas, luego maldijo entre dientes, fue a la cocina y vertió el resto de la cerveza en el fregadero.



Lo último que necesitaba era despertarse por la mañana con un gran dolor de cabeza y casado con la novia de Virgil.

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