sábado, 3 de mayo de 2014

Simplemente Irresistible - Cap: 3



—Tengo unos tíos abuelos que viven en Duncanville, pero Lolly no puede viajar por el lumbago y el tío Clyde tuvo que quedarse en casa para encargarse de ella.

Nick hizo un gesto de fastidio con la boca.

—¿Dónde viven tus padres?

—Me crió mi abuela, pero murió hace varios años —contestó Miley, esperando que no indagase acerca del padre que nunca había conocido o la madre a la que sólo había visto una vez en el entierro de su abuela.

—¿Amigos?

—Mi única amiga está en casa de Virgil. —Sólo con pensar en Sissy comenzaba a palpitarle el corazón. Su amiga se había encargado de que todas las damas de honor vistieran con el mismo tono color lavanda. Los vestidos a juego parecían ahora algo tonto y trivial.

Él frunció los labios.

—Naturalmente. —Le retiró las grandes manos de la cintura y se pasó los dedos por el pelo—. Me da la impresión de que no tienes un plan demasiado firme.

No, no tenía un plan, ni firme ni de ninguna otra manera. Había cogido el neceser de maquillaje y había salido de casa de Virgil sin pensar a dónde iría o cómo llegar.

—Bueno, demonios. —Él dejó caer las manos y miró a la carretera—. Podrías pensar en algo.
Miley tuvo el horrible presentimiento de que si no ideaba algo en los siguientes dos minutos, Nick volvería al coche y la dejaría plantada allí mismo. Y lo necesitaba, al menos durante unos días, hasta que resolviese qué iba a hacer, así que recurrió a lo que siempre le había funcionado. Le colocó una mano en el brazo y se recostó un poco sobre él, lo justo para hacerle pensar que estaba abierta a cualquier sugerencia que se le ocurriera.

—Tal vez podrías ayudarme tú —dijo con su voz más húmeda y suave, luego lo completó con una sonrisa tipo «tú-eres-un-machote-y-yo-una-dama-indefensa». 
Miley podía ser un fracaso en todo lo demás, pero era una coqueta consumada y una autentica bomba de relojería cuando se trataba de manipular a los hombres. Bajando las pestañas modestamente, lo miró con sus bellos ojos. Curvó los labios en una sonrisa seductora que prometía algo que no tenía intención de cumplir. Le deslizó las palmas de las manos por los duros brazos en un gesto que parecía una caricia, pero que en realidad era una maniobra táctica para defenderse de las manos rápidas. Miley odiaba que los hombres le sobaran los senos.

—Eres tentadora —dijo él, colocándole un dedo bajo la barbilla para obligarla a mirarlo—, pero no vales un precio tan alto.

—¿Un precio tan alto? —Una brisa fresca le agitó los rizos, rozándole la cara—. ¿Qué quieres decir?

—Eh... —comenzó, luego recorrió con la mirada los senos que presionaban contra su torso—, quiero decir que tú quieres algo de mí y estás dispuesta a usar tu cuerpo para obtenerlo. Me gusta el sexo tanto como a cualquier hombre, pero, cariño, no vales mi carrera.
Miley lo empujó y se apartó el pelo de los ojos. Había tenido varias relaciones íntimas en su vida y, según ella, el sexo estaba muy sobrevalorado. Los hombres parecían gozar de él, pero para ella sólo era algo demasiado embarazoso. Lo único bueno que podía decir de ello era que no duraba más de tres minutos. Levantó la barbilla y lo miró como si la hubiera lastimado e insultado.

—Estás equivocado. No soy esa clase de chica.

—Ya veo. —La volvió a mirar como si supiera exactamente qué tipo de chica era—. Eres sólo una coqueta.

«Coqueta» era una palabra fea. Ella se consideraba más bien una actriz.

—¿Por qué no cortas el rollo y me dices lo que quieres?

—De acuerdo —dijo ella, cambiando de táctica—. Necesito un poco de ayuda, y necesito un lugar donde quedarme unos días.

—Escucha —suspiró él, cambiando el peso de un pie a otro—. No soy el tipo de hombre que andas buscando. No puedo ayudarte.

—Entonces, ¿por qué me dijiste que lo harías?

Él entrecerró los ojos, pero no contestó.

—Sólo unos días —imploró, desesperada. Necesitaba tiempo para pensar qué hacer en ese momento en el que su vida se estaba yendo al garete—. No seré un problema.

—Lo dudo mucho —se mofó.

—Tengo que llamar a mi tía.

—¿Dónde está tu tía?

—Allá por McKinney —contestó con sinceridad, aunque en realidad no deseaba contactar con Lolly. Su tía había estado más que satisfecha con la elección de marido que había hecho 
Miley. Además, aunque Lolly nunca había sido tan descarada como para pedírselo directamente, Miley sospechaba que su tía esperaba conseguir con aquel matrimonio una serie de regalos caros como una televisión de pantalla gigante y una cama articulada.

La dura mirada de Nickla inmovilizó durante un largo momento.

—Jod/er, entra —dijo, y rodeó el coche—. Pero tan pronto como te pongas en contacto con tu tía te llevo al aeropuerto o a la estación de autobuses o a donde demonios quiera que vayas.

A pesar de que no era ni mucho menos una oferta entusiasta, 
Miley no desaprovechó la oportunidad. Se subió al coche y cerró de un portazo.

Nick encendió el motor, dio un volantazo al Corvette y el coche volvió a la carretera. El sonido de las ruedas sobre el asfalto llenó el incómodo silencio entre ellos, al menos fue incómodo para 
Miley. A Nick no parecía molestarlo en absoluto.

Durante años había asistido a la «Escuela de Ballet, Claque y Modales de la señorita Virdie Marshall». Aunque nunca había sido la alumna más brillante, había destacado más que las demás por su habilidad para cautivar a cualquiera, donde fuera y en cualquier momento. Pero ahora tenía un pequeño problema. A Nick parecía no gustarle, lo que la dejaba perpleja porque ella siempre gustaba a los hombres. Si bien no había podido dejar de notar que él no era un caballero. Blasfemaba con una frecuencia que rayaba lo obsceno y ni siquiera se disculpaba después. Los hombres sureños que conocía maldecían, por supuesto, pero normalmente pedían perdón luego. Nick no parecía el tipo de hombre que pidiera perdón por nada.

Lo observó de perfil e intentó ubicar al «encantador» Nick Jonas.

—¿Eres de Seattle? —preguntó, decidida a que babeara por ella cuando alcanzasen su destino. Le simplificaría muchísimo las cosas porque, aunque parecía no haberse dado cuenta, le acababa de ofrecer un lugar donde quedarse algún tiempo.

—No.

—¿De dónde eres?

—De Saskatoon.

—¿De dónde?

—De Canadá.

El pelo le golpeó la cara, y ella se lo recogió con la mano y lo sujetó a un lado del cuello.

—Nunca he estado en Canadá.

Él no hizo comentarios.

—¿Cuánto tiempo llevas jugando al hockey? —preguntó, esperando tener una ligera y agradable conversación aunque fuera con sacacorchos.

—Toda mi vida.

—¿Cuánto tiempo llevas jugando en los Chinooks?

Él cogió las gafas de sol del salpicadero y se las puso.

—Un año.

—He visto jugar a los Stars —dijo, refiriéndose al equipo de hockey de Dallas.

—Un grupo de asnos mar/icas —masculló él, al tiempo que se desabrochaba el puño derecho de la camisa blanca para arremangársela hasta el codo.

No era una conversación exactamente agradable, decidió ella.

—¿Fuiste a la universidad?

—No en serio.
Miley no tenía ni idea de lo que quería decir con eso.

—Yo fui a la Universidad de Texas —mintió en un esfuerzo para impresionarle y gustarle.

Él bostezó.

—Estaba en la Hermandad Kappa —siguió mintiendo.

—¿Sí? ¿De veras?

Sin arredrarse ante su «nada-entusiasta-respuesta», ella continuó:

—¿Estás casado?

Clavó los ojos en ella a través de las gafas de sol, dejando claro de que había tratado a la ligera un asunto espinoso.

—¿Qué eres, una reportera del National Enquirer?

—No. Es que tengo curiosidad. Como pasaremos algún tiempo juntos, pensé que sería bueno tener una charla amistosa para llegar a conocernos.

Nick devolvió su atención a la carretera y comenzó a arremangarse la otra manga.

—Yo no charlo.
Miley tiró del dobladillo del vestido.

—¿Puedo preguntar adónde vamos?

—Tengo una casa en la playa de Copalis. Puedes ponerte en contacto con tu tía desde allí.

—¿Está cerca de Seattle? —Se inclinó hacia un lado y continuó dándole tirones al dobladillo del vestido.

—No. En caso de que no te hayas dado cuenta, vamos hacia el oeste.

El pánico la invadió mientras se alejaban un poco más de cualquier sitio remotamente familiar.

—¡Caramba!, ¿cómo iba a saberlo?

—Pues porque tenemos el sol detrás.
Miley no se había fijado y, aunque lo hubiera hecho, no se le habría ocurrido averiguar la dirección mirando al sol. Siempre confundía eso de «norte-sur-este-oeste».

—¿Supongo que tienes teléfono en la casa de la playa?

—Por supuesto.

Tendría que poner una conferencia a Dallas. Tenía que llamar a Lolly y a los padres de Sissy y contarles lo que había sucedido para que pudieran ponerse en contacto con su hija. También tenía que llamar a Seattle y enterarse de cómo podía enviar el anillo de compromiso a Virgil. Clavó la mirada en la alianza con un diamante de cinco quilates de su mano izquierda y estuvo a punto de echarse a llorar. Le encantaba ese anillo, aunque sabía que no podía conservarlo. Puede que fuera una coqueta incorregible, pero tenía escrúpulos. Devolvería el diamante, pero no en ese momento. Tenía que calmarse antes de sufrir una crisis nerviosa.

—Nunca he estado en el océano Pacífico —dijo, sintiendo que el pánico disminuía un poco.

Él no hizo comentario alguno.
Miley siempre se había considerado la cita a ciegas perfecta porque podía hablar hasta del color del agua, especialmente cuando estaba nerviosa.

—Pero he ido al Golfo muchas veces —comenzó—. Cuando tenía doce años, mi abuela nos llevó a Sissy y a mí en su gran Lincoln. No sabes qué pasada. Ese coche debía pesar diez toneladas, pero era como si volara. Sissy y yo nos acabábamos de comprar unos bikinis realmente preciosos. El de ella parecía una bandera americana mientras que el mío estaba hecho de seda como los pañuelos. Nunca lo olvidaré. Fuimos hasta Dallas sólo para comprar ese bikini en J.C. Penney. Lo había visto en un catálogo y me moría por tenerlo. De cualquier manera, Sissy es una Miller por su lado materno y las mujeres Miller son conocidas a lo largo y ancho de Collin County por las caderas anchas y los tobillos de elefante, no son atractivas, pero son un encanto de familia. Una vez...

—¿A qué viene todo esto? —interrumpió Nick.

—Ahora lo verás —dijo, tratando de seguir siendo agradable.

—¿Pronto?

—Sólo quería saber si el agua de la costa de Washington está helada.

Nick sonrió y después la miró. Por primera vez, ella notó el hoyuelo de su mejilla derecha.

—Se te congelará por completo ese trasero sureño —dijo antes de bajar la mirada al salpicadero y coger un casete. Lo metió en el reproductor y el sonido de una armónica puso fin a cualquier intento de conversación.
Miley fijó la atención en el paisaje montañoso salpicado de abetos y alisos de tonos rojos, azules, amarillos, y, por supuesto, verdes. Hasta ese momento había conseguido evitar sus pensamientos que ahora la abrumaban, la asustaban y la paralizaban. Pero sin otra distracción se precipitaron sobre ella como una ola de calor en Texas. Pensó en su vida y lo que había hecho ese mismo día. Había dejado plantado a un hombre en el altar y, si bien el matrimonio habría sido un desastre, él no se lo merecía.

Todas sus pertenencias estaban en cuatro maletas en el Rolls Royce de Virgil, todo excepto el neceser que descansaba sobre el suelo del coche de Nick. Había llenado la pequeña maleta con cosas esenciales para la noche de bodas con Virgil.

Todo lo que tenía allí era una cartera con siete dólares y tres tarjetas de crédito sin fondos, una cantidad ingente de cosméticos, un cepillo de dientes y otro para el pelo, un peine, un bote de laca Aqua Net, seis pares de braguitas con sujetadores a juego, las píldoras anticonceptivas y una sonrisa.



Se había superado, incluso siendo 
Miley Howard.

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